Annotation La vida de Thomas Lieven, un banquero alemán residente en Londres, sufre un vuelco cuando en plena Segunda Guerra Mundial se ve obligado a trabajar de espía para los alemanes y, más tarde, para los británicos y los franceses. Envuelto en sucesivos líos, Lieven deberá cambiar permanentemente de identidad y relacionarse con algunos de los personajes más conocidos del momento, a quienes obsequiará con suculentas comilonas. Johannes M. Simmel Prólogo 1 2 3 4 5 Libro primero I 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 II 1 2 3
4 5 6 7 8 9 10 11 III 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16 18 19 20 21 22 Libro segundo I 1 2 3 4 5
6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16 17 18 19 20 21 22 II 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16 17 18 19
20 21 III 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 Libro tercero I 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16 17 18
19 II 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 III 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 Libro cuarto I 1 2 3 4 5 6
7 8 9 10 11 12 13 14 15 II 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16 17 18 19 20 21 III 1 2 3 4 5
6 7 8 9 10 11 12 13 14 Epílogo 1 2 3 4
Johannes M. Simmel No sólo de caviar vive el hombre Título original: Es Muss Nicht Inmer Kaviar Sein Traducción: V. Scholz, 1967 1.ª edición: abril 2007 © 1963 by Droemersche Verlagsanstalt Th. Knaur Nachg. GmbH Se Co. KG, Manchen © Ediciones B, S. A., 2007 para el sello Zeta Bolsillo Bailen, 84 – 08009 Barcelona (España) ISBN: 978-84-96778-46-7 Las atrevidas aventuras y exquisitas recetas culinarias del agente secreto, en contra de su voluntad, Thomas Lieven. Transcritas por Johannes Mario Simmel Esta novela se basa en hechos reales. Los nombres y los personajes son de libre invención. Cualquier parecido con el nombre de personas vivas o muertas, es pura coincidencia.
Prólogo —Nosotros, los alemanes, mi querida Kitty, somos capaces de hacer un milagro económico, pero no sabemos preparar una ensalada -dijo Thomas Lieven, volviéndose hacia la joven de pelo negro y agradables formas. —Sí, señor -contestó Kitty. Lo dijo con la respiración un poco entrecortada, puesto que estaba terriblemente enamorada de su encantador patrono. Y con ojos de enamorada miraba a Thomas Lieven que estaba con ella en la cocina. Sobre su smoking, azul oscuro con solapas estrechas, Thomas Lieven se había puesto un delantal de cocina. En la mano sostenía una servilleta. En la servilleta había envuelto las delicadas hojas de dos hermosos repollos. «Qué hombre», se dijo Kitty, y sus ojos relucieron. El enamoramiento de Kitty se debía, en gran parte, al hecho de que su patrono, dueño y señor de una mansión de muchas habitaciones, se desenvolviera con tal naturalidad en su reino: la cocina. —Preparar correctamente una ensalada es un arte que casi se ha perdido ya -dijo Thomas Lieven-. En la Alemania central la preparan dulce y sabe a pastel podrido, en Alemania del sur agria, como la que dan de comer a los conejos, y en Alemania del norte las amas de casa incluso la condimentan con aceite de ensalada. ¡Oh, Santo Lúculo! ¡Este aceite sirve para engrasar las cerraduras, pero no para preparar una ensalada! —Sí, señor -asintió Kitty, que continuaba con la respiración entrecortada. En la lejanía empezaron a doblar unas campanas. Eran las siete de la tarde del 11 de abril de 1957. El 11 de abril de 1957 era un día como cualquier otro. ¡Pero no así para Thomas Lieven! Aquel día tenía la confianza de poner fin a un pasado, delirante y contrario a las leyes. Aquel 11 de abril de 1957 habitaba Thomas Lieven, que poco antes había cumplido los cuarenta y ocho años de edad, una mansión alquilada en la zona más distinguida de la Cecilien Aliee de Dusseldorf. Poseía una respetable fortuna en el Rhein-Main-Bank y un coche sport de lujo, de fabricación alemana, que le había costado treinta y dos mil marcos.
Thomas Lieven era un cuarentón que había sabido conservarse de un modo extraordinario. Delgado, alto, quemado por el sol, tenía unos ojos de mirada inteligente, ligeramente melancólicos y unos labios sensibles en un rostro delgado. Llevaba el pelo negro muy corto y en las sienes presentaba hebras grises. Thomas Lieven no estaba casado. Sus vecinos le conocían como hombre tranquilo y distinguido. Le tenían por un respetable comerciante de la República Federal alemana, aun cuando estaban un poco disgustados de haber averiguado tan poco con respecto a él... —Mi querida Kitty -dijo Thomas Lieven-, Es usted bonita, es usted joven y, sin duda alguna, tendrá que aprender muchas cosas aún. ¿Quiere aprender algo de mí? —Con alegría susurró Kitty, esta vez casi sin respiración. —Bien, le voy a revelar el secreto de cómo preparar una sabrosa ensalada de lechuga. ¿Qué hemos hecho hasta ahora? —Hace dos horas hemos puesto en agua dos repollos de tamaño mediano, señor. Luego hemos cortado los delicados tallos y hemos elegido solamente las hojas más tiernas... —¿Y qué hemos hecho con estas hojas tan tiernas? -inquirió el hombre. —Las hemos envuelto con una servilleta y luego hemos hecho un nudo con las cuatro puntas de la servilleta. Y, a continuación, usted, señor, ha basculado la servilleta... —Le he hecho hacer un movimiento centrífugo, mi querida Kitty, centrífugo para que escapara la última gota de humedad. Es de gran importancia que las hojas estén completamente secas. Pero vamos a dedicar ahora toda nuestra atención a preparar la salsa para la ensalada. ¡Alárgueme, por favor, un recipiente de cristal y los cubiertos para la ensalada! Cuando Kitty, casualmente, rozó la mano larga y delgada de su patrono le recorrió un dulce estremecimiento. «Qué hombre», se dijo... «Qué hombre»... Esto mismo se habían dicho infinidad de personas que habían conocido a Thomas Lieven en el transcurso de los últimos años. Quiénes eran estos hombres se desprende de lo que Thomas Lieven amaba y odiaba. Thomas Lieven amaba: Las mujeres hermosas, los trajes elegantes, los muebles antiguos, los coches rápidos, los buenos libros, las comidas bien preparadas y un sentido
común sano. Thomas Lieven odiaba: Los uniformes, los políticos, la guerra, la insensatez, el uso de las armas y de las mentiras, los malos modales y la vulgaridad. Hubo un tiempo en que Thomas Lieven fue el prototipo del ciudadano honesto y correcto, ajeno a toda intriga, amante de una vida llena de seguridad, tranquilidad y comodidad. Pero una extraña casualidad -de la que hablaremos con detalle- arrancó precisamente a ese hombre de sus cauces tan normales y suaves. El ciudadano Thomas Lieven se vio obligado a combatir en el curso de unas acciones tan impresionantes como grotescas a las siguientes organizaciones: el Abwehr alemán y la Gestapo, el Secret Service británico, el Deuxième Bureau francés, el Federal Bureau of Investigation americano y el Servicio de Seguridad Estatal soviético. El ciudadano Thomas Lieven se vio obligado a usar, en el curso de cinco años de guerra y doce años de posguerra, dieciséis pasaportes falsos de nueve países diferentes. Durante la guerra, Thomas Lieven creó una confusión y un desconcierto terribles tanto en los cuarteles generales de los aliados como de los alemanes. Pero en ningún momento se sintió a gusto. Después de la guerra tuvo la impresión, como todos nosotros, aun cuando fuera solamente durante poco tiempo, de que había terminado la locura en que habíamos vivido. ¡Error! Los hombres que vivían en la oscuridad no soltaron ya a Thomas Lieven. Pero él se vengó de los que le atormentaban y hostigaban. Sacó dinero de los ricos de la época de la ocupación, de las hienas de la reforma monetaria y de los nuevos ricos del milagro económico. Para Thomas Lieven no existía un «telón de acero». Viajaba y comerciaba por el Este y el Oeste. Las autoridades temblaban ante él. Los diputados de diferentes parlamentos regionales y muchos parlamentarios de Bonn tiemblan, incluso hoy día, puesto que Thomas Lieven vive y sabe muchas cosas con respecto a las salas de juego, subastas de obras y suministros para el nuevo Ejército federal alemán... Claro está, no se llama Thomas Lieven. Dadas las circunstancias, se nos perdonará que hayamos cambiado tanto su nombre como su dirección. Pero la historia de este antaño tan pacífico
ciudadano, cuya pasión continúa siendo hoy el arte culinario y que, en contra de su voluntad, se convirtió en uno de los mayores aventureros de nuestra época, esta historia sí es verídica. La empezamos la noche de aquel 11 de abril de 1957, en aquel momento histórico en que Thomas Lieven explicaba cómo hay que preparar una ensalada de lechuga.
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MENÚ Sopa lady Curzon * Pollo a la paprika Ensalada «Clara» * Arroz Manzanas rellenas con salsa de espuma de vino Toast con queso
11 de abril de 1957 Esta cena reportó 717.850 francos suizos Sopa Lady Curzon era la esposa del virrey de la India, lord Curzon. Su esposo era autor de libros de política. Ella redactaba recetas de cocina. Para su sopa de tortuga, recomienda las patas delanteras de los sabrosos animales. Ellas contienen la carne más sabrosa. Como especias debe tomarse dragón y tomillo, jengibre, nuez moscada, clavo, así como curry. Un vasito de Sherry forma parte de la sopa, en la que, de ser posible, deben nadar, además, huevos de tortuga, salchichitas de los intestinos y un relleno de las entrañas del animal. Sin embargo, si a alguien le parece todo esto demasiado complicado, puede comprar en la tienda una lata de sopa de tortuga preparada, pero no debe olvidar añadir un fuerte sorbo de Sherry y una tacita de crema batida. Pollo a la páprika Sé asa, como de costumbre, un pollo tierno en mantequilla, pero no se deja tostar demasiado, y se divide a continuación, según su tamaño, en cuatro o seis pedazos, se deja en caliente. Se hace hervir una cebolla bien picada y una cucharadita de té de páprika en la mantequilla utilizada para el pollo,
hirviendo a continuación con un poco de agua o caldo, se añade una abundante cantidad de crema batida, agitada previamente con un poco de maizena, se añade sal y, eventualmente, también páprika. Para reforzar el color rojo, se añade a la salsa algo de jugo de tomate, el cual, sin embargo, no debe dar demasiado sabor. Se colocan los pedazos de pollo en la salsa y se dejan cocer algunos minutos en ella. Arroz El arroz se «pega» casi siempre como una pasta. Y, sin embargo, ¡resulta tan fácil obtener el arroz suelto! Hay que tener en cuenta que el arroz, después de haber sido bien lavado, se deja hervir durante 10-15 minutos en la cantidad de agua deseada. Se pasa luego a un tamiz, donde se lava bajo agua fría. ¡Este es el «truco para eliminar la pegajosa harina de arroz! Poco antes de servirlo se calienta el arroz en el mismo tamiz, encima de agua hirviendo, sólo por medio del vapor. Solamente en la misma fuente con que se sirve en la mesa se añaden mantequilla, sal o también, según los gustos, curry, azafrán o pimienta. Manzanas rellenas con salsa de espuma de vino Se mondan manzanas de igual tamaño, bien maduras, y se dejan hervir lentamente en un jarabe de azúcar y vainilla, sin que se deshagan. Se separan después de la salsa, y se dejan gotear sobre un tamiz. Entonces se quita aparte la piel de varias almendras, se las corta en pequeños pedacitos, se colocan sobre una lancha y se tuestan al horno las manzanas ya bien secas se empapan ahora con licor, ron o coñac, y se rellenan con los pedacitos de almendra. Se colocan sobre una bandeja y se añade luego la salsa de vino espumoso: dos yemas de huevo se agitan hasta formar espuma con 100 gramos de azúcar, 20 gramos de polvo de maíz o almidón con media taza de agua, se añade luego un cuarto de litro de vino blanco calentándolo todo sobre una llama pequeña, agitando continuamente Se baten a espuma las dos claras de huevo, se añaden a la masa, dando eventualmente un nuevo sabor con ron, arrak, coñac, etc. Toast con queso Se untan pequeñas rebanadas de pan blanco con una gruesa capa de mantequilla en el centro. Una rebanada de queso -sólo está indicado el de Emmental o Edam- se coloca sobre el pan. Las rebanadas se colocan luego en
una plancha, que se introduce en el horno, bien caliente, durante cinco minutos, hasta que adquieren un tono amarillo dorado. Se sirven muy calientes. ¡Volvamos, pues, a la cocina en la gran mansión! —La ensalada nunca debe establecer contacto con algo metálico -dijo Thomas Lieven. Kitty contemplaba como hipnotizada las delgadas manos de su patrono y escuchaba su docta disertación con nuevos estremecimientos. —Para preparar la salsa hay que tomar una punta de cuchillo, de pimienta, una punta de cuchillo de sal, una cuchara de las de té de mostaza picante. Un huevo duro, rallado. Mucho perejil. Más puerro. Cuatro cucharadas de las de sopa de aceite de oliva original italiano. Kitty, ¡el aceite, por favor! Sonrojándose, Kitty le alargó el aceite. —He dicho cuatro cucharadas. Y ahora un cuarto de litro de natilla, agria o dulce, esto es cuestión de gustos. Yo la prefiero agria... En aquel momento se abrió la puerta y entró un gigante. Llevaba pantalones a franjas negras y grises, una chaqueta a franjas azul blancas, una camisa blanca y corbata del mismo, color. El cabello al estilo prusiano, como un cepillo. Si en lugar de tener cabello hubiese lucido una calva, entonces se le hubiese podido haber tomado por el doble de Yul Brynner. —¿Qué hay, Bastián? -preguntó Thomas Lieven. Arrastrando ligeramente las palabras, con ligero acento francés, respondió el criado: —Acaba de llegar el señor director Schallenberg. —Puntual al minuto -comentó Thomas-. Con ese hombre se podrá trabajar. Se desató el delantal. —La cena dentro de diez minutos. Bastián servirá. Y usted, hija mía, está libre esta noche. Mientras Thomas Lieven se lavaba las manos en el cuarto de baño, de losetas negras, Bastián le pasó una vez más el cepillo por el smoking. —¿Qué aspecto tiene el señor director? —El usual -respondió el gigante- Robusto y gordo. Nuca de toro y barriga en punta. Provinciano. —No suena desfavorable.
—Tiene dos cicatrices. —Retiro todo lo dicho. Thomas se puso la chaqueta del smoking. Y en aquel momento observó algo, y dijo con disgusto: —Bastián, ¡te has acercado a la botella de coñac! —Sólo un trago. Estaba tan excitado... —¡No vuelvas a hacerlo! Si ocurriera algo peligroso precisaría de tu despierta cabeza. No podrás apalear al señor director si estás bebido. —¡A ése me lo cargo incluso en el delirium tremensl —¡Silencio! ¿Has entendido bien lo de los timbres? -Sí. —Repítelo. —Un timbre: he de servir el siguiente plato. Dos timbres: entro las fotocopias. Tres timbres: entro con la porra. —Te estaría muy agradecido -dijo Thomas Lieven, pasando la lima por sus uñas-, de que no invirtieras el orden.
2 —La sopa es excelente -dijo el director Schallenberg. Se retrepó contra el respaldo de su asiento y se pasó la servilleta de damasco por sus delgados labios. —«Lady Curzon» -dijo Thomas, y pulsó una vez el timbre, presionando un botón que había bajo el tablero de la mesa. —Lady, ¿qué? —Curzon..., así es como se llama la sopa. Tortuga con jerez y natilla. —¡Ah, sí, desde luego! Las llamas de las velas que había sobre la mesa se estremecieron de pronto. Bastián había entrado sigilosamente, y sirvió el pollo con pimiento picante. Las llamas se tranquilizaron. Su luz cálida y amarillenta caía sobre la alfombra azul oscuro, la antigua mesa flamenca, las cómodas sillas de madera y el gran bufete flamenco antiguo. El pollo despertó de nuevo la admiración del director Schallenberg. —Delicioso, sencillamente delicioso. ¡Ha sido usted realmente muy amable al invitarme, señor Lieven! Teniendo en cuenta que sólo quería hablar usted de negocios... —De todo se habla mejor durante una buena comida, señor director. Tome un poco más de arroz, lo tiene usted delante. —Gracias. Y ahora, dígame usted, señor Lieven, ¿de qué negocio se trata? —Está bien -dijo Thomas-. Señor director, usted es propietario de una fábrica de papel. —Sí, así es. Doscientos empleados. Todo reconstruido de entre las ruinas. —Debe sentirse muy orgulloso. A su salud... -Thomas Lieven levantó su copa. —A la suya. —Señor director, sé que usted fabrica un papel de marca al agua de excelente calidad. —Sí.
—Y, entre otros, suministra usted este papel con marca al agua para las nuevas acciones que la Deutschen Stahlunion-Werke va a lanzar al mercado. —Exacto. Las acciones de la DESU. No puede usted imaginarse lo que representan estos continuados controles, ¡vaya impertinencias! Todo para que a mis obreros no se les ocurra imprimir un par de acciones más por su cuenta, ¡ja, ja, ja! —¡Ja, ja, ja! Señor director, quisiera hacerle un pedido de cincuenta hojas grandes de este papel con marca al agua. —Usted quiere..., ¿qué? —Pasarle un pedido de cincuenta hojas grandes. Como jefe de la empresa no ha de resultarle difícil a usted rehuir ese control. —Pero, por amor del cielo, ¿y qué piensa hacer con esas hojas? —Pues, imprimir acciones de las fábricas DESU. ¿Qué se había imaginado usted? El director Schallenberg dobló su servilleta, fijó apesadumbrado la mirada en el plato delante de él, y dijo: —Temo que he de retirarme. —En modo alguno. Tenemos todavía manzanas al champaña y tostadas con queso. El director se puso en pie. —Caballero, olvidaré haber estado jamás aquí. —Dudo que llegue a olvidarlo -dijo Thomas, mientras se servía un poco más de arroz-. ¿Por qué se ha levantado, señor jefe de industria de armamentos? El rostro de Schallenberg se sonrojó. —¿Qué ha dicho usted? -dijo, en voz muy baja. —Que se siente usted, señor jefe de industria de armamentos. —¿Ha dicho jefe de industria de armamentos? —Lo he dicho. Esto es lo que fue usted. Aun cuando se olvidara de este título en el año 1945. Por ejemplo, en el cuestionario. ¿Para qué recordarlo? Se había procurado usted nuevos documentos y un nuevo nombre. Cuando era jefe de industria de armamentos se llamaba usted Mack. —¡Está usted loco! —No, no lo estoy. Fue usted jefe de industria de armamentos en la provincia del Warthegau. Figura usted todavía en la lista de los que deben ser entregados al Gobierno polaco. Desde luego, con el nombre de Mack y no con el de Schallenberg.
El director Schallenberg se dejó caer sobre la antigua silla flamenca, se pasó la servilleta de damasco por la frente y dijo, sin fuerzas: —Sinceramente, no sé por qué le escucho todo esto a usted. Thomas Lieven suspiró. —Mire usted, señor director, también yo tengo un pasado muy movido. Quiero olvidarme de él. Para ello necesito este papel. Imitarlo me llevaría demasiado tiempo. Por el contrario, cuento con un impresor de confianza... ¿No se siente usted bien? Veamos..., tome un sorbo de champaña, esto anima... Pues, sí, mire usted, señor director, cuando terminó la guerra tuve acceso a los expedientes secretos. Por aquel entonces se había camuflado usted en Miesbach... —¡Miente! —... Perdone, quería decir Rosenheim. En el hotel Lindenhof. Esta vez el director Schallenberg se limitó a levantar, cansado, la mano. —Sabía que usted se ocultaba allí. Teniendo en cuenta la posición que yo ocupaba, hubiese podido hacerle arrestar. Pero me dije: «¿Y de qué va a servirte ya? Lo encerrarán y lo entregarán a los polacos.» Pues bien... -Con apetito tragó, Thomas, un pedazo de pollo-. Entonces me dije: «Si le dejas vivir en paz, ese caballero, dentro de unos pocos años, volverá a flotar en la superficie. Ese tipo de hombres no se hunde nunca, siempre vuelven a resurgir...» —¡Intolerable! -gimió el director. —«... y entonces te podrá ser mucho más útil». Esto es lo que me dije por aquel entonces. Actué en consecuencia y, pues, hice bien. Schallenberg hizo un esfuerzo por carraspear. Voy directamente a la policía a presentar la denuncia. Aquí al lado está el teléfono. Bajo el tablero de la mesa, Thomas presionó por dos veces el botón del timbre. De nuevo se estremecieron las llamas de las velas cuando Bastián entró, sin hacer ruido. Llevaba una bandeja de plata y encima de ésta varias fotocopias. —Por favor, sírvase usted -dijo Thomas-. Las fotocopias presentan al señor director de uniforme, varios decretos firmados por el señor director en los años 1941 a 1944, y un recibí del llamado tesorero del partido nacionalsocialista certificando haber recibido cien mil marcos como donativo para las SA y las SS.
El director Schallenberg volvió a tomar asiento. —Puede usted retirar los platos, Bastián. El señor director ha terminado. —Sí, señor. Después de haber salido Bastián, dijo Thomas: —Por lo demás, participará usted con cincuenta mil. ¿Le basta? —¡No permitiré que me hagan víctima de un chantaje! —¿Acaso no participó usted en grandes y elevadas aportaciones a la última campaña electoral? A propósito, ¿cómo se llama esa revista alemana que se interesa por esos casos? —¡Está usted completamente loco! ¿Quiere imprimir acciones falsas? ¡Irá a parar a la cárcel! ¡Y yo con usted! ¡Estoy perdido, si le entrego ese papel! —Yo no iré a parar a la cárcel. Y usted solamente estará perdido en el caso de no entregarme el papel, señor director. -Thomas presionó una vez el botón del timbre-. Ya verá usted cómo le van a gustar las manzanas. —¡No pienso probar un solo bocado más en su casa, chantajista! —¿Cuándo puedo contar con el papel, señor director? —¡Nunca! -gritó Schallenberg, llevado por una ira incontrolada-. ¡Jamás le entregaré a usted una sola hoja de papel!
3 Era casi medianoche. En compañía de su criado, Bastián, Thomas Lieven se encontraba sentado frente al fuego en el hogar de su gran biblioteca. Rojo y dorado, azul, blanco, amarillo y verde brillaban centenares de lomos en la penumbra. Había enchufado el tocadiscos. Muy bajó se oía el. Concierto para piano Número 2, de Rachmaninoff. Thomas Lieven llevaba todavía el impecable smoking. Bastián se había desabrochado el cuello de la camisa y apoyado sus pies sobre una silla, no sin antes, después de haber dirigido una mirada a su señor, haber colocado un periódico sobre la misma. —El director Schallenberg suministrará el papel dentro de una semana dijo Thomas Lieven-. ¿Cuánto tiempo necesitarán tus amigos para la impresión? —Unos diez días -respondió Bastián, y se llevó una copa de coñac a los labios. —En este caso, el primero de mayo..., bonita fecha, el Día del Trabajo..., me iré a Zurich -dijo Thomas. Alargó a Bastián una acción y una lista-. Aquí tienes el modelo para la impresión y en la lista la numeración correlativa que quiero ver impresa en las acciones. —Si al menos supiera lo que pretendes -gruñó, admirado, el cabeza de erizo. Sólo cuando Bastián estaba completamente a solas con su señor le tuteaba. Hacía ya diecisiete años conocía a Thomas y antes no había sido criado, sino muy al contrario. Bastián se sentía ligado a Thomas desde aquellos días en que le conoció, en casa de un jefe de gángsteres, en Marsella. Además, en varias ocasiones había prestado compañía a Thomas en la misma celda. Y esas cosas suelen unir. —Tommy, ¿no vas a decirme cuál es tu plan? —En el fondo, mi querido Bastián, se trata de algo muy legal y muy hermoso: ganarme la confianza. Mi estafa con acciones será una elegante estafa de acciones. Nadie..., deséame suerte..., sabrá jamás que se trata de una estafa. Todo el mundo ganará. Todo el mundo estará contento.
Thomas Lieven sonrió ensoñado y sacó un reloj de repetición de oro. Lo había heredado de su padre. Por todos los sinuosos caminos de su vida, Thomas había llevado siempre consigo aquel reloj plano con tapa. Thomas Lieven siempre había sabido esconder, proteger o recuperar de nuevo este reloj. Hizo saltar la tapa. Con claro sonido, el mecanismo anunció la hora. Bastián comentó, muy triste: —No me entra en la cabeza. Una acción es una pequeña participación en una gran empresa. A plazos fijos cortamos unos cupones que representan unos dividendos, es decir, unos beneficios que ha hecho la empresa. —Exacto. —Pero, por el amor del cielo, ¡no podrás presentar al cobro, en ningún Banco del mundo, los cupones de tus acciones! Los números que figuran en tus acciones figuran igualmente en las acciones legales que poseerá algún otro. Inmediatamente se darán cuenta del engaño. Thomas se puso en pie. —Nunca presentaré estos cupones al cobro. —En este caso, ¿en qué consiste el truco? —Lo sabrás a su debido tiempo-dijo Thomas, y se acercó a una caja fuerte en la pared y la abrió tras manipular brevemente en la combinación. Movió una pesada puerta de acero. En la caja fuerte había dinero en efectivo, un par de lingotes de oro y tres cajas con piedras preciosas montadas y sin montar. En primer término se veían unos pasaportes. Como en sueños, dijo Thomas: —Para mayor seguridad me trasladaré a Suiza con otro nombre. Veamos, ¿qué otros pasaportes alemanes tenemos aquí? -Sonriente, leyó los nombres-. Dios santo, cuántos recuerdos despiertan todos ésos... Jakob Hausér, Peter Scheuner, Ludwig Freiherr von Trendelenburg, Wilfried Ott... —Con el nombre de Trendelenburg entraste de contrabando los Cadillac en Río. Deberías concederle un reposo más largo. Y también a Hausér. A ése siguen buscándole en Francia -dijo Bastián, sumido igualmente en los recuerdos.
4 —Tome asiento, señor Ott, ¿en qué podemos servirle? -preguntó el jefe de la sección de efectos, y depositó sobre la mesa la sencilla tarjeta de visita, que decía: «Wilfried Ott, industrial, Dusseldorf». El jefe de la sección de efectos se llamaba Jules Vermont. Su despacho estaba situado en el primer piso del Schweizer Zentralbank, en Zurich. Thomas Lieven, que se hacía llamar Wilfried Ott, preguntó: —¿Es usted francés, monsieur? —Por mi madre. —En este caso hablemos en francés -propuso Wilfried, dado que hablaba esta lengua sin acento. El rostro de Jules Vermont se iluminó. —¿Puedo abrir en el Banco de usted una caja depósito? —En efecto, monsieur. —Acabo de adquirir unas pocas de las nuevas acciones de la Deutschen Stahlunion. Me gustaría depositarlas aquí, en Suiza. Y en una caja depósito cifrada, no a mi nombre... —Entiendo. Los elevados impuestos alemanes, ¿eh? -Y Vermont guiñó un ojo. Estaba al corriente de que los extranjeros depositaban valores que representaban fortunas. Unos ciento cincuenta billones de francos que pertenecían a extranjeros fueron depositados, en el año 1957, en Suiza. —Para que no lo olvide -dijo Thomas Lieven-, mande cortar, por favor, los cupones para los años 1958 y 1959. Puesto que no sé cuándo volveré a Zurich, me quedaré con los cupones y a su debido tiempo yo mismo los presentaré al cobro. Esto les ahorrará el trabajo a ustedes... «Y a mí ir a la cárcel», se dijo. Poco más tarde todo estaba arreglado. En la cartera de bolsillo de Thomas Lieven se encontraba la certificación del Schweizer Zentralbank de que un tal Wilfried Ott, industrial de Dusseldorf, en la Alemania occidental, había depositado nuevas acciones de la empresa DESU por el valor nominal de un millón de marcos alemanes. En su coche sport, que incluso en Zurich merecía la atención de los
transeúntes, regresó a su hotel, Baur au Lac. Todos los empleados le apreciaban. En todos los hoteles del mundo en donde se alojaba le apreciaban los empleados. Esto se debía a su naturalidad y amabilidad, a su modo de ser democrático y a sus propinas. En el ascensor subió hasta su apartamento. Entró directamente en el cuarto de baño y echó los cupones para el año 1958 y 1959 en el retrete, para no ceder a la tentación de cometer una tontería. El salón tenía un balcón. Thomas se sentó bajo una sombrilla de colores, contempló complacido los pequeños barcos que navegaban por las aguas del lago y meditó durante unos instantes. Luego, con su lápiz de oro, redactó, en una hoja de papel que llevaba el membrete del hotel, el siguiente anuncio:
INDUSTRIAL ALEMÁN
busca, contra el pago de elevados intereses y garantías de primer orden, un crédito de dos años en Suiza. Sólo se tomarán en consideración las ofertas muy serias con la garantía bancaria. Este anuncio apareció dos días más tarde en lugar destacado en la sección de anuncios del Neuen Zürcher Zeitung. Al pie del mismo había un número. A los tres días se recibían, bajo este número, cuarenta y seis cartas. Hacía un tiempo maravilloso cuando Thomas, sentado en el balcón, iba sorteando las cartas. Las clasificó en cuatro grupos. Diecisiete cartas las habían mandado inmobiliarias, tiendas de antigüedades, joyeros y vendedores de coches que no tenían dinero, pero sí alababan sus objetos. Diez cartas las mandaban unos caballeros que tampoco tenían dinero, pero que se ofrecían para actuar de intermediarios con otros caballeros que, al parecer, sí tenían dinero. Once cartas, algunas con fotografías y otras sin, habían sido mandadas por unas damas, que no tenían dinero, pero que, algunas con encantos y otras sin, se ofrecían ellas mismas. Y ocho cartas, finalmente, procedían de unos caballeros que ofrecían
dinero. Thomas Lieven rompió en pedacitos las treinta y ocho cartas del grupo primero. De las ofertas restantes despertaron dos, por ser tan opuestas entre sí, el especial interés de Thomas Lieven. La primera carta había sido escrita con una máquina no muy buena, sobre papel no muy bueno... y en un alemán deficiente. Ofrecía: «... contra intereses, si son de mi agrado, importes hasta un millón de francos suizos». La oferta aparecía firmada por: «Pierre Muerrli, agente de compra y venta de casas.» La segunda carta había sido escrita a mano con letra pequeña y delicada. El papel amarillento de la mejor clase llevaba grabado en el centro superior una pequeña corona con cinco puntas. Rezaba lo siguiente: Château Montenac, 8 de mayo de 1957. Muy apreciado señor: En relación con su anuncio en el Neuen Zürcher Zeitung, solicito su visita, después de previo anuncio telefónico. H. de Couville Meditabundo, colocó Thomas aquellas cartas tan diferentes entre sí y las contempló con profunda abstracción. Meditabundo, sacó del bolsillo el reloj de repetición de oro y escuchó aquel agradable sonido: uno, dos, tres... y, dos más... las tres y media. «Pierre Muerrli -se dijo Thomas- es, sin duda alguna, un hombre muy rico, aunque también un avaro. Compra papel malo y usa una máquina vieja.» H. de Couville escribía a mano, sobre un papel, empero, de la mejor calidad. ¿Era un conde o un barón? En fin... El castillo de Montenac estaba situado en medio de un grandioso parque en la ladera sur de los montes de Zurich. En forma de serpentina conducía un ancho sendero de grava hasta el palacete pintado de color amarillo pálido con ventanales verdes. Thomas aparcó su coche delante de la impresionante
entrada. De pronto vio frente a sí a un criado increíblemente engreído. —¿Monsieur Ott? Tenga la bondad de seguirme. Le condujo dentro de la casa, a través de varias lujosas estancias, y, finalmente, a un gabinete de trabajo no menos lujoso. Detrás de una frágil mesa escritorio se puso en pie una elegante y joven dama, de unos veintiocho años de edad. En suaves ondas caía su cabello, color castaño, casi hasta los hombros. Los grandes labios relucían en un rosa claro. Los ojos pardos tenían forma de almendra y los pómulos eran muy altos. La joven dama tenía unas pestañas largas y sedosas, suaves como el terciopelo, y la piel era de tonos dorados. Thomas sufrió un estremecimiento. Las damas de ojos en forma de almendra y pómulos altos habían hecho destrozos en su vida. «Este tipo de mujer -se dijo- se comporta siempre del mismo modo. Reservadas. Frías. Engreídas. Pero cuando se llega a intimar con ellas..., ¡entonces no existen barreras de ninguna clase!» La joven dama le miró con expresión muy seria: —Buenos días, señor Ott. Nos hemos telefoneado. Por favor, tome asiento. La joven dama se sentó y se cruzó de piernas. El vestido se le deslizó un poco. «¡Sólo faltaban esas piernas largas y bonitas!», se dijo Thomas. —Señor Ott, solicita usted un crédito. Habla usted de garantías de primer orden. ¿Puede saberse de qué se trata? «Ésa va un poco demasiado lejos», se dijo Thomas. Y muy frío, contestó: —No creo tener que molestarla con esto. Si tiene la bondad de decirle al señor De Couville que estoy aquí..., él me ha escrito. —He sido yo quien le ha escrito a usted. Me llamo Hélène Couville. Realizo todas las acciones financieras en nombre de mi tío -explicó la joven dama con sorprendente frialdad-. Bien, señor Ott, ¿qué considera usted una garantía de primer orden? Thomas inclinó, sonriente, la cabeza. —Nuevas acciones de las fábricas DESU, depositadas en el Schweizer Zentralbank. Valor nominal: un millón. Cotización en Bolsa de las acciones: doscientas diecisiete... —¿Qué interés ofrece usted?
—Ocho por ciento. —¿Y en qué suma ha pensado usted? «Dios santo, esos ojos tan fríos», se dijo. Y añadió en voz alta: —Setecientos cincuenta mil francos suizos. —¿Cuánto? Con gran sorpresa por su parte, Thomas Lieven comprobó que Hélène de Couville, de pronto, se había puesto muy nerviosa. Se pasó la punta de la lengua por sus labios rosa claros. Las pestañas se estremecieron un poco. ¿No se trata de una cantidad..., hum..., un poco elevada, señor Ott? ¿Cree usted..., teniendo en cuenta la cotización en Bolsa de las acciones? Sí, desde luego, pero... -Se puso en pie-. Lo siento, creo que he de llamar a mi tío. Perdóneme usted un instante. Thomas la imitó. La joven dama desapareció. El hombre volvió a sentarse. Esperó, según le indicó su reloj de repetición, ocho minutos. El instinto que había ganado en el curso de su turbulenta vida le dijo: «Aquí hay algo que no me gusta. Pero, ¿qué?» Se abrió de nuevo la puerta y entró Hélène acompañada de un hombre alto y delgado, rostro quemado por el sol y anchas mandíbulas, cabello corto de color gris acero y camisa blanca de nylon bajo una chaqueta azul, Hélène hizo las presentaciones: —Barón Jacques de Couville, mi tío. Los dos hombres se estrecharon la mano. Cada vez más receloso, se dijo Thomas: «Tiene unas manazas como un vaquero. Y unas mandíbulas como si siempre estuviera masticando... ¡Si ese es un aristócrata de ascendencia francesa, que me parta un rayo!» Estaba decidido a ir al grano: —Barón, temo haber asustado a su encantadora sobrina. Olvidémonos de todo el asunto. Ha sido un honor para mí conocerle a usted. —Un momento, monsieur Ott, no sea usted tan terriblemente impaciente. Sentémonos. También el barón estaba nervioso. Tocó un timbre. —Vamos a hablar con toda tranquilidad del asunto, mientras tomamos unas copas. Cuando el engreído criado sirvió las bebidas, resultó que el whisky no era escocés, sino del país. «Este Couville me gusta cada vez menos y menos», se dijo Thomas.
El barón reanudó la conversación. Confesó que había tomado en consideración una cantidad mucho menor... —¿... Tal vez cien mil? —Barón, olvidémonos de todo el asunto -dijo Thomas. —Quizá ciento cincuenta mil... —Por favor, barón, por favor... —Incluso doscientas mil... Pronunció estas palabras casi en son de súplica. De pronto entró el engreído criado anunciando una conferencia telefónica. Y rápidamente desaparecieron el barón y su sobrina. Thomas empezó a experimentar una sensación de diversión con respecto a la familia de aristócratas. Cuando, a los diez minutos, regresó el barón, pálido y sudoroso, casi sintió compasión por el desgraciado. Pero se despidió de un modo muy brusco. En el vestíbulo se tropezó con Hélène. —¿Se va usted ya, monsieur Ott? —Temo haberla molestado a usted más de lo que es prudente -dijo Thomas, y besó la mano de la joven dama. Olió entonces su perfume y el perfume de su piel, y dijo-: Me haría usted muy feliz si cenara esta noche conmigo en el hotel Baur au Lac, o donde usted mande. Por favor, acepte esta invitación. —Señor Ott -dijo Hélène, y habló como si lo hiciera una estatua de mármol-, no sé cuánto ha bebido usted. Pero atribuyo lo que usted dice a este estado. Le deseo mucha suerte.
5 Tan dificultosa como infructuosa fue la conversación con el barón De Couville, tanto más rápidamente se realizó el negocio con el agente de compra y venta de casas Pierre Muerrli. Tan pronto regresó al hotel, Thomas Lieven le llamó por teléfono y le expuso de lo que se trataba, es decir, solicitaba un crédito de setecientos cincuenta mil francos suizos contra garantía de un depósito de acciones de las fábricas DESU. —¿Más no? -preguntó Pierre Muerrli, en su acusado acento suizoalemán. —No, con eso tengo suficiente -respondió Thomas, y se dijo: «No hay por qué exagerar.» El agente fue al hotel; un individuo de rostro rojizo y de anchos hombros. ¡Un hombre que no perdía el tiempo! Al día siguiente firmaron el contrato ante notario: El señor Wilfried Ott, industrial, con residencia en Dusseldorf, se compromete a pagar con un ocho por ciento de intereses un crédito de tres cuartos de millón de francos. Este crédito será devuelto, lo más tarde, a medianoche del 9 de mayo de 1959. Hasta esta fecha se obliga al señor Pierre Muerrli, agente de compra y venta de casas, en Zurich, a no hacer uso del depósito de acciones que el señor Ott le cede como garantía. En el caso de que el señor Ott no hiciera honor a sus obligaciones hasta la fecha indicada, entonces el señor Muerrli podrá disponer libremente de las mencionadas acciones. Con el contrato en el bolsillo, se trasladaron los señores Thomas y Muerrli al Zentralbank. Allí les certificaron la legalidad del depósito. En el despacho del agente de compra y venta de casas, señor Pierre Muerrli, le fue entregado, a continuación, al señor Thomas Lieven un talón por setecientos diecisiete mil ochocientos cincuenta francos suizos, descontados todos los gastos, así como los intereses al ocho por ciento por dos años. ¡En un abrir y cerrar de ojos, Thomas Lieven había entrado en posesión
de setecientos diecisiete mil ochocientos cincuenta francos suizos! Durante dos años quería trabajar con este capital, que, en el mes de mayo de 1959, tenía la intención de restituir a su legítimo propietario, sacar las acciones falsificadas de la caja depósito, romperlas en pedacitos y hacerlas desaparecer por el retrete. Todos habrían ganado, nadie habría sido llamado a engaño y nadie sabría jamás que había sido cometida una estafa. En fin, esas cosas suelen funcionar tan fácilmente cuando de veras funcionan... Cuando Thomas Lieven, alias Wilfried Ott, horas más tarde, penetró en el vestíbulo de su hotel, vio sentada en un butacón a Hélène de Couville. —Hola, ¡qué alegría! Lenta, muy lentamente, levantó Hélène la mirada de la revista de modas que sostenía en sus manos. Y con infinita abulia dijo: —Oh, buenos días. Aquel día tan frío llevaba un traje «pepita» marrón y una capa de visón canadiense natural. No había una sola persona en el vestíbulo que no hubiese fijado repetidas veces la mirada en la mujer. Thomas dijo: —Se ha retrasado usted un poco, pero me siento muy dichoso de que haya venido usted. —Señor Ott, no he venido a verle a usted, sino a una amiga que se aloja en este hotel. Thomas dijo: —Si no puede ser hoy, ¿tal vez mañana, para tomar juntos el aperitivo? —Mañana me voy a la Riviera... Thomas entrelazó las manos: —¡Vaya casualidad! ¿Sabía usted que mañana también yo me voy a la Riviera? Iré a recogerla. ¿Digamos a las once? —Lo más probable es que no vaya con usted. Aquí viene mi amiga. -Se puso en pie-. Le deseo mucha suerte..., de corazón. A la mañana siguiente, a las once y siete minutos, partió Hélène de Couville, en un pequeño coche sport, del castillo de Montenac... y pasó frente a Thomas. El hombre se inclinó, pero la joven miró a un lado. Thomas se sentó en su coche y la siguió. Hasta Grenoble no ocurrió nada digno de mención. Poco después de Grenoble detuvo Hélène su coche. Bajó del mismo. Thomas se detuvo a su lado.
—Algo le ocurre al motor -dijo la joven. Thomas no halló ningún defecto en el motor. Hélène se había dirigido, mientras tanto, a una casa cercana para llamar a un mecánico. Éste llegó poco después y declaró que la bomba de la bencina «se había ido al diablo», que habían de recoger el coche con un coche-grúa y que la reparación duraría, por lo menos, dos días. Thomas estaba firmemente convencido de que el mecánico mentía para presentar una factura muy elevada, pero se dijo que estaba de suerte al haber tropezado con un embustero. Invitó a Hélène a continuar el viaje en su coche. —Es usted muy amable -dijo la joven, después de largas vacilaciones. Cambiaron el equipaje de coche. El embustero recibió de manos de Thomas, en secreto, una propina principesca. Durante los siguientes cien kilómetros, Hélène no pronunció una sola palabra. Cuando Thomas estornudó en cierta ocasión, dijo: —¡Salud! Durante los siguientes cien kilómetros confesó que se había citado con su prometido en Montecarlo. En Montecarlo, Thomas acompañó, como la joven le había pedido, a Hélène al Hotel de París. Allí la joven encontró un mensaje dirigido a ella. Su prometido había quedado retenido en París y no podía reunirse con ella: —Yo ocuparé el apartamento -declaró Thomas. —Muy bien, monsieur -dijo el jefe de recepción, y se embolsó el billete de cinco mil francos. —Pero, ¿y si, a pesar de todo, viene mi prometido...? —Entonces ya veremos dónde le metemos -dijo Thomas, se llevó a Hélène a un lado y le dijo en voz baja-: Ése no es un hombre para usted... ¿No comprende usted que la Providencia ha acudido en su ayuda? Y, de pronto, la joven dama estalló en una divertida carcajada. Permanecieron dos días en Montecarlo, luego se trasladaron a Cannes. Allí se alojaron en el hotel Carlton. Thomas pasó unos días muy buenos. Fue con Hélène a Niza, Saint Rafael, Saint Maxim y Saint Tropez. Juntos se bañaron en el mar. El hombre alquiló una lancha a motor, practicaron el esquí acuático y juntos se tumbaron en la playa. Hélène reía sobre las mismas cosas que él, le gustaban las mismas comidas, amaba los mismos libros y los mismos cuadros. Cuando, después de siete maravillosos días, ella se convirtió en su amante, comprobó que congeniaban en todos los terrenos. Y fue entonces
cuando sucedió: durante las primeras horas del octavo día... Con ojos bañados en lágrimas se hallaba Hélène de Couville tumbada en la cama de su dormitorio. Thomas estaba sentado a su lado. Los dos fumaban. El hombre acariciaba el cabello de la mujer. Se escuchaba una música muy queda en la habitación. Ardía solamente una lamparilla. Hélène suspiró y echó la cabeza hacia atrás: —Oh, Will, soy tan dichosa... Le llamaba Will. Decía que Wilfried le recordaba demasiado a Ricardo Wagner. —También yo, mi corazón, también yo. —¿De veras? Y de nuevo aquella mirada extraña y meditabunda en los ojos de la mujer, aquella mirada que Thomas no llegaba a explicarse. —De veras, chérie. De pronto se volvió Hélène hacia el otro lado y Thomas admiró de nuevo su hermosa espalda de tonos dorados. Y con desolación incontenible sollozó la mujer entre almohadones: —¡Te he mentido! Soy mala..., ¡ay, soy tan mala! El hombre la dejó llorar durante unos instantes y, luego, muy correcto, preguntó: —Si se trata de tu prometido... La mujer se tumbó de nuevo de espaldas y gritó: ¡Déjate de tonterías! ¡Qué prometido ni qué...! Oh, Thomas, Thomas! Thomas notó cómo una mano helada le pasaba por la espalda. —¿Qué acabas de decir? —¡Que no tengo ningún prometido! —No, no me refería a esto. -Tragó saliva-. ¿No acabas de decir Thomas? —Sí-sollozó la mujer, y unas gruesas lágrimas resbalaron por sus mejillas, por el cuello hasta el pecho-. Sí, pues claro que he dicho Thomas. Así es como tú te llamas, mi querido y pobre Thomas Lieven... Ay, ¿por qué habría de conocerte? En toda mi vida no he estado tan enamorada... -Nuevas lágrimas y nuevas convulsiones-. ¡Y, precisamente, a ti he de hacerte una cosa así, a ti! —¿Hacerme una cosa a mí? ¿Qué? —Trabajo para el servicio secreto americano -sollozó Hélène, desesperada.
Thomas no tenía la menor consciencia de que el fuego de su cigarrillo se acercaba cada vez más y más a la punta de sus dedos. Durante largo rato guardó silencio. Finalmente emitió un profundo suspiro: —Oh, Dios, ¿empezamos de nuevo? Con expresión trágica, exclamó Hélène: —No quería decírtelo..., no debía decírtelo..., pero después de esta noche he de confesar la verdad..., en caso contrario me hubiese ahogado... —Vamos, cuéntame, lentamente y desde el principio -dijo Thomas, que paulatinamente había ido recuperando el dominio sobre sí mismo-. De modo que eres una agente americana. -Sí. —¿Y tu tío? —Es mi jefe, el coronel Herrick. —¿Y el castillo de Montenac? —Alquilado. Nuestros agentes en Alemania nos informaron de que pensabas dar un gran golpe. Llegaste a Zurich. Cuando leímos tu anuncio recibimos plenos poderes para ofrecerte hasta cien mil francos... —¿Por qué? —No cabía la menor duda de que en tu anuncio se escondía algún truco. No lo conocíamos. Pero queríamos averiguarlo y entonces te hubiésemos tenido en nuestro poder. El FBI quiere contar con tus servicios, sea como fuere. ¡Están locos por ti! De nuevo volvió a llorar, y Thomas secó sus lágrimas. —Luego pediste setecientos cincuenta mil. ¡Solicitamos una conferencia relámpago con Washington! ¿Qué crees que nos respondieron? ¡Setecientos cincuenta mil! ¡Una locura! ¡No querían correr este riesgo! Y entonces me destinaron a... —¡A ti! -dijo el hombre con expresión idiota. —...y entonces emprendí este viaje. Todo pura comedia. El mecánico en Grenoble... —¡Oh, Dios, ése también! ¡Y yo, estúpido de mí, le di, además, una propina! —... mi prometido, todo, Tommy... Y ahora..., y ahora me he enamorado de ti y sé que si no trabajas para nosotros, entonces te liquidarán. Thomas se puso en pie. —¡Quédate conmigo! —Vuelvo al instante, querida -dijo el hombre con expresión ausente-.
Quiero meditar sobre ciertos hechos... con toda tranquilidad, y con tu permiso. Escucha, todo esto me ha sucedido ya en otra ocasión... Abandonó a la mujer en sus sollozos y atravesó el salón para dirigirse a su dormitorio. Allí se sentó junto a la ventana y fijó su mirada en la noche. Cogió el auricular, esperó hasta que respondieron desde la centralita, y dijo: —Póngame con el jefe de cocina... No importa, despiértenle. Cinco minutos más tarde repiqueteó su teléfono. Thomas descolgó el auricular: —¿Gastón? Soy Ott. Acabo de sufrir un grave revés del destino. Necesito algo ligero, estimulante. Prepárame un cóctel de tomate y un par de croquetas de sardina... Gracias. Colgó el auricular. «No hay escapatoria posible -se dijo-. ¡En 1957 me tienen en sus manos como en el año 1939!» A través de la puerta abierta del balcón veía Thomas Lieven la Corniche d'Or, y luego levantó la mirada hacia la infinidad de estrellas que brillaban sobre el Mediterráneo. Y, de pronto, de entre aquella oscuridad aterciopelada parecieron surgir todos ellos, los hombres y las mujeres de su pasado: bellezas fascinadoras, agentes frías como el hielo, poderosos capitanes de empresa, astutos comerciantes, asesinos sin escrúpulos, jefes de banda y caudillos militares. De nuevo veía correr su vida pasada ante él, aquella vida salvaje y aventurera que se encerraba siempre y de nuevo en un círculo vicioso, desde aquella cálida mañana del mes de mayo de 1939, en que todo empezó...
Libro primero
1 El 24 de mayo de 1939; dos minutos antes de las diez d la mañana, se detuvo un cabriolet Bentley negro delante de la casa número 122, en Lombard Street, en el corazón d Londres. Un elegante joven caballero bajó del coche. Su piel que Riada por el sol, su ágil caminar y los divertidos mechones de cabello negro estaban en curioso contraste con su modo de vestir tan pedante. Pantalones a franjas negras y grises, la raya de los pantalones exageradamente planchada, una chaqueta cruzada, negra y muy corta, chaleco negro con cadena de reloj de oro, camisa blanca con cuello duro y una corbata gris perla. Antes de cerrar la portezuela del coche, el joven caballero sacó del interior un sombrero negro de alas duras, un paraguas y dos periódicos, el Times y el Financial Times, impreso este último en papel rosado. Y así cruzó Thomas Lieven, de treinta años de edad, la puerta del edificio en donde, en una placa de mármol negro se veía grabada en letras de oro la siguiente inscripción:
MARLOCK & LIEVEN
DOMINION AGENCY
Thomas Lieven era el banquero más joven de Londres pero el éxito le sonreía. Esta carrera relámpago la debía a su inteligencia, a su capacidad para dar la impresión de seriedad y su habilidad en llevar dos vidas completamente opuestas. En la Bolsa, Thomas Lieven hacía gala de una extrema corrección. Fuera de estas sagradas aulas era uno de los mujeriegos más encantadores. Nadie, ni los más directamente afectados, tenían la menor sospecha de que en
los períodos de descanso se relacionaba con hasta cuatro amantes, puesto que era un hombre tan viril como reservado. Thomas Lieven podía ser más tieso que el más tieso gentleman de la City..., pero una vez a la semana bailaba en el club más ruidoso de Soho, y dos veces a la semana tomaba lecciones de jiu-jitsu; pero todo esto, en secreto. Thomas Lieven amaba la vida y la vida parecía amarle a él. Todo le caía en las manos si sabía ocultar hábilmente cuan joven era aún... Robert E. Marlock, su socio, se encontraba en la sala de ventanillas del Banco, cuando entró Thomas Lieven quitándose con dignidad su bombín. Marlock tenía quince años más que su socio, era alto y delgado. De un modo poco simpático apartaba la mirada de sus ojos, azul claro, de todo aquel que quisiera fijar la suya en la del hombre. —Hola -dijo, y como de costumbre miró hacia otro lado. —Buenos días, Marlock -dijo Thomas, muy serio-. ¡Buenos días, caballeros! Los seis empleados, detrás de sus mesas de escritorio, respondieron al saludo con la misma seriedad. Marlock se encontraba junto a una columna de metal coronada por una campana de cristal. Dentro de la campana había un pequeño telégrafo que en unas tiras de papel muy estrechas y muy largas iba transcribiendo las últimas cotizaciones de la Bolsa. Thomas se acercó a su socio y estudió las tiras de papel. Las manos de Marlock temblaban ligeramente. Hubiera podido decirse que eran las manos del típico jugador profesional. Pero la alegre alma de Thomas Lieven no albergaba aún ninguna clase de recelos. Marlock preguntó, nervioso: —¿Cuándo toma el avión para Bruselas? —Esta noche. —Lo más tarde... ¡Mire cómo bajan los valores! Esto es la consecuencia de ese maldito Pacto de Acero de los nazis. ¿Ha leído ya los diarios, Lieven? —Desde luego -dijo Thomas. Solía decir «desde luego», sonaba más digno que un seco «sí». Los periódicos habían publicado aquella mañana, el 24 de mayo de 1939, la noticia de haberse firmado un tratado entre Alemania e Italia. Y a este tratado lo llamaban el Pacto de Acero. Thomas cruzó la oscura y anticuada sala de las ventanillas para dirigirse a un oscuro y anticuado despacho. El delgado Marlock le siguió los pasos y
se dejó caer en uno de los grandes butacones de piel, delante de la alta mesa escritorio. En primer lugar discutieron los caballeros cuáles eran las acciones que Thomas había de vender en el continente y cuáles comprar. Marlock & Lieven poseía una sucursal en Bruselas. Thomas Lieven tenía, además, una participación en un Banco privado de París. Después de haber hablado los caballeros de negocios, Robert E. Marlock rompió con una costumbre de muchos años: miró directamente a los ojos de su socio más joven. —Hum, Lieven, tengo que pedirle un favor personal. Recordará usted, sin duda alguna, a Lucie... Thomas recordaba muy bien a Lucie. La joven y hermosa muchacha rubia de Colonia había sido durante muchos años la amiga de Marlock en Londres. Luego hubo de haber sucedido algo muy grave, nadie sabía exactamente qué, dado que de un día a otro, Lucie Brenner regresó, a Alemania. —Es horrendo de mi parte molestarle a usted con una cosa así, Lieven se lamentó Marlock, haciendo un esfuerzo, pero mirándole todavía a los ojos-. Puesto que ya estará en Bruselas, me he dicho que tal vez pueda llegarse a Colonia y hablar con Lucie. —¿A Colonia? ¿Por qué no va usted mismo? También usted es alemán... Pero Marlock dijo: —Con mucho gusto me trasladaría a Alemania, pero la situación internacional... Además, en aquella ocasión ofendí terriblemente a Lucie, soy muy sincero... -Marlock solía decir con suma frecuencia que era muy sincero, muy sincero, sí. Había otra mujer. Lucie estaba en su derecho al abandonarme. Dígale, por favor, que me perdone. Quiero repararlo todo. Deseo que vuelva... En su voz se traslucía aquella emoción que oímos en las voces de los políticos cuando hablan de sus deseos de paz.
2 Thomas Lieven llegó a Colonia la mañana del 26 de mayo de 1939. Frente al Dom Hotel ondeaban grandes banderas con la cruz gamada. En todas las calles de la ciudad ondeaban banderas con la cruz gamada. Celebraban la firma del Pacto de Acero. Thomas vio muchos uniformes. Sobre las alfombras del hotel se oía el entrechocar de tacones como si fueran disparos. En la habitación había un retrato del Führer sobre la mesa escritorio. Thomas apoyó su billete de avión de vuelta contra el retrato. Tomó un baño caliente. Luego se cambió de traje y llamó a Lucie Brenner. Cuando descolgaron el auricular al otro lado de la línea telefónica se oyó un sospechoso chasquido, pero que le pasó desapercibido a Thomas Lieven. El superagente del año 1940 ignoraba todavía la existencia de aparatos de escucha. —¡Brenner! Sí, aquella era la voz excitante, ligeramente velada, que él recordaba tan bien. —Señorita Brenner, soy Lieven. Thomas Lieven. Acabo de llegar a Colonia y... -se interrumpió. No había oído el extraño chasquido, pero sí un grito ahogado. Sonriendo encantador, preguntó: —¿Ha sido un grito de alegría? —¡Oh, Dios! -la oyó exclamar. De nuevo el chasquido. —Señorita Brenner, Marlock me ha rogado la visitara a usted... —¡Ese sinvergüenza! —Vamos, señorita... —¡Ese sinvergüenza desalmado! —Señorita Brenner, ¡escúcheme! Marlock me ha rogado que por mi mediación solicitase su perdón. ¿Puedo visitarla? -¡No! —¡Pero si yo le he prometido...! —¡Lárguese, señor Lieven! ¡Con el próximo tren! ¡Usted no sabe lo que ocurre aquí!
«¡Knack!», se oyó en la comunicación, sin que Thomas Lieven se apercibiera de ello. —No, no, señorita Brenner, es usted la que no sabe lo que ocurre... —Señor Lieven... —No salga de casa, dentro de diez minutos estaré ahí. Colgó el auricular y se ajustó el nudo de la corbata. Se sentía animado por una ambición deportiva. Un taxi condujo a Thomas, que llevaba un sombrero de alas duras y un paraguas muy bien enrollado, a Lindenthal. Allí habitaba Lucie Brenner un apartamento en la segunda planta de una villa en el Beethovez Park. Llamó a la puerta del apartamento. Al otro lado oyó unos murmullos. Voces de mujer y voces de hombre, Thomas se extraño, pero muy poco. Por aquellos tiempos su alma no recelaba de nada, ni de nadie. Se abrió la puerta. Lucie Brenner apareció en el umbral. Llevaba una bata y, al parecer, muy poco debajo. Estaba muy excitada. Cuando reconoció a Thomas suspiró: —¡Está loco! Luego, todo se sucedió de un modo muy rápido. Dos hombres aparecieron detrás de Lucie. Llevaban abrigos de piel y parecían carniceros. Uno de los carniceros apartó groseramente a Lucie a un lado y el otro carnicero cogió a Thomas por el brazo. ¡Rápidamente se olvidó del dominio de sí mismo, de su dignidad y reserva! Con ambas manos cogió Thomas la mano del carnicero, dio una graciosa vuelta y, de pronto, el carnicero quedó colgado sobre la cadera derecha de Thomas Lieven. Nuestro amigo hizo entonces un ligero movimiento hacia delante. La muñeca hizo un extraño ruido y el carnicero lanzó un grito, voló por los aires y cayó sobre el piso de parquet. Y allí se quedó encogido sobre sí mismo. «Mis lecciones de jiu-jitsu han sido pagadas de sobras», se dijo Thomas Lieven. —Y ahora, usted -dijo, avanzando hacia el segundo carnicero. La rubia Lucie empezó a gritar. El segundo carnicero dio un paso atrás, y tartamudeó —No..., no..., señor... No haga... estas cosas. -Y sacó un revólver de debajo del sobaco-. Le prevengo..., sea... sea sensato... Thomas se detuvo. Sólo un imbécil lucha contra un carnicero armado con un revólver.
—En nombre de la ley -dijo el asustado carnicero-. ¡Queda usted detenido! —Detenido, ¿por quién? —Por la policía secreta del Estado. «¡Muchachos! -se dijo Thomas Lieven-, cuando les cuente todo eso en el club.» Thomas Lieven amaba su club en Londres y su club le amaba a él. Con sus vasos de whisky en la mano, las pipas en la boca, sentados ante los crujientes leños de la chimenea, escuchaban cada jueves por la noche las historias más osadas, que contaban por turno. «Cuando regrese -se dijo Thomas-, les voy a explicar una historia que no estará mal.» No, la historia no estaba mal y cada vez habría de ir mejorando. Pero..., ¿cuándo la podría Thomas relatar en su club, sí, cuándo volvería a ver su club? Estaba todavía de buen humor, cuando aquella mañana del mes de mayo del año 1939 entró en el despacho del Negociado Especial D, en el cuartel general de la Gestapo en Colonia. «Todo eso es solamente un malentendido se dijo Thomas-, dentro de media hora me sacarán de aquí.» El comisario que recibió a Thomas se llamaba Haffner: era un hombre obeso con ojillos de cerdo inteligente. ¡Un hombre decente! Ininterrumpidamente se limpiaba las uñas con un mondadientes. —He oído que ha apaleado a un camarada -dijo Haffner, indignado-. ¡Esto le va a costar muy caro, Lieven! —¡Señor Lieven, para usted! ¿Qué quiere de mí? ¿Por qué he sido arrestado? —Tráfico de divisas -dijo Haffner-. Hace ya mucho tiempo le estaba esperando a usted. —¿A mí? —O su socio Marlock. Desde que esa Lucie Brenner regresó de Londres la mandé vigilar. Me dije: Algún día aparecerá uno de esos perros desvergonzados. ¡Y, entonces, hopps! -Haffner depositó una carpeta sobre la mesa-. Será mejor que le enseñe el material que hemos reunido contra usted. Y entonces se le pasarán las ganas de hacerse el señor. «Pues, sí, siento una gran curiosidad», se dijo Thomas. Y empezó a hojear el voluminoso expediente. Al cabo de un rato se puso a reír. —¿Y qué es lo que encuentra tan divertido? -preguntó Haffner.
—Mire usted, ¡esto es sensacional! De los documentos se desprendía que la banca privada Marlock & Lieven de Londres le había jugado una mala pasada al Tercer Reich hacía un par de años, aprovechándose de la circunstancia de que en la Bolsa de Zurich había unos títulos hipotecarios alemanes que, debido a la situación política, se cotizaban a solamente una quinta parte de su valor nominal. Marlock & Lieven, o quien operase bajo este nombre comercial, habían adquirido en enero, febrero y marzo de 1936 estos títulos hipotecarios con marcos alemanes que habían sido transferidos ¡legalmente. A continuación un ciudadano suizo, que actuaba de hombre de paja, había sido encargado de adquirir en Alemania algunos de aquellos lienzos carentes de valor, pero tanto más apreciados en el resto del mundo, del llamado «arte degenerado». Las autoridades nazis accedieron gustosas a la exportación de los cuadros. En primer lugar, se desprendían así de aquel arte «no deseado» y, en segundo lugar, recibían divisas, tan necesarias para su rearme. El hombre de paja suizo hubo de pagar el treinta por ciento del importe en francos suizos. El restante setenta por ciento, de esto se dieron cuenta los nazis mucho más tarde, los pagó el hombre de paja con los títulos hipotecarios alemanes que de este modo volvían a la patria en donde poseían su valor normal; es decir, cinco veces más de lo que habían pagado Marlock & Lieven por los mismos en Zurich. Mientras Thomas Lieven estudiaba los documentos, se dijo: «Yo no he hecho esto. De modo que solamente puede haber sido Marlock. Debía saber que los alemanes le andan buscando, que vigilaban a Lucie, que me arrestarían y no me creerían una sola palabra. Con ello se libera de mí. Y él se quedará con el Banco. Oh, Dios, oh Dios en los cielos...» —Bien -dijo el comisario Haffner, satisfecho-. ¿Se le han pasado las ganas de hacerse el gallito, eh? Cogió un nuevo mondadientes y se lo metió en la boca. «Maldita sea, ¿qué hacer?», se preguntó Thomas. De pronto tuvo una ocurrencia. No era muy buena. Pero no se le ocurrió nada mejor. —¿Puedo llamar por teléfono? Haffner entornó sus ojos de cerdo. —¿Con quién quiere hablar? «Hay que atacar de frente», se dijo Thomas. —El barón Von Wiedel. —Nunca he oído hablar de él.
De pronto se puso a chillar Thomas —Su Excelencia Bodo barón Von Wiedel, embajador con misión especial en el Ministerio de Asuntos Exteriores. ¿Nunca ha oído hablar de este caballero, eh? —Yo..., yo... —¡Sáquese el mondadientes de la boca cuando hable conmigo! —¿Qué... qué quiere usted del señor barón? -tartamudeó Haffner. Su pasatiempo favorito eran los ciudadanos intimidados. Aquellos detenidos que chillaban y conocían a los altos jefes le ponían nervioso. Thomas siguió chillando: —¡El barón es mi mejor amigo! Thomas había conocido a Von Wiedel, que era mucho mayor que él, durante el año 1929, cuando eran estudiantes. Wiedel había introducido a Thomas en los círculos aristocráticos. Thomas había cubierto a veces las letras de cambio que le eran protestadas al barón. Habían intimado hasta el día en que Wiedel ingresó en el partido nazi. Los dos hombres se habían separado después de una violenta discusión. «¿Tendrá Wiedel una buena memoria?», se preguntaba nuestro amigo mientras seguía chillando: —¡Si no me pone ahora mismo en comunicación, mañana podrá buscarse un nuevo empleo! Las consecuencias las pagó la telefonista. El comisario Haffner cogió violentamente el auricular y gritó a su vez: —¡Asuntos Exteriores, Berlín! Y un poco más rápido, ¡gandula! «Fantástico, sencillamente fantástico», se dijo Thomas cuando, poco después, oía la voz de su antiguo amigo. —Aquí Von Wiedel... —Bodo, te habla Lieven. Thomas Lieven, ¿me recuerdas? Oyó una ruidosa carcajada. —¡Thomas! ¡Muchacho! ¡Vaya sorpresa! Aquel entonces me contaste tu absurda filosofía política y hoy tú mismo estás en la Gestapo. Ante tamaña mala interpretación de los hechos, Thomas no tuvo otro remedio que cerrar los ojos. La voz del barón sonaba divertida: —Es curioso, no sé si fue Ribbentrop o Schacht que me contaba el otro día que tenías un Banco en Londres. —Y así es. Bodo, escucha... —Sí, ya entiendo, te han destinado al servicio exterior. Te sirve de
camuflaje, ¿eh? Me muero de risa. ¿Has comprendido cuán acertado estaba yo por aquellos días? —Bodo... —¿Hasta dónde has llegado? ¿A comisario? —Bodo... —¿Consejero criminalista...? —Cielos, ¡escúchame de una vez! No trabajo con ni para la Gestapo. ¡He sido detenido por la Gestapo! Se hizo el silencio en Berlín. Haffner escuchaba por el otro auricular. —Bodo, ¿me has entendido? —Sí, sí, desgraciadamente. ¿Y de qué se te acusa? Thomas le habló de los cargos que había contra él. —Sí, amigo, mal asunto. No puedo intervenir en este asunto. Vivimos en un Estado de derecho y de justicia. Si realmente eres inocente, te pondrán en libertad. Mucha suerte. ¡Heil Hitler! —Su mejor amigo, ¿eh? -gruñó el señor Haffner.
3 Le quitaron los tirantes, la corbata, los cordones de los zapatos, la cartera de bolsillo y su amado reloj de repetición y le metieron en una celda individual. Allí pasó Thomas el resto del día y de la noche. Su cerebro trabajaba de un modo febril. Tenía que haber una solución, pero no la encontraba... La mañana del 27 de mayo llamaron a Thomas Lieven para interrogarle. Cuando entró en el despacho de Haffner vio que al lado del comisario se sentaba un comandante de la Wehrmacht, un hombre pálido y al parecer preocupado. Haffner hizo un gesto de enojo con la mano. Era evidente que los dos hombres habían estado discutiendo. —Ése es el hombre, comandante. Acatando su orden, les dejo a solas ahora -dijo el hombre de la Gestapo, enojado, y salió del cuarto. El oficial estrechó la mano de Thomas. —Comandante Loos de la región militar de Colonia. Me ha llamado el barón Von Wiedel. Dijo que me ocupara de usted. —¿Ocuparse de mí? —Sí, usted es completamente inocente. Ha sido su socio quien le ha metido en todo este lío; esto es, por demás, evidente para mí. Thomas suspiró aliviado: —Me alegra que haya llegado a este convencimiento, comandante. Entonces, ¿puedo marcharme ya? —¿Marcharse? ¡Le mandan a usted a la cárcel! Thomas tomó asiento. —Pero si soy inocente... —Esto intente usted hacérselo comprender a la Gestapo, señor Lieven. En fin, su socio lo tenía todo bien previsto. —Hum -murmuró Thomas. Fijó la mirada en el comandante y se dijo: «Ése me vendrá ahora con otro cuento...» Y así fue. —Mire usted, señor Lieven, desde luego existe todavía una salida para usted. Usted es ciudadano alemán. Conoce el mundo. Es un hombre de
cultura. Habla perfectamente el francés y el inglés. Y eso es lo que se busca hoy día. —Lo busca, ¿quién? —Nosotros. Soy oficial del Abwehr, señor Lieven. Sólo le puedo sacar de aquí si está usted dispuesto a trabajar para nosotros. Por lo demás... pagamos bien... El comandante Fritz Loos fue el primer miembro de un servicio secreto a quien conoció Thomas Lieven. Siguieron infinidad de otros, ingleses, franceses, polacos, españoles, americanos y rusos. Dieciocho años después de este primer encuentro, el 18 de mayo de 1957, pensaba Thomas Lieven en la tranquilidad nocturna de su apartamento de lujo en Cannes: «En el fondo, todos esos hombres se parecían increíblemente los unos a los otros. Todos ellos daban la impresión de estar tristes, amargados, desengañados. Lo más probable es que todos ellos hubiesen sido arrojados de los cauces que se habían señalado en esta vida. Todos parecían estar enfermos. Todos eran tímidos y, por este motivo, se cubrían con los ridículos atributos de su poder, sus secretos y el temor que inspiraban a los demás. Todos ellos representaban una comedia; todos ellos padecían complejo de inferioridad...» A esta conclusión había llegado Thomas Lieven una hermosa noche de mayo del año 1957. Pero el 27 de mayo de 1939 no sabía nada de todo esto aún. Quedó sencillamente entusiasmado cuando el comandante Loos le propuso trabajar para el Abwehr alemán. «De ese modo -se dijo-, de momento, voy a escapar de estas aguas», sin saber que éstas le llegaban ya hasta el cuello...
4 Cuando el avión de la Lufthansa atravesó la baja capa de nubes que colgaba sobre Londres, el pasajero que ocupaba la butaca número diecisiete emitió un extraño ruido. La azafata corrió a su lado. —¿No se siente bien, señor? -preguntó, y vio entonces que el pasajero del número diecisiete reía. —Me encuentro perfectamente -dijo Thomas Lieven-. Perdone, pero se me ha ocurrido algo muy divertido. Recordaba la cara de desengaño que puso el administrador del cuartel general de la Gestapo en Colonia cuando le devolvió sus objetos. El hombre no había querido separarse del reloj de repetición. Thomas sacó el querido reloj del bolsillo y lo acarició. Descubrió entonces un poco de tinta de tampón bajo la uña de su dedo índice. Sonrió de nuevo al recordar que sus huellas dactilares figuraban solamente en un fichero secreto y su fotografía en otra ficha personal. Un hombre llamado John Smythe (con y th) le visitaría al día siguiente en su casa para examinar el calentador de gas en su cuarto de baño. El comandante Loos le había dicho que había de prestarle obediencia incondicional al señor Smythe. «El señor Smythe se va a llevar una gran sorpresa -se dijo Thomas-. ¡Si de verdad hace acto de presencia, lo pongo de patitas en la calle!» El avión fue perdiendo altura. Con rumbo suroeste cruzó sobre el Támesis en dirección al aeropuerto de Croydon. Thomas se guardó el reloj en el bolsillo y se frotó las manos. Ah, de nuevo en Inglaterra. En libertad. En seguridad. «Ahora subiré al Bentley. Un baño caliente. Luego un whisky. Una pipa. Los amigos en el club. Y a empezar a contar todo lo sucedido...» Sí, Marlock. Tan grande era la alegría de Thomas Lieven por aquel vuelo de regreso a Londres, que casi se había esfumado ya la mitad de su ira. ¿Tenía que separarse forzosamente de Marlock? Tal vez éste le pudiera dar una explicación que él pudiera aceptar. Tal vez Marlock tuviera otras
preocupaciones. En fin, lo prudente era esperar... Siete minutos después de haber cruzado estos pensamientos por su mente bajaba nuestro amigo, alegre y contento, por la escalerilla que habían acercado al avión. Lloviznaba, y bajo su paraguas se encaminó hacia la puerta de llegada. Allí había dos corredores formados por unas cadenas. Sobre el derecho se leía: British Subjects, y sobre el izquierdo: Foreigners. Sin dejar de silbar se dirigió Thomas al corredor izquierdo, en donde estaba el alto pupitre del Inmigration Officer. El funcionario, un hombre de edad con bigotes teñidos por la nicotina, cogió en sus manos el pasaporte alemán que Thomas le alargó con amable sonrisa. Lo hojeó y luego levantó la mirada: —Lo siento, no puede pisar territorio británico. —¿Qué significa esto? —Ha sido usted expulsado en el día de hoy, señor Lieven. Por favor, tenga la bondad de seguirme, le están esperando dos caballeros... Los dos caballeros se pusieron en pie cuando Thomas entró en el pequeño despacho. Daban la impresión de ser unos funcionarios muy preocupados, enfermos del estómago y con mucho sueño atrasado. —Morris -dijo el primero. —Lovejoy -dijo el segundo. «¿A quién me recuerdan éstos?», se preguntó Thomas. Pero no lo recordaba. Estaba ahora enfadado, muy enojado. Hizo un supremo esfuerzo por ser amable en la medida de lo posible —Caballeros, ¿qué significa todo esto? Hace siete años que resido en este país. No me he hecho culpable de nada. El hombre que se hacía llamar Lovejoy levantó un periódico y señaló un titular que cubría tres columnas:
¡BANQUERO LONDINENSE ARRESTADO EN COLONIA!
—¿Y qué? Eso fue anteayer. ¡Hoy estoy aquí! ¡Los alemanes me han vuelto a poner en libertad!
—¿Y con qué fin? -preguntó Morris-. ¿Por qué motivo la Gestapo pone en libertad a un hombre al que acaba de detener? —Se demostró mi inocencia. —Aja -murmuró Lovejoy. —Ajá -murmuró Morris. Los dos caballeros intercambiaron una mirada muy significativa. Y entonces dijo Morris, con aquella superioridad clásica: —Somos del Secret Service, señor Lieven. Hemos recibido nuestra información de Colonia. No puede usted engañarnos. «Ahora sé a quién me recuerdan esos dos -se dijo, de pronto, Thomas-. ¡Al pálido comandante Loos! La misma comedia. Los mismos aires.» Y dijo, llevado por la ira: —Tanto mejor si ustedes son del Secret Service, caballeros. En este caso, sin duda les interesará saber que la Gestapo me ha puesto en libertad con la condición de que trabaje para el Abwehr alemán. —Señor Lieven, ¿por tan ingenuos nos toma usted? Thomas empezó a impacientarse. —Digo la verdad pura. El Abwehr alemán me ha hecho víctima de un chantaje. No me siento ligado a mi promesa. ¡Quiero vivir en paz aquí! —¿Y cree usted que después de esta confesión le podemos permitir residir en este país? Ha sido usted expulsado oficialmente, como son expulsados todos los extranjeros en este país cuando entran en conflicto con las leyes. —¡Pero si yo soy completamente inocente! ¡Mi socio me ha engañado! ¡Déjenme, al menos, hablar con él! ¡Y entonces verán ustedes que digo la verdad! Morris y Lovejoy volvieron a mirarse con expresión significativa. —¿A qué vienen esas miradas, caballeros? Lovejoy dijo: —No puede usted hablar con su socio, señor Lieven. —¿Y por qué no? —Porque su socio de usted se ha ausentado durante seis semanas de Londres -dijo Morris. —¿Londres? -Thomas palideció-. ¿Ausentado? —Sí. Dicen que ha emprendido viaje a Escocia. Nadie sabe exactamente a dónde. —Maldita sea, ¿y qué puedo hacer yo ahora?
—Regrese usted a su patria. —¿Para que me encierren? ¡Si me pusieron en libertad para que pueda hacer espionaje en Inglaterra! Los dos caballeros volvieron a mirarse. Y Thomas presintió que le iban a proponer algo. Y así fue. Morris habló de un modo frío y objetivo: —Por lo que yo puedo ver, solamente existe una salida para usted, señor Lieven: ¡trabaje para nosotros! «Santo Cielo, cuando les explique todo en el club -se dijo Thomas Lieven-. Nadie me va a creer.» —Ayúdenos usted contra los alemanes, y nosotros le permitiremos residir en el país y le ayudaremos contra Marlock. Nosotros le protegeremos. —¿Quién me protegerá? —El Secret Service. Thomas sufrió un ataque de risa. Luego se puso muy serio, se ajustó el nudo de la corbata, tiró de su chaleco y echó la cabeza hacia atrás. Había pasado el momento de la depresión y el desconcierto. Sabía ahora que aquella comedia que él había considerado como un absurdo tan grande tal vez no lo fuera. Ahora había que luchar. Le gustaba luchar. Un hombre no puede permitir que destrocen su vida. Thomas Lieven dijo: —Rechazo su oferta, caballeros. Me voy a París. Y con la ayuda del mejor abogado de Francia emprenderé un proceso contra mi socio... y contra el Gobierno británico. —Yo no haría una cosa así, señor Lieven. —Pues sí lo haré. —Lo lamentará usted. —Eso ya lo veremos. ¡Me niego a creer que el mundo se ha convertido en una casa de locos! Un año más tarde no se negaba a creerlo ya. Y dieciocho años más tarde, cuando aquella noche, en el hotel de lujo de Cannes, recordaba su vida, estaba plenamente convencido de que el mundo es una casa de locos. El mundo entero, una casa de locos...; ésta se le antojaba la única verdad profunda que privaba en este siglo de la demencia colectiva.
5 El 28 de mayo de 1939, poco después de medianoche, un joven caballero muy elegante encargaba su minuta en el célebre local conocido por todos los gourmets y que respondía al nombre de Chez Pierre, en la plaza Graillon, en París. —Emile, tomaremos unos pocos entremeses, luego una sopa de cola de cangrejo, filetes de lomo con champiñones. Y para postres, ¿qué tal una coupe Jacques? El anciano maître de cabello blanco, Emile, miró sonriente y lleno de simpatía a su cliente. Conocía a Thomas Lieven desde hacía muchos años. Al lado del joven caballero se sentaba una hermosa joven de reluciente pelo negro y divertidos ojos de muñeca en su rostro oval. La joven dama se llamaba Mimí Chambert. —¡Tenemos hambre, Emile! Hemos ido al teatro Shakespeare con Jean Louis Barrault... —En este caso, en lugar de entremeses fríos recomendaría yo tostadas con salmón, monsieur. Shakespeare agota mucho. Rieron y el anciano maître d'hôtel desapareció. El local era una sala larga y oscura, anticuado, pero muy confortable. Mucho menos anticuada resultaba la joven dama. El vestido de seda blanco de Mimí lucía un profundo escote y era ceñido por los lados. La joven actriz era pequeña y delicada..., y siempre estaba de buen humor, incluso por las mañanas, cuando se despertaba. Thomas hacía ya dos años la conocía. Sonrió a Mimí, respiró a fondo y dijo: —Ah, París. La única ciudad donde todavía se puede vivir, mon petit chou.Vamos a pasar un par de semanas muy divertidas... —Estoy tan contenta de que vuelvas a estar de buen humor, chéri. Esta noche estabas tan inquieto... Has hablado en tres idiomas a la vez, pero yo solamente he entendido el francés... ¿Le ocurre algo a tu pasaporte? —¿Por qué? —Has estado hablando repetidamente de extradiciones y de permisos de residencia... Hay tantos alemanes ahora en París que tienen preocupaciones
con sus pasaportes... El hombre besó emocionado las puntas de los dedos de su amiga. —No te preocupes. Me ha ocurrido una cosa muy tonta. ¡Pero nada grave! -habló con firme convencimiento, creía sinceramente en sus palabras-. Han cometido una injusticia conmigo, ¿comprendes, mon chou? Me han engañado. Pero las injusticias no duran eternamente. Ahora tengo un magnífico abogado. Y este corto plazo de tiempo, mientras espero me presenten sus disculpas, lo pienso pasar a tu lado... Se les acercó el camarero. —Monsieur Lieven, hay dos caballeros que desean hablar con usted. Sin recelos de ninguna clase, Thomas levantó la mirada. En la entrada vio a dos hombres con unos impermeables ya no muy limpios que le saludaban un tanto intimidados. Thomas se puso en pie. —Vuelvo al instante, ma petite. Se dirigió a la entrada. —Caballeros, ¿en qué puedo servirles? Los dos hombres en los arrugados impermeables saludaron con un movimiento de cabeza. Luego habló el primero de ellos: —Monsieur, hemos estado en el piso de la señorita Chambert. Somos agentes de la Brigada Criminal. Lo lamentamos, pero queda detenido. —¿Y qué he hecho yo? -preguntó Thomas, en voz baja. Estuvo a punto de reír... —Será informado de todo. «De modo que continúa la pesadilla», se dijo Thomas, y en voz alta añadió, muy amable: —Caballeros, ustedes son franceses y saben qué gran pecado es interrumpir una buena comida. Les suplico esperen con mi detención hasta que haya cenado. Los dos agentes criminalistas vacilaron. -¿Podemos llamar a nuestro jefe? -preguntó uno de ellos. Thomas dio el permiso. El hombre se encerró en una cabina y regresó al cabo de pocos instantes. —Está bien, monsieur. El jefe sólo hace un ruego. -¿Cuál? —Si puede venir aquí y cenar con usted. Durante una buena comida todo se habla más fácilmente.
MENÚ Sopa de cola de cangrejos Canapés calientes de salmón Solomillos con champiñones * Coupe Jacques
28 de mayo de 1939 Con este menú se convirtió Thomas Lieven en un agente secreto Sopa de cola de cangrejos Se prepara en primer lugar un buen caldo de ternera. Luego se toma, para cuatro personas, una docena de cangrejos grandes, que deben hervir durante un cuarto de hora con fuerza. Se separa luego la carne de las tenazas y las colas; se trituran, sin exagerar, los caparazones en un mortero, calentándose luego con 125 gramos de mantequilla hasta que ésta empieza a subir y se vuelve roja. Se añade luego una cucharada de harina, a continuación un litro de caldo de carne y se hace pasar toda la mezcla por un finísimo tamiz. Poco antes de servirlo se calienta, una vez más, la sopa y se añaden las colas de cangrejo. La sopa no debe ser demasiado espumosa, cosa que debiera evitarse, por principio, en todas las sopas servidas en acontecimientos sociales. Canapés calientes de salmón Se empapan con leche delgadas rebanadas de pan blanco, se cubren con lonjas de salmón, adecuadamente cortadas reblandecidas previamente en leche, recubriendo a continuación con una rebanada de pan blanco empapada en leche. En la parte superior se cubre con queso rallado, luego con copos de mantequilla, y se coloca al horno sobre una plancha engrasada. Solomillos con champiñones Los solomillos se asan brevemente por ambos lados en grasa caliente, y se les añade la siguiente preparación de champiñones: se rehoga una cebolla
en mantequilla, se hace hervir con un cuarto de litro de vino blanco, añadiéndose a continuación tres yemas de huevo, una cucharada de mantequilla, el zumo de medio limón, sal y pimienta. Se añade luego el vino y se bate la masa sobre el fuego al baño María hasta que se espesa. Por separado, se hierven los champiñones con cebollas tiernas, con mantequilla y un vaso de vino blanco. Entretanto, se prepara una masa con una cucharada de mantequilla, una cucharada de harina, medio litro de caldo, al que se han adicionado los champiñones y la salsa, dejando hervir de nuevo toda la masa. Coupe Jacques Una porción de helado de vainilla se cubre con nata. Encima se dispone una ensalada de frutas (frescas o de conserva), impregnada previamente durante una media hora en Maraschino. Se coloca encima una capa de helado de frambuesa y se adorna la copa con nata y cerezas escarchadas. —Bien, conformes. Pero, si me permiten preguntarles, ¿quién es su jefe de ustedes? Los dos agentes se lo dijeron. Thomas volvió a su mesa y llamó al anciano camarero. —Emile, espero a otro invitado. Traiga un tercer cubierto. —¿A quién acabas de invitar? -preguntó Mimí, sonriente. —A un tal coronel Siméon. —¡Oh! -Y en contra de su costumbre sólo dijo «Oh». El coronel Jules Siméon resultó ser un caballero simpático. Llevaba unos bigotes muy cuidados, tenía nariz aguileña y unos ojos irónicos e ingeniosos que recordaban a Adolphe Menjou, aun cuando era más alto y fuerte que el actor. Saludó lleno de respeto a Thomas y a Mimí como si fuera una vieja conocida suya, lo que inquietó en cierto modo a nuestro amigo. El traje azul oscuro de Siméon había sido confeccionado, sin duda alguna, por un sastre de primera, pero brillaba ya un poco en los codos y en la espalda. El coronel lucía una aguja de corbata de oro con una perla y pequeños gemelos de oro, pero los tacones de sus zapatos estaban ya un poco desgastados. Durante la sopa y los entremeses hablaron de París. Cuando sirvieron los filetes de lomo, el coronel Siméon fue al grano: —Monsieur Lieven, ruego nos disculpe usted por molestarle durante la noche y ahora durante la cena. Estas pommes chips están en su punto, ¿no le
parece? He recibido una orden de mis jefes. Le andamos buscando ya durante todo el día. Desde lejos creyó percibir Thomas de pronto la voz de Jean Louis. Barrault, que aquella noche, en la obra de Shakespeare, había interpretado a Ricardo III. De un modo ininteligible oía un verso. Pero no llegaba a descifrarlo. —Sí-dijo, por tanto-, sí, unas deliciosas pommes chips, coronel. Aquí saben cómo hacerlas, pasarlas dos veces por el baño de aceite. Ah, sí, la cocina francesa... Thomas apoyó una mano en el brazo de Mimí. El coronel sonrió. «Este coronel me gusta cada vez más», se dijo Thomas. El coronel dijo: —Pero usted no ha venido solamente a París por su cocina. También nosotros tenemos a nuestros agentes en Colonia y en Londres. Sabemos que fue visitado usted por el gran amigo comandante Loos..., ¿sufre todavía del hígado? De nuevo creyó Thomas oír la voz de Jean Louis Barrault; de nuevo creyó oír un verso del inmortal Shakespeare, pero no llegaba a entenderlo. ¿Por qué sonreía Mimí? ¿Por qué sonreía de aquel modo tan dulce? —Monsieur Lieven -dijo el coronel-, le aseguro mi simpatía. Ama usted Francia. Ama usted su cocina. Pero yo tengo mis órdenes. He de expulsarle del país, monsieur Lieven; es usted demasiado peligroso para un país pobre y amenazado. Esta misma noche le acompañaremos hasta la frontera. Ya nunca más podrá volver a pisar estas tierras... Thomas empezó a reír. Mimí se lo quedó mirando. Y por vez primera desde que la conocía no rió con él. Y por ello dejó de reír. —... a no ser -dijo el coronel, y se sirvió una nueva ración de champiñones-, a no ser, monsieur Lieven, que dé usted media vuelta y trabaje para nosotros, el Deuxième Bureau. —Thomas echó la cabeza hacia atrás. «Vamos, tan borracho no estoy todavía», y añadió en voz muy baja: —¿Me propone usted trabajar para el servicio secreto francés en presencia de mademoiselle Chambert? —¿Y por qué no, mon chéri? -dijo Mimí, muy cariñosa, y le besó en la mejilla-. ¡También yo pertenezco a esa compañía!
—Tú... -y Thomas tragó saliva. —Pequeña, muy pequeñita..., pero soy de ellos. Así me gano un sobresueldo. ¿Estás enfadado? —Mademoiselle Chambert es la patriota más encantadora que conozco anunció el coronel. Y, entonces, de pronto, aquella voz que atormentaba ya desde hacía rato a Thomas Lieven, la voz de Jean Louis Barrault, el actor, se hizo audible en sus oídos y Thomas entendió claramente las palabras que decía el rey Ricardo III:
Y porque yo, como enamorado, no puedo acortar estos festivos días, consiento en ser un malvado...
—Monsieur Lieven -preguntó el coronel con la copa de vino tinto en la mano-, ¿quiere usted trabajar para nosotros? Thomas volvió la mirada hacia Mimí, la dulce y delicada Mimí. Luego miró al coronel Siméon, un caballero. Y vio también la buena cena ante él. «No existe otro camino para mí -se dijo Thomas Lieven-. Me he hecho una imagen equivocada de este mundo. He de cambiar mi estilo de vida, y esto ahora mismo, si no quiero hundirme en este mar de locuras.» La voz de Mimí sonaba en su oído: -Vamos, chéri, sé bueno y únete a nosotros. ¡Tendremos una vida tan bonita! La voz de Siméon sonaba en su oído: —Monsieur, ¿se ha decidido usted? Y la voz del actor Jean Louis Barrault sonaba muy fuerte:
... consiento en ser un malvado...
—Consiento -dijo Thomas Lieven, en voz baja.
6 Primero el Abwehr alemán. Luego el Secret Service. Y ahora, el Deuxième Bureau. Y todo ello en el curso de solamente noventa y seis horas. «Hace cuatro días -se dijo Thomas- vivía en Londres, era un respetado ciudadano y un banquero privado de mucho éxito. ¿Quién me creerá todo esto cuando lo cuente en el club?» Thomas Lieven se pasó su mano delgada y larga por el pelo negro que llevaba muy corto y dijo: —Mi situación parece desesperada, pero no grave. Después de una excelente cena camino sobre las ruinas de mi existencia burguesa. Voilà, un momento histórico. ¡Emile! El anciano maître se acercó presuroso. —Tenemos motivo para celebrar. Champaña, ¡por favor! Mimí besó cariñosa a su amigo. —¿Verdad que es un encanto? -le preguntó al coronel. —Monsieur, me inclino ante su decisión -dijo Siméon-. Me ha hecho usted muy dichoso al decidirse a trabajar con nosotros. —No me queda otro remedio. —Da lo mismo. —Mire, sólo podrán contar conmigo mientras dure mi proceso. Una vez lo haya ganado, tengo la intención de residir de nuevo en Londres. ¿Está claro? —Muy claro, monsieur -dijo Siméon, y sonrió como si fuera un adivino, sonrió como si ya supiera entonces que Thomas Lieven no ganaría su proceso y nunca más viviría en Londres. —Por lo demás -dijo Thomas-, es un enigma para mí en qué terreno puedo ser de algún valor para ustedes. —Usted es banquero. —¿Y bien? Siméon guiñó un ojo. —Madame me ha contado lo muy hábil que es usted. —Pero, Mimí -dijo Thomas, volviéndose hacia la joven actriz del pelo negro y reluciente y los ojos divertidos-, has sido muy indiscreta.
—Madame lo ha hecho por la causa nacional. Es una encantadora personalidad. —Supongo está usted en condiciones de juzgarlo, coronel. Y Mimí y Siméon respondieron entonces al mismo tiempo —Como oficial le doy mi palabra de honor... —Pero, chérie, esto fue antes de conocerte a ti... Los dos se interrumpieron y rieron. Mimí se apretujó contra Thomas. Estaba terriblemente enamorada de aquel hombre, que daba la impresión de ser tan serio y cuando convenía lo era tan poco, que se parecía al prototipo del banquero caballero inglés, pero era más amable e ingenioso que los otros caballeros que conocía Mimí... Y conocía a muchos caballeros. —Antes de conocerme -dijo Thomas Lieven-. Bien. Está bien... Mi coronel, a juzgar por sus palabras, ¿debo considerarme como consejero financiero del servicio secreto francés? —Exacto, monsieur. Le confiarán a usted misiones especiales. —Permítame que antes de que nos sirvan el champaña me sincere con usted -dijo Thomas-. A pesar de mi relativa juventud tengo ya ciertos principios a los que me aferró. En el caso de que considerara usted que son opuestos a mi nueva actividad, le ruego me instruya al efecto. —Voilà, sus principios, monsieur... —Me niego a llevar un uniforme, coronel. Tal vez resulte incomprensible para usted, pero no disparo contra seres humanos. No intimido a nadie, no arriesgaré a nadie y no atormentaré a nadie. —Por favor, monsieur, es usted demasiado valioso para nosotros para destinarle a esas pequeñeces. —No dañaré a nadie y no robaré a nadie..., a no ser que sea dentro de los límites permitidos de mi profesión. Pero en este caso, sólo cuando esté convencido de que la persona en cuestión se lo merece. —Monsieur, no tema usted, podrá ser fiel a sus principios. Lo que nos interesa es su cerebro de usted. Emile llegó con el champaña. Bebieron y luego dijo el coronel: —He de insistir, sin embargo, en que tome usted parte en un cursillo de preparación para agentes secretos. ¡Esto lo exige así el reglamento! Hay ciertos trucos muy refinados que usted desconoce. Procuraré que le manden lo antes posible, a nuestro campamento especial. —Pero no esta noche, Jules -dijo Mimí, y acarició la mano de Thomas
Lieven-. Para esta noche ya sabe lo suficiente... A primeras horas de la mañana del 30 de mayo de 1939 dos hombres fueron a recoger a Thomas Lieven en casa de su amiga. Los hombres llevaban unos trajes de confección barata y pantalones arrugados. Eran unos subagentes mal pagados. Thomas llevaba un traje gris oscuro «pepita», camisa blanca, corbata negra, sombrero negro, zapatos negros y, claro está, su amado reloj de repetición. Llevaba consigo una pequeña maleta. Aquellos caballeros tan serios mandaron subir a Thomas a un camión. Cuando quiso mirar hacia el exterior vio que el toldo estaba herméticamente cerrado. Al cabo de cinco horas empezaron a dolerle los huesos. Cuando, por fin, se detuvo el camión y le invitaron a bajar se vio Thomas en una región triste y desolada. Un terreno ondulado aparecía rodeado de altas alambradas. Al fondo, delante de un bosquecillo, vio Thomas un edificio gris. A la entrada al mismo había un soldado armado. Los dos caballeros mal trajeados se acercaron al centinela y le presentaron una serie de credenciales que el soldado estudió con expresión grave. Thomas vio entonces a un viejo campesino que conducía un carro cargado de leños. —¿Te queda mucho trecho, amigo? -preguntó Thomas. —¡Diablos! Quedan unos buenos tres kilómetros hasta San Nicolás. —¿Y dónde está eso? —Allí abajo, delante mismo de Nancy. -¡Ah! Regresaron sus dos acompañantes. Uno de ellos le dijo: —Perdone usted que le encerráramos en el camión. Es una orden. En caso contrario hubiese podido reconocer la región en donde nos encontramos. Y en modo alguno debe saber usted dónde nos hallamos. -¡Ah! El viejo edificio estaba instalado como un hotel de tercera categoría. «Muy pobre -se dijo Thomas-, esos caballeros no parecen disponer de mucho dinero. Confiemos en que no haya chinches. ¡Vaya situación!» Además de Thomas participaban en el nuevo cursillo otros veintisiete agentes, principalmente franceses, pero también había dos austriacos, cinco alemanes, un polaco y un japonés. El director del cursillo era un hombre delgado y pálido de color de cara
poco sano, tan misterioso y deprimido, tan engreído y tan inseguro de si mismo como su colega alemán, el comandante Loos, a quien Thomas había conocido en Colonia. —Caballeros -les dijo a los aspirantes a agentes secretos-, soy Júpiter. Por la duración del cursillo cada uno de ustedes llevará un nombre falso. Les doy media hora de tiempo para que inventen una historia falsa de su vida. Y esta nueva identidad habrán de defenderla ustedes en todo momento y en todo lugar. Yo y mis compañeros haremos todo lo posible para demostrarles que no son ustedes lo que fingen ser. De modo que busquen una identidad que puedan sostener contra nuestros ataques. Thomas se decidió por el nombre tan prosaico de Adolf Meier. Jamás invertía su fantasía en empresas poco remuneradas. Por la tarde le dieron un traje gris de entrenamiento. Sobre el pecho le habían bordado su nombre falso. Los restantes alumnos llevaban el mismo traje. La comida era mala. El cuarto a que destinaron a Thomas era horrendo y la ropa de cama basta. Antes de dormirse hizo sonar nuestro amigo su amado reloj de repetición, cerró los ojos y se imaginó que se hallaba tumbado en su bonita cama de Londres. A las tres de la madrugada le despertaron unos terribles gritos. —¡Lieven! ¡Lieven! ¡Vamos, despierte usted ya, Lieven! Bañado en sudor se despertó Thomas y suspiró: —¡Aquí estoy! Al instante siguiente recibió dos ruidosos bofetones. Junto a la cama estaba Júpiter y sonreía con expresión diabólica y decía: —Tenía entendido que se llamaba usted Meier, señor Lieven. Si le ocurre esto en la práctica es usted hombre muerto. Buenas noches, siga durmiendo bien. Thomas no durmió bien. Meditaba cómo rehuir nuevos bofetones. Pronto lo descubrió. Durante las noches siguientes Júpiter se hartaba de gritar, pero Thomas se incorporaba lentamente en la cama y decía: —¿Qué quiere usted de mí? Yo me llamo Adolf Meier. —¡Vaya dominio tiene usted sobre sí mismo! No sabía que antes de acostarse Thomas se tapaba los oídos con algodón en rama... Enseñaron a los alumnos a trabajar con venenos, explosivos, metralletas y revólver. De diez disparos comprobó Thomas, con gran asombro por su
parte, que ocho habían dado en el centro matemático de la diana. —Casualidad -dijo, aturdido-. No sé disparar. Júpiter rió feliz. —¿Que no sabe disparar usted, Meier? ¡Posee, usted un talento natural! De los siguientes diez disparos nueve dieron en el blanco y Thomas comentó, emocionado: —El hombre es un enigma para él mismo. Este reconocimiento no le permitió conciliar el sueño durante la noche siguiente. Se preguntaba: «¿ Qué me ocurre? Un hombre que ha sido sacado de ese modo de sus cauces debería estar desesperado, emborracharse, suicidarse. Pero, ¿acaso estoy desesperado, me emborracho o pienso en el suicidio? »Pues, no. »A mí mismo puedo confesarme la horrible verdad: Toda esa aventura empieza a divertirme, sí, me divierte. Soy joven. No tengo familia. ¿Y quién pasa ya por una experiencia tan extraordinaria? »Servicio secreto francés. Esto quiere decir que conspiro contra mi país, contra Alemania. ¡Alto! ¿Contra Alemania... o contra la Gestapo? »Entendámonos. »Pero que además sepa disparar..., ¡inaudito! Ya sé por qué todo esto me divierte más que me asusta. Porque he ejercido una profesión tan seria. Había de fingir continuamente. En realidad, todo eso se corresponde mucho más a mi modo de ser. ¡Diablos, vaya carácter el mío!» Aprendió el sistema Morse. Aprendió a escribir en clave y a descifrar un escrito en clave. Para tal fin repartió Júpiter unos viejos ejemplares de la novela El conde de Montecristo. —El sistema es muy sencillo. En la práctica llevarán ustedes este libro consigo. Reciben ustedes la clave. Tres cifras que varían continuamente. La primera cifra es la página de la novela que han de usar ustedes, la segunda cifra la línea en la página y la tercera la letra en la línea. Esta letra es la base de partida. Y partiendo de la misma, elegirán ustedes las otras letras... Júpiter repartió unas hojas de papel en donde habían unos mensajes en clave. La mitad de la clase los descifró, la otra mitad fracasó, entre éstos también Thomas Lieven. Su resultado era: —Twmxdtrre illd m ionteff... —Otra vez -insistió Júpiter.
Lo intentaron una vez más con el mismo resultado, la mitad sí, la otra mitad no. —Y aun cuando tengan que trabajar toda la noche -dijo Júpiter. Trabajaron, durante toda la noche. Al amanecer comprobaron que les habían dado dos ediciones diferentes de la novela, es decir, la segunda y la cuarta. La cuarta presentaba unas abreviaciones y por esto tenía unas pocas páginas menos. —Esto no suele suceder en la práctica -dijo Júpiter, pálido, pero siempre fanático. —Desde luego -dijo Thomas Lieven.
7 Júpiter organizó una gran fiesta durante la que sirvieron mucho de beber. Un alumno de ojos ardientes y largas pestañas que se había puesto el nombre de Hânschen Nolle, tenía una piel como leche y sangre, bebió en demasía. A la mañana siguiente lo expulsaron del curso. Y con él abandonaron también el campamento un inglés y un austriaco. Durante la noche se descubrió que no eran dignos de ser agentes secretos... A la cuarta semana llevaron a los alumnos a un bosque misterioso. Y allí permanecieron alumnos y maestros durante ocho días. Dormían sobre el duro suelo, estaban expuestos a las inclemencias del tiempo y aprendieron, puesto que se les terminaron las previstas provisiones ya a los tres días, a alimentarse de bayas, cortezas, hojas y pequeños animales. Thomas Lieven no tuvo necesidad de aprenderlo, puesto que había contado con esta posibilidad y en la escuela se había provisto en secreto de las necesarias conservas. Al cuarto día saboreaba todavía pate de foi gras belga. Cuando los alumnos empezaban ya a pegarse por el cuarto de un ratón de bosque, conservaba Thomas una tranquilidad estoica, lo que impulsó a decir a Júpiter: —Tomen ejemplo, del señor Meier, caballeros. Me limito a decir: Voilà, un homme. A la sexta semana condujo Júpiter a sus alumnos a un profundo precipicio. Se detuvieron al borde del abismo mirando horrorizados hacia la terrible profundidad que parecía cubierta con una especie de gasa. —¡Salten!-gritó Júpiter. Todos los alumnos, excepto Thomas, retrocedieron unos pasos. Apartando a un lado a sus compañeros, emprendió carrera, gritó ¡hurra! y sé lanzó al abismo. Instintivamente se dijo que el Estado francés no gastaría tanto dinero en su educación física e intelectual para arrojarle luego al suicidio. En efecto, bajo la gasa había una red que le recogió muy blandamente. Júpiter estaba fuera de sí de alegría: —¡Usted es mi mejor hombre, Meier! ¡De usted hablará el mundo entero! Y en esto estaba en lo cierto.
El final del cursillo lo constituyó el «gran interrogatorio». A medianoche fueron sacados los alumnos brutalmente de sus lechos ante un tribunal del Abwehr alemán. Éste estaba compuesto por los maestros del cursillo bajo la presidencia de Júpiter. Los instructores, conocidos todos ellos por los alumnos, se hallaban sentados detrás de una larga mesa y lucían uniformes alemanes. Júpiter hacía las veces de coronel. Los disfrazados maestros gritaban a los alumnos, les hacían mirar a unos reflectores que los cegaban y les negaban durante la noche comida y bebida, lo que no tenía nada de horrible puesto que todos ellos habían cenado en abundancia. Júpiter se mostró muy severo con Thomas. Le dio un par de bofetones, le mandó ponerse de cara a la pared y apoyó el frío cañón de una pistola en la nuca. —¡Confiese usted! -le gritó-. ¡Usted es un espía alemán! —No tengo nada que decir -respondió Thomas, con un aire heroico. Le colocaron unos tornilletes en los pulgares, pero tan pronto Thomas percibió el primer dolor, gritó: —¡Ay! Al instante le quitaron los tornilletes. Hacia las seis de la mañana lo condenaron a muerte por espionaje. Júpiter le invitó una vez más a revelar secretos militares y en este caso le perdonarían la condena. Thomas escupió a los pies del presidente y gritó: —¡Antes la muerte! Cediendo a su deseo lo sacaron a un patio, le obligaron a colocarse frente a un sucio muro y lo fusilaron sin honores militares, pero con balas de fogueo. Luego se fueron a desayunar todos juntos. Thomas Lieven, no creemos necesario insistir en ello, aprobó el cursillo con matrícula. Júpiter tenía lágrimas en los ojos cuando le alargó el consiguiente decreto y un pasaporte francés falso a nombre de «Jean Leblanc». —¡Mucha suerte, camarada! ¡Estoy muy orgulloso de usted! —Dígame, Júpiter, ¿no teme usted que pueda caer en manos de los alemanes y revelarles todo lo que he aprendido aquí? Júpiter contestó sonriente: —Poco podría descubrirles usted, amigo. Los métodos de instrucción de los servicios secretos son iguales en todo mundo. Todos están al mismo nivel
y se sirven de los mismos conocimientos y medios, psicológicos y técnicos. El 16 de julio de 1939 regresó Thomas Lieven a París y fue recibido por una Mimí que se comportó como si de hecho le hubiese sido fiel durante seis semanas. El 1 de agosto le fue cedido a Thomas Lieven, por mediación del coronel Siméon, un confortable apartamento en el Bosque de Bolonia. Desde allí tenía solamente quince minutos en coche hasta su Banco en los Campos Elíseos. El 20 de agosto solicitó Thomas Lieven del coronel la suficiente comprensión para que después de tantos esfuerzos y a pesar de lo tensa que estaba la situación internacional, pudiera trasladarse con Mimí a Chantilly, centro de deportes ecuestres. El 30 de agosto anunciaba Polonia la movilización general. A la mañana del día siguiente emprendieron Thomas y Mimí una excursión hasta los lagos de Commelle y el castillo de la reina Blanca. Cuando al atardecer regresaron a la ciudad vieron cómo el sol se ponía más rojo por el Oeste. Cogidos de la mano y sumidos en sus pensamientos se dirigieron al Hôtel du Parc, en la avenida del mariscal Joffre. Cuando entraban en el vestíbulo, el conserje le hizo una señal con la mano: —Aviso de conferencia desde Belfort, monsieur Lieven. Poco después oía Thomas la voz del coronel Siméon: —Lieven, ¡por fin ha llegado usted! -El coronel habló en alemán y explicó al instante por qué-. No quiero que nadie en su hotel me entienda. Oiga usted, Lieven, esto va a empezar. —¿La guerra? -Sí. —¿Cuándo? —Dentro de las próximas cuarenta y ocho horas. Mañana por la mañana trasládese en el primer tren a Belicat. Preséntese en el Hôtel du Tonneau d'Or. El conserje está al corriente. Se trata de... En aquel momento interrumpieron la conferencia. Thomas golpeó en la horquilla. —Oiga, oiga... Le respondió una voz de mujer: —Monsieur Lieven, han sido cortados ustedes. Ha hablado usted en una lengua extranjera.
—¿Y está prohibido esto? —Sí, desde esta tarde a las seis. Las conferencias telefónicas deben hacerse únicamente en el idioma francés. Cuando Thomas salió de la cabina le dirigió el conserje una extraña mirada a la que Thomas no prestó la menor atención. Pero sí la recordó de nuevo cuando a las cinco de la mañana llamaron a la puerta de la habitación en su hotel... Mimí dormía enrollada como una pequeña gata. No tuvo el valor de decirle antes de acostarse lo que él ya sabía. Amanecía, y los pájaros cantaban en las copas de los árboles. Volvieron a llamar a la puerta, esta vez con violencia casi. «Ésos no pueden ser ya los alemanes», se dijo Thomas, y decidió no responder. Oyó entonces una voz: —Monsieur Lieven, abra usted. Si no abre derribaremos la puerta. —¿Quién es? —La policía. Thomas suspiró y saltó de la cama. Mimí despertó con un ligero grito: —¿ Qué ocurre, chérie? —Supongo que vienen a detenerme -dijo el hombre. Su sospecha resultó acertada. Ante la puerta vio a un oficial de la gendarmería y a dos agentes de paisano. —Vístase y acompáñenos. —¿Por qué? —Es usted un espía alemán. —¿Y qué les hace suponer una cosa así? —Celebró usted ayer una conferencia telefónica sospechosa. El servicio de escucha nos ha informado. El conserje le observó a usted. No intente negarlo. Thomas se volvió hacia el oficial de la gendarmería y le dijo: —Mande salir a sus hombres, he de contarle algo. Los policías salieron. Thomas le presentó la documentación y el pasaporte que le había entregado Júpiter. —Trabajo para el servicio secreto francés -añadió. —¿No se le ocurre nada mejor? ¡Y además con unos papeles tan deficientemente falsificados! Vamos, ¡vístase ya!
8 Cuando Thomas Lieven a última hora de la tarde del 31 de agosto de 1939 llegó a la antigua fortaleza de Belfort en la Savoureuse, cruzó en un taxi por la parte vieja de la ciudad, la Place de la République, frente al monumento a los «Tres sitios» y directamente al Hôtel du Tonneau d'Or como de costumbre, iba vestido de un modo muy correcto. El coronel Siméon le esperaba en el vestíbulo del hotel. Iba ahora de uniforme, pero, a pesar de ello, resultaba más simpático que de paisano. —Mi pobre Lieven, lamento de veras este comportamiento tan estúpido por parte de la gendarmería. Cuando Mimí me llamó por teléfono, les metí entonces un escándalo a los responsables. Pero, vamos ya, el general Effel le está esperando. No podemos perder más tiempo. Amigo mío, va a recibir usted su bautismo de fuego. Un cuarto de hora más tarde estaba Thomas Lieven en el gabinete de trabajo del general en el edificio del cuartel general francés. Las cuatro paredes de aquel cuarto tan espartano estaban cubiertas con mapas de Francia y Alemania. De pelo blanco; alto y delgado, paseaba Louis Effel con las manos entrelazadas en la espalda ante Thomas Lieven. Thomas se había sentado junto a una mesa cubierta por un mapa militar. Siméon se sentaba a su lado. La voz del general era sonora —Monsieur Lieven, el coronel Siméon me ha informado sobre usted. Sé que es uno de nuestros mejores agentes. El general se detuvo junto a la ventana y miró hacia el delicado paisaje entre los Vosgos y el Jura. —No es éste el momento para llamarnos a engaño. El señor Hitler ha comenzado la guerra. Dentro de pocas horas le mandaremos nuestra declaración de guerra. Pero... -El general se volvió-. Francia, señor Lieven, no está preparada para esta lucha. Y menos aún nosotros, los del servicio secreto... Se trata de un problema que afecta a su esfera profesional. Hable usted, coronel. Siméon tragó saliva y luego dijo: —Estamos casi arruinados, viejo amigo.
—¿Arruinados? El general asintió con un movimiento de cabeza. —Sí, señor. Casi sin medios. Disponemos de las ridículas asignaciones del ministro de la Guerra. No podemos operar en grande, que es lo que necesitamos ahora. Estamos atados. No podemos hacer nada. —Vaya situación -comentó Lieven, mientras sentía unos deseos incontenibles de reír-. Perdóneme usted, pero si un Estado no tiene dinero, es preferible no organizar un servicio secreto. —Nuestro Estado contaba con el dinero suficiente para prepararse contra una agresión alemana. Desgraciadamente, monsieur, hay ciertos círculos en Francia que son muy egoístas, que no quieren pagar impuestos adicionales y que incluso ahora tratan de enriquecerse en esta situación -el general echó la cabeza hacia atrás-. Sé que me dirijo a usted en la hora trece. Sé que exijo, al parecer, algo imposible. Sin embargo, le pregunto a usted: ¿Cree que existe un medio para rápidamente... lo más rápidamente posible... poder contar con unas sumas de dinero... hum... lo bastante importantes para poder trabajar? —Esto he de meditarlo, mi general. Pero aquí, no. -Thomas contempló los mapas militares que le rodeaban-. Aquí no se me ocurrirá nada sensato. Su rostro se iluminó-. Caballeros, si me permiten ustedes, voy a retirarme ahora al hotel, a preparar una pequeña cena en el curso de la cual discutiremos todo lo demás. Louis Effel preguntó defraudado: —¿Se va usted a cocinar ahora? —Con su permiso, mi general. En la cocina es donde se me ocurren las mejores ideas. La extraordinaria cena tuvo lugar la noche del 31 de agosto de 1939 en un reservado del primer hotel en la ciudad. —Único -dijo el general, después del primer plato, y se pasó la servilleta por los labios. —Fantástico -dijo el general. —Lo mejor de todo ha sido la sopa de caracoles. ¡Nunca había probado otra mejor! -dijo el general. Los camareros sirvieron los postres. Thomas se puso en pie. —Gracias, yo mismo lo haré. -Encendió un pequeño hornillo de alcohol y dijo-: Vamos a tomar crema de limón con cerezas. Sacó de un recipiente cerezas confitadas, las echó en una pequeña sartén
de cobre y las calentó en el hornillo de alcohol. Cubrió a continuación las cerezas con coñac francés y un líquido blanco. Todos lo miraban como fascinados. El coronel Siméon se levantó un poco en su silla. —¿Qué es esto? -preguntó el general, señalando el blanco líquido. —Alcohol cien por cien, químicamente puro, comprado en la farmacia. ¡Lo necesitamos para quemar todo esto! -Con hábil movimiento acercó Thomas la llama a las cerezas. Se levantó una llama azulada y con elegancia distribuyó nuestro amigo los cálidos frutos sobre la crema. —Y, ahora, vayamos a nuestros problemas -dijo-. Creo que existe una solución. —Hable usted -le invitó el general. —Mi general, esta tarde se lamentaba usted... (excelentes las cerezas, ¿verdad?) del comportamiento de ciertos círculos que incluso en esta trágica situación pretenden enriquecerse a costa de Francia. Tranquilícese usted, estos círculos los hay en todos los países. Esos hombres quieren ganar dinero. ¿Cómo? Eso poco les importa. Y cuando algo les sale mal recogen su dinero y se largan. Sólo los pequeños no logran emprender la huida. -Thomas ingirió una cucharadita de crema-. Tal vez un poco demasiado agria. ¿No? Es cuestión de gustos. Pues, sí, caballeros, creo que vamos a sanear el servicio secreto francés a costa de esos individuos egoístas y tan poco patriotas. —¿Cómo? ¿Qué necesita para ello? —Un pasaporte diplomático americano, un pasaporte belga y una rápida reacción del señor ministro de Finanzas -dijo Thomas Lieven, modestamente. Esto lo dijo la noche del 31 de agosto de 1939. El 1 de septiembre de 1939 la prensa y la radio divulgaban la siguiente disposición: PRESIDENCE DU CONSEIL Décret prohibant ou réglementant en temps de guerre l'exportation des capitaux, les opérations de change et le commerce de l'or... En su traducción: Decreto que prohibe o reglamenta en tiempos de guerra la exportación de capitales, las operaciones de cambio y el comercio con oro...
MENÚ
Sopa de caracoles * Chucrut con faisán y ostras Crema de espuma de limón con cerezas flameadas
31 de agosto de 1939 Este menú dio un vuelco a la política monetaria francesa Sopa de caracoles Limpieza de los caracoles: se les cuece durante una hora en agua salada, se les extrae con un tenedor de su concha, se arranca la película negra, se les cubre con un puñado de sal, para que se disuelva la mucosa, se les lava tres o cuatro veces y se les exprime bien, para que no quede agua en ellos. Se toman después unos cuarenta caracoles, aproximadamente; así limpiados, se les hierve en caldo de carne, hasta quedar bien blandos, se pican dos piezas muy finamente, se les cuece con mantequilla, y se vierte encima tanto caldo como sea preciso para la sopa, se hace hervir varias veces con algo de nuez moscada, se agita luego con tres yemas y se sirve la sopa con pedacitos de pan tostado y el resto de los caracoles. Chucrut con faisán y ostras El faisán se prepara como para asarlo. Después, se exprimen ligeramente dos libras de chucrut y se ponen en una cacerola. Se añade mitad de vino blanco y mitad de agua, hasta quedar cubierto el chucrut. Se añaden a continuación un pedazo de tocino y una cebolla rallada. El chucrut debe hervir ahora durante una hora; a continuación se introduce el faisán y se le deja asar a fuego lento durante una hora. Una vez está blando, se le extrae, y se liga el chucrut con algo de salsa de bechamel. Las ostras se separan de la valvas, se secan con un paño y se cubren, una por una, con sal y pimienta, se las revuelve en harina, se cubren con huevo y migas de pan, y se ponen al horno, con mantequilla clara, hasta adquirir una tonalidad pardo clara. El faisán se corta en pedazos, se disponen en el centro de la plata y se rodean con un contorno de chucrut y una ristra de ostras. Crema de espuma de limón Para cuatro personas se tomar cuatro limones, se cortan en gruesas
rodajas y se cuecen con azúcar. Este extracto es ligado con algo de mondamina, y, una vez frío, se pasa por un tamiz. Se añaden a la masa cinco claras de huevo bien batidas, y se dispone todo ello en copas de champaña. Se toman después cerezas en conserva, se calientan, se rocían con licor de cerezas o coñac. Se encienden las cerezas en alcohol y, una vez extinguidas las llamas, se adicionan a la crema de limón. Artículo 1.º Queda prohibida la exportación de capitales, sean de la índole que fueren, con excepción de los autorizados por el ministro de Finanzas. Artículo 2.° Todas las operaciones de divisas autorizadas deben ser hechas a través del Banco de Francia o por otro instituto bancario autorizado expresamente por el ministro de finanzas... Seguían otras disposiciones sobre oro y divisas y, al final, el anuncio de penas draconianas para todos los que violaran estas disposiciones. El decreto iba firmado por: Albert Lebrun, presidente. Edouard Daladier, presidente del Consejo de Ministros. Paul Marchendau, canciller. Georges Bonnet, ministro de Asuntos Exteriores. Albert Serraut, ministro del Interior. Paul Reynaud, ministro de Finanzas. Fernand Gentin, ministro de Comercio. Raymond Patenotre, ministro de Economía. Georges Mande!, ministro de Colonias. Jules Julien, ministro de Correos y Teléfonos.
9 Con el tren rápido que salía de París a las ocho horas treinta y cinco minutos emprendió, el 12 de septiembre de 1939, un joven diplomático americano, el viaje a Bruselas. Iba vestido como un banquero inglés y llevaba consigo una gran maleta negra de piel de cerdo. Los controles en la frontera belga-francesa eran muy severos. Los funcionarios a ambos lados de la línea fronteriza identificaron al joven caballero por su pasaporte diplomático, que se abría como un acordeón, como William S. Murphy, correo oficial de la Embajada americana en París. Su equipaje no fue controlado. Una vez en Bruselas, el correo americano que en realidad era alemán y se llamaba Thomas Lieven, se instaló en el hotel Royal. En la recepción presentó un pasaporte belga extendido a nombre de Armand Deeken. En el curso del día siguiente, compró Deeken, alias Murphy, alias «Lieven», dólares por valor de tres millones de francos franceses. Los tres millones los sacó de su maleta negra de piel de cerdo y metió los dólares en la misma maleta. Los tres millones de francos que formaban el capital base procedían del Banco privado de Thomas Lieven. Se había visto obligado a hacer este adelanto al Deuxième Bureau... Debido a los acontecimientos políticos, el valor del franco había bajado en un veinte por ciento. En Francia trataban los particulares de comprar dólares dominados por el pánico de una próxima devaluación del franco. Por este motivo, en cuestión de muy pocas horas el curso del dólar había subido a cifras astronómicas. Pero no así en Bruselas. Allí podían adquirirse dólares a un curso mucho más bajo, puesto que los belgas no se sentían dominados por el mismo pánico a la guerra que los franceses. Se decían muy convencidos: —Nos mantendremos neutrales y los alemanes no nos invadirán por segunda vez. Debido a la rápida decisión del Gobierno francés de impedir la exportación de capitales, el extranjero no había sido inundado de francos. Y por este motivo el franco, tal como había confiado Thomas, conservaba, a
pesar de todo, un valor relativamente sólido. Y este valor era el eje alrededor del cual giraba toda la operación... Con su maleta llena de dólares regresó Thomas Lieven, con el nombre de William S. Murphy, a París. En cuestión de pocas horas le arrebataron de las manos las valiosas divisas y precisamente lo hicieron aquellas personas ricas que pensaban abandonar lo antes posible su patria y poner a buen recaudo su fortuna. Thomas Lieven se hizo pagar doble y triple. Durante su primer viaje ganó para él mismo seiscientos mil francos. William S. Murphy regresó a Bruselas con cinco millones de francos en su maleta diplomática. Se repitió el proceso. Aumentó las ganancias. Una semana más tarde viajaban cuatro caballeros con pasaportes diplomáticos entre París y Bruselas y entre París y Zurich. Exportaban francos e importaban dólares. Dos semanas más tarde eran ya ocho caballeros. La dirección de la operación estaba firmemente en manos de Thomas Lieven. Gracias a sus relaciones cuidó en todo momento de que tanto en Bruselas como en Zurich no se acabara el «suministro». La operación rendía muchos millones de beneficio. En los tristes ojos de los oficiales del servicio secreto francés brilló una nueva esperanza, una expresión de infinito agradecimiento cuando Thomas Lieven empezó a transferirles unas cantidades cada vez mayores. Entre el 12 de septiembre de 1939 y el 10 de mayo de 1940, el día en que los alemanes invadieron Bélgica, Thomas Lieven había realizado transacciones por valor de ochenta millones de francos. Puesto que contaba los gastos y sus beneficios personales en un diez por ciento e invertía estos beneficios en dólares, ganó veintisiete mil setecientos treinta dólares. No hubo «panas» y sí solamente un pequeño incidente... El 2 de enero de 1940, regresaba Thomas Lieven -no recordaba ya cuántos viajes había hecho-en el tren nocturno de Bruselas a París. En Feignies, la estación fronteriza, el tren se detuvo más de lo acostumbrado. Dominado por una ligera inquietud iba Thomas Lieven a averiguar la causa del retraso cuando se abrió la puerta de su compartimiento y asomó la cabeza el jefe de la policía fronteriza francesa, un hombre muy alto, a quien Thomas conocía ya. Fue directamente al grano. —Monsieur, será mejor que baje usted, tome una botella de vino
conmigo y espere el próximo tren. —¿Y por qué habría de hacer yo una cosa así? —Este tren espera al embajador americano en París. Su Excelencia ha sufrido un ligero accidente de coche y su automóvil ha quedado averiado. Hemos reservado el compartimiento contiguo para él. Llega en compañía de tres señores de la Embajada... Compréndalo, caballero, es mejor que tome usted el próximo tren. Permítame usted que le lleve su pesada maleta... —¿ Cómo sabía usted...? -preguntó Thomas Lieven cinco minutos más tarde. El jefe de policía hizo un gesto evasivo con la mano: —El coronel Siméon nos avisa en cada una de las ocasiones y nos ruega le atendamos lo mejor que pueda ser. Thomas abrió su cartera de bolsillo. —¿Qué puedo ofrecerle...? —Oh, no, monsieur, ha sido un gesto de amistad... No pido nada por ello. Pero, tal vez... Somos dieciséis hombres aquí y últimamente escasea el tabaco y los cigarrillos... —La próxima vez cuando vaya a Bruselas... —Perdone, monsieur, pero no es tan fácil. Hemos de prestar atención para que no nos descubran esos de la Aduana. La próxima vez cuando use usted el tren rápido de noche, sitúese en la plataforma de primera. La plataforma delantera. Tenga preparado el paquete. Uno de mis hombres lo recogerá... Y así lo hicieron dos o tres veces a la semana. En toda Francia no había otro puesto de policía fronteriza tan bien suministrada como la de Feignies. «Gente pequeña, gente buena», decía Thomas Lieven...
10 El general Effel le ofreció una condecoración, pero Thomas la rechazó: —Soy un convencido paisano, mi general. No me gustan estas cosas. —¿Desea algo especial, monsieur Lieven? —Si pudiera usted proporcionarme una serie de pasaportes franceses en blanco, mi general. Y los sellos correspondientes. Viven tantos alemanes en París que habrán de camuflarse cuando lleguen los nazis. No tienen dinero para huir. Quisiera ayudar a esos pobrecillos... El general guardó silencio durante unos instantes. Luego dijo: —Aun cuando me resulte difícil, monsieur, comprendo su deseo y lo cumpliré. Fueron muchas las personas que visitaron a Thomas Lieven en su bonito apartamento en el Bosque de Bolonia. No aceptaba dinero de ellos. Les entregaba gratis los pasaportes falsos. Siempre, claro está, que pudiera justificar que la llegada de los nazis representaba para ellos el ir a la cárcel o la muerte incluso. Thomas llamaba a esto «jugar a cónsul». Le gustaba jugar a cónsul, les había arrebatado verdaderas fortunas a los ricos y ahora ayudaba a los pobres... Por lo demás, los alemanes no parecían tener prisas. «Drôle de guerre», llamaban las francesas a esta guerra tan extraña. Thomas Lieven seguía con sus viajes a Bruselas y Zurich. En marzo de 1940 regresó un día antes de lo previsto. Hacía ya tiempo que Mimí se había instalado en su casa. Ella siempre estaba informada de la hora de su llegada. Pero esta vez Thomas olvidó comunicarle que regresaba antes. «Voy a sorprender a la pequeña», se dijo Thomas. Y, en efecto, la sorprendió... en brazos del encantador coronel Jules Siméon. —Monsieur -dijo el coronel mientras se abrochaba los numerosos botones de su uniforme-, cargo con toda la responsabilidad. He seducido a Mimí. He abusado de su confianza, caballero. Esto no admite disculpas. Elija usted las armas. —¡Lárguese de mi piso y no quiero volver a verle más por aquí!
Siméon se sonrojó como una cerda, se mordió los labios y abandonó la casa. Tímidamente dijo Mimí: —¡Has sido un poco brusco! —Le amas, ¿eh? —Os amo a los dos. Él es tan valiente y tan romántico y tú tan inteligente y tan divertido. —Ay, Mimí, ¿y qué voy a hacer ahora contigo? -dijo Thomas, muy abatido, y se sentó al borde de la cama. De pronto, tuvo consciencia de que Mimí le gustaba mucho... El 10 de mayo empezó la ofensiva alemana. Los belgas se habían llamado a engaño. Fueron invadidos por segunda vez. Los alemanes lanzaron 190 divisiones a la ofensiva. Éstas se enfrentaban con: 12 divisiones holandesas, 26 belgas, 10 inglesas, 78 francesas y 1 polaca. Un total de 850 aviones aliados, en su mayor parte de construcción anticuada, habían de luchar contra 4.500 aviones alemanes. El choque se sucedió con increíble rapidez. Estalló el pánico. Diez millones de franceses emprendieron la huida. En París Thomas Lieven, con gran tranquilidad, empezó a hacer las maletas. Extendió los últimos pasaportes para sus compatriotas cuando en la lejanía se oían ya los cañones. Apiló y ligó meticulosamente sus francos, dólares y libras esterlinas y los guardó en el doble fondo de una maleta. Mimí le ayudaba. Tenía muy mal aspecto por aquellos días. Thomas se mostraba amable como siempre, pero frío. No había superado todavía lo del coronel. Externamente aparentaba estar de buen humor: —Según los últimos comunicados, los alemanes avanzan de norte a este. Vamos a tomar algo y luego abandonaremos París en dirección suroeste. Tenemos suficiente gasolina. Pasaremos por Le Mans. Y luego seguiremos hasta Burdeos y... -se interrumpió y preguntó-. ¿Estás llorando? —¿Me llevas contigo? -sollozó Mimí. —Sí, desde luego. No puedo abandonarte aquí. —Pero si yo te he engañado... —Hija mía -dijo con suma dignidad-, para engañarme a mí hubieses tenido que haberte entregado a Winston Churchill. —Oh, Thomas..., eres maravilloso... ¿Y... y le perdonas también a él? —Más fácilmente que a ti. Comprendo que te ame.
—Thomas... —Dime. —Está en el jardín. —¿Cómo se le ocurre una cosa así? —Está tan desesperado, no sabe lo que hacer. Acaba de regresar de un viaje y todos los suyos se han marchado ya. Está solo, sin coche y sin gasolina... —¿Y cómo lo sabes tú? —Él... me lo ha contado... Llegó hace una hora... Le he dicho que hablaría antes contigo... —¡Inaudito! -exclamó Thomas. Y luego empezó a reír hasta que se le saltaron las lágrimas.
11 La tarde del 13 de junio de 1940 corría un Chrysler negro y pesado en dirección suroeste cruzando el barrio parisiense de Saint Cloud. Avanzaba muy lentamente, puesto que en la misma dirección corrían muchos otros vehículos..., la columna de fugitivos de París. En el lado izquierdo del Chrysler negro ondeaba el banderín de Estados Unidos de América. Todo el techo del coche estaba cubierto por una bandera americana de tamaño mediano. Y relucientes brillaban en la parte posterior las letras C.D. Thomas Lieven se sentaba al volante del coche. Mimí Chambert se sentaba a su lado. Detrás, entre sombrereras y maletas, se sentaba el coronel Jules Siméon. De nuevo llevaba ahora su traje azul oscuro de paisano, un traje ligeramente usado. Y lucía también los gemelos de oro y la aguja de corbata de oro. Siméon contemplaba a Thomas con una mezcla de agradecimiento, vergüenza y gran confusión. Thomas trataba de borrar la tensión hablando con buen humor. —Nos protegerá nuestra buena estrella. -Fijó la mirada en el banderín y añadió-: Mejor dicho, nuestras cuarenta y ocho buenas estrellas. —Huir es una cobardía -gruñó el coronel en el asiento posterior-, ¡Debería quedarme aquí y luchar! —Jules -dijo Mimí, muy amable-, pero si hemos perdido ya la guerra. Si te cogen te pondrán contra el paredón. —Sería más digno -replicó el coronel. —Sería más estúpido -dijo Thomas-. Tengo interés por saber cómo va a terminar esa locura. ¡Un sincero interés! —Si los alemanes dan con usted, también le pondrán contra el paredón comentó el coronel. —Los alemanes -dijo Thomas, mientras enfilaba por un camino menos frecuentado y en dirección a un pequeño bosque- han cerrado en tres cuartas partes el anillo en torno a París. Y el espacio abierto queda situado aproximadamente entre Versalles y Corbeil. Y esta es la zona en donde nos encontramos. —¿Y si los alemanes hubiesen llegado ya hasta aquí?
—Confíe en mí. Por esta carretera secundaria y en esta zona no hay alemanes. Ni uno solo. Atravesaron el bosque y salieron de nuevo a una zona despejada y libre. Por la carretera secundaria avanzaba en dirección contraria a la de ellos una larga columna de carros de combate alemanes. Mimí lanzó un grito. El coronel Siméon gimió. Thomas Lieven dijo: —¿Y qué hacen ésos por aquí? Deben haber equivocado el camino. —Todo está perdido -dijo el coronel, pálido como la muerte. —No empiece de nuevo, ¡me pone usted nervioso! Con voz ahogada, declaró Jules Siméon: —En mi cartera de mano llevo expedientes secretos y la relación con los nombres y direcciones de todos los agentes franceses. Thomas tragó saliva. —¿Ha perdido el juicio? ¿Por qué trajina todo eso con usted? —¡Orden del general de llevar todos esos documentos sin falta a Toulouse! -gritó el coronel-. He de entregarlos allí a una determinada persona, cueste lo que cueste. —¿Y no hubiese podido haberlo dicho antes? -le chilló Thomas Lieven. —Y si se lo hubiese dicho antes, ¿me hubiese llevado con usted? Thomas rió divertido. —¡En esto dice usted la verdad! Un minuto más tarde se tropezaron con la columna alemana. —Tengo una pistola -susurró el coronel-, mientras viva nadie se apoderará de esta cartera. Thomas detuvo el coche. Unos curiosos y polvorientos soldados alemanes se les acercaron. De un automóvil militar bajó un alto y rubio teniente. Se acercó igualmente al Chrysler, se llevó la mano a la gorra y dijo: —Buenos días. ¿Sus papeles, por favor? Mimí estaba como paralizada. No lograba emitir una sola palabra. Los soldados rodeaban ahora el Chrysler desde todos los lados. —It's okay -dijo Thomas Lieven, orgulloso-. We are Americans see? —I can see the flag -dijo el rubio teniente en un perfecto inglés-. And now I want to see your papers! —Here you are -dijo Thomas Lieven, y le alargó el documento.
El teniente Fritz Egmont Zumbusch estudió el pasaporte diplomático, luego al elegante caballero que se sentaba al volante y que adoptaba unos aires de suma indiferencia y aburrimiento. El rubio Zumbusch preguntó: —Your name is William S. Murphy? —Yes -respondió el joven caballero, bostezó, pero bien educado se llevó al instante la mano ante la boca. Cuando uno no se llama William S. Murphy, sino Thomas Lieven, cuando como agente del servicio secreto francés figura en la lista negra del servicio secreto alemán y por extraña coincidencia se mete uno entre una columna de carros de combate alemanes, cuando, además, le acompañan a uno en su coche una pequeña amiguita francesa y un alto oficial del Deuxième Bureau vestido de paisano y cuando, además, se sabe que este oficial lleva documentos secretos en su maletín negro con la relación de nombres y direcciones de todos los agentes franceses..., en fin, entonces no queda otro remedio que comportarse del modo más indolente y aburrido posibles. Con forzada amabilidad devolvió el teniente Zumbusch el pasaporte diplomático. Aquel 13 de junio de 1940 Estados Unidos eran todavía neutrales. Y Zumbusch, que se encontraba a veintiún kilómetros de París, no deseaba verse envuelto en complicaciones. Pero su matrimonio era desgraciado y por esto le gustaba ser soldado. Y dijo, cumpliendo con su deber: —El pasaporte de la señora, por favor. La bonita Mimí no entendía, pero sí adivinó lo que pretendía el oficial alemán, abrió su bolso y sacó el documento. Dirigió una sonrisa a los soldados que rodeaban el coche que al instante, despertó un murmullo popular. —My secretary -le explicó Thomas al teniente. «Esto sale a pedir de boca -se dijo-. Ahora sólo falta Siméon y habremos superado la prueba.» Pero al instante siguiente ocurrió la catástrofe. El teniente Zumbusch metió la cabeza por la ventanilla para devolverle su pasaporte a Mimí. A continuación se volvió hacia Siméon, que se sentaba entre las sombrereras y las maletas con la cartera de mano sobre sus rodillas. Tal vez Zumbusch se volvió demasiado rápidamente cuando extendió la mano. El coronel Siméon retrocedió ante la mano del teutón, que se dirigía a
él, y apretujó con expresión fanática la cartera contra su pecho. —Vamos a ver -dijo Zumbusch-, ¿qué lleva usted ahí dentro? —Non, non, non! -gritó el coronel. Thomas, que quería actuar de intermediario, se encontró de pronto con el codo del teniente en la boca. Un Chrysler no ofrece espacio para más. Mimí empezó a gritar. Zumbusch se dio un golpe en la cabeza con el techo del coche y empezó a maldecir. «Ese estúpido de héroe», se dijo Thomas Lieven, enojado. Y de pronto, con gran horror por su parte, vio cómo Siméon esgrimía en su mano su pistola de reglamento del Ejército francés, y le oyó gritar: —¡Manos afuera o yo disparar! —¡Imbécil! -gritó Thomas. Por poco se disloca el brazo al levantar con la suya la mano del coronel. El disparo sonó como un trueno. La bala atravesó la techumbre del coche. Thomas le arrebató al coronel el arma, al tiempo que le decía en francés y muy enojado: —¡Usted sólo proporciona complicaciones! El teniente abrió la portezuela del coche y gritó: —¡Bajen! Sonriendo muy amable, Thomas bajó del coche. El teniente esgrimía ahora una pistola en su mano. Los soldados se mantenían inmóviles alrededor del coche, las manos en sus armas. De pronto se hizo un profundo silencio. Thomas arrojó el arma de Siméon a un trigal y con las cejas enarcadas fijó su mirada en los cañones de quince pistolas. «Sólo me resta apelar a nuestro complejo de autoridad nacional», se dijo Thomas. Respiró a fondo y le gritó a Zumbusch: —¡Ese caballero y esta dama estar bajo mi protección! ¡Mi coche llevar banderín de los United States! —¡Salgan o disparo! -le gritó Zumbusch al coronel Siméon, vestido de paisano, que estaba pálido como la muerte. —¡No se mueva usted! -gritó Thomas, y no se le ocurrió nada mejor que decir-: ¡Este coche es extraterritorial! ¡Los sentados en este coche se sientan en suelo americano! —Me importa un comino... —Okay, okay, de modo que usted querer provocar un incidente internacional... Por culpa de un accidente así entramos en la Primera Guerra Mundial...
—¡Yo no provoco a nadie! ¡Cumplo con mi deber! ¡Ese hombre puede ser un agente francés! —¿Cree usted que entonces él comportarse de un modo tan estúpido? —¡Quiero saber lo que lleva en esa maleta! —¡Correo diplomático, protegido internacionalmente! ¡Me quejaré a sus superiores! —¡Eso lo podrá hacer ahora mismo! —¿Qué pretende insinuar? —¡Que me acompañe! —¿A dónde? —¡Al puesto de mando del Cuerpo! Un ciego vería que hay algo aquí que no está acorde. Siéntese al volante. Dé media vuelta al coche. Y si intenta huir, dispararé, pero no contra los neumáticos -dijo el teniente Zumbusch. Y lo dijo en voz baja.
II
1 Mientras suspiraba melancólico, Thomas Lieven miró en torno suyo por el dormitorio decorado de rojo-blanco-oro. El dormitorio formaba parte de la suite 107. La suite 107 era una de las cuatro más lujosas del hotel George V. El hotel George V era uno de los cuatro más lujosos de París. En su tejado ondeaba hacía horas la bandera de guerra del Reich con la cruz gamada. Frente al hotel, desde hacia horas, cruzaban los pesados carros de combate. En su patio estaba aparcado un Chrysler negro. Y en el dormitorio de la suite 107 se sentaban Thomas Lieven, Mimí Chambert y el coronel Jules Siméon. Habían pasado unas horas de verdadera locura. Con un carro de combate delante y otro detrás de su Chrysler, habían sido guiados hasta el puesto de mando del Cuerpo. El rubio teniente Zumbusch había intentado ponerse en comunicación por radio con su general. Pero el avance alemán era tan rápido que, al parecer, no contaban con un puesto de mando estable. Poco después de haber ocupado, sin lucha, la capital, también el general parecía haber encontrado el necesario reposo y estabilidad: en el hotel George V. Por los corredores se oía el paso de las pesadas botas de los soldados. En el vestíbulo del hotel se veían muchas cajas, metralletas y cables de teléfono. Tendían nuevas comunicaciones. Existía una confusión y un desconcierto inimaginables. Hacía un cuarto de hora el teniente Zumbusch había conducido a sus prisioneros al dormitorio de la suite 107. Luego había desaparecido. Sin duda alguna, para informar a su general. La cartera de mano de piel negra reposaba ahora sobre las rodillas de Thomas Lieven; se había apoderado de ella cuando bajaron del coche. Consideraba que en su poder estaba a mejor recaudo. De pronto oyeron una voz irritada desde la alta y decorada puerta que daba al salón. Un oficial, alto como un árbol, se plantó en el umbral y dijo: —El general Von Felseneck ruega su presencia, míster Murphy. «De modo que todavía me toman por un diplomático americano -se dijo Thomas Lieven-. En fin, vamos a ver...» Lentamente se puso en pie, la cartera de mano bajo el brazo. Cruzó con suma dignidad por delante del ayudante.
El general Erich von Felseneck era un hombre bajo y gordo, de cabello color gris acero, muy corto, y gafas con montura de oro. Thomas vio una pequeña mesa en donde, junto a los cubiertos y la vajilla del hotel, había dos recipientes de latón. Era evidente que el general había sido interrumpido en su almuerzo. Este hecho lo aprovechó Thomas para demostrar su cortesía internacional: General, lamento de verdad interrumpir su comida. —Me corresponde a mí disculparme, míster Murphy -dijo el general Von Felseneck, estrechando la mano de Thomas. Thomas se sintió casi indispuesto cuando el general le devolvió el falso pasaporte diplomático y los pasaportes falsos de Mimí y Siméon. —Sus papeles están en orden. Perdone usted la acción del teniente. Pero la actitud de su compañero de viaje despertó sus justificados recelos. Sin embargo, se ha extralimitado en sus funciones... —General, eso puede ocurrir... -murmuró Thomas.
MENÚ Plato único de varias clases
15 de junio de 1940 Ante un plato único «conquistó» Thomas Lieven a un general alemán Gulasch de patatas Se toma grasa y cebollas, que se hacen hervir hasta adquirir un color vítreo; deben estar bien sazonadas con sal y páprika. A continuación se añaden pequeños cubitos de carne de ternera. Poco antes de que se ablande la carne, se añaden también pequeños cubitos de patatas. Hay que tener en cuenta: ¡deben haber tantas libras de cebolla como carne! Completamente al final, se añade mejorana y pepinillos agridulces finamente picados. Risi-bisi
Arroz previamente hervido se mezcla con guisantes verdes (ya sea en conserva o frescos). Agitando brevemente, se añade luego mantequilla o grasa con fuego reducido, adicionándose a continuación pedazos de carne o asado o salchichas de Frankfurt, naturalmente, en pequeños pedazos. Se sazona a voluntad, preferiblemente con curry, y se sirve a la mesa con algo de queso parmesano. Irish-Stew Bajo este nombre existen diversas recetas para reparar carne de carnero y coliflor en un sabroso plato único. Una de las mejores es la receta de Mecklenburg: la carne de carnero se corta en pedacitos cuadrados; se sala y se hierve durante una hora u hora y media. Después, las coliflores se liberan de las hojas exteriores y del tallo, y se cortan en cuatro partes, se hierven un cuarto de hora en agua hirviendo y se exprimen a continuación fuertemente con un paño. Se disponen en una gran cacerola delgadas rodajas de tocino, se coloca después una capa de coliflor, el lado redondo debe quedar siempre hacia arriba, a continuación algunos pedacitos de carne, cebollas finamente picadas, perifollo, sal y pimienta, así como un poco de clavo. Después se coloca, siempre alternativamente, una capa de coliflor, y una capa de carne con las especies arriba mencionadas. La capa final en la cacerola debe ser de coliflor. A continuación se añade el caldo de carnero sedimentado y se deja hervir todo el conjunto durante una hora. Para servirlo se deja caer el contenido de la cacerola sobre una fuente. —Eso no debería ocurrir, míster Murphy. La Wehrmacht alemana es correcta. Respetamos las costumbres diplomáticas. ¡No somos unos forajidos! —Certainly not... —Míster Murphy, soy muy sincero. Hace pocas semanas tuve muchos disgustos. Unas complicaciones que por poco llegan a oídos del Führer. En Amiens, dos de los míos detuvieron y registraron a dos miembros de la Comisión militar sueca. ¡Vaya escándalo! Tuve que disculparme personalmente. Tal vez fuera una advertencia para mí. Y una cosa así no me sucederá por segunda vez. ¿Ha almorzado usted ya, míster Murphy? —No... —¿Puedo invitarle antes de su partida? Sencilla comida de soldado. La cocina del hotel no funciona aún. Y en Prunier deben tener cerrado hoy, ¡ja,
ja, ja! —¡Ja, ja, ja! —Bien..., ¿quiere probar la cocina de campaña alemana? —Si no es molestia... —¡Al contrario, es una alegría! Kogge, ponga otro cubierto. Y sirva también a los señores en la suite... —Sí, mi general... Cinco minutos más tarde... —Un poco monótona esta comida, ¿verdad, míster Murphy? —Oh, no. Teniendo en cuenta las circunstancias, excelente... -dijo Thomas Lieven, que, mientras tanto, había recuperado el dominio sobre sí mismo. —No sé a qué se debe, pero esos individuos no saben preparar un plato único -se lamentó el general. —General -dijo Thomas Lieven, con expresión suave-, deseo agradecerle su amabilidad y darle un pequeño consejo... —¡Diablos, señor Murphy, habla usted muy bien el alemán! «Un cumplido muy peligroso», se dijo Thomas Lieven. Y rápidamente se reveló menos conocedor del idioma alemán: —Thank you, general. Mi niñera ser una ama de Mecklenburgo. Su speciality eran los platos únicos de Mecklenburgo... —Interesante, ¿eh, Kogge? -le dijo el general a su ayudante. —Sí, mi general. —De un modo injustificado -dijo Thomas Lieven, prestando suma atención a su acento americano-, los platos únicos han sido postergados. Le voy a exponer gustosamente cómo se prepara un plato único de Mecklenburgo. ¡Y también el gulasch de patatas ser un plato exquisito! Thomas bajó el tono de su voz-. Antes una pregunta que me preocupa ya desde hace tiempo. General, ¿es cierto que a la comida de los soldados alemanes añaden carbonato sódico? —Un rumor en el que insisten mucho. No lo sé, no podría decírselo. Sea como fuere, los soldados están durante meses ausentes de sus casas, lejos de sus mujeres, lejos de..., ¡no creo tener que añadir nada más! —Desde luego, general. Sea como fuere, podemos ayudarnos con las cebollas. —¿Cebollas? —Es la base del gulasch de patatas, mi general, ¡cebollas! Y en Francia
encontrará usted las que quiera. La receta es muy sencilla. Hay que tomar tantas libras de cebollas como carne de ternera, Majoran, pepinillos agridulces cortados a trozos... —Un momento, por favor, míster Murphy. Kogge, vaya anotándolo todo; se lo mandaré al jefe de intendencia. —Sí, mi general. —Bien -continuó Thomas Lieven-, calentamos las cebollas al vapor, se engrasa, y... -dictó hasta que llamaron a la puerta y apareció un ordenanza. Susurros entre el ordenanza y el general..., y luego desaparecieron los dos. Thomas siguió dictando su receta. El general regresó a los dos minutos. El general habló en voz baja casi, pero con expresión muy helada: —Hace unos instantes le he hecho una reprimenda al teniente Zumbusch. Esto ha molestado, al parecer, al teniente. Ha telefoneado a la Embajada americana. Allí no conocen a un tal míster Murphy. ¿Tiene alguna explicación, míster Murphy?
2 Por delante del hotel rodeaban los pesados carros de combate y los vehículos militares. El ruido de las cadenas y el zumbido de los motores aturdía los oídos de Thomas Lieven. Fue un movimiento reflexivo. Sacó su reloj de repetición y abrió la tapa: las doce y media. El general permanecía inmóvil. Thomas meditaba a una velocidad de vértigo. «En fin, no queda otro remedio, he de intentar lo imposible...» —Está bien. No puedo actuar de otra forma. A pesar de que con ello violo una severa orden... Ruego al señor general una audiencia a solas. Hablaba ahora un alemán sin acento. —Oiga usted, míster Murphy, o como se llame, le prevengo... Un tribunal marcial tarda muy poco tiempo en ser convocado... —Cinco minutos a solas, mi general. -Thomas Lieven hizo un esfuerzo por darse importancia. El general meditó durante largo rato. Luego, con un movimiento de cabeza, mandó salir a su ayudante. Apenas abandonó éste el salón, empezó a hablar Thomas como si fuera una ametralladora: —Mi general, le hago partícipe de un secreto. Cuando salga yo de aquí, olvídese al instante de haberme conocido jamás... —¿Ha perdido usted el juicio? —... Voy a revelarle un «secreto de Estado». Quiero su palabra de honor de que nunca lo mencionará a nadie... —¡Jamás he sido testigo de una desfachatez semejante...! —... Se trata de una orden directa de Canaris... —¿Canaris? —... Canaris en persona, de insistir, en todos los casos y en todas las circunstancias, en mi identidad de diplomático americano. Pero las actuales condiciones me obligan ahora a revelarle a usted mi identidad verdadera. Mire usted... -Thomas Lieven se desabrochó el chaleco y sacó un documento de identidad-. Lea usted, mi general. Felseneck leyó.
El documento que sostenía en sus manos era una certificación auténtica del Abwehr alemán, extendida por un tal comandante Fritz Loos, oficial del Abwehr en la Región militar de Colonia. Thomas se había guardado el documento, convencido de que llegaría el día en que podría hacer uso del mismo... El general dijo: —¿Trabaja usted... en el Abwehr? —¡Usted mismo puede comprobarlo! -no había ya nada que ahora pudiera retener a Thomas-. Si usted, mi general, alberga todavía alguna duda, solicite al instante una conferencia con Colonia. «Si telefonea, estoy perdido. Si no telefonea, estoy a salvo.» —Comprenda usted... «Al parecer, estoy salvado», se dijo Thomas. Y gritó: —¿Sabe usted quiénes son los que se encuentran en la habitación de al lado? ¡Altos jefes del servicio secreto francés, dispuestos a trabajar para nosotros! -Golpeó con la palma de la mano sobre la cartera negra-. Y aquí tengo la lista y dirección de todos los agentes del Deuxième Bureau. ¿Comprende ahora lo que está en juego? El general Von Felseneek estaba aturdido. Nervioso, tamborileaba sobre el tablero de la mesa. Thomas Lieven se decía: «Expedientes, listas, nombres de agentes. Si mis compatriotas, los alemanes, se apoderan de estas listas, entonces matarán a los agentes franceses. Correrá sangre, mucha sangre. Pero, ¿y si los alemanes no se apoderan de estas listas? En este caso, los franceses harán todo lo imaginable para matar a cuantos más alemanes mejor. No me gusta ni lo uno, ni lo otro. Odio la violencia y la guerra. Por consiguiente, he de meditar muy bien lo que hacer con esta cartera. Pero eso lo haré luego. Ahora tengo que salir de aquí...» El general tartamudeó: —Sin embargo..., sin embargo, no entiendo todo esto. Si esa gente va a trabajar para nosotros, ¿a qué tanto misterio? —Mi general, ¿de veras que no lo entiende usted? ¡Nos persigue el servicio secreto francés! ¡A cada momento podemos ser víctimas de un atentado! Por ese motivo al almirante Canaris se le ocurrió la idea de transportar a esas dos personas bajo la protección diplomática de un Estado neutral y llevarles a un castillo, cerca de Burdeos, hasta que se firme el armisticio. -Thomas rió amargado-. Claro está, no calculamos la posibilidad de que un teniente alemán, fiel cumplidor de sus órdenes, nos estropeara la
jugada. Hemos perdido mucho tiempo, mi general, un tiempo muy valioso. Mi general, si esas dos personas cayeran en manos de los franceses, entonces, las consecuencias... las consecuencias internacionales... no son de prever... ¡Y ahora tenga ya la bondad de solicitar la conferencia con Colonia! —¡Pero si yo le creo a usted! —¿Que usted me cree? ¡Qué amable! En este caso, permítame usted que sea yo quien llame a Colonia para informarles del incidente. —Mire usted, ya le he hablado que he tenido otro disgusto. ¿Es necesario...? —¿Que si es necesario? ¿Y cómo quiere usted que continúe esto? ¡Cuando salga de aquí me expongo a que uno de sus oficiales, siempre tan cumplidores de su deber, me detenga en la próxima esquina! El general suspiró: —Le extenderé un salvoconducto..., no le detendrán a usted... nunca más... —Está bien -asintió Thomas-. Otra cosa, mi general, no le haga ninguna clase de reproches al teniente Zumbusch. Imagínese por un momento que yo soy un agente francés y él me hubiese dejado pasar...
3 Cuando el Chrysler negro, con la bandera de Estados Unidos en la capota, abandonó el patio del hotel George V, presentaron armas dos centinelas alemanes. Thomas Lieven, alias William S. Murphy, se llevó la mano al ala de su sombrero y respondió muy cortésmente al saludo. A continuación, Thomas se mostró menos cortés. Llenó de terribles reproches a Jules Siméon, que éste escuchó en silencio. Después de una interrupción de casi cuarenta y seis horas, alcanzaron de nuevo su punto de partida para la huida. Thomas preguntó: —¿Quién ha de hacerse cargo de la cartera negra? —El comandante Débras. —¿Y quién es ése? —El segundo jefe del Deuxième Bureau. Él trasladará los documentos a Inglaterra o África. «¿Y entonces qué? -se preguntó Thomas, preocupado-. Oh, qué hermoso sería el mundo si no hubieran servicios secretos.» —¿Y el comandante está en Toulouse? —No tengo la menor idea en dónde está en estos momentos -respondió el coronel-. No se sabe cuándo llegará... ni cómo. Tengo órdenes de buscar a nuestro buzón en Toulouse. —¿Qué buzón? -preguntó Mimí. —Se llama buzón al hombre que recibe o transmite noticias. —Ah... —Es un hombre de toda confianza. Se llama Gérard Perrier y es propietario de un garaje. Estuvieron muchos días en camino por las carreteras, atestadas de vehículos y fugitivos. El salvoconducto que les había extendido el general Von Felseneck hacía milagros. ¡Los controles alemanes hicieron gala de una corrección ejemplar! Al final, Thomas viajó incluso con bencina de la Wehrmacht. Un capitán, en Tours, puso cinco bidones a su disposición. Poco antes de llegar a Toulouse, Thomas efectuó varios cambios en su coche: retiró el letrero de «C.D.», el banderín y la bandera americana, que
guardó para un uso posterior en el portaequipajes, de donde sacó dos distintivos franceses... —Les ruego recuerden que de ahora en adelante no me llamo Murphy, sino Jean Leblanc -les dijo a Mimí y Siméon. A este nombre estaba extendido el pasaporte falso que le había entregado Júpiter cuando terminó su cursillo en la escuela de espionaje, cerca de Nancy... Toulouse era una ciudad de doscientos cincuenta mil habitantes... en tiempos de paz. Ahora se alojaban allí más de un millón de personas. Los fugitivos acampaban al aire libre, bajo los árboles en la rue des Changes y en Saint Sernin. Thomas veía coches con matrículas de toda Francia... y medio Europa. Vio un autobús de los servicios municipales de París que llevaba todavía como destino de su viaje Arc de Tromphe, y un camión que llevaba la siguiente inscripción: «Sodawasser=und Kracherlfabrik Alois Schildhammer & Söhne, Wien XIX, Krottenbacherstrasse 32.» Mientras el coronel se dedicaba a la búsqueda de su buzón, Thomas y Mimí fueron en busca de habitaciones. Preguntaron en todos los hoteles y pensiones. Preguntaron en todas partes. En Toulouse no quedaba una sola habitación libre. En los hoteles las familias vivían en los vestíbulos, en los comedores, en los bares y en los lavabos. En cada habitación había dos, tres y más personas. Cansados y con los pies doloridos, regresaron donde habían aparcado el coche. El coronel les estaba esperando. El hombre parecía preocupado. Llevaba la cartera bajo el brazo. —¿ Qué pasa? -preguntó Thomas-. ¿No ha encontrado usted el garaje? —Sí -contestó Siméon, cansado-, pero monsieur Perrier ha muerto. Vive solamente una hermanastra suya, Jeanne Perrier. Vive en el número 16 de la rue des Bergères: —Vamos allí -dijo Thomas-. Tal vez el comandante Débras se ha dirigido igualmente a la casa. La rue des Bergères estaba situada en el barrio antiguo de la ciudad, que, con sus estrechos callejones y pintorescas casas del siglo XVIII, apenas había sufrido cambio. Los niños jugaban en la calle; se oían aparatos de radio y en los balcones y ventanas había muchas cuerdas, de las que pendía la colada. En la rue des Bergères, con sus bistros, sus pequeños restaurantes y sus pequeños bares, había muchas jóvenes muy hermosas. Iban pintadas de un modo un tanto llamativo y vestidas de un modo muy generoso, y caminaban
de un lado a otro como si esperaran algo determinado. La casa número 16 resultó ser un pequeño hotel pasado de moda con un restaurante en la planta baja. Sobre la entrada colgaba un letrero de metal, recortado en forma de silueta femenina, y decía:
CHEZ JEANNE
En el oscuro y estrecho vestíbulo dieron con un conserje de cabello reluciente de brillantina. Una empinada escalera conducía a la primera planta del hotel. El conserje les dijo que madame les recibiría al instante. Y, mientras tanto, les invitó a pasar al salón... En el salón había grandes candelabros, butacones y plantas cubiertas de polvo, una gramola y un espejo que cubría todo el paño de la pared. Olía a perfume, polvos y humo de tabaco. Un poco confundida, dijo Mimí: —¿Crees que esto es un...? —Hum -respondió Thomas. Y el coronel, muy puritano: —Ahora mismo nos vamos... Entró una bonita mujer de unos treinta y cinco años de edad. Llevaba el cabello de color leona muy corto y se había maquillado con buen gusto. Daba la impresión de ser una mujer muy enérgica que conocía la vida y que, en consecuencia, la encontraba muy divertida. La dama tenía unas formas que al instante despertaron el interés de Thomas Lieven. La voz de la señora sonó un poco ronca: —Bienvenidos, señores. Oh, son ustedes tres. Soy Jeanne Perrier. ¿Quieren que les presente a mis jóvenes amigas? Palmoteo con las manos. Entraron en el salón tres jóvenes, una de ellas era mulata. Las tres eran muy bonitas y las tres estaban desnudas. Sonrientes, se acercaron al espejo y allí dieron media vuelta. La interesante dama de cabello de leona dijo entonces: —Permítanme que haga las presentaciones. De izquierda a derecha: Sonia, Bebé, Jeanette...
—Madame -la interrumpió el coronel en voz baja. —... Jeanette acaba de llegar de Zanzíbar, ella... —Madame. -Esta vez, la voz del coronel sonó más fuerte. —¿Monsieur? —Se trata de un malentendido. Deseamos hablar a solas con usted, madame. -El coronel se puso en pie, se acercó a Jeanne Perrier y le dijo en voz baja-: ¿Qué le dijo la hormiga al grillo? Jeanne Perrier entornó los ojos y respondió, igualmente, en voz baja: —Baila, baila, en invierno pasarás mucha hambre. Palmoteo de nuevo y les dijo a las muchachas: —Os podéis retirar. Las tres jóvenes desaparecieron. —Perdonen, no tenía la menor idea... -Rióse Jeanne y fijó su mirada en Thomas. El hombre pareció gustarle. Mimí frunció, enojada, el ceño. Jeanne dijo-: Dos días antes de su muerte mi hermano me inició. Me informó también de la consigna. -Se volvió de nuevo a Siméon-: De modo que es usted el caballero que trae la cartera; pero el caballero que debía recogerla no se ha presentado aún. —En este caso he de esperarle. Puede pasar algún tiempo antes de que se presente. Su situación es peligrosa. «Y será mucho más peligrosa cuando haga acto de presencia -se dijo Thomas-. Puesto que no le será entregada. Ahora está en poder de Siméon. Pero yo cuidaré de que no la entregue; no quiero que corra más sangre... ¡Hubieseis debido dejarme en paz todos vosotros! Ahora es demasiado tarde y he de seguir la jugada..., pero a mi modo.» —Madame, usted sabe que en Toulouse no se encuentra una sola habitación -le dijo a Jeanne-. ¿Puede alquilarnos dos habitaciones? —¿Aquí? -preguntó Mimí, horrorizada. —Hija mía, es la única posibilidad que se me ocurre. -Y Thomas dirigió una encantadora sonrisa a Jeanne-. Por favor, madame. —En realidad sólo alquilo mis habitaciones por horas... —Madame, apelo a su patriotismo... Jeanne suspiró, ensoñada: —Un huésped encantador... Está bien...
4 El comandante Débras se hacía esperar. Pasó una semana, luego otra... y no hacía acto de presencia. «¡Qué suerte si nunca hiciera acto de presencia!», se decía Thomas, alias Jean. Empezó a instalarse en Chez Jeanne como si estuviera en su propia casa. Siempre que disponía de tiempo para ello ayudaba a la propietaria de la casa. —Mi cocinero ha huido, Jean -se lamentó Jeanne a su huésped de ascendencia alemana, a quien tomaba por un auténtico parisiense y a quien ya al segundo día llamó por su nombre de pila-. Y cada vez hay menos víveres. No sabe usted lo que ganaría si pudiera hacer funcionar el restaurante... —Jeanne -respondió Thomas, que también al segundo día había empezado a llamar a la mujer por su encantador nombre de pila-, voy a hacerle una proposición. Voy a cocinar y a organizar el suministro de víveres. Y nos repartiremos las ganancias. ¿De acuerdo? —¿Siempre es usted tan impulsivo? —¿Le molesta acaso? —¡Al contrario, Jean, al contrario! Me muero de impaciencia por conocer sus otros talentos ocultos... En su intento por poner de nuevo en marcha el restaurante de Jeanne, reveló el coronel Siméon su buena disposición para el servicio secreto. Después de una ausencia de dos días informó orgulloso a Mimí y Thomas: —Los dos mecánicos no han querido decirme nada, pero he registrado el garaje y he descubierto muchas cosas allí. Una llave. Un mapa. Anotaciones. Voilà! ¡El viejo Perrier enterró un depósito de bencina! —¡Diablos! ¿Dónde? —En el bosque de Villefranche-de-Laragais. A cincuenta kilómetros de aquí. Bajo tierra. Por lo menos cien bidones. Acabo de llegar de allí. Mimí se puso en pie y le dio a Siméon un largo y ostentoso beso... «Eso por lo de Jeanne», se dijo Thomas. Y en voz alta añadió: —¡Le felicito, mi coronel! —¡ Ah! -exclamó el coronel cuando de nuevo estuvo en condiciones de hablar, muy modesto y muy amable-, mire usted, amigo mío, me alegro de verdad de haber hecho, por fin, algo útil.
«Ojalá todos los agentes secretos fueran tan sinceros», se dijo Thomas. Fueron a buscar la bencina al bosque. Thomas encerró el Chrysler negro en el garaje y se compró por unos pocos, de sus veintisiete mil setecientos treinta dólares, un pequeño Peugeot. Consumía menos combustible. Poco después era Thomas un personaje conocido por las carreteras de Toulouse. Todos los campesinos le saludaban, sonreían y callaban. En primer lugar, Thomas siempre pagaba buenos precios y, luego, les suministraba aquello que les hacía falta y que él les traía de la ciudad... Thomas cocinaba que era un verdadero placer. Jeanne le ayudaba. En la cocina hacía calor. Y Jeanne se defendía contra el calor de un modo muy radical. Una sociedad perfecta: ella le admiraba, él la admiraba. Y Mimí daba largos paseos en compañía de Siméon. El restaurante estaba ocupado cada día hasta la última silla. Se trataba casi única y exclusivamente de clientes masculinos, fugitivos de todas partes. La cocina era muy variada y los fugitivos estaban encantados, Y también por aquellos precios tan humanos. Más entusiasmadas aún estaban las muchachas de la casa. El joven y encantador cocinero las conquistaba a todas ellas con su elegancia y osadías, con su amabilidad e inteligencia. Y siempre se consideraban tratadas como señoras, puesto que él las trataba con honorabilidad. A los pocos días ya Thomas hacía las veces de padre confesor, prestamista, consejero en materias jurídicas y médicas, y las escuchaba muy paciente cuando le abrían su corazón. Jeanette tenía un chiquillo en el campo. La familia de campesinos presentaba exigencias cada vez mayores. Thomas hizo que recapacitaran. A Sonia le correspondía una herencia que un malvado abogado no tenía la intención de entregarle. Thomas la consiguió para ella. Bebé tenía un amigo que la engañaba continuamente y, además, le pegaba. Haciendo ciertas alusiones a la policía y con una llave de jiu-jitsu, Thomas le persuadió a comportarse de un modo decente. El amigo se llamaba Alphonse. Y más adelante había de resultar un verdadero estorbo para Thomas... Entre los clientes habituales del restaurante había un banquero llamado Walter Lindner. Había escapado de Viena huyendo de Hitler y luego de París. Durante la huida, Lindner se había visto obligado a separarse de su esposa y esperaba ahora que ésta llegara a Toulouse, puesto que se habían
citado en esta ciudad. Walter Lindner demostró una gran simpatía por Thomas. Cuando se enteró de que también Thomas era banquero, le hizo la siguiente proposición: —Véngase conmigo a América del Sur. Tan pronto llegue mi esposa, nos vamos. Tengo una fortuna allí. Seamos socios... Y le presentó a Thomas un extracto de cuentas del Río de la Plata Bank. El extracto le había sido mandado recientemente y presentaba una cantidad superior a un millón de dólares. Éste fue el momento en que Thomas Lieven, a pesar de todas las experiencias por que había pasado hasta entonces, cobró nuevos ánimos y confió en la sensatez de la Humanidad y en un futuro mejor. Tenía la intención de liquidar el asunto de la «cartera negra» del modo más digno posible. Ni el Abwehr alemán, ni tampoco el servicio secreto francés habían de entrar en posesión de la cartera. ¡Y luego abandonar lo más rápidamente posible aquella vieja y degenerada Europa, siempre tan predispuesta a las guerras! ¡Un nuevo mundo! Ser de nuevo banquero, un hombre honrado y decente, un respetado ciudadano. ¡Oh, qué alegría! Pero este deseo no había de verse cumplido. Pronto había de verse libre Thomas de los remordimientos de conciencia de haber trabajado para los franceses contra los alemanes. Pronto habría de trabajar con los alemanes en contra de los franceses. Y luego, de nuevo en favor de los franceses. Y contra los ingleses. Y con los ingleses. Y para los tres. Y contra los tres. La locura no había hecho sino empezar. Esta buena persona que era Thomas Lieven, que odiaba la guerra y amaba la paz, no sabía aún lo que le esperaba... Pasó el mes de junio y también el mes de julio. Hacía ya dos meses que estaban en Toulouse. Una cálida mañana celebraron Siméon, Jeanne y Thomas un pequeño consejo de guerra. Siméon se reveló un tanto excitado, pero de esto se percató Thomas solamente algo más tarde. El coronel dijo: —Hemos de ampliar nuestro radio de acción, amigo mío. Madame tiene una nueva dirección para usted. -Se inclinó sobre el mapa-. Mire usted, aproximadamente a ciento treinta kilómetros al noroeste de Toulouse, en el valle del Dordogne, cerca de la ciudad de Sarlat. —Allí hay un pequeño palacio -dijo Jeanne, que fumaba muy nerviosa..., pero también de esto se percató Thomas más tarde-; junto mismo al pueblo de Catelanua-Fayrac. Se llama Les Milandes. Tienen una granja
allí, muchos cerdos y muchas vacas, de todo... Tres horas más tarde, el pequeño Peugeot corría en dirección noroeste por las polvorientas carreteras. A orillas del Dordogne la región se hizo más romántica y también muy romántico se levantaba el castillo Les Milandes..., una edificación alta y blanca del siglo XV, con dos torreones grandes y dos más pequeños, rodeado de un viejo parque que lindaba con campos y prados. Thomas aparcó el coche frente a la puerta abierta del castillo y llamó repetidas veces en voz alta. Nadie respondió. Thomas se encaminó hacia la entrada y en aquel momento apareció una maravillosa mujer de piel morena en el umbral. Llevaba unos pantalones muy ceñidos y una blusa blanca. De las delgadas muñecas pendían muchos aros de oro. Llevaba el cabello negro partido por el centro. Thomas contuvo la respiración, puesto que conocía a la mujer y la admiraba desde hacía muchos años. No sabía qué decir. Estaba preparado a todo, pero no a encontrarse, en aquellos días de locura, en medio de una Francia conmovida por la guerra y la derrota, de pronto, con el ídolo de todo un mundo, la perfecta encarnación de la belleza exótica: la célebre bailarina negra Josefina Baker. Con una maravillosa sonrisa saludó al hombre: —Buenos días, monsieur. —Madame..., usted tiene..., usted..., ¿vive aquí? —De momento, sí. ¿Qué puedo hacer por usted? —Me llamo Jean Leblanc. Mi primitiva intención era comprar aquí unos víveres..., pero a la vista de usted, madame, no lo recuerdo ya con exactitud dijo Thomas. Subió los pocos peldaños y besó la mano de la mujer-. Y, de veras, poca importancia tiene el motivo de mi visita. Me siento feliz de estar ante una de las mujeres más admirables de nuestros tiempos. —Es usted muy amable, monsieur Leblanc. —Poseo todos sus discos e incluso «J'ai deux amours». La he visto en tantas de sus revistas... -Lleno de admiración contemplaba Thomas Lieven a la Venus Negra. Sabía que había nacido en la ciudad americana de San Luis, hija de un comerciante español y de una negra. Sabía que había empezado su carrera más pobre que una rata y se había hecho mundialmente célebre en París y había enloquecido al público bailando danzas exóticas, cubriéndose solamente con una corona de plátanos. —¿Viene usted tal vez de París, monsieur? —Sí, he huido.,.
—Tiene usted que contármelo todo. Amo tanto París. ¿Es éste su coche? -Sí. —¿Ha venido usted solo? —Sí, ¿por qué? —Lo preguntaba solamente. Por favor, monsieur Leblanc, sígame usted... El castillo estaba decorado con muebles antiguos. Thomas comprobó que allí dentro se alojaba todo un parque zoológico. Glou Glou, la pequeña mona; Mica, un mono de aspecto muy serio; Gusuee, muy vivaracho; un enorme dogo danés llamado Bonzo; una serpiente pitón, Agata; el papagayo Aníbal, y dos pequeñas ratas que Josefina Baker le presentó como la Señorita Horquilla y la Señorita Interrogante. Todos estos animales vivían en una perfecta comunidad. —Un mundo feliz -comentó Thomas. —Estos animales saben vivir en paz -dijo Josefina Baker. —Los hombres, desgraciadamente, no. —Llegará el día en que también los hombres sabrán vivir en paz -dijo la bailarina-. ¡Pero ahora cuénteme de París! Thomas Lieven contó. Estaba tan fascinado por el encuentro que se olvidó por completo del tiempo. Finalmente consultó su reloj de repetición. —Las seis, ¡por amor del cielo! —La tarde ha sido encantadora. ¿Por qué no se queda un rato más y cena conmigo? Tengo muy poca cosa en casa, no estaba preparada para esta visita. Y la muchacha ha salido... —¿Me invita usted? Bien, en este caso yo cocinaré. Incluso con muy poca cosa se pueden preparar unos platos deliciosos... —Es verdad -dijo Josefina Baker-. No siempre ha de ser caviar... La cocina era grande y muy anticuada. Thomas se puso a trabajar en mangas de camisa. El sol se hundía ya tras las colinas al otro lado del río y las sombras se hacían cada vez más largas. Josefina Baker le contemplaba sonriente y mostró un interés especial por los huevos picantes que preparaba Thomas. —Madame, se trata de una composición propia que en su honor bautizo desde este momento con el nombre de «Huevos a la Josefina». —Muchas gracias. Ahora le dejaré solo para cambiarme. Hasta ahora... Y Josefina Baker desapareció. Entusiasmado, Thomas continuó cocinando. «¡Vaya mujer!», se dijo.
Cuando Thomas terminó de preparar la cena se lavó las manos en el cuarto de baño y entró en el comedor. Allí ardían doce velas en dos candelabros. Josefina Baker se había puesto un vestido verde muy ceñido y se hallaba junto a un hombre alto y robusto que llevaba un traje oscuro. El rostro del hombre estaba quemado por el sol y su cabello corto presentaba hebras grises en las sienes. El hombre tenía ojos de buena persona y una boca sensible. Josefina Baker le cogió de la mano cuando hizo las presentaciones. —Monsieur Leblanc, perdone usted la sorpresa, pero he de ser muy prudente. -Miró muy cariñosa al hombre de las sienes blancas-. Maurice, deseo presentarte a un amigo. El hombre del traje oscuro le tendió la mano a Thomas. —Me alegro sinceramente de conocerle por fin, Thomas Lieven. He oído hablar mucho de usted. Cuando oyó tan inesperadamente pronunciar su nombre, Thomas quedó como petrificado. «¡Qué locura, he vuelto a caer en una trampa!», se dijo. —Oh, qué estúpida soy -exclamó Josefina Baker-, usted no conoce aún a Maurice. Éste es Maurice Débras, el señor Lieven, el comandante Débras, del Deuxième Bureau...
5 «¡Maldita sea!-exclamó Thomas Lieven para sí-.¿Acaso nunca lograré salir de este aquelarre? Adiós, dulce velada...» —El comandante Débras es amigo mío -anunció Josefina. —Un hombre feliz -dijo Thomas, malhumorado. Fijó su mirada en el comandante-: Hace ya semanas que el coronel Siméon le está esperando a usted en Toulouse. —Ayer mismo llegué aquí. He tenido una fuga muy difícil, monsieur Lieven. Josefina dijo: —Maurice no puede dejarse ver en Toulouse. Su cara es demasiado conocida. La ciudad está llena de agentes alemanes y de confidentes franceses. —Madame -dijo Thomas-, me abruma usted con tan buenas noticias. Conmovido, habló el comandante: —Sé lo que trata usted de insinuar con ello, monsieur Lieven. Pocos han corrido peligros mayores por la causa de Francia que usted mismo. ¡Cuando vaya a Londres informaré al general De Gaulle con qué valentía y osadía supo defender la cartera negra frente a un general alemán! La cartera negra... ¡Hacía días que, por culpa de la cartera, Thomas Lieven no podía conciliar el sueño! —La cartera la tiene en Toulouse el coronel Siméon. —No -dijo Débras muy amable-, la cartera está bajo la caja de herramientas en el portaequipajes de su coche. —¿De mi...? —De su pequeño Peugeot, que está aquí, en el parque. Venga usted, señor Lieven; vamos a recogerla rápidamente antes de la cena y... «Me han tendido una trampa -se dijo Thomas Lieven fuera de sí-. Siméon, Mimí y Jeanne me han tendido una trampa. ¿Qué hacer ahora? Es verdad, no he querido que el servicio secreto alemán se apoderara de la cartera. Pero tampoco quiero que caiga en manos, del servicio secreto francés... Sólo conseguiría derramar más sangre, francesa y alemana... Y yo
no quiero que corra la sangre. Siempre he sido un hombre pacífico. Vosotros me habéis convertido en un agente secreto. Ojalá me hubieseis dejado en paz... ¡Ahora pagaréis las consecuencias!» Estos pensamientos abrumaban a Thomas Lieven, mientras a la izquierda de Josefina Baker y frente al comandante Débras se sentaban a la mesa y probaba los exquisitos platos que él mismo había preparado. La cartera negra estaba ahora sobre un bufete junto a la ventana. En efecto, la habían encontrado en el portaequipajes de su coche. Mientras comía con apetito, explicó Débras cómo la cartera había llegado hasta allí. —Monsieur Lieven, ayer telefoneé a Siméon. Le pregunté: ¿Cómo recuperar la cartera negra? Y él contestó: «Usted no puede venir a Toulouse; aquí le reconocerían. Pero este fantástico Lieven, este hombre tan extraordinario, hace ya semanas que recorre la región de un lado al otro comprando víveres. Nadie se extrañará de verle. Él le entregará la cartera.» Débras exclamó entusiasmado-: Maravilloso este relleno, ¿qué es? —Cebollas al vapor, tomates y hierbas. ¿Y para qué tanto, misterio, comandante? Siméon pudo haberme informado. —Yo mismo le di la orden. No le conocía aún a usted... —Por favor, sírvanse ustedes. -Y Josefina dirigió a Lieven una de sus más encantadoras sonrisas-. Ha sido mejor así. Ya ve usted cómo la cartera ha llegado a buen destino. —Sí, ya lo veo -asintió Thomas. Y volvió la mirada hacia aquella estúpida cartera con las estúpidas listas que podían costar la vida a centenares de personas. Él la había defendido heroicamente contra los alemanes y ahora había caído en manos de los franceses. «Es una verdadera lástima -se dijo Thomas Lieven-, sin política, sin servicios secretos, sin violencias y sin guerras, ésta hubiese podido ser una velada encantadora.» Recordó un verso de la «Ópera de los tres peniques»: Por desgracia, en este planeta, los medios son escasos y los hombres rudos. ¿Quién no gustaría de vivir en paz y armonía? Pero las circunstancias no son así...
«Sí-se dijo Thomas Lieven-, las circunstancias no son así.» Y por este motivo desde aquel momento pronunciaba frases que nada tenían que ver con los pensamientos que le dominaban. Thomas Lieven dijo: —Voy a servir ahora una especialidad que en honor a madame he bautizado con el nombre de «Huevos a la Josefina» -y, en su interior, pensaba: «No quiero que Débras se quede con la cartera. Él me es simpático. Josefina me es simpática. No quiero causarles el menor daño. ¡Pero tampoco quiero, ni puedo prestarles el menor servicio!» El comandante quedó entusiasmado por los huevos preparados por Thomas Lieven.
MENÚ IMPROVISADO Nidos de embutido Huevos «Josefina» Frutas a la sueca
19 de agosto de 1940 El plato de huevos de Thomas Lieven encantó a la «Venus negra» Nidos de embutido Se toma una clase de embutido que pueda cortarse en anchas y sólidas rodajas y se cortan del ancho de un centímetro, sin quitar la piel. En una sartén se calienta grasa, se echan las rodajas del embutido y se dejan calentar durante poco tiempo para que se ahuequen, formando un nido. Se separan las rodajas rápidamente del fuego y se colocan sobre una fuente, se rellenan
algunos nidos con crema de manzana (manzanas y rábanos picantes rallados, un poco de vinagre y sal), y otros con un relleno de cebollas hervidas, tomates y perejil, puerro y aceite de oliva. Se come con un fuerte pan aldeano. Huevos «Josefina» Se prepara primero una salsa blanca de 110 gramos de mantequilla, 50 gramos de harina y un cuarto de litro de leche, en la que más tarde se baten dos yemas de huevo. Es importante aquí añadir primero la mantequilla y después la harina, pero debe agitarse de tal manera, que ambos permanezcan claros, y la leche se añade agitando continuamente. La salsa debe ser espesa, y las yemas se añaden solamente en el momento de quitar aquélla del fuego. Algo de nuez moscada aumenta el buen sabor. Esta salsa blanca, indicada también para otras recetas, puede completarse, en este caso, con jamón finamente picado y queso parmesano. Se añaden después «huevos perdidos», de modo que queden bien cubiertos por la salsa, se cubre otra vez con queso parmesano y copos de mantequilla y se pone al horno en el molde durante cinco minutos. Pequeño truco para los «huevos perdidos»: un huevo verdaderamente «perdido» debe ser solamente blando como una ciruela, y, a pesar de ello, sostenerse sin cáscara. Para conseguir esto, se dejan resbalar los huevos con cuidado de la cáscara a la mezcla agua-vinagre. Después de sus buenos tres minutos, se extraen, a ser posible, con un tamiz, se introducen en agua fría y se les seca -una vez completamente fríoscuidadosamente con un paño. Al comprar la repetidamente mencionada nuez moscada, es preciso tener en cuenta que las buenas nueces son redondas, pesadas y aceitosas, y que al rallarlas no deben desmenuzarse. Las nueces relativamente ligeras carecen, por lo general, de aroma y están a menudo picadas por los gusanos. El recubrimiento, ligeramente harinoso de la nuez procede del agua caliza en que se depositan las nueces antes de su envío para protegerlas de los insectos. Frutas a la sueca Una lata de compota mezclada, bien enfriada en la nevera, rociada con algo de ron y cubierta con abundante nata líquida. Caso necesario, puede utilizarse también nata batida de lata.
—Deliciosos, monsieur, ¡es usted realmente un gran hombre! —¿Ha puesto nuez moscada? -preguntó Josefina. —Una pizca solamente, señora -contestó Thomas Lieven-. Lo más importante es fundir primeramente la mantequilla y luego batir la harina, pero de modo que no pierda su color blanco. Thomas Lieven se decía: «Comprendo a Josefina y comprendo a Débras. El país está lleno de peligros, nosotros los hemos invadido, ellos quieren defenderse, quieren defenderse contra Hitler. ¡Pero yo, yo no quiero mancharme las manos de sangre!» —Después se añade un poco de leche, sin dejar de removerlo todo hasta que la salsa está muy espesa. Thomas Lieven pensaba: «En esa estúpida escuela de espionaje, en Nancy, me dieron un libro para aprender a descifrar las claves. Al héroe de la novela le ocurría algo parecido a mí. ¿Cómo se llamaba? Ah, sí; el conde de Montecristo...» Y con lengua de ángel, comentó Thomas Lieven: —¿Piensa usted trasladarse a Inglaterra, comandante Débras? ¿Y qué ruta tomará usted? —Por Madrid y Lisboa. —¿Y no será demasiado peligroso? —Poseo todavía un pasaporte falso. —A pesar de ello. Tal como ha dicho acertadamente madame, el país está lleno de confidentes. Si descubren la cartera en su poder... —He de correr este riesgo. A Siméon le necesitan en París, ha de regresar allí. No tengo a nadie... —Sí. —¿Quién? —¡Yo! —¿Usted? «¡Que el diablo se lleve a todos los servicios secretos del mundo!», se dijo Thomas Lieven. Y añadió, con mucha pasión, en voz alta: —En efecto, yo. No puedo pensar siquiera que los alemanes lleguen a apoderarse de la cartera. -«Y me resulta tan insoportable pensar que esté en vuestro poder.» Usted me conoce ahora y sabe que soy un hombre de confianza. -«Si supierais lo poco de fiar que soy»-. Además, eso me divierte. Ambición deportiva. -«Ojalá pudiera vivir como un ciudadano pacifico.»
Josefina levantó la mirada de sus huevos y dijo: —Monsieur Lieven está en lo cierto, Maurice. Tú eres para los alemanes y sus confidentes lo mismo que el paño rojo para los toros. —Desde luego, cbérie. Pero, ¿cómo salvar la cartera negra del Abwehr alemán? «Del Abwehr alemán y de todos los otros servicios secretos», se dijo Thomas Lieven. —En Toulouse he conocido a un banquero llamado Lindner. Espera a su esposa para trasladarse a América del Sur. Me ha ofrecido que sea su socio. Emigraremos desde Lisboa. Josefina se volvió de nuevo a Débras. —Os podríais citar en Lisboa. —¿Y por qué habría usted de hacer una cosa así? -preguntó Débras. —Por convencimiento -dijo Thomas Lieven, muy convencido. —Le estaría obligado a un agradecimiento eterno -dijo Débras, meditabundo. «Todo a su debido tiempo», se dijo Thomas Lieven. —Además, este viaje a los dos nos ofrece otras posibilidades. «Para mí, desde luego.» —Llamaré la atención de mis perseguidores sobre mi persona. Y usted y la cartera negra estarán a salvo... «Exacto.» —Yo iré en el tren por Madrid, y usted, monsieur Lieven, con su visado de tránsito, tomará el avión en Marsella... «Eres maravilloso. Confío que algún día no me lo tomaréis a mal. Pero, ¿acaso una persona decente puede actuar de un modo diferente de como lo estoy haciendo ahora? Yo no quiero que mueran los agentes franceses. Y tampoco quiero que mueran los soldados alemanes. ¡No solamente hay nazis en mi país!» —Yo considero que es la mejor solución, comandante Débras. Usted es un hombre conocido y perseguido. Yo sigo siendo una hoja en blanco para el Abwehr alemán...
6 Quiso el extraño juego de las coincidencias y la casualidad que casi a la misma hora de aquella noche el general Otto von Stülpnagel, comandante militar alemán en Francia, en el hotel Majestic, el cuartel general alemán en París, levantara su copa de champaña para brindar con dos caballeros. Uno de estos caballeros era el jefe del Abwehr alemán, almirante Wilhelm Canaris, y el otro, el general del Cuerpo acorazado Erich von Felseneck. Las copas emitieron un sonido cristalino. Los tres caballeros brindaron bajo el retrato de Napoleón I. El general Von Stülpnagel dijo: —¡Por los héroes desconocidos e invisibles de su organización, almirante Canaris! —Por los no menos valientes soldados de sus ejércitos, señores. El general Von Felseneck había bebido ya un poco más de la cuenta y sonrió malicioso: —Es usted siempre muy modesto, almirante. ¡Vaya agentes tan osados y hábiles los de usted! -El hombre estaba muy divertido-. Desgraciadamente, no puedo contárselo a usted, Stülpnagel; se trata de un secreto de Estado. Pero ese Canaris es un lince. Brindaron de nuevo. En aquel momento entraron los generales Kleist y Reichenau y se llevaron a Stülpnagel a un lado. De pronto, el almirante Canaris fijó una mirada de interés creciente en el general Von Felseneck. Le ofreció un cigarro y preguntó indiferente: —¿De qué hablaba usted hace unos momentos, señor Von Felseneck? Felseneck sonrió divertido. —No me sonsacará usted una sola palabra. —¿Y quién le ha impuesto este silencio? —Uno de sus hombres..., vaya muchacho, le admiro. Canaris sonrió, pero sus ojos continuaban serios. —Vamos, ¡cuente ya! Quiero saber cuál de nuestros trucos le ha impresionado tanto a usted. —Está bien, sería una tontería no hablar de ello con usted. Pues, sí, me
refiero a la cartera negra. —Ah, sí, la cartera negra... —Vaya un hombre aquel, señor Canaris. Se presentó ante mí como si fuera un diplomático americano,..., ¡y vaya seguridad la suya! Sin inmutarse siquiera cuando le detuvieron mis hombres. -Felseneck rió más divertido aún: El hombre llevaba a un lugar seguro a dos agentes del espionaje francés y todo el dossier del Deuxième Bureau, y, además, se tomó tiempo para darme la receta de un gulasch de patatas. Me causó una profunda impresión. ¡Me gustaría tener a un hombre como él en mi Estado Mayor! —Sí, tengo a unos cuantos hombres muy buenos -asintió el almirante-. Sí, recuerdo el caso... -No tenía la menor idea del asunto, pero su instinto le dijo que debía haber ocurrido algo monstruoso-. Un momento, ¿cómo se llama...? —Lieven, Thomas Lieven, de la Región militar de Colonia. Finalmente me enseñó su documentación. Thomas Lieven, nunca olvidaré el nombre... —Sí, Lieven, sí; desde luego, es un nombre que no hay que olvidar. Canaris hizo una señal al camarero, mandó que les llenaran otras dos copas de champaña y dijo al general-: Mi querido Felseneck, sentémonos en ese diván. Y cuénteme su encuentro con el amigo Lieven. Me siento muy orgulloso de mis hombres...
7 El teléfono repiqueteaba desde hacía rato. Bañado en sudor, el comandante Fritz Loos se sentó en su cama. «Siempre estas excitaciones -se dijo, medio dormido-. Vaya profesión tan cerda la que he elegido.» Por fin dio en el interruptor de la lamparilla de noche y se llevó el auricular a la oreja. —Aquí Loos... Oyó una voz de trueno: —Conferencia desde París..., le pongo con el almirante Canaris. Al oír estas palabras, el comandante sintió una punzada en todo el cuerpo. Y oyó entonces una voz conocida: —¿Comandante Loos? —A sus órdenes, mi almirante. —Oiga usted, ha ocurrido una terrible calamidad... —¿Calamidad, mi almirante? —¿Conoce a un tal Thomas Lieven? El auricular se le escapó de las manos al comandante y cayó sobre la almohada. Rápidamente, el comandante lo recogió de nuevo y se lo llevó otra vez a la oreja: —Sí, mi almirante, conozco... el nombre... —¿De modo que conoce a ese individuo? ¿Le dio usted una documentación de identidad del Abwehr? —Sí, mi almirante. —¿Por qué? —El... fue contratado por mí, mi almirante-. Pero no ha respondido a mis esperanzas... Ha desaparecido... Estaba ya preocupado. —Y con razón, comandante Loos. Tome el próximo tren o mejor aún el próximo avión. Le espero en el hôtel Lutetia. Cuanto antes, ¿entendido? El hôtel Lutetia, en la Avenue de l'Opera, era el Cuartel general del Abwehr en París. —Sí, mi almirante -respondió el comandante Loos, muy sumiso-. Estaré
allí lo antes posible. ¿Qué... qué ha hecho ese individuo, si me permite preguntarlo, mi almirante? El almirante le contó todo lo sucedido. El comandante fue palideciendo cada vez más hasta que cerró los ojos. «No, no, eso no es posible. Y de todo eso tengo yo la culpa.» La voz desde París tronaba como las trompetas de Jericó: —... Ese hombre tiene en su poder las listas, direcciones y características de todos los agentes franceses. ¿Sabe usted lo que significa esto? Ese hombre es de una importancia y de un peligro vital para nosotros. Hemos de dar con él como sea. —Sí, mi almirante, me haré acompañar por mis hombres más capaces. El comandante sacó el pecho, pero el camisón de dormir quitaba toda dignidad militar a su pose-. Daremos con las listas. Y aun cuando yo mismo le dé el tiro de gracia... —¿Ha perdido usted el juicio, comandante Loos? Quiero a ese hombre vivo..., ¡es demasiado valioso para fusilarlo!
8 20 de agosto de 1940. 2 horas, 15 minutos: Atención SSG. Atención SSG. Urgentísimo. Del jefe del Abwehr. A todas las dependencias de la gendarmería secreta en Francia. Es buscado el súbdito alemán Thomas Lieven. Treinta años. Delgado. Rostro enjuto. Ojos oscuros. Cabello negro, corto. Viste de paisano, elegante. Habla perfectamente el alemán, francés e inglés. Posee documentación legal del Abwehr alemán, extendida por el comandante Fritz Loos, de Colonia. Pasaporte alemán legal número 543.231 1.ª serie C. Pasaporte diplomático americano falso a nombre de William S. Murphy. Abandonó París el 15 de junio de 1940, en un Chrysler negro con matrícula «C.D.» y bandera americana sobre capota. Salvoconducto extendido por el general Erich von Felseneck. Viajaba en compañía de una joven y un francés. Está en posesión de valiosa documentación enemiga. Transmitir información a comandante Loos, grupo especial Z, Cuartel general en París. Sólo en caso extremo hacer uso de las armas en el momento de su detención. Fin. Mientras este radiograma alarmaba a la gendarmería secreta y a muchas dependencias de la Wehrmacht, por ejemplo, a aquel capitán que el 16 de junio, en Tours, le había cedido a un tal Murphy cinco bidones de gasolina, Thomas Lieven, el hombre tan buscado, saltaba de su pequeño Peugeot en la rue des Bergères, de Toulouse. El hombre estaba contento y satisfecho y bajo su brazo llevaba una cartera de piel negra. En Chez Jeanne, las alegres muchachas dormían ya. El pequeño restaurante estaba cerrado. Sólo en el anticuado salón con el gigantesco espejo ardían aún las luces. Allí esperaban Mimí, Siméon y la atractiva propietaria del establecimiento, la mujer del cabello de leona, la llegada de Thomas. Cuando entró oyó unos suspiros de alivio. -Hemos estado tan preocupados por usted -confesó Jeanne. —¿De veras? ¿Y ya desde el momento en que me mandasteis allí? —¡Lo hicimos cumpliendo una orden! -gritó Siméon-. Pero no entiendo ya nada de nada. ¿Cómo es que tiene usted la cartera? Thomas cogió una botella de Remy Martin que estaba sobre la mesa y se
sirvió un buen trago en una copa. —Brindo por el futuro de todos nosotros -dijo-. Ha llegado el momento de la separación, amigos. He convencido al comandante Débras de que es mucho mejor que yo lleve la documentación a Lisboa. Usted, mi coronel, regresará a París y se presentará allí a Flor de Loto número cuatro...; no sé quién es... —La Resistencia -dijo el coronel, dándose mucha importancia. —Que se divierta usted. -Volvió su mirada hacia la atractiva Jeanne-. Y a usted le deseo mucha suerte y deseo también que su establecimiento prospere... —Le encontraré mucho a faltar -dijo Jeanne, muy triste. Thomas le besó la mano. —Las despedidas siempre son tristes -dijo Thomas. Mimí, la joven siempre alegre, la joven siempre tan divertida, la pequeña y encantadora Mimí Chambert, empezó de pronto a llorar de un modo desconsolado. —Perdonadme..., soy una tonta..., no quisiera llorar... Horas más tarde, cuando estaba tumbada al lado de Thomas Lieven fuera ya amanecía y llovía-, oyó Thomas la lluvia y la voz de Mimí —... lo he meditado una y otra vez..., me he atormentado... —Ya entiendo, estás pensando en Siméon, ¿verdad? La joven se apretujó contra su pecho. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas. —Ay, chérie, te quiero, te amo-, pero durante estas últimas semanas- en esta casa... he comprendido que no eres un hombre para estar casado... —Si te refieres a Jeanne... -empezó, pero ella le interrumpió: —No solamente Jeanne, en general. Eres un hombre para todas las mujeres, pero no para una sola. No puedes ser fiel... —Podría intentarlo, Mimí. —¡No tan fiel como Jules! Es mucho menos inteligente que tú, pero mucho más romántico, mucho más idealista. —Mon petit chou, no tienes por qué disculparte. Lo estaba esperando hacía ya tiempo. Vosotros dos sois franceses. Amáis vuestro país, vuestra patria...! yo, por el momento, no tengo patria...; por esto me voy de aquí..., y vosotros tenéis la intención de quedaros... —¿Me perdonas? —No hay nada que perdonarte.
Se apretujó aún más fuerte contra él. —No seas tan bueno, chérie, si no me pondré a llorar de nuevo... Qué horrible no poder estar casada con dos hombres a la vez... Thomas sonrió y luego movió la cabeza. La cartera negra la guardaba bajo la almohada. Thomas estaba dispuesto a no soltarla de su mano hasta haber subido al avión. Lo que pensaba hacer no podía realizarlo en Toulouse; para ello no disponía del tiempo necesario. Pero en Lisboa estaba decidido a hacer lo que fuera para que la cartera no pudiera ya representar un mal para nadie. —Gracias, chérie... -le oyó susurrar a Mimí, que se había quedado medio dormida-. Te doy las gracias. —¿De qué? —Ay, por todo... Tenía que darle las gracias, muchas gracias, de esto estaba persuadida hasta lo más íntimo de su ser. Darle las gracias por sus amabilidades, por su generosidad, por las cortas horas de felicidad, por los elegantes hoteles, los compartimientos en el tren expreso, los bares con su suave música y los caros restaurantes. Y por este motivo aquella lluviosa mañana Mimí agradeció a Thomas todo lo que éste había hecho por ella, y así terminaban unas relaciones como suelen empezar: en el amor...
9 Thomas Lieven no sabía que era buscado como un alfiler por la Wehrmacht y el Abwehr del Gran Reich alemán. Por este motivo estaba fuera de sí de alegría cuando, dos días más tarde, el emigrante Walter Lindner, con el rostro sonrojado y con la respiración entrecortada, se precipitó dentro de la cocina del restaurante de Jeanne. Thomas estaba preparando en aquel momento una sopa de cebolla. Lindner se dejó caer en un taburete, volcó de paso un frasco de pepinillos y gritó: —Mi esposa..., mi esposa..., ¡he encontrado a mi esposa! —¿Cómo..., dónde? —¡Aquí, en Toulouse! Lindner lloraba y reía al mismo tiempo, parecía tratarse de un matrimonio feliz-. Entré en el pequeño café en la place de Capitole para reunirme con los fugitivos de Brueen que juegan allí al ajedrez... y entonces oigo una voz de mujer a mis espaldas que pregunta: «Perdone usted, ¿conoce a un tal señor Lindner?» Y al instante siguiente se pone a gritar: «¡Walter!», y se echa en mis brazos... Lindner abrazó, lleno de emoción y alegría, a Thomas. —Y ahora, en marcha, en marcha... al Consulado -gritó Lindner-. Ahora podemos ponernos en camino, de viaje, señor Lieven. No sabe cuánto me alegra empezar una nueva vida. «Y yo más aún», se dijo Thomas Lieven. Y los dos futuros socios de un Banco sudamericano que había de ser fundado aún empezaron rápidamente sus preparativos de viaje. Por aquellos días no había un solo país fronterizo con Francia que extendiera visados de entrada; lo mejor que podía conseguirse era un visado de tránsito, pero esto suponía estar en posesión del visado de entrada en algún país de ultramar. Después de haberle demostrado Walter Lindner al cónsul argentino en Marsella que tenía una cuenta corriente de un millón de dólares en el Banco de La Plata, le extendieron rápidamente el visado de entrada para él y su esposa. Lindner declaró que quería hacerse acompañar a Buenos Aires por el señor Jean Leblanc, su futuro socio. Y entonces le dieron también al señor Jean Leblanc un visado legal en un pasaporte falso que le habían entregado
en la escuela de espionaje en Nancy. El 26 de agosto les entregaban a los tres el visado de tránsito portugués. Podían emprender el viaje. Thomas Lieven fijó un plan muy detallado. Mucho dependía de que se ajustara a este plan... incluso su propia vida. Después de haber conversado por teléfono, una vez más, con el comandante Débras, en Les Milandes, el plan era el siguiente: 28 de agosto: partida de Thomas Lieven y el matrimonio Lindner para Marsella. 29 de agosto: partida del comandante Débras, por tren, para Perpiñán, Barcelona, Madrid y Lisboa. 30 de agosto: partida de Thomas Lieven y el matrimonio Lindner, en avión, desde Marsella para Lisboa. 10 de septiembre: partida de Thomas Lieven y del matrimonio Lindner, desde Lisboa, a bordo del transatlántico portugués General Carmona, rumbo a Buenos Aires. Desde el 3 de septiembre, el comandante Débras y Thomas Lieven estaban citados cada noche, a partir de las diez, en el casino de juego de Estoril para hacerle entrega de la cartera negra. Entre el 30 de agosto y el 3 de septiembre confiaba Thomas encontrar el tiempo suficiente para efectuar ciertos cambios en su contenido... Con encantadora sonrisa penetró la mañana del 29 de agosto un joven caballero elegantemente vestido en las oficinas de la compañía americana Rainbow Airways, en la rue de Rome, en Marsella. —Buenas días, monsieur, me llamo Leblanc... Vengo a recoger billetes del avión para Lisboa del matrimonio Lindner y mío. —Un momento, por favor. -El empleado hojeó en sus listas-. Sí, aquí lo tenemos. Mañana, a las 15,45... -Y empezó a rellenar los billetes. Ante las oficinas se detuvo un microbús, del que bajaron dos pilotos y una azafata. Por su conversación adivinó Thomas que acababan de aterrizar y que al día siguiente volarían en el mismo avión de las 15,45 a Lisboa. Y entonces se le ocurrió la idea. La azafata, una mujer de apenas veinticinco años, se estaba maquillando. Tenía las formas de un yate de carreras, ojos oblicuos, pómulos muy altos, un cutis moreno dorado y maravilloso cabello castaño que le caía en un gran bucle sobre la frente. Daba la impresión de ser una mujer fría y tímida. Un cervatillo...
Thomas conocía este tipo de mujeres. Sabía muy bien cómo son. Cuando estos pedazos de hielo empiezan a fundir, no hay nada que lo pueda contener ya... Thomas Lieven dedicó treinta segundos al recuerdo de su despedida de Mimí, Siméon y Jeanne y sus jóvenes en la rue des Berbéres. Todas le habían besado, incluso el coronel. —¡Viva la libertad, camarada! Y Jeanne se puso a llorar desconsolada cuando llegó el taxi. Ay, sí, había sido una bonita y conmovedora escena familiar. Bien, los treinta segundos habían pasado. En fin, se dijo Thomas, las circunstancias son como son. El cervatillo continuaba maquillándose. El cervatillo dejó caer el lápiz de labios. «Actúo impulsado por motivos nobles», se dijo Thomas Lieven, pensando en lo que se proponía hacer. Recogió el lápiz de labios del suelo y se lo entregó a la joven de ojos pardos que brillaban en reflejos dorados. —Muchas gracias -dijo el cervatillo. —¿Podemos irnos ya? -preguntó Thomas. —¿Qué significa esto? —¿O tiene algo más que hacer aquí? Puedo esperar. Creo que lo mejor será que nos vayamos directamente al Gran Hotel; allí es donde estoy alojado, y que tomemos un aperitivo. Y será mejor que luego almorcemos en Guido, en la rue de la Paix. Y después del almuerzo nos iremos a bañar... —Oiga usted... —¿No quiere tomar un baño? Muy bien, en este caso nos quedaremos en el hotel y descansaremos... —¡Nunca en mi vida he visto algo parecido! —Señorita, procuraré que mañana pueda usted decir lo mismo. Thomas sacó su amado reloj de repetición del bolsillo y abrió la tapa. Marcaba las once y media. —Las once y media. Veo que esto la pone nerviosa. Sé que ejerce una gran atracción sobre las mujeres. Voilà, la espero en el bar del Gran Hotel, ¿digamos a las doce? El cervatillo inclinó la cabeza hacia atrás y se alejó con paso orgulloso. Los altos tacones pisaban indignados las losas de piedra. Thomas se encaminó al Gran Hotel, se sentó en el bar y pidió un whisky. El cervatillo llegó a las doce y tres minutos. Traía consigo el traje de
baño.
10 Detrás del matrimonio Lindner iba Thomas Lieven, traje de franela gris, camisa blanca, corbata azul, zapatos negros, sombrero de alas duras, paraguas, junto con los demás pasajeros en dirección al avión. Daba la impresión de estar contento y satisfecho aun cuando trasnochado. En lo alto de la escalerilla estaba Mabel Hastings, la azafata. Parecía estar contenta y satisfecha aunque trasnochada. —Hola -saludó Thomas, al subir la escalerilla. —Hola -respondió Mabel. Los reflejos dorados en sus ojos relucieron. Nunca había conocido antes a un hombre como Thomas Lieven. Después de almorzar en «cuido» no habían ido a la playa, sino que se quedaron descansando en el hotel. Quiso la casualidad que se alojaran en el mismo. Cuando la mañana del 30 de agosto le ayudó a Mabel Hastings a hacer las maletas le prestó ella, sin saberlo esta vez, un nuevo favor, que estaba íntimamente ligado a una cartera negra... El avión rodó por delante del edificio del aeropuerto en dirección a la pista de despegue. Thomas miró por la ventanilla y vio al otro lado de la pista un rebaño de corderos. «Los corderos traen suerte», se dijo. Y luego vio un coche que se detenía delante del edificio. Del coche saltó un hombre. Llevaba un traje azul arrugado y un impermeable amarillo, también muy arrugado. El rostro del hombre estaba bañado en sudor. Hizo una señal con ambos brazos. Thomas se dijo compasivo: «Eso sí que es estar de mala suerte. El avión va a despegar y ese pobre individuo se quedará en tierra.» Una mano de hielo recorrió de pronto la espalda de Thomas Lieven: Aquel hombre que hacía señas desde el edificio..., aquel rostro... le era conocido..., lo había visto ya en otra ocasión... Y, de pronto, recordó Thomas Lieven en dónde había visto ya aquella cara: en el cuartel general de la Gestapo en Colonia... Aquel era el comandante Loos, ¡oficial del Abwehr alemán! «No hay la menor duda -se dijo Thomas Lieven-, corren detrás de mí. Pero, al parecer, existe un ángel tutelar. Esta vez el comandante Loos no dará conmigo. Dentro de cinco segundos despegará el avión y entonces...»
Pero el avión no despegó. Se apagó el zumbido de los motores. Y, en aquel momento, oyó la voz aterciopelada de Mabel Hastings: —Señores pasajeros, no hay motivo de inquietud. Hemos sido informados por radio que acaba de llegar un pasajero que se había retrasado y que debía tomar a toda costa el avión. Le recogeremos a bordo y partiremos dentro de breves instantes. Un momento después el comandante Fritz Loos subía a bordo; se disculpó en inglés por su retraso y saludó con un movimiento de cabeza a Thomas Lieven. Éste miraba a través de él como si el comandante fuera de cristal...
11 ¡Lisboa! Estrecho balcón de la libertad y de la paz en una Europa destrozada cada vez más por la guerra y la barbarie. ¡Lisboa! Fantástico paraíso de la riqueza, de la abundancia, de la belleza y la elegancia en medio de un mundo de sufrimientos y miserias. ¡Lisboa! El Eldorado de todos los servicios secretos, escenario de impresionantes intrigas. Ya desde el momento de tomar tierra Thomas Lieven se vio complicado en las mismas. Perseguido y vigilado por el agotado comandante Loos...; durante el vuelo incluso se había quedado dormido con la boca abierta y roncando ligeramente... Thomas Lieven fue sometido a un riguroso registro por los aduaneros. Le obligaron a desnudarse, registraron su equipaje y todos sus bolsillos. El servicio de seguridad portugués parecía haber recibido cierta información. Pero, por extraño que pueda parecer, no encontraron en su poder ni dólares, ni la cartera negra. Los aduaneros lo despidieron con gran cortesía y amabilidad. El matrimonio Lindner se había adelantado ya al hotel. Thomas pasó por la policía. El comandante Loos detrás de él. Thomas se encaminó hacia la parada de taxis. El comandante Loos, detrás. Todavía no se habían dirigido una sola palabra. «Bien, ahora vas a entrar en acción, amigo», se dijo Thomas Lieven, saltando al interior de un taxi. También Loos saltó. Y los dos taxis emprendieron una loca carrera hacia la ciudad de las siete colinas. Por haber pasado allí seis hermosas semanas de vacaciones, Thomas conocía muy bien la capital portuguesa. Mandó detener el taxi en la praça Dom Pedro y bajó del coche. Detrás de él se detuvo el coche del comandante. Las terrazas de los cafés en la plaza estaban atestadas de portugueses e inmigrantes que discutían de un modo apasionado entre ellos. Al pasar oyó Thomas Lieven hablar en toda suerte de idiomas. Thomas se dejaba llevar por los transeúntes.
«Bien, ahora un poco de movimiento, amigo, eso es bueno para la salud.» Thomas se encaminó hacia los estrechos callejones junto al mar y de nuevo subió a las avenidas principales, pero siempre procurando que el comandante no le perdiera de vista. Quería que le maldijera, pero no que le perdiera. Durante más de una hora cruzó Thomas Lieven por las calles de la ciudad, luego tomó de nuevo un taxi y, seguido del comandante, se trasladó al pueblo de pescadores de Cascais, cerca del balneario el Estorial. Allí conocía un elegante restaurante. El sol se hundía rojizo en el mar y soplaba una ligera brisa marina. El pequeño pueblo de pescadores, en la desembocadura del Tajo, era el lugar más pintoresco en los alrededores de Lisboa. Thomas Lieven esperaba con impaciencia ver el espectáculo que había presenciado ya en otras ocasiones: el regreso de la flotilla de pescadores. Bajó del taxi ante el restaurante. Detrás de él, el taxi del comandante. El oficial del Abwehr respiraba de un modo entrecortado. El pobre hombre tenía mal aspecto. Thomas decidió poner fin a aquel juego tan cruel. Se dirigió a Loos, se quitó el sombrero y le habló muy amable, como a un viejo amigo al que volvemos a ver después de mucho tiempo: —Aquí vamos a descansar un poco. Los últimos días habrán sido, sin duda alguna, muy fatigosos para usted. —No se lo puede usted siquiera imaginar -el comandante trataba de conservar el nimbo de su profesión-. Y aun cuando vaya al fin del mundo, esta vez no se me escapará, Lieven... —Vamos, amiguito, no sea así. Aquí no estamos en Colonia. Aquí un comandante alemán no cuenta gran cosa, mi querido Loos. El comandante, vestido de paisano, tragó saliva. —Si tuviera la amabilidad de llamarme Lehmann, monsieur Leblanc. —Eso me gusta mucho más. Sentémonos, señor Lehmann. Fíjese allá abajo, ¿verdad que es maravilloso? Regresaba la flotilla de los pescadores, un enjambre de pequeñas y grandes barcas. Como mil años antes, los pescadores subían sus barcas a tierra cantando y bromeando. Les ayudaban las mujeres y los niños y luego encendían unas pequeñas hogueras en la playa. Mirando hacia la playa, preguntó Thomas:
—¿Cómo lograron dar conmigo? —Pudimos seguir su pista hasta Toulouse. Le felicito. Las señoritas en casa de madame Jeanne no dijeron una sola palabra, ni con amenazas ni con promesas... —¿ Quién me ha traicionado? —Un individuo de baja calaña..., llamado Alphonse...; a éste debió hacerle usted algo en cierta ocasión... —Por culpa de la pobre Bebé. Sí, sí. Thomas fijó su mirada en los ojos del comandante. —Portugal es un país neutral, señor Lehmann. Le prevengo. Me defenderé. —Pero, mi querido señor Lie...; perdón, monsieur Leblanc, me interpreta usted mal. El almirante Canaris me ha rogado le informe a usted que no sufrirá ningún castigo si regresa a Alemania, y además me ha encargado le compre a usted la cartera negra. -¡Oh! —¿Cuánto pide usted? -preguntó el comandante, inclinándose sobre la mesa-. Sé que las listas continúan en poder de usted. Thomas bajó la mirada. Luego se puso en pie y se disculpó: —He de telefonear, perdone usted. Pero no llamó desde el restaurante. No lo consideraba prudente. Caminó unos pasos por la calle hasta encontrar una cabina pública y llamó desde allí al hotel Palacio do Estoril Parque. Pidió por la señorita Hastings. La azafata americana respondió al instante a la llamada. —Oh, Jean, ¿dónde estás? ¡Siento tanta impaciencia por verte! —Me retrasaré, Mabel; una conferencia de negocios Esta mañana, mientras te ayudaba a hacer las maletas por descuido metí una cartera negra en una de tus maletas. Sé buena y bájala al conserje para que la guarde en la caja fuerte. —Sí, darling... y procura, por favor, que no sea demasiado tarde. ¡Mañana he de continuar el vuelo a Dakar! Mientras escuchaba estas palabras, Thomas Lieven tuvo la sensación de que alguien estaba junto a la cabina escuchándole. Abrió la puerta de golpe. Un hombre delgado lanzó un grito, retrocedió un paso y se llevó la mano a la frente dolorida. —Oh, perdón -dijo Thomas Lleven. Pero entonces enarcó las cejas y le sonrió bondadoso a aquel hombre que se parecía a un lejano pariente del comandante Loos. Se habían conocido en el aeropuerto de Londres, en mayo
de 1939, cuando Thomas Lieven fue expulsado de Inglaterra. Expulsado del país por aquel hombre.
III
1 «Ya hemos llegado a lo que tanto temía -se dijo Thomas Lieven-. ¡He perdido el juicio! Creo haber reconocido en el hombre a quien por poco le hundo el cráneo con la puerta de una cabina telefónica portuguesa, a míster Lovejoy, del Secret Service. Eso debe calificarse única y exclusivamente de locura. Ese hombre no puede ser Lovejoy. ¿Cómo puede encontrarse míster Lovejoy de Londres aquí, en los alrededores de Lisboa? ¿Qué habría de buscar ese hombre aquí?» Thomas decidió hacer un último intento. Se dijo: «Voy a dirigirle la palabra a ese fantasma, a ese aborto de mi anormal fantasía y voy a llamarle Lovejoy. Y entonces descubriré al instante si estoy loco perdido o no.» Thomas Lieven enarcó las cejas y dijo: —¿Cómo está usted, míster Lovejoy? —No tan bien como usted, míster Lieven -respondió al instante el hombre delgado-. ¿Cree usted que es un placer seguirle por todas las calles de Lisboa? ¡Y ahora sólo faltaba esta puerta! -Lovejoy se limpió con un pañuelo el sudor de la nuca. En su frente se iba formando de un modo muy lento, pero muy visible un chichón. «De modo que no soy yo el que está loco, sino el mundo en que vivo. Y esa locura no lleva trazas de terminar. A cada momento que pasa se complican más y más las cosas.» Se apoyó contra la cabina telefónica y preguntó: —¿A qué se debe su presencia aquí, en Lisboa, míster Lovejoy? El representante de los intereses de la Gran Bretaña cortó una mueca y dijo: —Le estaría agradecido me llamara usted Ellington. Así es como me llamo en Portugal. —Una mano lava la otra. En este caso llámeme usted Leblanc. Así es como me llamo yo en Portugal. Pero no ha contestado aún a mi pregunta. El hombre que se hacía llamar Ellington preguntó indignado: —Sigue usted tomándonos por unos idiotas a todos los del servicio secreto, ¿eh? Y el hombre que se hacía llamar Leblanc contestó, muy cortés:
—Le suplico no me obligue a responder a esta pregunta tan fascinante. El agente británico se le acercó un paso: —¿Cree usted, acaso, que nosotros no sabemos que el almirante Canaris corre en persona detrás de usted? ¿Cree usted que en Londres no escuchamos los mensajes telegráficos alemanes? —Tenía entendido que los mandaban en clave. —Nosotros tenemos una sección de descifraje. —Y los alemanes también -dijo Thomas de pronto muy divertido-. ¿Por qué no se sientan ustedes a una misma mesa y juegan a las cartas? Irritado dijo el inglés: —Sé que es usted un cínico, un hombre sin corazón. Ya sé que para usted no existe nada sagrado. Lo descubrí al instante..., ya en el aeropuerto de Londres. Es usted un sujeto sin sentido del honor, sin moral, sin patria, sin carácter... —Me adula usted. —Y por este motivo me dije al instante: ¡Vamos a negociar con ese individuo! Ése sólo entiende un lenguaje, éste... -Y Lovejoy se frotó el pulgar contra el índice. —Un momento, no nos precipitemos; una cosa detrás de la otra. Dígame ya de uña vez cómo ha llegado hasta aquí. Lovejoy se lo dijo. Si había que darle crédito, y no había motivo para dudarlo, el servicio secreto británico había interceptado todos los mensajes que estaban en relación con la búsqueda de Thomas Lieven por el comandante. El último decía que Loos seguiría al hombre que tanto buscaban hasta Lisboa... —... Lisboa -terminó Lovejoy su relato-. Al instante emprendí el vuelo en un avión correo. Llegué dos horas antes que usted. Le he seguido desde el campo de aviación hasta aquí. A usted y a ese otro caballero que está sentado con usted en esa terraza. Supongo se trata del comandante Loos. —¡Vaya agudeza! ¿No conoce personalmente al comandante Loos? —No. —Dios mío, entonces será mejor que vayamos al restaurante. Les voy a presentar. Cenaremos juntos, mejillones, sí, en Cascais hay que comer mejillones... —¡Déjese ya de tonterías! ¡Sabemos que usted hace un doble juego! —¿De veras? —Posee usted una cartera con la lista de los agentes franceses más
importantes en Francia y en Alemania. ¡No voy a consentir que venda esta lista al famoso comandante Loos! El le ofrecerá dinero, sí, mucho dinero... —¡Dios le oiga! —... pero yo le ofrezco tanto como él, ¡le ofrezco más! -Lovejoy estalló en una risa desdeñosa-. ¡Puesto que sé que a usted lo único que le interesa es el dinero! Para usted no existe el honor, ni la fe, ni la conciencia, ni el arrepentimiento; no conoce el idealismo ni la decencia... —Y, ahora, basta ya y cierre el pico, ¡cállese! -le ordenó Thomas Lieven, sin perder el dominio sobre sí mismo-. ¿ Quién me impidió regresar a Inglaterra y vivir como un ciudadano decente y honrado? ¿Quién ayudó a destruir mi existencia? Usted y su tres veces maldito servicio secreto. ¿Cree que le tengo por un hombre muy simpático, sir? «Y, ahora, vais a ver todos vosotros de lo que soy capaz», se dijo. —Perdone usted la tardanza -dijo Thomas Lieven, tres minutos más tarde, cuando regresó al lado del comandante Loos a quien podía tomarse por un pariente de su coIega británico. —Ha encontrado a un conocido, ¿eh? Les he visto juntos ante la cabina telefónica. —Un viejo conocido, sí. Y un rival de usted, señor Lehmann. Sobre las mesas de la terraza del restaurante ardían ahora muchas velitas y desde la playa llegaba la voz solemne de los cantos de los pescadores. Soplaba una ligera brisa desde la desembocadura del Tajo que había adquirido un color de madreperla. —¿Un rival? -preguntó Loos, visiblemente nervioso. —El caballero trabaja para el Secret Service. Loos perdió entonces el dominio sobre sí mismo y golpeó con el puño sobre la mesa: —¡Maldito perro! —Vamos, Lehmann, no diga esas cosas. ¡Si no sabe comportarse le voy a dejar a solas! El comandante hizo un esfuerzo por dominarse: —Usted es alemán. Apelo a su patriotismo... —Lehmann, por última vez, ¡compórtese usted! —Regrese conmigo a la patria. Tiene usted mi palabra de honor como oficial del Abwehr: no le sucederá nada. Y cuando un oficial, del Abwehr da su palabra... —Es mejor no creerle -dijo Thomas, con extrema suavidad.
El comandante tragó saliva. —Entonces véndame esa cartera negra. Le ofrezco tres mil dólares. —El caballero de Londres ofrece ya el doble. —¿Y cuánto quiere usted? —Vaya una pregunta más estúpida. Todo lo que pueda sacar. —Es usted un granuja sin carácter. —Sí, eso mismo me acaba de decir su colega. En un momento cambió la expresión del comandante: —Lástima que no trabaje para nosotros... —¿Cuánto, Lehmann, cuánto? —Yo... he de consultar antes con Berlín, pedir instrucciones. —Apresúrese, Lehmann, mi barco parte dentro de un par de días. —Dígame solamente una cosa: ¿Cómo logró entrar la cartera? Ha sido registrado usted hasta la piel por los aduaneros. —Ciertas personas tuvieron la amabilidad de ayudarme en este caso. -Y recordó agradecido su tímido cervatillo-. Mire usted, Lehmann, en estos casos se requiere una pequeñez que les falta a ustedes. —¿Es decir...? —Atractivo personal. —Me odia usted, ¿verdad? —Señor Lehmann, llevaba una vida feliz, era un ciudadano satisfecho. Usted y sus colegas de Inglaterra y Francia tienen la culpa de que hoy me encuentre aquí. ¿Quiere que le esté agradecido por ello? Yo nada quería saber de ustedes. Pero ahora habrán de pagar las consecuencias. ¿Dónde se aloja usted? —En la Casa Senhora de Fatima. —Yo en el hotel Palacio do Estoril Parque. Y el caballero de Londres también reside allí. Pregúntele a su jefe cuánto está dispuesto a pagar por la cartera negra. Su colega también se lo preguntará esta noche a su jefe... Y ahora es hora ya de cenar...
2 La noche era cálida. Thomas Lieven regresó a Lisboa en un taxi descapotable. Vio cómo las olas del mar se estrellaban con espuma blanca contra la playa; vio unas grandes mansiones de lujo junto a la carretera, vio oscuros bosques de pinos, palmeras y sobre unas bajas colinas románticos locales desde donde llegaban hasta él una suave y dulce música y el reír de las mujeres. Cruzó por Estoril, por delante del casino de juego, brillantemente iluminado y los dos grandes hoteles. Europa se hundía entre los escombros y la miseria..., pero allí vivían como en el paraíso. «Es un paraíso envenenado -se dijo Thomas Lieven- un mortal Jardín del Edén, lleno de reptiles de muchas naciones que se vigilan y amenazan mutuamente.» Allí, en fe capital de Portugal, era donde se daban cita todos ellos. Allí se concentraban en manadas los caballeros de las llamadas «quintas columnas», los arlequines del diablo. Thomas Lieven bajó del coche en el corazón de Lisboa en la maravillosa praça Dom Pedro con sus mosaicos de color negro blanco. Las terrazas de los cafés en torno a toda la plaza estaban atestadas todavía de indígenas y extranjeros. Los campanarios de las iglesias cercanas anunciaban las; once de la noche. Y mientras doblaban aún las campanas de las iglesias vio Thomas, con gran sorpresa por su parte, cómo los portugueses y los fugitivos de Austria, Alemania, Polonia, Francia, Bélgica, Checoslovaquia, Holanda y Dinamarca abandonaban a centenares sus sillas y corrían hacia uno de los extremos de la praça Dom Pedro. Y Thomas se dejó llevar por la corriente humana. Al final de la plaza se veía un impresionante quiosco de periódicos. En la fachada del mismo se veía una cinta luminosa que comunicaba las últimas noticias. Miles de ojos contemplaban aquellas letras luminosas que para muchos podían ser una decisión entre la vida y la muerte. Thomas leyó: ... (DNB) El ministro de Asuntos Exteriores alemán, Von Ribbentropp, y
el ministro de Asuntos Exteriores italiano, conde Ciano, se han reunido en el castillo de Belvedere, en Viena, para fijar de un modo definitivo el tratado de la frontera húngaro-rumana... (United Press) La Luftwaffe alemana continúa sus ataques en masa contra las Islas Británicas... Destrucciones y pérdidas humanas en Liverpool..., Londres..., Weybridge y Feliydun... (International News Service) Ataque en masa de los bombarderos italianos contra Malta... Ataques concéntricos contra los depósitos militares ingleses en África del Norte... Thomas Lieven se volvió y leyó las caras de los presentes. Vio muy pocas caras con expresión indiferente; casi todos ellos aparecían atormentados, asustados, perseguidos y desesperados... Camino de regreso al hotel, cuatro mujeres dirigieron la palabra a Thomas Lieven, una de Viena, otra de Praga, una parisiense y una marsellesa. Las flores en el parque del hotel de seis plantas, olían de un modo embriagador. También el vestíbulo se parecía a un jardín exótico. Cuando Thomas Lieven cruzó por él le siguieron docenas de miradas atentas, recelosas, vigilantes y alarmadas. También allí oyó todos los idiomas de Europa. También allí se sentaban personas asustadas, atemorizadas, desesperadas y atormentadas. Aquel era el lugar de cita de los agentes y de las agentes que, en medio del lujo y del bienestar, ejercían su estúpida profesión... en nombre de sus países. Cuando Thomas entró en su apartamento le abrazaron por la nuca unos delicados brazos y olió entonces el perfume de Mabel Hastings. La joven azafata llevaba un collar de perlas y zapatos de tacón alto; nada más. —Ay, Jean, por fin..., por fin... ¡No sabes cómo te he estado esperando! Ella le besó cariñosa, pero él preguntó objetivo: —¿Dónde está la cartera negra? —En la caja fuerte del hotel..., tal como tú lo ordenaste. —Muy bien -dijo Thomas Lieven-, en este caso, ahora sólo hablaremos de amor. A la mañana siguiente, una Mabel Hastings, feliz, pero cansada, emprendía a las ocho y media el vuelo en dirección a Dakar. A la mañana
siguiente, Thomas Lieven, feliz y descansado, decidió, después de tomar un suculento desayuno, vengarse de los servicios secretos alemán, inglés y francés... En la librería más grande de la ciudad, en la avenida da India, preguntó, el 31 de agosto de 1940, un caballero, vestido con elegancia, por planos de ciudades alemanas y francesas. Y, en efecto, halló tales planos y también un Baedecker del año 1935. A continuación se encaminó Thomas Lieven a la oficina central de Correos. Su encanto y su poder de persuasión hicieron sucumbir a una vieja funcionaria. Durante toda una hora tuvo a su disposición las guías telefónicas de cinco ciudades alemanas y de otras catorce francesas. La oficina central de Correos de Lisboa poseía una biblioteca completa de todas las guías telefónicas europeas. De estas guías telefónicas extrajo Thomas un total de ciento veinte nombres y direcciones. En la rua Augusta se compró una máquina de escribir y papel. Luego, regresó a su hotel, sacó la cartera negra de la caja fuerte y se instaló en un apartamento muy fresco, en la primera planta, desde cuya ventana podía ver un parque con plantas y árboles de leyenda, fuentes y coloridos papagayos. Para ponerse a tono encargó al camarero un combinado de tomate y luego se puso a trabajar... Abrió la cartera negra. Contenía toda su fortuna en dinero efectivo, seis listas escritas a un solo espacio, así como los planos de construcción de carros de combate pesados, lanzallamas y un cazabombardero. «Lo mejor sería arrojar todo eso al retrete -se dijo Thomas-, pero lo más probable es que el comandante Débras esté al corriente de estos planos y los encontrará a faltar. Los señores Lovejoy y Loos no saben de su existencia; ésos solamente quieren las listas.» Y tendrían las listas... Estudió las seis hojas escritas a máquina. Figuraban allí los nombres de los oficiales y de los agentes civiles del Deuxième Bureau, de los agentes franceses en Alemania, de las personas de confianza en Alemania y Francia..., un total de ciento diecisiete nombres. Detrás de los nombres constaban las direcciones. Y detrás de las direcciones dos frases. Con la primera había de dirigirse el interesado al agente y éste había de contestar con la segunda frase. Sólo de este modo se podía tener la certeza absoluta de que se hablaba personalmente con el agente y con ningún otro.
Thomas Lieven leyó, por ejemplo: Willibald Lohr. Dusseldorf. Sedanstrasse, 34. 1º ¿Ha visto, por casualidad, un perrito gris con un collar rojo? 2º No, pero puede adquirir la miel que quiera en Lichtenbroich.» Adolf Meier-Wilke. Berlín-Grunewald. Bismarkallee, 145. 1º ¿Son éstas sus palomas sobre el tejado cobrizo de la casita del jardinero? 2º Sea más cuidadoso, no viste como corresponde a la situación. Thomas movió la cabeza y suspiró. Colocó una hoja de papel en la máquina de escribir y abrió el plano de Frankfurt am Main. De la guía telefónica de Munich eligió el nombre de Friedrich Kesselhuth. Escribió este nombre en la máquina y luego se inclinó sobre el plano de Frankfurt. «Vamos a tomar la Erlenstrasse», se dijo. La Erlenstrasse era una bocacalle de la Mainzer Landstrasse. Era una calle muy corta. Thomas comprobó que el plano era a la escala 1:16.000. «¿Cuántas casas puede haber en la Erlenstrasse?-se preguntó Thomas-. Treinta. Cuarenta. Pero no más de sesenta. Sin embargo, vale más ir sobre seguro.» Escribió a máquina: Friedrich Kesselhuth. Frankfurt am Main. Erlenstrasse, 77. 1.º ¿Tiene la joven vendedora en Fechenheim el cabello rubio o negro? 2.° Cómase lo antes posible lo que tiene en el plato. Bien, ¡a lo siguiente! A un tal señor Paul Giggenheimer, de Hamburg-Altona, lo trasladó Thomas a Dusseldorf, a la casa número 51 de la tranquila y corta calle llamada Rubenstrasse. 1º John Galsworthy cumplió sesenta y seis años. 2° Hemos de recuperar nuestras colonias. «Bien, ya tenemos al número dos -se dijo Thomas Lieven-. Sólo me faltan ciento quince. Y todo esto habré de escribirlo tres veces. Para Lovejoy. Para Loos. Para Débras. Bonito trabajo. ¡Pero, desde luego, lo pagarán bien!» Siguió escribiendo a máquina. Al cabo de media hora se sintió
dominado por un terrible abatimiento y depresión. Se acercó a la ventana y miró hacia el parque. «¡Maldita sea, eso no puede continuar así! »Me había propuesto eliminar de este mundo las listas auténticas porque sólo podían originar nuevos males, tanto si caían en poder de los alemanes, franceses o ingleses. No quiero que por culpa de estas listas mueran más seres humanos. »Por otro lado, deseo vengarme de todos esos imbéciles que han destruido mi vida. Pero, ¿de veras me vengo de ellos? ¿Puedo evitar con todo esto que ocurran nuevas barbaridades? »Cuando los franceses y los ingleses empiecen a trabajar con mis listas falsificadas comprobarán que hay algo que no funciona. ¡Bien! »Pero, ¿y los alemanes? »Supongamos, por un momento, que existe de verdad en Frankfurt un tal Friedrich Kesselhuth, sólo que el hombre no tiene teléfono. O supongamos que la calle Erlenstrasse de Frankfurt ha sido prolongada mientras tanto y que existe realmente la casa número 77, en este caso la Gestapo detendrá a todos los inquilinos de la casa y a todos las que se llamen Kesselhuth que residan en Frankfurt. Los encerrarán, los atormentarán y los matarán... »Y éste es solamente el primer nombre en la lista. ¡Y faltan otros ciento dieciséis! »Tal vez esos caballeros de los tres servicios secretos se den cuenta de que he falsificado las listas y las destruyan. Tal vez sean lo suficientemente inteligentes para hacerlo. Pero, después de las experiencias por las que he pasado, no cabe confiar demasiado en ello. »Maldita sea, el 3 de septiembre llega Débras para recoger la cartera. ¿Qué hacer? »Cuán fácil es traicionar a unos seres humanos y mandarlos a la muerte. Y cuán costoso y difícil es evitar que maten a unos seres humanos...»
3 Repiqueteó el teléfono. Thomas Lieven saltó de sus pensamientos a la realidad y descolgó el auricular. Cerró los ojos cuando oyó aquella voz tan conocida: —Aquí Lehmann... He hablado con el caballero que usted ya sabe... Bien, seis mil dólares. —No -contestó Thomas. —¿Cómo que no? -La voz del comandante de Colonia sonaba alterada por el pánico-. ¿Ha vendido usted ya? —No. —¿Entonces...? Deprimido, contempló Thomas la hoja que había colocado en la máquina. —Estoy en tratos. Tomo nota de su oferta. Llámeme mañana. Y sin decir nada más colgó el auricular. «A uno de esos individuos de la lista habría de ponerle yo el nombre de Fritz Loos», se dijo, enojado. A continuación metió todos los papeles en la cartera, que bajó al conserje, quien la guardó en la caja fuerte. Thomas decidió dar un paseo y meditar a fondo el problema. Había que encontrar una solución... En el vestíbulo estaba sentado el agente Lovejoy. Presentaba todavía un abultado chichón en la frente... Lovejoy se puso en pie de un salto y se le acercó rápido. —La cartera, ¿eh? La he visto con mis propios ojos. Bien, ¿concretamos? —Estoy todavía en tratos. Llámeme mañana. —Oiga usted, ofrezco más que su nazi, ¡siempre ofreceré más que él! —Sí, sí, está bien -dijo Thomas Lieven, y lo dejó plantado. Sumido en sus pensamientos salió a la calle bañada por el sol. Sumido en sus pensamientos vagó por la ciudad. Tuvo que detenerse al llegar a la avenida de Liberdade. Por la avenida, orlada de palmeras, avanzaba un entierro. Los policías habían cortado el tránsito. Debía haber fallecido un importante personaje portugués, puesto que le seguían centenares de hombres
y mujeres vestidos de negro. Muchos lloraban. Los transeúntes se quitaban el sombrero. Oraban en voz alta y olía a incienso. Y de entre los murmullos de los que acompañaban el duelo se oyó, de pronto, una fuerte risa. Era un joven caballero muy elegante que estallaba en una carcajada sonora e incontenible. —¡Sucio extranjero! -dijo una anciana, y escupió a los pies del joven caballero. —Sí, madrecita, sí -dijo Thomas Lieven. Y con el paraguas sobre el hombro se dirigió lo más rápidamente posible a la estación terminal. En el vestíbulo había un gran quiosco de periódicos y revistas ilustradas de todo el mundo. Churchill e Hitler, Goering y Roosevelt aparecían aquí en paz el uno al lado del otro, rodeados por pin-up-girls y titulares de guerra en muchos idiomas. —Periódicos, por favor -le dijo Thomas Lieven con la respiración entrecortada a la arrugada y vieja vendedora-. Todos los franceses y todos los alemanes... —Son de hace dos días. —No importa, déme los que tenga. Y también los de la semana anterior. —¿Está usted borracho? —Más sobrio que nunca, ¡vamos, rápido! Compró el Reich, el Voelkischer Beobachter, el Berliner Zeitung, el Deutsche Allgemeine Zeitung, el Münchner. Nuesten Nachrichten y los números viejos de Le Matin, L'Oeuvre, Le Petit Parisién, París Soir y nueve periódicos franceses de provincias. Con todos estos periódicos regresó Thomas Lieven al hotel y se encerró en su apartamento. Y allí estudió muy detenidamente... todas las esquelas mortuorias. A cada día morían muchas personas en París y Colonia, en Toulouse y en Berlín, en El Havre y en Munich. Y a los muertos ya nada podía hacerles la Gestapo... Thomas Lieven empezó a escribir a máquina. Ahora su trabajo avanzaba rápidamente. Ahora incluso con la conciencia tranquila podía poner las direcciones verdaderas... El 2 de septiembre de 1940, nuestro amigo adquirió, en una tienda de artículos de piel, sita en la avenida Duarte Pacheco, dos carteras de mano negras. A primera hora de la tarde se presentó con una de estas carteras en los elegantes salones del señor Gomes dos Santos.
El señor Dos Santos, uno de los mejores sastres de Lisboa, salió a recibirle personalmente, y le estrechó muy cordialmente la mano. En un cuarto de pruebas, decorado con seda de color rosa, saludó Thomas Lieven al comandante Loos, que llevaba un viejo y elegante traje de franela oscura. —Gracias a Dios -exclamó Loos cuando vio aparecer a Lieven. Desde hacía tres días aquel hombre mantenía sus nervios en un estado de tensión inaguantable. Se habían visto repetidas veces en los bares, en los vestíbulos de los hoteles y en la playa. Y en cada una de estas ocasiones el hombre le había dado largas. —No puedo decidirme aún. He de hablar de nuevo con el inglés. Y este mismo juego lo había llevado Thomas Lieven con Lovejoy. También había consolado continuamente a éste advirtiéndole que su rival ofrecía más y más. De este modo había logrado finalmente que cada uno de ellos hiciera una oferta de diez mil dólares. Thomas no quería exagerar la cosa. A los dos caballeros les había dicho, con expresión muy grave: —Hasta el momento de mi partida ha de quedar en el mayor secreto que le he vendido la cartera a usted; en caso contrario, no respondo de su vida. La entrega se hará en un lugar en donde no llame la atención. Loos se había decidido por el cuarto de pruebas del señor Dos Santos. —Vaya individuo, ese sastre -le explicó Loos a Thomas-. En tres días me ha hecho un perfecto traje a medida, con paño inglés. Mire, toque usted... —De veras, ¡extraordinario! —Todos nosotros nos encargamos trajes aquí. —¿Nosotros? —Sí, todos los agentes que trabajamos en Lisboa. —¿Y a eso le llama usted un lugar discreto? Loos sonrió malicioso: —Exacto. ¿No lo entiende acaso? Ninguno de mis queridos colegas sospechará por un solo momento que estoy aquí de servicio. -¡Ah! —Además le he dado cien escudos a José. —Y, ¿quién es José? —El probador. Aquí no nos molestará nadie. —¿Tiene el dinero? —Sí, en este sobre, ¿y las listas? —En esta cartera.
El comandante Loos estudió las seis listas con las ciento diecisiete direcciones y entregó a Thomas Lieven un sobre que contenía doscientos billetes de cincuenta dólares cada uno. Los dos parecían estar contentos y satisfechos. El comandante estrechó la mano de Thomas. —Mi avión parte dentro de una hora. Mucha suerte, viejo granuja. He simpatizado con usted. Tal vez nos volvamos a ver. —Confío que no. —Bien, saludos a mis colegas de aquí, son todos ellos unos excelentes muchachos. —Y usted salude de mi parte al almirante...
4
EN ATENCIÓN A LA ESPECIAL SITUACIÓN POLÍTICA DE PORTUGAL, NO SE PROYECTAN NOTICIARIOS CINEMATOGRÁFICOS. Se leía en una pizarra a la entrada del cine Odeón de Lisboa. ¡Pero sí proyectaban en el cine Odeón, la película alemana Bautizo de fuego! Thomas Lieven se encontró en un palco del cine con el agente inglés Lovejoy, durante la sesión de las cuatro de la tarde. Mientras en la pantalla los Stukas alemanes se lanzaban sobre Varsovia, cambiaron de manos otra cartera negra y otros diez mil dólares. Mientras estallaban las bombas, saltaban las casas por el aire y se oían marchas militares, le gritaba Lovejoy a oídos de Thomas Lieven, para hacerse entender por encima del fragor de la batalla: —Yo, personalmente, me he decidido por este cine. Aquí podemos charlar con toda tranquilidad, nadie nos entiende. Muy inteligente de mi parte, ¿eh? —¡Muy inteligente! —¡El nazi se volverá loco! —¿Cuándo sale para Londres? —Esta misma noche. —Buen viaje. —¿Qué dice usted? —¡He dicho que buen viaje! -le gritó Thomas al oído» Las listas auténticas las había roto antes en pedacitos y las había arrojado al retrete de su cuarto de baño. En la cartera negra original, que guardaba en la caja fuerte del hotel, esperaba la tercera copia de las listas falsificadas para ser entregada al comandante Débras. Débras estaba en Madrid. El 3 de septiembre tenía la intención dé llegar a Lisboa. Había convenido con Thomas:
«A partir del 3 de septiembre, nos esperaremos el uno al otro en la sala de juego del casino de Estoril, a partir de las diez de la noche.» «Bien, sólo queda por liquidar el asunto con el comandante», se dijo Thomas Lieven, mientras la noche del 3 de septiembre se trasladaba en el tren rápido a Estoril, para luego ocultarse en una pequeña pensión hasta el 10 de septiembre. El 10 de septiembre partía su barco, el General Carmona. Thomas decidió que lo más prudente sería mantenerse camuflado hasta aquel momento. Era de suponer que hasta entonces, por lo menos en Berlín, hubiesen averiguado ya que él les había llamado a engaño. No era probable que Débras descubriera el engaño. El comandante tenía la intención de trasladarse inmediatamente a Dakar. «Algún día también él sufrirá un tremendo desengaño -se decía Thomas-. ¡Pobrecillo! Le tengo simpatía. Pero, seamos sinceros, ¿qué otra cosa hubiese podido haber hecho yo? Con toda probabilidad, en mi situación, se le hubiese ocurrido la misma idea. Josefina es toda una mujer. Ella me comprenderá...»
5 —Mesdames, messieus, faltes vos jeux! El croupier arrojó la pequeña bolita blanca con un movimiento de suma elegancia. Y la bolita empezó a describir círculos. Como hipnotizada, seguía la dama, en traje de noche rojo, las vueltas que daba la bolita. Estaba sentada al lado mismo del croupier. Sus manos temblaban, mientras acariciaba dos pequeñas pilas de fichas. Estaba muy pálida y era muy bonita; tal vez tuviera treinta años de edad. Llevaba el cabello, negro, partido por el centro. La dama poseía unos labios muy sensuales y unos ojos negros brillantes. Tenía aspecto aristocrático. Y parecía dominada por completo, por la ruleta. Thomas Lieven la observaba hacía ya una hora. Se sentaba en el bar de la iluminada sala de juego y tomaba whisky. La luz de los candelabros caía sobre los valiosos lienzos en las paredes, sobre los grandes espejos con marcos blanco-oro, las gruesas alfombras, los criados de librea, los caballeros de smoking, los desnudos hombros de las mujeres, la bolita blanca... ¡Clic! —¡Cero! -dijo el croupier junto a la dama de rojo. Había perdido. Perdía desde hacía una hora. Thomas no la perdía de vista. La dama no solamente perdía una fortuna, sino, lentamente también, el dominio sobre sí misma. Con dedos inseguros se encendió un cigarrillo. Sus pestañas temblaban. Abrió el dorado bolso de noche. Sacó unos billetes. Los arrojó al croupier. Éste se los cambió por fichas. La dama de rojo volvió a apostar. Jugaban a la ruleta en muchas mesas y también al chemin- de-fer. Había muchas damas bonitas en la sala. Pero Thomas Lieven solamente veía a aquélla: la dama de rojo. Aquellos buenos modales y su pasión por el juego despertaban su interés. —Veintisiete, rouge, impar et passe -dijo el croupier. De nuevo la dama de rojo había perdido. Thomas vio que el camarero, en la barra, movía la cabeza. También el camarero de la barra tenía fija la mirada en la mujer: —¡Vaya mala suerte!-dijo, compasivo.
—¿Quién es? —Está loca por el juego. ¡No puede imaginarse lo que ha perdido ya! —¿Cómo se llama? —Estrella Rodrigues. —¿Casada? —Viuda. El marido era abogado. Nosotros la llamamos la consulesa. —¿Por qué? —Porque lo es. Es la cónsul de una de esas repúblicas de plátanos. -¡Ah! —Cinco, rouge, impair et manque! De nuevo la consulesa había perdido. Sólo tenía ya siete fichas delante de ella. De pronto oyó Thomas Lieven que pronunciaban su nombre en voz baja, a su espalda: —¿Monsieur Leblanc? Se volvió lentamente. Vio entonces a un hombrecillo muy obeso. El hombrecillo tenía una cara muy roja, transpiraba y estaba muy excitado. Habló en francés: —Usted es monsieur Leblanc, ¿verdad? —Sí. —Sígame al lavabo. —¿Por qué? —Tengo algo que decirle... «Maldita sea..., uno de esos agentes secretos ha olido el engaño. Pero, ¿quién de ellos? ¿Lovejoy o Loos?» Thomas denegó con un movimiento de cabeza. —Dígame aquí lo que tenga que decirme. El hombrecillo susurró entonces a oídos de Thomas: —El comandante Débras se enfrenta con dificultades en Madrid. Le han retirado su pasaporte. No puede abandonar el país. Le ruega le envíe, lo antes posible, un pasaporte falso. —¿Qué pasaporte? —En París tenía usted muchos. —¡Los regalé todos! Pero el hombrecillo no pareció entenderle y añadió, presuroso: —Acabo de meter un sobre en su bolsillo, en el sobre encontrará las fotos de Débras y mi dirección en Lisboa. Lleve el pasaporte a la dirección indicada.
—¡Primero tengo que conseguir un pasaporte! El hombrecillo miró nervioso en torno a él. —He de salir de aquí..., haga lo que pueda..., llámeme usted -y se alejó con paso muy rápido. —Oiga usted... -le llamó Thomas, pero el hombrecillo había desaparecido ya. «Dios santo, complicaciones y más complicaciones. »¿Y qué hacer ahora? Un tipo tan simpático ese Débras. Por causa de mi filosofía he de engañarle, pero dejarle en la estacada... ¡Eso ni pensarlo! ¿Cómo ayudar a Débras a salir de España? ¿Dónde obtener con la rapidez deseada el pasaporte que tanta falta le hace?» La mirada de Thomas Lieven se volvió hacia la dama de rojo. En aquellos momentos se ponía en pie, muy pálida. Al parecer lo había perdido todo. Y entonces Thomas tuvo la idea... Diez minutos más tarde se sentaba con la cónsul en la mesa más hermosa del distinguido salón restaurante del casino. Una orquestina, compuesta por mujeres, interpretaba piezas de Verdi. Tres camareros rodeaban la mesa en que se sentaba Thomas Lieven. Servían el plato principal: hígado al estilo portugués. —La salsa de pimienta es excelente -acabó Thomas-. Realmente exquisita. ¿No le parece a usted, madame? —Sabe muy bien. —Esto se debe al yogo, madame, al jugo de tomates... ¿Ocurre algo? —¿Porqué? —Me acaba usted de mirar de un modo tan... tan... severo. Con mucha dignidad, repuso la cónsul: —Monsieur, no quiero que se deje llevar usted por falsas interpretaciones. No corresponde a mi modo de ser dejar que me inviten a cenar desconocidos. —Madame, huelga toda explicación. Un caballero siempre sabe cuándo tiene enfrente de él a una dama. No olvidemos que fui yo quien la invitó; sí, incluso casi le impuse tomar juntos algo de comer. La cónsul suspiró y de pronto dejó de mirarle con severidad. Sí, incluso su mirada tenía algo de sentimental. «¿Cuánto tiempo hará que ha muerto el esposo?», se preguntaba Thomas, mientras decía en voz alta:
—En los momentos de gran tensión nerviosa y dolor anímico debería tomar siempre algo rico en calorías. Hum... ¿Ha perdido usted mucho? —Mucho, muchísimo. —No debería usted jugar, madame. ¿Unas aceitunas? Una mujer como usted ha de perder. Es justo. —Ay... -El bonito escote de la cónsul revelaba su nerviosismo interno-. ¿Y usted no juega nunca, monsieur Leblanc? —A la ruleta, no. —¡Dichoso de usted! —Soy banquero. Un juego cuyo desarrollo no pueda yo influenciar con mi inteligencia, me aburre. La morena Estrella dijo, de pronto, con suma severidad y de un modo casi violento: —¡Odio la ruleta! ¡La odio y me odio a mí misma cuando juego! Thomas Lieven empezaba a excitarse. Aquella mujer, suave como un cordero y que de pronto se ponía furiosa como una tigresa... «Dios mío, vaya escenas que me esperan... Pero hermosas...» —¡Hay dos cosas que odio en este mundo, monsieur! —¿Y éstas son...? —La ruleta y a los alemanes -dijo Estrella, entre dientes. -¡Ah! —Usted es francés, monsieur, y sé que por lo menos, en cuanto al segundo punto, me dará la razón... —Desde luego, madame, desde luego. ¿Y por qué motivo odia usted a los alemanes? —Mi primer marido era alemán. -Comprendo. —¡Y director de una sala de juego! ¡No es necesario que añada nada más! «Hemos de cambiar de cauces», se dijo Thomas Lieven. Y por este motivo, dijo: —Sí, desde luego. Pero hay algo que me divertiría lo indecible... —¿Y eso es...? —Financiar su juego durante toda una noche. -¡Caballero! —Si gana usted, nos partimos las ganancias. -No puede ser..., del todo imposible..., no le conozco, a usted... -empezó la cónsul. Cambió de conversación. Pero diez minutos más tarde: -Está bien...; pero sólo con una condición, nos repartiremos el dinero, si realmente gano.
MENÚ Toast de sardinas * Hígado a la portuguesa Melón en champaña
3 de septiembre de 1940 Después de esta comida se sintió débil, la bella cónsul Toast de sardinas Varias grandes sardinas en aceite, sin piel ni espinas, se asan por corto tiempo en el mismo aceite en que estaban conservadas. Después se colocan sobre pan tostado caliente, recién preparado, se rodean de rodajas de limón y se sirven. Ya en la mesa, se gotean con zumo de limón y se echa por encima, además, un poco de pimienta. De este entremés se sirven, por persona, como máximo dos rebanadas de pan tostado, pues el objeto de estos toast de sardinas consiste en abrir el apetito, no en matarlo. Hígado a la portuguesa Se reboza en harina un número de rodajas de hígado de ternera adecuado al número de comensales. Téngase en cuenta: el hígado se sala siempre sólo después de asado. Se cortan dos cebollas en pequeños pedazos. Se limpian dos pimientos de su tallo y semillas y la piel blanca, y se cortan después en tiras cortas y estrechas. Se tritura después una libra de tomates sin piel y se exprime el zumo. A continuación se calientan las cebollas en media taza de aceite hasta adquirir un tono amarillo claro; se añaden las tiras de pimiento y a continuación los tomates triturados. Una vez blando el pimiento, se añade el zumo de tomate exprimido y se deja hervir todavía cinco minutos. Después se pasa la masa a través de un tamiz, se añade algo de nata y se calienta una vez más todo el conjunto. Se sazona con sal y pimienta fuerte. Esta salsa se vierte sobre el hígado asado en el último minuto y se adorna en todo su alrededor con delgadas rodajas de aceitunas sin hueso. Se sirve con arroz seco.
Melón en champaña Se descabeza un bonito melón de Cantaloup, que esté bien maduro, y se utiliza la parte separad! como tapa; se quita después el interior del melón, dejando solamente un resto de un centímetro. Se limpia de semillas la parte del melón extraída, se corta en cuadraditos de mediano tamaño y se echan de nuevo en el interior del melón. Por encima de este relleno se vierte champaña seco, hasta que los cubitos queden bien cubiertos, pero sin que naden en él. A continuación se coloca de nuevo la tapa, se pone a enfriar el melón y se sirve helado. Se puede variar de muchas maneras este postre, añadiendo cerezas empapadas en licor u otras frutas. El gourmet prefiere la receta antes mencionada, pues en ella es donde se pone de manifiesto el natural aroma del melón. —Trato hecho. Los ojos de Estrella empezaron a relucir, su respiración era inquieta, sus mejillas se sonrojaron. —¿Por qué no nos sirven los postres? Ay, estoy tan excitada. Tengo el presentimiento de que voy a ganar... Una hora más tarde, aquella mujer de tanto temperamento, que odiaba la ruleta y los alemanes, había perdido veinte mil escudos, es decir, casi tres mil marcos. Como una María Magdalena se acercó a Thomas, que estaba sentado en el bar: —Oh, Dios, estoy tan avergonzada... —Pero, ¿qué ha sucedido? —¿Cómo quiere que le devuelva ahora el dinero? En estos momentos... apenas dispongo de él... —Considérelo como un regalo. —¡Imposible! -De nuevo se parecía al ángel de la venganza, esculpido en mármol-. ¿Por quién me toma usted? ¡Temo que está usted en un profundo error, caballero!
6 El boudoir estaba sumido en la penumbra. Ardían finas pequeñas lámparas con pantalla roja. Sobre una mesilla se veía la fotografía de un caballero muy serio, con gafas y una gran nariz. El abogado Pedro Rodrigues, que había fallecido apenas hacía un año, miraba desde aquella fotografía con marco de plata a su viuda, Estrella. —Ay, Jean... Jean, soy tan dichosa... —Yo también, Estrella, yo también... ¿Un cigarrillo? —Déjame tirar del tuyo... El hombre dejó que tirara de su cigarrillo y miró meditabundo a la hermosa mujer. Era ya más de medianoche. Reinaba un profundo silencio en la gran mansión que habitaba la cónsul. La servidumbre dormía. La mujer se apretujó contra él y le acarició. —Estrella, querida... —Dime, corazón. —¿Tienes muchas deudas? —Una locura de deudas..., la casa está hipotecada y he vendido ya parte de mis joyas. Y siempre confío en poderlo recuperar todo algún día... Thomas volvió su mirada hacia la fotografía. —¿Te dejó mucho? —Una pequeña fortuna... ¡No sabes cuánto odio esa, maldita y diabólica ruleta! —¡Y a los alemanes! —Sí, a los alemanes también: —Dime, chérie, ¿de qué país eres cónsul? —De Costa Rica, ¿por qué? —¿Has extendido ya alguna vez un pasaporte costarriqueño? —No, nunca... —Pero tu esposo sí, ¿verdad? —Sí, él, sí... Mira, desde que comenzó la guerra nadie ha venido por aquí. Creo que no hay un solo costarricense en Portugal. —Querida, hum, pero a buen seguro que debe haber pasaportes en blanco en la casa...
—No sé... Cuando murió Pedro, metí todos los pasaportes en blanco y todos los sellos en una maleta y la subí a la buhardilla... ¿Porqué lo preguntas? —Estrella, cariño, porque me gustaría extender un pasaporte. —¿Un pasaporte? Y en confianza, teniendo en cuenta su delicada situación financiera, añadió: —O varios... —¡Jean! -exclamó, horrorizada-. ¿Se trata de una broma? —Hablo en serio. —¿Qué clase de hombre eres? —En el fondo soy una buena persona. —Pero..., ¿y qué haríamos con los pasaportes? —Podríamos venderlos, hija mía. No cabe la menor duda de que aquí encontraremos muchos compradores. Y pagarán bien. Y con ese dinero tú podrías..., creo que no es necesario añadir más... —¡Oh! -Estrella respiró a fondo. Estaba muy atractiva cuando respiraba a fondo. Estrella guardaba silencio. Estrella meditaba..., meditó durante largo rato. De pronto, saltó de la cama y corrió al cuarto de baño, Cuando regresó se cubría con una bata-. Ponte esto. —¿A dónde vas, mi amor? —¡A la buhardilla, claro está! -gritó y, sobre unos zapatos de tacón alto, corría ya hacia la puerta. La buhardilla era grande y estaba atestada de toda clase de cajas y muebles viejos. Olían a moho y naftalina. Estrella sostenía la lámpara de bolsillo, mientras Thomas sacaba una maleta de madera de debajo de una gigantesca alfombra. Se dio con la cabeza contra una viga y lanzó una maldición. Estrella se arrodilló a su lado. Uniendo sus fuerzas abrieron la tapa. Pasaportes en blanco, libros, sellos. ¡Pasaportes en blanco por docenas! Y también había muchos pasaportes caducados. Estrella los cogía con manos temblorosas, los abría, los hojeaba. Casi todos los pasaportes estaban manchados y eran viejos. Veían fotos de personas desconocidas y muchos sellos, y más sellos. Pasaportes caducados. —Esos pasaportes caducados son los mejores -dijo Thomas. —No te entiendo... —Lo entenderás al instante -dijo Thomas Lieven, alias Jean Leblanc, muy divertido.
No percibió el hálito del destino que se levantaba detrás de él y que se erguía más y más, como el espíritu de la botella en los cuentos orientales, dispuesto a arrojarle a nuevas aventuras y peligros...
7 Con andar comedido, un sombrero de alas duras en la cabeza, una gran cartera de piel en la mano avanzaba, el mediodía del 4 de septiembre de 1940, un joven y elegante caballero de apuesto aspecto por el laberinto de la Alfama, el barrio viejo de Lisboa. En aquellos callejones, con palacios rococó y distinguidas casas medievales, jugaban los chiquillos descalzos, discutían hombres de piel morena y corrían las mujeres hacia el mercado, llevando cestas de frutas y pescado sobre la cabeza. De las cuerdas tendidas de uno al otro lado de la calle colgaba una ropa blanca inmaculada. Delante de altos ventanales moros brillaban unas rejas de hierro negro. El elegante caballero entró en una carnicería, en donde compró un filete de ternera. En la tienda contigua compró una botella de Madeira, una botella de vino tinto, aceite de oliva, harina, huevos, azúcar y toda clase de especias. En la plaza del mercado, que relucía en mil colores distintos, adquirió, finalmente, una libra de cebollas y dos hermosos repollos. Se quitó el sombrero ante la vendedora y le sonrió con sonrisa conquistadora. Enfiló hacia la oscura y estrecha rua do Poco des Negros, en donde entró en el patio de una casa medio en ruinas. Un anciano ciego se hallaba sentado en un rincón soleado del patio, rasgaba su guitarra y cantaba con voz delgada y alta: Mi suerte, no me abandona. Y sólo conozco la tristeza, ella nació para mí, y yo para ella... Thomas Lieven echó unas monedas en el sombrero del anciano y preguntó, en portugués: —Dígame, ¿dónde vive Reynaldo, el pintor? —Por la segunda puerta, Reynaldo vive en la última planta, bajo el tejado.
—Muito obrigado -respondió Thomas Lieven, y de nuevo se quitó el sombrero de alas duras, a pesar de que el ciego no podía agradecer el gesto. Las escaleras estaban a oscuras. Cuanto más subía Thomas, tanta mayor claridad había. Oyó muchas voces. Olía a aceite de oliva y pobreza. En la última planta sólo había dos puertas. La primera conducía al tejado y en la otra aparecía escrito con grandes letras rojas: «REYNALDO PEREIRA.» Thomas llamó a la puerta. Silencio. Llamó esta vez más fuerte. Silencio. Apoyó la mano en el pomo y se abrió la puerta. Thomas Lieven cruzó un oscuro vestíbulo y entró en un gran taller de pintor. Allí había mucha claridad. Un gigantesco ventanal hacía que la luz del sol cayera sobre infinidad de lienzos, una mesa atestada de pinceles y botes de pintura, botellas, ceniceros y sobre un hombre de unos cincuenta años de edad que, completamente vestido, dormía en un diván. El hombre tenía el cabello negro y espeso. Tenía, las mejillas pálidas y hundidas e iba sin afeitar. Roncaba de un modo fuerte y rítmico. Junto al diván se veía una botella de coñac vacía. —¡Pereira! -llamó Thomas Lieven. El hombre no reaccionó. —¡Pereira, eh! El hombre lanzó un nuevo ronquido y se volvió del otro lado. —Está bien, mientras tanto vamos a preparar el almuerzo... El pintor Reynaldo Pereira despertó media hora más tarde. El que despertara se debió a tres motivos: primero, el sol le pegaba en la cara; segundo, oyó ruido en la cocina, y, tercero, hasta su olfato llegó el olor de sopa de cebolla... —¿Juanita? -preguntó con voz ronca. Se levantó un poco aturdido, se metió la camisa dentro de los pantalones y con paso tambaleante se dirigió a la cocina. —Juanita, mi corazón, mi vida, ¿has vuelto? Abrió la puerta de la cocina. Y vio entonces a un hombre, al que no conocía, que se había puesto un viejo delantal y estaba cocinando junto al fogón. —Bom dia -saludó el desconocido, y sonrió muy amable-. ¿ha dormido bien? El pintor empezó de pronto a temblar de píes a cabeza, se acercó a un sillón y se dejó caer en el mismo. Lanzó un gemido.
MENÚ Sopa de cebollas gratinada Medallones de ternera en salsa de Madeira Tortillas al fuego
4 de septiembre de 1940 Este menú pone en forma a un falsificador de pasaportes Sopa de cebollas gratinada Se corta un buen número de cebollas en delgadas rodajas y se calientan con mantequilla o aceite hasta adquirir un tono pardo claro. Se añade agua caliente -algo más de lo que desea para sopa- y se deja hervir durante cinco minutos, salándose luego, según el gusto de cada uno. Puede utilizarse también caldo de carne. Entretanto, se cortan delgadas rebanadas de pan blanco, que se colocan sobre la sopa, retirada ya del fuego, y se cubren de queso rallado. Se introduce luego la fuente en el horno bien caliente, hasta que el queso forme una capa ligeramente pardusca. Resulta más bonito cuando para cada persona puede utilizarse una pequeña fuente resistente al fuego. Medallones de ternera en salsa de Madeira Se cortan varios bonitos pedazos de filete de ternera, se golpean ligeramente y se asan por unos momentos por ambos lados, de modo que por dentro queden ligeramente rosados. No deben salarse hasta después del asado. Previamente se ha cortado muy finamente media cebolla, cinco almendras y un puñado de setas, calentándose ligeramente con aceite o mantequilla. Después se vierte encima un gran vaso de vino de Madeira y se deja hervir todo durante unos quince minutos, se sazona con sal y pimienta. Esta salsa se vierte encima de los medallones de ternera acabados de asar, añadiendo luego patatas fritas y ensalada verde.
Tortillas al fuego Se cuecen unas cuantas tortillas vulgares, no demasiado delgadas, cuyo tamaño corresponda al plato en que deben servirse, y se cubren con una gruesa capa de azúcar. En la mesa se rocían con un buen chorro de ron y se prende fuego. Se enrollan a continuación las tortillas ardiendo y se gotea con zumo de limón. —Maldito coñac, ya hemos llegado a lo que tanto temía... Thomas Lieven llenó un vaso de vino tinto, se lo alargó al pintor, mientras le apoyaba la otra mano en el hombro. —No se excite, Reynaldo, no se trata aún del delirium tremens..., soy una persona de carne y hueso. Me llamo Jean Leblanc. Tome usted un trago. Y luego a comer... El pintor tomó un trago, se pasó el reverso de la mano por los labios, y preguntó: —¿Qué hace usted en mi cocina? —Preparar una sopa de cebolla y medallones de ternera con salsa de Madeira... —¿Se ha vuelto usted loco? —... como postres, tortillas al fuego. Sé que tiene usted hambre. Y necesita una mano muy segura... —¿Para qué? —Para, después de la comida, falsificar un pasaporte para mí -dijo Thomas, muy amable. Reynaldo se puso en pie y cogió una pesada sartén: —Largo de aquí o le parto el cráneo... —Cálmese, traigo una carta para usted. -Thomas se secó las manos en el delantal, metió la mano derecha en el bolsillo interior de la chaqueta, y sacó un sobre que alargó a Reynaldo. El pintor abrió el sobre, sacó una hoja de papel, la leyó y al cabo de un rato levantó la mirada: —¿De qué conoce a Luis Tamiro? —Nuestros caminos se cruzaron ayer noche en la sala de juego de Estoril. El pequeño y obeso Luis me comunicó ayer noche que un amigo suyo se encontraba en una situación muy delicada, en Madrid. Le robaron su pasaporte. Por este motivo necesita uno nuevo. Y lo más rápidamente
posible. Luis Tamiro me ha dicho que usted era el hombre indicado. Un verdadero artista. Primera clase. Una experiencia de muchos años... —Lo siento, pero ni pensarlo. Esto mismo le he dicho a Juanita. Juanita es mi esposa... —... que le ha abandonado porque no tiene dinero. Luis me lo ha contado todo. No lo lamente. Una mujer que abandona a su marido cuando éste está en la ruina, no merece ser amada. Ya verá usted cómo regresa cuando tenga dinero... —Dinero, ¿de quién? —Entre otras personas, de mí... Reynaldo se pasó la mano por la barba y denegó con un nuevo movimiento de cabeza. Habló como un maestro a un discípulo débil mental. —Oiga usted, estamos en guerra. Sólo se puede imitar un pasaporte cuando se dispone del correspondiente papel con la marca al agua. Y este papel hay que robarlo en cada país respectivo para el cual va destinado el pasaporte... —Todo eso ya lo sé. —Y entonces sabrá que en tiempos de guerra este papel no entra en el país. Por consiguiente, no se pueden falsificar pasaportes... Thomas probó la salsa de Madeira y luego dijo: —Acérquese a la ventana y sobre la repisa verá un regalo para usted. Reynaldo se dirigió a la ventana. —¿Qué es esto? —Cuatro pasaportes caducados con sus sellos correspondientes. De Costa Rica. Le regalo tres, si falsifica el cuarto para mí. El falsificador cogió uno de los pasaportes en su mano, respiró a fondo y luego miró a Thomas con evidente admiración: —¿De dónde ha sacado estos pasaportes? —Los he encontrado. Esta noche. —¿Ha encontrado esta noche cuatro pasaportes de Costa Rica? —No. -¡Ah! —No he encontrado solamente cuatro pasaportes de Costa Rica, sino cuarenta y siete -dijo Thomas Lieven, mientras sacaba la sartén con la sopa de cebolla del horno-. La comida está preparada, Reynaldo. «Qué suerte que esa joven y hermosa cónsul guardara todos esos pasaportes», se dijo Thomas Lieven. «Y aquí, en casa del señor Pereira, en la rua do Poco des Negros
aprenderé cómo se falsifica un pasaporte. Hace poco era el banquero privado más joven de Londres. Ay, qué tiempos, y lo terrible del caso es que no puedo contarles todo esto en el club.»
8 Los cuatro pasaportes estaban abiertos sobre la gran mesa de trabajo, junto a la ventana. Las fotos eran de cuatro ciudadanos de Costa Rica, todos muy diferentes entre sí: un anciano obeso, un joven delgado, uno con gafas y el otro con bigote. Junto a los cuatro pasaportes estaban las cuatro fotografías del comandante Débras, del servicio secreto francés, quien esperaba en Madrid que acudieran rápidamente en su ayuda. El pequeño Luis Tamiro había entregado las fotos a Thomas Lieven en la sala de juego del casino de Estoril. Habían terminado el almuerzo. En su bata blanca, Reynaldo Pereira daba la impresión de ser un celebrado cirujano que se concentraba y de un modo objetivo estudiaba detenidamente su próxima intervención. —Usted conoce personalmente al hombre de Madrid -dijo en voz baja-. Contemple las fotos en los cuatro pasaportes. Lea la descripción personal. Dígame cuál se corresponde mayormente con su amigo. Tomaré el pasaporte que precise de menos cambios. —Éste. -Y Thomas Lieven señaló el segundo pasaporte de la izquierda. El segundo pasaporte de la izquierda respondía al nombre de Rafaelo Puntareras. El pasaporte había sido extendido el 8 de febrero de 1934 y había caducado el 7 de febrero de 1939. Contenía muchos visados y los sellos de muchos puestos fronterizos. Sólo quedaban ya libres muy pocas páginas. Por este motivo, sin duda alguna, el comerciante Puntareras, no lo había mandado prolongar, sino que se había hecho extender uno nuevo por el ahora difunto cónsul Pedro Rodrigues. —La descripción personal se corresponde con la de mi amigo -dijo Thomas-, sólo que él tiene el cabello castaño y los ojos azules. —En este caso hemos de cambiar el color del cabello y el color de los ojos, cambiar las fotos y complementar en la foto de su amigo los sellos, corregir la fecha de extensión del pasaporte y la fecha de su caducidad, y corregiré igualmente las fechas en los visados y puestos fronterizos para que todo se corresponda.
—¿Y el nombre Puntareras? —¿Piensa su amigo de usted permanecer mucho tiempo en Lisboa? —No, desde aquí se trasladará inmediatamente a Dakar. —Entonces no hay necesidad de cambiar el nombre. —Pero necesita el visado de tránsito en Portugal y el visado de entrada en Dakar. —No tiene importancia esto..., tengo todo un armario lleno de timbres y sellos de goma. Seguramente la mayor colección de Europa. No, no, eso no tiene la menor importancia... —¿Y qué es lo que la tendría? —El pasaporte en que hay que cambiarlo todo y que lleva sellos en seco. En este caso habría necesitado dos días. —¿Y para el señor Puntareras? —Tiene usted que tomar en consideración mi estado de ánimo actual, mi desequilibrio, mi desgracia matrimonial..., ¡maldita sea!, pero dentro de unas siete horas lo tendrá usted listo... Más tranquilo y relajado, y silbando dulcemente, Reynaldo Pereira puso manos a la obra. Cogió un punzón de metal cónico metido en un soporte de madera y lo introdujo por el lado de la foto por la primera corcheta hasta dejarlo bien sujeto. Luego, con un cortaplumas, empezó a abrir la parte posterior de la corcheta. —Primero hay que quitar la foto para que no se dañe el sello de goma dijo el maestro. Thomas permanecía inmóvil junto a la ventana. No decía nada para no molestar al maestro en su concentración. Dos corchetas sujetaban la foto de Puntareras al pasaporte. Al cabo de tres cuartos de hora el maestro había abierto las dos. Con sumo cuidado extrajo los dos tubos metálicos con el punzón. Enchufó un hornillo eléctrico, colocó sobre el mismo la tapa de un viejo libro y encima el pasaporte. —Hay que calentarlo unos diez minutos -dijo el maestro-. Nosotros llamamos a esto despertar el pasaporte a nueva vida. El papel se vuelve más blando, más elástico, asimila los líquidos y en todos los sentidos se presta mejor para el trabajo. Después de fumar un cigarrillo, Pereira cogió de nuevo el pasaporte en sus manos. Con unas pinzas cogió una de las puntas de la foto del señor Puntareras, en donde no había ningún selló, y la levantó con sumo cuidado un
milímetro. A continuación humedeció un fino pincel en un botellín que contenía un líquido que olía muy fuerte. Lentamente fue introduciendo el pincel entre la foto y el papel del pasaporte para disolver la goma. Cinco minutos más tarde el maestro separaba la foto del pasaporte y con la pinceta la depositaba sobre una estantería. —Para que no sufra el menor daño. Se sentó de nuevo a la mesa, cerró los ojos y se frotó los dedos. El hombre se concentraba. Seis horas y media más tarde, el maestro emitía un suspiro y exclamaba: —¡Listo! Thomas aplaudió entusiasmado. El maestro se inclinó con mucha dignidad: —Estoy a su servicio para otros trabajos parecidos. Thomas le estrechó la mano. —Yo no estaré aquí para aprovecharme de sus buenos servicios, pero no tema, Reynaldo, le mandaré a una bonita cliente. Estoy seguro de que ustedes dos congeniarán...
9 En la fachada, debajo del pequeño saliente del tejado del quiosco de periódicos, en la praça Dom Pedro IV, se leían las últimas noticias en la pantalla luminosa. Miles de ojos seguían las letras... (United Press) Madrid. Circulan insistentes rumores sobre conversaciones secretas germano-españolas. La Wehrmacht alemana solicita, al parecer, el libre paso por España, para atacar Gibraltar y cerrar la entrada al Mediterráneo. Franco decidido a mantener la neutralidad. El embajador británico previene a Franco contra una decisión unilateral. Demostraciones antibritánicas en Barcelona y en Sevilla... Dos hombres habían tomado asiento en una de las terrazas de un café. Tenían dos vasos de Pernod delante de ellos. Luis Tamiro, el hombrecillo obeso, hojeaba el pasaporte que había sido falsificado aquella misma tarde. Gruñó lleno de admiración: -Excelente labor..., ¡maravilloso! -¿Cuándo sale el avión de usted? -Dentro de dos horas. —Salude de mi parte a Débras. Que venga lo antes posible. Mi barco sale dentro de cinco días. -¡Confiemos que pueda llegar a tiempo! -¿Qué quiere decir con esto? -preguntó Thomas Lieven. Luis Tamiro tiró, preocupado, de su delgado cigarro, brasileño: —Tres «turistas» alemanes siguen los pasos del comandante por Madrid. Él lo sabe. Pero no logra desprenderse de esos individuos. Se llaman Löffler, Weise y Hart. Se alojan en el Palace Hotel, lo mismo que él. Desde que le han quitado el pasaporte al comandante, no puede abandonar Madrid. Los tres alemanes saben quién es, pero no tienen pruebas. Quieren saber lo que hace en Madrid. Y tan pronto abandone Madrid, ofrecerán la ocasión a la policía española para detenerle. —Tiene que liberarse de esos tres... —Sí, pero, ¿cómo? Thomas Lieven fijó una mirada inquisitiva en el hombrecillo. —Dígame, Tamiro, ¿qué profesión tiene usted? El hombrecillo suspiró y luego cortó una mueca: —Criado para todo lo que está prohibido. Trata de blancas, contrabando
de armas. Tenía una joyería en Madrid. Durante la guerra civil la asaltaron y me robaron. Estoy harto. Ahora sólo trabajo contra dinero efectivo, dinero contante y sonante. —¿Y acaso conoce usted en Madrid a otros hombres tan desengañados de la vida? —¡Sí! —¿Y dice usted que todo tiene su precio? Thomas Lieven miró sonriente al hombrecillo. —Dígame, Luis..., entre amigos..., ¿cuánto costaría una pequeña demostración popular? —¿En qué está pensando? Y Thomas Lieven le explicó su plan...
10 —Aaaaah... Con un grito despertó la morena y hermosa cónsul, Estrella Rodrigues, de su profundo sueño, cuando Thomas Lieven, ya muy entrada la noche, entró en su dormitorio. Con mano temblorosa encendió la luz de la lámpara con la pantalla roja. Se llevó una mano al corazón. —Oh, querido, no sabes lo que me has asustado... —Perdona, mi amor, se ha hecho tarde..., he tenido que acompañar al hombre del pasaporte... -Se sentó al borde de la cama y la cogió entre sus brazos. —Bésame... -La mujer se apretujó contra él-. Qué alegría que estés aquí..., que hayas vuelto finalmente... Te he estado esperando... durante infinidad de horas..., me moría de impaciencia... —¿De impaciencia por mí? -preguntó el hombre, halagado. —Por ti también. —¿Qué dices? —Te he estado esperando toda la noche para que me regalaras un poco de dinero y poder ir a Estoril. —Hum... —He llamado al casino. Esta noche todo son onces y los números vecinos. ¿Te lo imaginas? ¡Son mis números! Hubiese ganado una fortuna... —Estrella, mañana te pondré en contacto con un falsificador de primera. Entrégale tus pasaportes y él te pagará una comisión. Está dispuesto a trabajar a medias. —Oh, Jean, eres maravilloso. Thomas entró en el cuarto de baño. Estrella le llamó, cariñosa: —¿Sabes en lo que estaba soñando? Y él desde el cuarto de baño: —No... —Estaba soñando que tú eras alemán... y mi amante. ¡Un alemán! Con lo que yo odio a los alemanes... Creí morirme... Jean, ¿me oyes? —Cada palabra.
—¿Por qué no dices nada? Estrella le oía toser. —De tanto miedo me he tragado medio vaso de agua. —Eres un encanto..., ven, ven rápido al lado de tu cariñosa Estrella... Era ya muy entrada la noche cuando aquella maravillosa mujer, que tanto odiaba a los alemanes, despertó a Thomas Lieven, que reía en sueños. Jean, Jean, ¿qué te pasa? —¿Qué..., cómo...? Oh, nada, un sueño muy divertido... -¿En qué estabas soñando? —En una pequeña y espontánea manifestación popular -dijo, y volvió a reír.
11 Madrid, 5 de septiembre de 1940. Informe confidencial del comisario Felipe Aliado a sus superiores: ¡MUY URGENTE! A las 14.03 horas del día de hoy, he recibido una llamada telefónica del oficial de guardia de la Comisaría del Distrito 14, comunicándome que, ante el edificio de la Embajada británica en la calle Fernando el Santo, núm. 16, se habían congregado unas cincuenta personas que se manifestaban contra el Reino Unido. Al instante me he dirigido, al mando de cinco hombres, a la Embajada, comprobando que los manifestantes eran hombres de clase humilde. A coro, esos hombres lanzaban gritos e insultos contra Inglaterra. Han sido rotos 4 (cuatro) ventanales. Por orden de Su Excelencia el embajador británico, el señor agregado comercial ha salido a la calle para exigir explicaciones a los manifestantes. A mi llegada, me ha informado el señor agregado comercial británico, que estaba muy excitado: «Estos hombres admiten que han sido pagados por agentes alemanes para llevar a cabo esta manifestación.» Mientras la mayoría de los manifestantes emprendían la huida ante la rápida intervención de una sección de la policía, logramos nosotros detener a tres de ellos, que responden a los nombres de: Luis Tamiro, Juan Mereira y Manuel Pasos. Los detenidos han repetido ante mí su declaración de haber sido pagados por agentes alemanes. Han dado los nombres de tales agentes: primero, Helmut Löffler; segundo, Thomas Weise; tercero, Jakob Hart. Los tres se alojan en el Palace Hotel. El señor agregado comercial británico ha insistido en una rápida investigación y ha anunciado una protesta diplomática de su Gobierno. Ateniéndome a las instrucciones recibidas de la superioridad de vigilar la más estricta neutralidad de nuestra nación, me he trasladado inmediatamente al Palace Hotel, en donde he procedido a la detención de los tres turistas alemanes, que han ofrecido resistencia y han tenido que ser conducidos, esposados, a la Comisaría.
Los tres alemanes han negado violentamente, durante el interrogatorio, haber financiado la manifestación. El careo con los otros tres detenidos no ha redundado en nada positivo, por lo cual he puesto a estos tres últimos en libertad. Nuestro servicio secreto conoce a los tres alemanes. Sé trata, en efecto, de agentes del Abwehr alemán, y, claro está, cabe atribuirles una acción como la antes mentada. Los tres alemanes continúan retenidos en mis dependencias. Ruego una decisión rápida con respecto al destino de los mismos, dado que el señor agregado comercial británico se informa telefónicamente cada hora sobre las medidas que pensamos tomar contra ellos. Firmado: Felipe Aliado, comisario.
12 Un puño alemán pegó con todas sus fuerzas sobre una mesa de encina alemana. La mesa escritorio estaba situada en una habitación de una casa en Tirpitz Ufer, en Berlín. El puño era el del almirante Canaris. Estaba sentado detrás de la mesa escritorio. Y enfrente de él estaba el comandante Fritz Loos, de Colonia. El rostro del comandante estaba muy pálido. El rostro del almirante estaba muy rojo. El comandante estaba muy silencioso. El almirante muy violento: —¡Esto es el colmo, comandante! Tres de nuestros, hombres han sido expulsados de España. ¡Protesta del Gobierno inglés! La Prensa enemiga explota debidamente el incidente. ¡Y su querido Lieven se ríe de lo lindo en Lisboa! —Mi almirante, de veras que no comprendo lo que ese individuo tenga que ver con todo esto. —Mientras nuestros hombres estaban detenidos, el comandante Débras abandonó Madrid -dijo Canaris, muy amargado-. Sin duda alguna con un pasaporte falso. Y ha llegado sano y salvo a Lisboa. ¿Y sabe usted a quién abrazó y besó públicamente, en las mejillas, en la sala de juego de Estoril? ¡A su amigo de usted Lieven! ¿Y sabe con quién cenó a continuación? ¡Con su amigo de usted Lieven! —No... Oh, Dios... ¡Eso no puede ser! —Así fue. Nuestros hombres fueron testigos de esta conmovedora escena. ¿Y qué podían hacer? ¡Nada! El comandante Loos notaba unas extrañas agujetas en todo el cuerpo. «¡Ese perro, ese maldito perro llamado Thomas Lieven! ¿Por qué en aquella ocasión lo sacaría yo de la cárcel de la Gestapo?» Y usted le pagó a ese Lieven diez mil dólares por una relación en la que sólo figuran personas difuntas... ¡Fue encargado usted de traernos a ese hombre a presencia nuestra! —Portugal es un país neutral... —¡Da lo mismo! ¡Esto es el colmo! ¡Quiero ver a ese señor Lieven aquí! ¡En esta habitación! ¡Y vivo! ¿Entendido?
—Sí, señor.
13 6 de septiembre de 1940. 18.47 horas. El servicio de escucha del Secret Service informó a su jefe, M 15, en Londres: «Desde las 15.15 horas viva comunicación entre Abwehr en Berlín y la Embajada alemana en Lisboa. El texto no ha sido puesto en clave, pero su contenido parece dispuesto para llamar a engaño. Berlín se dirige al agregado comercial en Lisboa, ordenándole que el «comerciante Jonás» regrese lo más pronto a la patria. Sin duda alguna, se trata de una gran acción de secuestro. «El comerciante Jonás» debe ser una personalidad que es del mayor interés para el Abwehr de Berlín...»
14 6 de septiembre de 1940. 22.30 horas. En la Casa Senhora de Fatima, la confortable residencia del servicio de información de la Embajada alemana en Lisboa, se celebraba una conferencia. El jefe del servicio de información había mandado salir a su encantadora amiga, la bailarina Dolores, una mujer de cabello castaño y piernas largas. Y allí se hallaban reunidos, tomando unas copas de champaña: el anfitrión, el agregado naval y el agregado aéreo de la Embajada alemana. Estos dos últimos habían dado permiso por aquella noche a sus respectivas amigas. El jefe del servicio de información fue el primero en tomar la palabra: —Caballeros, el tiempo urge. Berlín quiere a Lieven... lo antes posible. Les ruego expongan sus planes. El agregado aéreo: —Propongo narcotizar al hombre y llevarle en avión a Madrid. Desde allí, en avión correo, a Berlín. —Soy contrario a esta forma de proceder -dijo el agregado naval-. Acabamos de sufrir una «pana» en Madrid. Sabemos que los agentes ingleses y americanos pululan por el aeropuerto. Sabemos que todos los pasajeros son fotografiados. No podemos exponernos a un nuevo incidente diplomático en Madrid. —Soy de la misma opinión -asintió el jefe del servicio de información. El agregado naval: —Por consiguiente, señores, propongo se le saque de aquí en un submarino. Propongo establecer inmediatamente contacto con Werner en Madrid. Werner colabora con el comandante en jefe de los submarinos y siempre sabe dónde están las diferentes unidades. Puede solicitar la presencia de un submarino rápido en aguas extraterritoriales de Portugal. —¿Y cómo llevar al comerciante Jonás hasta el submarino? —En una barca de pesca. —¿Y cómo le metemos en la barca de pesca? —Tengo un plan. Y el agregado naval expuso su plan.
15 Un anciano paseaba por el restaurante del aeropuerto vendiendo muñecas típicas, muñecas grandes y muñecas pequeñas. Pero el hombre no estaba de suerte. Era ya casi medianoche de aquel 8 de septiembre de 1940, y sólo dos docenas de cansados pasajeros esperaban la partida de su avión. El anciano se acercó a una mesa, junto a una ventana. Allí estaban sentados dos hombres que tomaban whisky. —Muñecas típicas..., gitanas, españolas, portuguesas... —No, gracias -contestó Thomas Lieven. —Mercancía de antes de la guerra. —A pesar de ello, no, gracias -dijo el comandante Débras, que en aquellos momentos se hacía llamar Rafaelo Puntareras. El anciano prosiguió su camino. En la pista, iluminado por los reflectores, estaba el avión que había de llevar a Débras de Lisboa a Dakar. Estaban repostando el aparato. El comandante miró con expresión sentimental a Thomas Lieven: —Nunca olvidaré lo que usted ha hecho por mí. —¡No se hable más de ello! -dijo Thomas en voz alta. Y para sí: «Cuando compruebes que la lista de tus agentes secretos ha sido falsificada, ¡a buen seguro que no te olvidarás nunca más de mí!» —Ha salvado usted las listas para mí..., y, además, me ha sacado de Madrid. «Esto es verdad -se dijo Thomas-. Y tal vez por ello algún día llegues a perdonar mi engaño.» —¿Dónde están las listas? El comandante le guiñó un ojo: —He seguido su ejemplo y he trabado amistad con una azafata. Ella lleva las listas en su equipaje. —Atención, por favor -dijo la voz por el altavoz-, Pan American Wold Airways ruega a todos sus pasajeros en el vuelo 324 con destino a Dakar, tengan la bondad de pasar por el control de policía y Aduana. Señoras y señores, les deseamos un agradable vuelo. Débras terminó el contenido de su vaso y se puso en pie.
—Va en serio, amigo. Una vez más muchas gracias y hasta la vista. —Salude de mi parte, muy cordialmente, a madame Josefina Baker -dijo Thomas Lieven-. Y, mucha suerte, comandante, puesto que nunca más nos volveremos a ver. —¿Quién lo sabe? Thomas denegó con un movimiento de cabeza. —Pasado mañana sale mi barco para América del Sur. Nunca más regresaré a Europa. -Y dejó que, una vez más, el comandante le abrazara y le besara en ambas mejillas. Poco después le vio salir a la pista. Thomas le saludó con un movimiento de la mano y también Débras respondió al saludo hasta desaparecer en el interior del avión. Thomas encargó otro whisky. Cuando el avión se dirigió a la pista de despegue, se sintió, de pronto, muy solo. Pagó la consumición, se puso en pie y se dirigió a la salida. En la plaza delante del aeropuerto estaba oscuro. Ardían pocas lámparas. Un gran coche se detuvo delante de Thomas. —¿Taxi, señor? -preguntó el chófer, asomando la cabeza por la ventanilla. No se veía a nadie por allí cerca. —Sí -dijo Thomas, con expresión ausente. El chófer bajó del coche, abrió la puertezuela y se inclinó. En aquel momento se percató Thomas Lieven de que había algo en aquel coche que no le gustaba. Dio media vuelta, pero era ya demasiado tarde. El chófer le pegó con la punta de los pies en los tobillos. Thomas cayó hacia adelante. Al instante le apresaron cuatro fuertes manos, que le obligaron a entrar en el interior del coche. Oyó cómo cerraban la portezuela. El chófer se sentó al volante y emprendió una carrera de locura. Presionaron contra la cara de Thomas Lieven un paño que olía de un modo dulzón. «Cloroformo», se dijo. Oyó todavía una voz con acento hamburgués, que decía: —Magnífico, y ahora al muelle. La sangre comenzó a latir muy fuerte en las sienes de Thomas Lieven, oía el doblar de campanas en sus oídos, y rápidamente se sumió en un profundo sueño...
16 Lentamente, nuestro amigo fue recuperando el conocimiento. Su cráneo retumbaba. Se sentía mareado, tenía un frío intenso. Y se decía: «Los muertos no tienen sensaciones de ninguna clase. Los muertos no sufren de dolores de cabeza y tampoco tienen frío. Por consiguiente: todavía estoy con vida.» Muy precavidamente abrió Thomas el ojo derecho. Estaba tendido en la popa de una barca pesquera que olía muy mal. El motor zumbaba de un modo nervioso. Manejaba el timón un pequeño y arrugado portugués, que llevaba puesta una chaqueta de piel y una gorra de visera. Sostenía una pequeña pipa apagada entre los dientes. A lo lejos se veían subir y bajar las luces de la costa. La mar estaba movida. La barca enfilaba hacia la mar abierta. Con un suspiro, abrió Thomas también el ojo izquierdo. En el banco, a su lado, se sentaban dos individuos. Los dos llevaban abrigos de piel negra y presentaban expresiones muy sombrías. Y los dos sostenían revólveres en sus manos, grandes y feas. Thomas Lieven se incorporó a medias e hizo un esfuerzo para hablar: —Buenas noches, caballeros. En el aeropuerto no tuve ocasión de saludarles. ¡Pero la culpa es de ustedes! No hubiesen debido dejarme sin sentido y cloroformizarme de un modo tan rápido. El primero de los individuos habló con acusado acento hamburgués: —Le prevengo, Thomas Lieven. ¡El menor intento de huida y se la largo! El segundo individuo habló con acusado acento sajón: —Ha terminado su juego, señor Lieven. Vamos camino de regreso a la patria. Thomas preguntó, interesado: —¿Es usted oriundo de Dresde? —Cheerio! -respondió Thomas, y tomó un sorbo muy largo. «Por fin lograré eliminar ese repugnante gusto a cloroformo en la garganta», se dijo. Desde fuera llegaban unos violentos gritos. —¿Quiénes son?
—Nuestro timonel y el suyo. Una conversación entre expertos sobre la cuestión de la responsabilidad -replicó él desconocido, que llevaba un traje azul impecable y gafas con montura de concha-. Desde luego, la culpa la tuvo el timonel de usted. No se navega sin luces de posición. ¿Un poco más de hielo? —Gracias, no. ¿Y dónde están mis dos... acompañantes? —Bajo cubierta. Supongo que le alegrará saber que están a salvo. «Será mejor coger, ya desde un principio, al toro por los cuernos», se dijo Thomas. —Le agradezco que me haya salvado de la muerte. Y no me refiero a la muerte ahogado en el mar. —¡A su salud, comerciante Jonás! —¿Decía usted? —Para nosotros es usted el comerciante Jonás. En realidad, no sabemos todavía cómo se llama. -«Gracias a Dios», se dijo Thomas-. Y lo más probable es que no nos lo diga usted... —Desde luego que no... «Vaya suerte haber depositado todos mis papeles en la caja fuerte de la hermosa cónsul Estrella. Durante todo el tiempo no he logrado liberarme del presentimiento de que iba a sucederme una cosa así.» —Le comprendo perfectamente. Y comprendo también que sólo hablará usted con los más altos jefes. ¡Un hombre como usted! ¡Una persona muy importante! —¿Que yo soy una persona muy importante? —Mire usted, si el Abwehr alemán intenta sacarle a usted de Portugal en un submarino, tiene que serlo. ¡No puede imaginarse todo lo acaecido durante estas últimas cuarenta y ocho horas por su causa! Esos preparativos. ¡Monstruoso! Abwehr, Berlín... Abwehr, Lisboa. ¡Submarino en el punto de destino 135 Z! Los alemanes nunca habían mandado tantos telegramas como estos últimos días. Comerciante Jonás..., comerciante Jonás..., comerciante Jonás ha de ser trasladado a toda costa a Berlín... ¿Y niega aún ser un personaje importante? No sea ridículo. ¿Deseaba algo, comerciante Jonás? —¿Podría..., podría servirme un poco más de whisky? Le sirvieron otro whisky doble a Thomas Lieven. El caballero de las gafas de concha se preparó otro para él y dijo en voz alta: —¡Por los cinco mil dólares, Baby Ruth puede muy bien servirnos otra botella!
—¿Baby Ruth? ¿Cinco mil dólares? El caballero rió divertido. —Comerciante Jonás, ¿no ha comprendido aún que está hablando con un agente del Secret Service? —Sí, eso lo he comprendido. —Llámeme usted Roger. Desde luego, no me llamo así. Pero un nombre falso vale tanto como cualquier otro..., ¿no le parece? «Dios santo, ya volvemos a las andadas -se dijo Thomas LievenCuidado, he de tener mucho cuidado. He logrado escapar de los alemanes. Pero ahora he de liberarme de los ingleses. He de ganar tiempo. Meditar. Ser muy prudente.» —Está usted en lo cierto, señor Roger. Repito mi pregunta: ¿Baby Ruth? ¿Cinco mil dólares? —Comerciante Jonás, cuando nosotros, y por «nosotros» me refiero a los muchachos del servicio de información británico en Lisboa, comprobamos el histérico intercambio de mensajes alemán, informamos al instante al M 15 en Londres... —¿Quién es el M 15? —El jefe de nuestro servicio de contraespionaje. —Ajá -comentó Thomas. Y se dijo: «Dios santo, qué alegría si de una vez para siempre pudiera abandonar este continente tan peligroso; aquí nos jugamos la vida a cada momento que pasa.» —Y M 15 telegrafió: «¡Carta blanca!» —Comprendo. —Reaccionamos con la velocidad del rayo. —Comprendo. —... ¡El comerciante Jonás no había de caer en manos de los nazis! Ja, ja, ja... ¿Otro whisky a la salud de Baby Ruth? —Dígame ya de una vez quién es esa Baby Ruth... —La señora Ruth Woodhouse, sesenta y cinco años de edad. Ha sobrevivido a dos ataques de apoplejía y cinco maridos... —¡Un récord! —¿No recuerda los aceros Woodhouse? ¿Los carros de combate Woodhouse? ¿Las ametralladoras Woodhouse? ¡Una de las dinastías americanas más antiguas en la fabricación de armamentos! ¿Nunca ha oído hablar de ellos? —Temo que no.
—Yo diría que es un fallo en su educación. —Usted la acababa de completar. Gracias. —Ha sido un placer. Bien, el yate es propiedad de esa dama. Por el momento pasa temporada en Lisboa. Cuando averiguamos lo del submarino, hablamos con ella. Al instante puso su yate a nuestra disposición por cinco mil dólares. -El hombre que se hacía llamar Roger se acercó de nuevo al bar-. Todo salió a pedir de boca, comerciante Jonás. «Eso mismo me han dicho ya una vez esta noche», se dijo Thomas Lieven. Y añadió muy cortés, en voz alta: —Organización británica. Roger se adentró por las reservas alcohólicas de la millonaria americana como un lobo por entre un rebaño de corderos. —Seguimos cada uno de sus pasos, comerciante Jonás -dijo el hombre muy divertido-. ¡No le hemos perdido de vista un solo instante! Yo estaba al acecho aquí, en el punto de destino 135 Z. Me comunicaron por radio que los alemanes le habían atacado y secuestrado al salir del campo de aviación. Me comunicaron, igualmente, que la barca de pesca se había hecho a la mar. Ja, ja, ja... —¿Y qué ocurrirá ahora? —Todo saldrá a pedir de boca... Presentaremos denuncia contra el portugués... ¡Él tiene la culpa del incidente! Hemos mandado ya una información previa por radio. De un momento a otro hará acto de presencia aquí una lancha patrullera que se hará cargo del portugués y de los dos alemanes. —¿Y ustedes? —Nada. Ya habíamos informado previamente que teníamos la intención de darnos una vuelta por aquí. —¿Y yo? —Tengo orden de llevarle, bajo mi responsabilidad, a la villa del servicio de información británico en Lisboa. ¿O prefiere acompañar a sus amigos alemanes? —En modo alguno, señor Roger, en modo alguno... -dijo Thomas Lieven. Y sonrió, mientras se preguntaba: «¿Es todavía agua de mar lo que tengo en la frente o son ya gotas de sudor?»
18 Los alemanes habían sacado a Thomas Lieven de Lisboa en una vieja limusina; los ingleses lo devolvieron a Lisboa en un Rolls-Royce. Noblesse oblige. Se hallaba sentado en el asiento posterior, envuelto en un batín de seda azul, que llevaba bordado un dragón en rojo, y calzaba unas babuchas del mismo color. No habían encontrado otra cosa más apropiada en el guardarropa del Baby Ruth. El traje y la ropa interior de Thomas, completamente mojados, estaban sobre el asiento delantero al lado del chófer. Junto a Thomas se sentaba Roger con una metralleta sobre las rodillas. Habló en voz baja: —No tema usted, comerciante Jonás, no le sucederá nada. El coche está acorazado, los cristales son resistentes a las balas. ¡No pueden disparar hacia dentro! —¿Y podría usted, en un caso dado, disparar hacia fuera? -preguntó Thomas. Pero el inglés no respondió. Cruzaron por el elegante balneario de Estoril, que estaba muy silencioso, y continuaron en dirección este, hacia una gloriosa salida del sol. El cielo y el mar relucían en un bonito color madreperla. En el puerto había anclados muchos barcos. «Hoy es el 9 de septiembre -se dijo Thomas Lieven-. Mañana parte el General Carmona para América del Sur. ¿Dios santo, podré embarcar aún?» La elegante villa del servicio de información inglés estaba enclavada en el centro de un gran parque de palmeras. Estaba decorada al estilo árabe y era propiedad de un prestamista llamado Álvarez, que poseía otras dos villas parecidas a la primera. La segunda la tenía alquilada al jefe del servicio de información de la Embajada alemana, y, la tercera, al jefe del servicio de información de la Embajada americana... Casa do Sul, se leía en grandes letras doradas sobre la entrada de la villa de los ingleses. Un mayordomo con pantalones a franjas y chaleco de terciopelo verde abrió la pesada puerta de hierro forjado. El hombre enarcó las cejas y saludó con una inclinación de cabeza a Thomas. Luego cerró la
puerta y precedió a los dos caballeros por un gran vestíbulo, con una chimenea y unas grandes escalinatas, en donde colgaban los retratos de los antepasados del señor Álvarez, hasta la biblioteca. En ésta les esperaba, ante una colorida estantería llena de libros, un caballero, ya de cierta edad, que tenía un aspecto británico tan digno como sólo vemos ya en las revistas de moda masculina inglesa. Aquella elegancia tan cuidada; el traje de franela azul oscuro, que le sentaba impecablemente; el cuidado bigote de oficial de colonias y el porte tan firme, despertaron, involuntariamente, la admiración de Thomas Lieven. —Misión cumplida, señor -le dijo Roger. —Buen trabajo, Jack -dijo el caballero del traje azul oscuro, mientras estrechaba la mano de Thomas-. Buenos días, comerciante Jonás. Bien venido a territorio británico. Le estaba esperando con impaciencia. ¿Un whisky para superar el susto? —No suelo beber nunca antes del desayuno, señor. —Comprendo. Un hombre de principios. Me gusta así. Me gusta mucho. -El hombre del traje azul oscuro se volvió a Roger-. Vaya a ver a Charly y que establezca comunicación con M 15. Clave Cicerón. Informe: El sol sale por el oeste. —Sí, señor. -Y Roger desapareció. El caballero del traje azul oscuro le dijo a Thomas: —Llámeme usted Shakespeare, comerciante Jonás. —Sí, señor Shakespeare. ¿Por qué no? En Francia había conocido a un instructor que se hacía llamar Júpiter... «Si eso ha de divertiros...» —Usted es francés, comerciante Jonás, ¿verdad? —Eh..., sí. —¡Me lo dije al instante! Tengo una mirada para estas cosas... Un conocimiento de las personas que no me engaña nunca. Vive la France, monsieur. —Gracias, señor Shakespeare. —Monsieur Jonás, ¿ cómo se llama usted en realidad? «Si se lo digo, nunca podré embarcar», se dijo Thomas, y por ello respondió: —Lo siento de veras, pero mi situación es demasiado crítica. He de ocultar mi verdadera identidad. —Monsieur, le doy mi palabra de honor de trasladarle a usted a Londres
siempre que así lo desee y si se declara dispuesto a trabajar por nuestro país. ¡Le hemos salvado a usted de las garras de los nazis; no lo olvide! «Vaya vida», se dijo Thomas Lieven. —Estoy agotado, señor Shakespeare. Yo..., yo no puedo más. Antes de poder decidir en un sentido u otro he de poder dormir un poco. —Desde luego, desde luego, monsieur. Tenemos preparada ya la habitación de los invitados para usted. Considérese usted como mi invitado. Media hora más tarde se tumbaba Thomas Lieven en una cómoda y blanca cama, en una silenciosa y confortable habitación. El sol había salido y en el parque cantaban muchos pájaros. La puerta había sido cerrada desde fuera. «La hospitalidad inglesa alabada en todo el mundo -se dijo Thomas Lieven-. De veras que no hay nada que pueda superarla...»
19 —Atención, al oír el gong serán las ocho en punto... Buenos días, señoras y señores. Radio Lisboa transmite su segundo programa de noticias. Londres: Durante la noche pasada potentes concentraciones de la Luftwaffe alemana han continuado sus ataques concéntricos contra la capital inglesa... Con la respiración entrecortada, frotándose continuamente las manos, corría casi la hermosa cónsul Estrella Rodrigues de un lado al otro de su dormitorio. Aparecía agotada. Su labio superior ligeramente salido temblaba ligeramente. Estrella estaba a punto de sufrir una crisis nerviosa. No había logrado conciliar el sueño durante un solo minuto la noche pasada y había vivido unas horas terribles. Jean, su amado Jean, no había regresado a casa. Sabía que había acompañado a aquel misterioso amigo suyo, a aquel comandante francés, al aeropuerto. Había telefoneado al aeropuerto. Pero allí nadie conocía a un tal señor Jean Leblanc. Mentalmente, Estrella imaginaba cómo secuestraban a su amado, cómo los alemanes lo atormentaban y lo mataban. El pecho de Estrella se alzaba y bajaba por las emociones que la dominaban en aquellos momentos. De pronto, recordó que la radio seguía enchufada. Se detuvo y escuchó atentamente la voz del locutor: —... ha chocado a primera hora del día de hoy el yate americano Baby Ruth con una barca de pesca portuguesa en los límites de la zona de las tres millas. La barca portuguesa ha sido hundida. Los tripulantes del yate han subido a bordo a todos los náufragos. Al mismo tiempo nuestros patrulleros avistaron cerca del lugar del incidente a un submarino que inmediatamente se sumergió y emprendió la huida... »El capitán Edward Marks, comandante del Baby Ruth, ha presentado denuncia contra el timonel de la barca pesquera por navegación imprudente. Los tres pasajeros de la barca de pesca, dos alemanes y un francés... ¡Estrella lanzó un grito! —... Se han negado a prestar declaración. Se sospecha que se trata de un fracasado intento de secuestro en el que intervenían por lo menos dos servicios secretos extranjeros. Han sido iniciadas investigaciones. El Baby
Ruth ha sido retenido en el puerto. Es propiedad de la millonaria americana Ruth Woodhouse que, desde hace algún tiempo, reside en el hotel Aviz. Han oído ustedes las últimas informaciones. Previsión meteorológica para hoy y mañana... La cónsul despertó de su aturdimiento. Cerró la radio. Se vistió a toda prisa. Jean... Su presentimiento no la había engañado. Había sucedido algo terrible, horrendo. ¿Cómo se llamaba la millonaria? Woodhouse, Ruth Woodhouse. Y residía en el hotel Aviz.
20 Enarcando las pobladas y blancas cejas, penetró el mayordomo en la biblioteca de la lujosa Casa do Sul. Su voz sonó muy clara cuando le anunció al jefe del servicio de información británico en Portugal: —Acaba de llegar la señora Rodrigues, señor. El hombre que se hacía llamar Shakespeare se levantó con increíble agilidad. Con paso elástico salió al encuentro de la cónsul, que llevaba un vestido de hilo blanco muy ajustado, pintado a mano con pájaros y flores de varios colores y demasiado maquillaje. Daba la impresión de un animal noble acorralado. Shakespeare le besó la mano. El mayordomo se retiró. El jefe del servicio de información británico ofreció asiento a Estrella. Con la respiración entrecortada, muy inquieta y muy emocionada, la mujer se dejó caer en un mullido sillón. Estaba tan excitada que no sabía qué decir..., un fenómeno muy poco frecuente. Muy compasivo y comprensivo dijo el hombre, que gustaba de usar el nombre del más grande poeta inglés: —Acabo de telefonear hace una media hora a la señora Woodhouse. Sé que usted ha ido a verla, señora... Estrella asintió en silencio. —... La señora Woodhouse es una..., hum..., una muy buena amiga nuestra. Me ha dicho que estaba usted preocupada por un..., hum..., muy buen amigo de usted... Estrella nunca tuvo la menor sospecha de lo que hacía cuando pronunció las siguientes palabras: —Estoy tan preocupada por Jean, Dios mío, mi pobre y desgraciado Jean... —Jean? —Jean Leblanc..., un francés. Ha desaparecido desde ayer noche... Estoy medio muerta de miedo. ¿Podría usted ayudarme..., sabe usted algo de él? ¡Dígame la verdad, se lo suplico! Shakespeare movió la cabeza con gesto significativo. —¡Usted me oculta algo! -casi gritó la cónsul-. Lo presiento. Lo sé. Sea
compasivo, señor, hable usted. ¿Ha caído mi pobre Jean en manos de esos miserables hunos? ¿Ha muerto? Shakespeare levantó una mano que era delgada, noble y blanca como la leche. —No, mi muy apreciada señora, no. Creo tener buenas noticias para usted... —¿De veras, Santa Virgen de Bilbao; de verdad? —Quiere la casualidad que hace unas horas nos haya visitado un caballero que muy bien podría ser el que anda usted buscando... —¡Oh, Dios; oh, Dios; oh, Dios! —El mayordomo ha ido a despertarle. -Llamaron a la puerta-. Ya está aquí... ¡Adelante! Se abrió la puerta. Hizo acto de presencia el engreído mayordomo y entró Thomas Lieven en la biblioteca, en babuchas y con el batín que habían encontrado a bordo del Baby Ruth. —¡Jean! El grito de Estrella rasgó el aire. Corrió al encuentro de su amado, se arrojó entre sus brazos, le abrazó y le besó apasionadamente. —Oh, Jean, Jean...; mi amor, mi único... Soy la mujer más dichosa del mundo... Shakespeare se inclinó con un comprensible movimiento de cabeza. —Le dejo a solas con la señora -declaró muy decente-. Hasta luego, monsieur Leblanc. Thomas Lieven cerró los ojos. Mientras los besos de Estrella cubrían su cara como el granizo, se dijo desesperado: «¡Todo ha terminado! ¡Fin! No hay escapatoria posible. Adiós hermosa libertad. Adiós General Carmona. Hasta nunca, hermosa América del Sur...»
21 El telegrafista Charley había ocupado su puesto en el ático de la Casa do Sul, desde cuya ventana se veían las bonitas palmeras. El telegrafista Charley se estaba limpiando las uñas cuando entró Shakespeare. —Rápido, con M 15... Muy urgente: Nombre auténtico del comerciante Jonás es Jean Leblanc, stop. Esperamos instrucciones... Charley puso el mensaje en clave, conectó, el aparato y empezó a transmitir. Mientras, Shakespeare se había dejado caer en un sillón delante de un gran altavoz y bajado una de las siete palancas, encima de la cual había un pequeño letrero que decía:
MICRÓFONO BIBLIOTECA
Oyó unos ruidos y luego Shakespeare escuchó el siguiente diálogo entre Thomas y la hermosa Estrella: —... Pero, ¿por qué te he puesto en peligro, querido? ¿Por qué? —¡No debiste haber venido aquí! —Pero si estaba medio loca de miedo... Creía ya que me iba a morir... —¡Nunca debiste decir mi nombre! (Shakespeare esbozó una maliciosa sonrisa.) —¿Por qué no? ¿Por qué no? —¡Nadie debe conocer mi verdadero nombre! —Pero si eres francés... y amigo de los ingleses... un aliado... —A pesar de todo. Ahora, calla... Se oyeron unos pasos. —...no cabe la menor duda de que por aquí debe haber uno de esos trastos... Ah, sí, aquí está, debajo de la mesa... Por el altavoz se oyó un agudo silbido, luego un estallido muy fuerte y el silencio; la comunicación había sido cortada. Shakespeare dijo lleno de admiración:
—Un tipo muy astuto. ¡Ha descubierto el micrófono y lo ha arrancado! Pocos minutos más tarde vio cómo el telegrafista escribía a mano el mensaje que iba recibiendo: —¿La respuesta de M 15, ya? Charley asintió. Descifró el mensaje procedente de Londres. Su juvenil rostro cambió de color. Muy pálido, exclamó: —¡Dios Todopoderoso! —¿Qué ocurre? Shakespeare le arrancó la hoja de papel de la mano y leyó: «De M 15 a Shakespeare, Lisboa. Supuesto Jean Leblanc se llama en realidad Thomas Lieven y es agente alemán del Abwehr. Nos ha llamado a engaño con falsas listas de agentes franceses. Reténgale a toda costa. Agente especial sale en avión correo. Sigan sus instrucciones. Fin.» Shakespeare lanzó una fuerte maldición, arrojó el papel al suelo y salió corriendo del ático. Bajó rápidamente las escaleras que conducían a la biblioteca.
MENÚ Champiñones en toast * Lecso a la húngara Peras frescas con queso
9 de septiembre de 1910 Thomas Lieven cocina a la húngara. Al mismo tiempo se le ocurre una idea salvadora Champiñones en toast Se toman champiñones pequeños pero sólidos, se lavan, se eliminan las impurezas que puedan contener y se cortan en forma de hojas. Después se cuecen ligeramente con mantequilla, se añade sal y pimienta y se amontonan sobre pequeñas rebanadas de pan blanco, tostadas por ambos lados con
mantequilla, hasta tomar un color amarillo. Se gotean con zumo de limón y se dispone encima algo de perejil, finamente picado, y se sirve a la mesa en platos previamente calentados. Es de muy buen gusto, hervir con las setas algo de cebolla escalonia finamente picada, después nata dulce o ácida, se cubren las tostadas terminadas con queso rallado y se colocan por corto tiempo en el horno. Observación: Thomas Lieven se ha decidido por la primera fórmula, pues antes del fuerte plato principal quiere ofrecer solamente un apetitoso bocado. Lecso a la húngara Se corta medio kilo de cebollas en rodajas, 100 gramos de tocino y salchichón con ajo, en pequeños cubitos, y medio kilo de carne de cordero en pedazos más grandes. Se quitan las semillas de dos libras de pimientos verdes, se cortan en tiras del largo y ancho del dedo y se quita la piel de medio kilo de tomates. Se fríen cebollas, tocino y salchichón, todo junto, se añade después la carne, que se asa por todos lados. Se añaden luego las tiras de pimiento y algo después los tomates. Todo este conjunto debe hervir, con la tapa puesta, lentamente, a fuego reducido, hasta quedar todo bien blando. Media hora antes de servirse a la mesa se añade media taza de arroz, que debe servir solamente para ligar la salsa. Si se utiliza demasiado arroz se obtiene entonces una papilla. Se echa sal y pimienta. Con el lecso se sirve pan blanco cortado. Peras frescas con queso Se toman varias peras maduras fuertes pero sabrosas, sirviéndose, a la vez, un queso graso, no demasiado fuerte. Están muy indicados el Garvais o Bel Paese. Se pela en la mesa una pera, se corta en pedacitos pequeños y se adorna cada pedazo con un trocito de queso. Esta combinación de fruta fresca con queso es un final especialmente agradable y apetitoso después de una comida pesada y picante. En el vestíbulo se enfrentó con un espectáculo sorprendente. Tanto la pesada puerta de entrada, de hierro forjado, como la puerta que daba a la biblioteca estaban abiertas de par en par. Y sobre la maravillosa alfombra oriental estaba tendido un hombre..., el distinguido y engreído mayordomo.
Shakespeare entró corriendo en la biblioteca. Estaba vacía. Todavía se percibía algo de perfume. Shakespeare salió corriendo al parque. Vio en aquel momento cómo emprendía rauda marcha un taxi que se había detenido a la puerta del parque. Shakespeare entró de nuevo velozmente en la casa. El distinguido mayordomo acababa de recobrar el conocimiento. Se sentaba sobre la alfombra y se hacía masaje en el cuello. —¿Qué ha sucedido? —Ese hombre es un maestro en jiu-jitsu. Le vi salir de la biblioteca en compañía de la dama. Salí a su encuentro para retenerle... y entonces todo sucedió con velocidad de vértigo... Volé por los aires... Perdí el conocimiento, señor...
22 El teléfono hacía ya rato que repiqueteaba sin cesar... En babuchas y batín salió Thomas Lieven del dormitorio de Estrella. El chófer del taxi y numerosos transeúntes se habían extrañado tanto del atuendo de Thomas como la doncella de la cónsul, pero esto le importaba muy poco en aquellos momentos a Thomas Lieven, que durante toda su vida se había vestido con suma elegancia. ¡Ahora todo le importaba un comino! ¡Su vida estaba en juego! Cogió el auricular y preguntó: —¿Quiénes? Sonrió aliviado al reconocer la voz. Era la voz de un amigo, el único amigo que tenía. —Leblanc, soy Lindner... —Gracias a Dios, Lindner, precisamente iba a llamarle a usted. ¿Dónde está? —En el hotel. Escuche, Leblanc, hace ya horas que estoy intentando dar con usted. —Sí, sí, le creo. He tenido una experiencia muy desagradable..., varias experiencias desagradables... Lindner, tiene que ayudarme usted... He de mantenerme oculto hasta que parta nuestro barco... —¡Leblanc! —... no debe verme nadie, yo... —¡Leblanc! Leblanc, déjeme hablar ya de una vez... —Dígame... —Nuestro barco no sale... Thomas se dejó caer en un sofá. Detrás de él apareció la cónsul, que se llevó, asustada, el pequeño puño ante la boca. —¿Qué me dice usted? -gimió Thomas. —¡Que nuestro barco no sale! El sudor comenzó a perlar la frente de Thomas. —¿Qué ha sucedido? La voz del banquero vienés sonaba histérica:
—Hace ya tres días me dominaba un mal presentimiento. La compañía naviera me daba largas... Yo no le había dicho nada a usted para no inquietarle..., pero hoy he obtenido la certeza... Nuestro barco ha sido hundido por los alemanes... Thomas cerró los ojos. —¿Qué es..., qué sucede? -preguntó Estrella, alarmada. Thomas gimió una vez más al micrófono: —¿Y otro... barco? —¡Imposible! Tienen todo el pasaje vendido con muchos meses de antelación. No debemos llamarnos a engaño, estamos clavados en Lisboa... Oiga..., Leblanc, ¿me ha oído usted? —Cada una de sus palabras -dijo Thomas Lieven-. Lindner, me pondré en contacto con usted. Mucha suerte..., si no es demasiado pedir en estas circunstancias... Colgó el auricular y hundió el rostro entre sus manos. De pronto percibió de nuevo el olor a cloroformo. Se sentía mareado. Terriblemente cansado. —Y ahora, ¿qué? Había caído en la trampa. Ahora no podía confiar ya en escapar de todos ellos: los alemanes, los franceses, los ingleses... A todos los había engañado. —¡Jean..., Jean! -La voz de la hermosa cónsul llegó hasta él. Levantó la mirada. La mujer estaba de rodillas ante él y temblaba de pies a cabeza. —¡Habla..., di algo! ¡Cuéntale a tu pobre Estrella todo lo que ha sucedido! El hombre la miró en silencio. Luego se iluminó su rostro y dijo muy amable: —Dale permiso a tu doncella para salir... —¿La doncella...? —Quiero estar a solas contigo. —¿Y la comida? —Yo mismo cocinaré -dijo Thomas Lieven, y se puso en pie como un boxeador que ha sido tocado pero no puesto fuera de combate y está dispuesto a reanudarlo-: He de meditarlo todo muy a fondo ahora. Y cocinando es cuando se me ocurren las ideas más brillantes. Preparó un lecso húngaro. Sumido en sus pensamientos, cortó en anillos media libra de cebollas.
Estrella no le perdía de vista. Estaba tan nerviosa que continuamente le daba vueltas a su pulsera, una vistosa joya de oro montada con brillantes muy limpios. Estrella movió incrédula la cabeza: —Esta calma tuya... No comprendo que seas capaz de cocinar en estos momentos... Thomas sonrió. Su mirada cayó en la ancha pulsera y en los brillantes, que relucían hermosos en blanco, azul, verde, amarillo y rojo. —¿Por qué no hablas, Jean? —Porque estoy reflexionando, corazón. —Jean, ¿no piensas confiar en mí? ¿No quieres decirme toda la verdad? ¿Por qué te sientes tan amenazado desde todos los lados? ¿Por qué le tienes miedo también a los ingleses? Thomas empezó a pelar los tomates. —La verdad, mi amor, es tan terrible que ni siquiera te la puedo confiar a ti. —¡Oh! -Rápidamente hacía girar su pulsera, que cada vez parecía brillar y relucir más y más-. Pero si yo quiero ayudarte, quiero protegerte... Confía en mí, Jean. Estoy dispuesta a hacerlo todo por ti. —¿Todo? ¿Dices la verdad? —Todo, verdad, mi vida. El hombre dejó caer el tomate que tenía en las manos. Su rostro adquirió la expresión de un gran cariño y una gran confianza. —Está bien -dijo Thomas Lieven, muy amable-, después del almuerzo reposaremos durante una horita y luego tú me denunciarás. ¿Puede extrañar a alguien que estas palabras tuvieran consecuencias imprevistas? Estrella, la hermosa, calló. Miraba a Thomas con los ojos muy abiertos. —¿Qué has dicho? -murmuró cuando recuperó el habla-. ¿Qué he de hacer yo...? ¿Denunciarte...? ¿Dónde..., a quién? —A la policía, tesoro. —Pero, ¿por qué..., por amor del cielo? —Porque te he robado, amor -respondió Thomas Lieven-. ¿Dónde está el salchichón de ajo?
Libro segundo
1 9 de septiembre de 1940. Parte diario de la 17.ª Comisaría de Policía de Lisboa, en la avenida E. Duarte Pacheco: 15.22 horas: Llamada telefónica desde la casa número 45 de la rua Marques da Fronteira. Una voz de mujer solicita urgente protección contra un ladrón. Los sargentos Alcantara y Branco son enviados con el coche patrulla. 16.07 horas: Regreso de los sargentos Alcantara y Branco en compañía de: Estrella Rodrigues, católica, viuda, nacida el 27-3-1905, súbdita portuguesa, cónsul de Costa Rica, residente en el número 45 de la rua Marques da Fronteira. Jean Leblanc, protestante, soltero, nacido el 2-1-1910, súbdito francés, banquero, sin residencia fija (fugitivo, con visado de tránsito portugués). Estrella Rodrigues declara: «Exijo la detención de Jean Leblanc por robo. Hace dos semanas conozco a Jean Leblanc. Me ha visitado con frecuencia en mi villa. Desde hace cinco días encuentro a faltar una pesada pulsera de oro (de dieciocho quilates, 150 gramos, con brillantes pequeños y grandes), fabricada por el joyero Miguel da Foz, en la rua Alexandre Herculano. Valor: aproximadamente, unos ciento ochenta mil escudos. Le he reprochado el robo a Leblanc y éste ha confesado. Le he dado un plazo hasta hoy, a las doce del mediodía, para devolverme la joya. No lo ha hecho.» Declaración del extranjero Jean Leblanc: «Yo no he robado la pulsera, sino que me quedé con ella por encargo de la señora Rodrigues para venderla. Le he devuelto la joya, puesto que no he encontrado comprador.» Pregunta: La señora Rodrigues declara que la pulsera no está en su poder. ¿Tiene usted la joya en su poder o sabe dónde está en estos momentos? Respuesta: No, dado que la señora Rodrigues la ha ocultada para dañarme. Ella quiere que yo sea detenido. Pregunta: ¿Por qué?
Respuesta: Celos. Nota: Durante el interrogatorio el extranjero Leblanc se ha comportado de un modo misterioso, insolente y arrogante. De cuando en cuando dirige insinuaciones amenazadoras. Ataca a la denunciante en su dignidad de mujer e incluso ha llegado a insultar al comisario que ha dirigido el interrogatorio. Finalmente se ha hecho pasar por un demente, ríe, dice tonterías y canta canciones francesas burlescas. Los sargentos Alcantara y Branco han declarado: «El extranjero ofreció resistencia en el momento de su detención. Hubimos de ponerle las esposas. Observamos la presencia delante de la casa de diversos individuos muy sospechosos que seguían atentamente cada una de nuestras acciones.» Nota: Es de suponer que el extranjero Leblanc está en contacto con los bajos fondos de Lisboa. Durante la noche permanecerá en el calabozo. Mañana por la mañana será trasladado a la jefatura y puesto a disposición de la Brigada Criminal.
2 Eran ya casi las seis de la tarde cuando la hermosa, aun cuando no demasiado inteligente, cónsul Estrella Rodrigues, que tanto odiaba a los alemanes, agotada y excitada al mismo tiempo, regresaba a la rua do Marques da Fronteira. Para ello había utilizado un taxi. «Le han encerrado. En la cárcel estará en seguridad ante sus perseguidores. Pero, ¿por qué motivo le persiguen? No me lo ha dicho; me ha besado y me ha dicho que tuviera toda la confianza en él. »Ay, ¿qué puedo hacer ya? ¡Le amo tanto! Es un valiente francés. ¡Dios sabe qué misión tan peligrosa le han confiado en esta ciudad! Sí, quiero confiar en él y hacer todo lo que me ha dicho: guardaré la pulsera de oro en el escondrijo en la bodega, cada día iré al puerto para tratar de obtenerle un pasaje, y no hablaré con nadie de él. Cuando logre conseguir un pasaje para América, del Sur, iré a ver al juez de instrucción, le presentaré la pulsera, le diré que la he encontrado y retiraré la denuncia... Ay, qué terribles serán esos días y estas noches sin Jean, mi dulce amante.» La cónsul pagó al chófer. Mientras se dirigía a la entrada de su finca salió de detrás de una palmera un hombre pálido, de expresión amargada, que llevaba un traje muy raído. Ese hombre se quitó su viejo sombrero ante Estrella y le habló en un portugués muy deficiente: —Señora Rodrigues, solicito una urgente entrevista con usted. —No, no -respondió la atractiva cónsul, retrocediendo un paso. —Sí, sí -insistió el hombre, y, bajando el tono de su voz, añadió-: Se trata de Jean Leblanc. —¿Quién es usted? —Me llamo Walter Lewis y acabo de llegar de Londres -dijo el desconocido. Era verdad que acababa de llegar de Londres. Su avión había aterrizado hacia una hora. Pero no era cierto que se llamara Walter Lewis. Se llamaba Peter Lovejoy, el mismo Lovejoy que había sido enviado por su jefe M 15 para poner fin, de una vez para siempre, a las andanzas de aquel miserable Thomas Lieven... —¿Qué quiere usted de mí, señor Lewis?
—¿Sabe dónde está el señor Leblanc? —¿Y eso qué le importa a usted? El hombre que se hacía llamar Lewis intentó fascinar a Estrella con unos ojos enturbiados por una mala paga y mala alimentación y que tenían reflejos melancólicos. —Me ha engañado, ha engañado a mi país. Es un miserable... —¡Cállese usted! —... Un individuo sin sentido del honor, sin moral, sin carácter... —¡Lárguese de aquí o pido auxilio! —¿Cómo puede usted ayudar a un alemán? ¿Quiere usted acaso que Hitler gane la guerra? —Hit... -La palabra se quedó atragantada en el dulce cuello de cisne de aquella mujer tan aficionada a la ruleta y en la que tenía tan poca suerte-. ¡Miente usted! —¡No miento! ¡Ese miserable fascista se llama Thomas Lieven! Mientras se sentía a punto de perder el conocimiento, Estrella se dijo: «¿Jean, un alemán? Imposible. Después de todas las experiencias que he pasado con él... ¡No! Sus encantos, sus atenciones, su amabilidad... No, "es" francés.» —¡Imposible! -gimió Estrella. —Le ha engañado a usted, señora, lo mismo que me ha engañado a mí, nos ha engañado a todos. ¡Su Jean Leblanc es un agente alemán! —¡Horrible! —¡Hemos de aplastar a ese reptil, señora! La cónsul echó la bonita cabeza hacia atrás. —Sígame a la casa, señor Lewis. ¡Presénteme sus pruebas! Quiero ver hechos, hechos concretos y desnudos. Si me los proporciona usted, entonces... —¿Entonces, señora, entonces...? —¡Entonces me vengaré! ¡Nunca consentiré que un alemán se burle de Estrella Rodrigues, nunca, nunca...!
3 «Manha»..., ésta era la palabra que durante las semanas de su encarcelamiento Thomas Lieven había de oír con la mayor frecuencia. «Manha», mañana..., le prometían sus carceleros; mañana, le prometía el juez de instrucción; mañana se consolaban los presos que esperan que de un día al otro tomaran una decisión respecto a ellos. Pero nada sucedía. ¡Mas tal vez mañana ocurra algo! Los carceleros, el juez de instrucción y los presos se encogían de hombros, esbozaban sonrisas muy significativas y se atenían a un dicho que podría figurar sobre todo el Código penal en los países meridionales: «Eh, eh, ate a manha», que traducido libremente viene a decir: «Mañana es mañana, y mañana..., ay, Dios, hasta entonces pueden ocurrir muchas cosas, de modo que esperemos una sorpresa.» Después de su detención fue Thomas Lieven a parar a una celda de la policía criminalista en el «Torel», una de las siete colinas sobre las que se levanta la ciudad de Lisboa. El Torel estaba atestado de gente. Por este motivo, a los pocos días destinaban a Thomas Lieven al Aljube, un palacio de cinco plantas de la Edad Media, situado en la parte más antigua de la ciudad. Sobre el portal se veía el escudo del arzobispo Dom Miguel de Castro, quien, como saben todas las personas cultas, vivió de 1568 a 1625 en nuestro valle de lágrimas y mandó construir el feo edificio como residencia forzada para todos los clérigos que se hacen culpables de algún delito. Thomas Lieven se dijo que, sin duda alguna, entre los clérigos del siglo XVI debió haber muchos culpables, puesto que se trataba de una edificación gigantesca. Aquí encerraba ahora la policía a sus detenidos, entre ellos a muchos extranjeros indeseables. Pero había por lo menos la misma cantidad de caballeros que estaban allí por haber violado las leyes civiles del país. Los presos estaban encerrados en celdas colectivas, celdas individuales y en las llamadas «celdas para presos distinguidos». Estas últimas celdas se encontraban en la planta superior y eran las que estaban instaladas con mayor confort. Todas las ventanas daban al patio. Contigua al edificio había una fábrica de maletas y bolsos, propiedad de un
tal Teodoro dos Repos, una fábrica de la que emanaban unos malos olores que hacían padecer mucho a los presos de las plantas inferiores, sobre todo durante los días de calor. ¡Cuánto mejor se vivía en las plantas superiores! Pagaban su estancia por semanas..., como en cualquier otro hotel. El «alquiler» se calculaba según la fianza que exigía el juez de instrucción. Pero lo mismo que en un buen hotel, los presos eran atendidos muy decentemente. Los carceleros trataban de corresponder a cada uno de sus deseos. Tenían cigarrillos y periódicos y se hacían traer la comida de los cercanos restaurantes. Thomas, un hombre siempre previsor, había depositado una importante cantidad en efectivo en la administración de la cárcel y había adoptado la siguiente costumbre: Cada mañana mandaba llamar a Francesco, el obeso cocinero, y discutía con él el menú del día. Luego Francesco mandaba a hacer las compras a un ayudante suyo. El cocinero estaba encantado del «senhor Jean»: el caballero de la celda 619 le enseñaba a cada día que pasaba nuevas y mejores recetas culinarias. Thomas Lieven se sentía muy a gusto. La estancia en, la cárcel la consideraba él como unas cortas vacaciones muy merecidas antes de embarcar para América del Sur. El hecho de no tener la menor noticia de Estrella no le intranquilizaba en modo alguno. Sin duda alguna, la dulce Estrella correría de un lado al otro para buscarle un pasaje... A la semana de su detención recibió Thomas Lieven un compañero de celda. La mañana del 21 de septiembre de 1940, el amable guardián Juliao, que había sido obsequiado generosamente por Thomas, le presentó a su nuevo compañero. Thomas se incorporó en su camastro. ¡Nunca en su vida había visto a un hombre más feo! El recién llegado se parecía al campanero de Notre Dame. Era pequeño. Era jorobado. Cojeaba. Era calvo. Tenía un rostro muy pálido, pero unas mandíbulas muy duras y mostraba un tic nervioso en la boca. —Bom dia -dijo el jorobado, y sonrió. —Bom dia -contestó Thomas con voz ahogada. —Me llamo Alcoba, Lázaro Alcoba. -Y el recién llegado le tendió una mano en formé de garra y muy peluda. Thomas estrechó la mano con horror y repulsión. No tenía la menor
sospecha aún de que en Lázaro Alcoba hallaría a un gran amigo..., un amigo que le sería valioso como el oro. Mientras el recién llegado se instalaba en el segundo camastro, habló Lázaro con voz ronca y oxidada: —Esos cerdos me han detenido por contrabando..., pero esta vez no pueden probarme nada. Un día u otro tendrán que sacarme de aquí: no tengo ninguna prisa... Eh, eh, ate a manha -y volvió a sonreír. —También yo soy del todo inocente -empezó Thomas, pero Lázaro le interrumpió con un amable ademán de la mano: —Sí, sí. Cuentan que has robado una pulsera de brillantes. Pura difamación, ¿verdad? Sí, sí, sí..., la gente es muy mala. —¿Cómo sabe usted...? —¡Lo sé todo con respecto a ti, pequeño! Puedes tutearme. -Y el jorobado empezó a rascarse la barba-. Tú eres francés. Eres banquero. Y la hermosa que te ha metido en ese lío es la cónsul Estrella Rodrigues. Te gusta cocinar... —¿Cómo sabes todo esto? —Amigo mío, ¡he solicitado que me destinaran a tu celda! —¿Solicitado? Lázaro se rió de nuevo y su rostro se hizo más ancho de lo que era. —Pues, sí... El hombre más interesante en todo el edificio. A fin de cuentas algo queremos aprender durante nuestra estancia aquí, ¿verdad? -Se inclinó confidencialmente hacia delante y dio unos golpecitos en las rodillas de Thomas-. Voy a darte un consejo para el futuro, Jean: Cuando te encierren de nuevo preséntate al instante al jefe de la guardia. Esto es lo que suelo hacer yo siempre. —¿Por qué? —Pues me presento a él para llevar los partes diarios, y de este modo sé lo que ocurre aquí. Y a los pocos días tengo un conocimiento muy exacto de todos mis compañeros. Y entonces puedo elegir a los compañeros de celda que más me gusten. Thomas empezaba a simpatizar con el jorobado. Le ofreció un cigarrillo. —¿Y por qué motivo me has elegido precisamente a mí? —Eres un buen muchacho, desgraciadamente un principiante aún, pero tienes buenos modales. Contigo se puede aprender algo. Eres banquero. Podrías darme unos cuantos consejos para jugar en la Bolsa. Te gusta cocinar. Puedo aprender algo estando contigo. Mira, el saber no ocupa lugar...
—Sí -dijo Thomas ensimismado-, en esto estás en lo cierto. Y se dijo para si mismo: «Cuántas cosas he aprendido ya desde que la vida me sacó de mis cauces normales. Avanzo, por un mar de nieblas lejos de mi existencia burguesa y segura, desde que pisé por última vez mi piso en Mayfair y mi club en Londres...» —Voy a hacerte una proposición: yo te enseño todo lo que sé y tú me enseñas todo lo que sabes -dijo Lázaro-, ¿qué te parece? —Pues me parece muy bien -dijo Thomas, entusiasmado-. ¿Qué quieres comer para almorzar, Lázaro?
MENÚ Sopa suaba de Leberspatzle Chuletas de cerdo rellenas a la westfaliana Castañas con nata a la badense
21 de septiembre de 1940 Cocina casera: el mejor refuerzo contra los malos trucos Sopa suaba de Leberspatzle Se agitan 60 gramos de mantequilla hasta formar espuma, se mezclan con 200 gramos de hígado de ternera pelado, 3 huevos, un panecillo reblandecido desprovisto de su miga, 50 gramos de migas de panecillo, 5 gramos de mejorana, sal y pimienta. Se comprime la masa a través de un tamiz en agua hirviendo y se dejan hervir los pedazos de hígado durante diez o quince minutos, hasta que flotan en la parte superior. Se extraen con una espumadera, se dejan escurrir y se sirven en la mesa con un fuerte caldo de carne. Chuletas de cerdo rellenas a la westfaliana
A ser posible, el mismo carnicero deberá escoger un bonito y gran pedazo de carne de cerdo, separando los huesos y costillas. Se cortan manzanas frescas en pedazos, se mezclan con pasas, ligeramente hervidas previamente, se añade un poco de corteza de limón, rallado, un poco de ron y unas cuantas migas de panecillo. Esta masa se introduce en la carne desprovista de huesos, salada y adobada con pimienta y se ata en todo el alrededor. Las chuletas se asan primero bien doradas por todos sus lados y se acaban de asar luego en el horno. Se sirven con puré de patatas. Castañas con nata a la badense Se cortan varias castañas bonitas y fuertes en forma de cruz por su lado redondo, y se dejan tostar durante unos momentos en el horno para poder eliminar la dura piel. Se introducen después en agua hirviendo, hasta qué pueda separarse fácilmente la piel interior. A continuación se hierven las castañas en leche azucarada, a la que se ha añadido un poco de vainilla, hasta que están blandas, pero no con exceso. Se pasan luego por la máquina de picar carne, si es posible, directamente sobre la fuente, en la que han de servirse para que conserven su esponjosidad. Se rodea la pasta de castañas con nata, se adorna con cerezas en conserva, ligeramente aromatizadas con coñac. —Pues tengo un deseo, pero no sé si lo conoces..., y lo más probable es que ese cerdo de cocinero no lo sepa. —Vamos, dime ya de qué se trata. —Mira, yo he trabajado en casi todos los países europeos. Soy un hombre muy mimado por la vida. Prefiero la cocina francesa. ¡No es que tenga nada que objetar contra la cocina alemana! En cierta ocasión les vacié los bolsillos a unos caballeros en Münster, pero antes me tomé unas chuletas de puerco rellenas, unas chuletas de puerco con las que sueño aún hoy día. Entornó los ojos y se pasó la lengua por los labios. —Si sólo se trata de esto -dijo Thomas Lieven con expresión muy suave. —¿Conoces la receta? —También yo he trabajado en Alemania -dijo Thomas Lieven, y llamó a la puerta de la celda-. Bien, chuletas de puerco rellenas. Hoy vamos a disfrutar de la cocina alemana. Y como primer plato propongo una sopa de hígado a la sajona y luego..., hum..., castañas con natilla...
El amable guardián Juliao asomó la cabeza por la puerta. —Mándame al jefe de cocina -dijo Thomas, y le alargó al guardián un billete de cien escudos-. Vamos a preparar el menú para hoy.
4 —Bien, ¿qué tal sabe? ¿Como en aquella ocasión en Münster? preguntaba Thomas Lieven cuatro horas más tarde. Los dos se sentaban frente a una mesa muy bien preparada. El jorobado se pasó el reverso de la mano por los labios y exclamó entusiasmado: —Mucho mejor, amigo mío, mucho mejor. Después de estas chuletas de puerco me siento con ánimo incluso de robarle la cartera al primer ministro Salazar. —El cocinero debía haber añadido un poco más de ron. —Esos individuos se lo beben todo ellos -dijo Lázaro-. Para corresponder a esta maravillosa comida, amigo, voy a darte mi primer consejo. —Muy amable de tu parte, Lázaro. ¿Un poco más de puré? —Sí, por favor. Mira, nosotros tenemos dinero, y en este caso no es difícil obtener buena comida. Pero, ¿¿qué harías si estuvieras arruinado? Lo más importante cuando uno está en la cárcel es la comida, y ésta te la dan solamente si eres diabético. —¿Y cómo enfermar de diabetes? —Esto es precisamente lo que te voy a explicar -dijo Lázaro, tragando un enorme, bocado-. De momento te presentas un día y al otro también a reconocimiento médico, Dices que te sientes mal. Y cuando se te ofrezca la ocasión le robas una aguja de inyectar al médico. Luego entablas amistad con el cocinero. Esto no ha de resultarte difícil a ti. Le pides un poco de vinagre. Dices que es para condimentar un poco tus comidas. Y luego le pides un poco de azúcar. Para el café. —Ya entiendo -dijo Thomas, y llamó. Al instante hizo acto de presencia el guardián. —Pueden llevarse esto y traigan, por favor, los postres. Lázaro esperó hasta que el carcelero hubo desaparecido con los platos y entonces prosiguió: —Mezclas el vinagre y el agua en la proporción de una a dos y añades azúcar a la solución. Y luego te inyectas dos centímetros cúbicos en el muslo. —¿Intramuscular?
—Sí, pero, por amor de Dios, muy lentamente, ya que en caso contrario formarías un flemón. —Entendido. —Esta inyección tienes que dártela una hora y media antes de presentarte al médico. El carcelero Juliao trajo los postres, recibió una nueva propina y se esfumó muy contento. Mientras tomaban las castañas con natilla dijo Lázaro: —No entiendo... —La he citado en varias ocasiones y no acude... —¡Dios mío! ¿No le habrá sucedido nada malo? «¡Esto es lo único que me faltaría!», se dijo. De nuevo en la celda mandó llamar inmediatamente al jefe de cocina. El hombre se presentó al instante con rostro resplandeciente. —¿Qué desea el señor para hoy? Thomas denegó con un movimiento de cabeza. —No pensemos hoy en la comida. Tienes que hacerme un favor. ¿Puedes ausentarte durante una hora de la cocina? -Sí. —Ve entonces a la administración y que te entreguen dinero de mi parte. Compra veinte rosas rojas, toma un taxi y ve a la dirección que te escribiré. Allí vive una tal Estrella Rodrigues, estoy muy preocupado por ella. Tal vez esté enferma. ¡Entérate si precisa de alguna ayuda! —Muy bien, señor Jean. Y el grueso cocinero se alejó. Media hora más tarde regresaba Francesco. El hombre daba la impresión de estar muy abatido. Cuando entró en la celda con un ramo de veinte rosas rojas supo Thomas al instante que había ocurrido algo horrible. —La señora Rodrigues se ha marchado -dijo el cocinero. —¿Qué quieres decir con esto de que se ha marchado? -inquirió Lázaro. —Pues quiere decir lo que acabo de decir, estúpido -replicó el cocinero-. Se ha marchado. Se ha esfumado. Ha desaparecido. Ya no está. —¿Desde cuándo? -preguntó Thomas. —Desde hace cinco días, señor Jean. -Y el cocinero dirigió una mirada muy compasiva a Thomas-. Y todo da la impresión de que la dama no tiene la intención de regresar en un próximo futuro. —¿Qué te hace creer una cosa así? —Se ha llevado todos sus vestidos, todas sus joyas y todo su dinero.
—¡Pero si no tenía dinero! —La caja fuerte estaba abierta... —¡La caja fuerte! -Thomas estaba a punto de perder el dominio sobre sí mismo-. ¿Y cómo has llegado tú hasta la caja fuerte? —La doncella me condujo por toda la casa. ¡Una bonita muchacha, señores! ¡Muy bonita! ¡Vaya ojos! —Carmen -musitó Thomas. —Carmen, sí. Esta noche la llevaré al cine. Me condujo al vestidor..., todos los armarios estaban vacíos...; al dormitorio..., la caja fuerte estaba vacía... —¿Totalmente vacía? -gimió Thomas. —Vacía del todo, sí, señor. Dios mío, ¿no se siente usted bien, señor Jean? Agua..., tome un sorbo de agua... —¡Échate de espaldas, rápido! -aconsejó Lázaro. Thomas se dejó caer sobre su camastro. —En la caja fuerte estaba todo mi dinero, todo cuanto poseía... —Mujeres, siempre hemos de tener complicaciones con las mujeres gruñó Lázaro, indignado. —Pero, ¿por qué? Si yo no le he hecho nada... ¿Qué dice Carmen? ¿Sabe ella dónde está la señora? —Carmen dice que ha tomado el avión para Costa Rica. —¡Dios santo! -gimió Thomas. —Carmen dice que van a vender la casa. De pronto empezó a gritar Thomas como un demente: —¡No me metas continuamente esas malditas rosas ante las narices! Pero se dominó al instante-. Perdona, Lázaro. He perdido los nervios... ¿Y... no hay ninguna noticia para mí? ¿Ninguna carta? ¿Nada? —Sí, señor. Y el cocinero se sacó dos sobres del bolsillo. La primera carta era del amigo de Thomas, el banquero de Viena, Walter Lindner: Lisboa, 29 de octubre de 1940. ¡Querido señor Leblanc! Escribo estas líneas a toda prisa y dominado por una viva inquietud. Son las once. Dentro de dos horas sale mi barco, he de subir a bordo. ¡Y no tengo la menor noticia de usted! Dios mío, ¿dónde se ha metido usted? ¿Vive usted
aún? Sé únicamente lo que me ha contado la desdichada cónsul, su amiga: que el 9 de septiembre, después de la conversación telefónica conmigo, se marchó y no ha vuelto a aparecer. ¡Pobre Estrella Rodrigues! Una mujer que le ama a usted de todo corazón. ¡No puede usted imaginarse lo que sufre por su ausencia! He estado a diario con ella desde que conseguí un pasaje para nosotros. De día en día confiaba saber algo con respecto a usted, pero... en vano. Escribo estas líneas en casa de su hermosa y desesperada amiga. Llorosa está ella a mi lado. Y tampoco hoy, el último día, la menor señal de vida de usted. Le escribo en la confianza de que algún día pueda volver a esta casa, en donde le espera una mujer que le ama de verdad. En este caso, encontrará usted mi carta: Oraré por usted. En la espera de volver a vernos, le saluda muy afectuosamente, su Walter Lindner Ésta era la primera carta. Thomas la dejó caer al suelo. Le faltaba aire para respirar. Su cerebro le dolía intensamente. «¿Por qué no le ha dicho Estrella a mi amigo en dónde me encontraba yo? ¿Por qué no ha venido aquí y me ha sacado tal como habíamos convenido? ¿Por qué no lo ha hecho? ¿Por qué, por qué?» La respuesta estaba en la segunda carta: Lisboa, 1 de noviembre de 1940. ¡Miserable! Tu amigo Lindner ha abandonado el país. No hay nadie ya que pueda ayudarte. Y ahora quiero completar mi venganza. Nunca más volverás a verme. Dentro de pocas horas un avión me llevará a Costa Rica. Tu amigo te ha escrito una carta. Adjunto la mía. Algún día el juez de instrucción preguntará por mí y entonces recibirás las cartas. En el caso de que el juez de instrucción leyera las cartas antes de hacerlo tú, declaro una vez más: ¡Me has robado, miserable! Y declaro también (¡tal vez le interese esto a usted, señor juez de
instrucción!) por qué te abandono para siempre más: Porque me he enterado de que eres alemán, un agente secreto alemán, un miserable alemán, vulgar, sin conciencia, sin escrúpulos, sólo ansioso de dinero. ¡No sabes cuánto te odio, perro! E.
5 «¡Oh, no sabes cuánto te amo aún, perro!», gemía la apasionada y hermosa Estrella Rodrigues. Al mismo tiempo que Thomas Lieven, en su celda del Aljube, leía aquella carta de despedida y sentía cómo un vivo estremecimiento recorría su médula espinal, la morena y atractiva cónsul se encontraba al otro lado del globo terráqueo en el apartamento más costoso del hotel más caro de San José, la capital de la República de Costa Rica. Los ojos de Estrella estaban inyectados en sangre. Trataba de proporcionarse un poco de fresco con un abanico. Su corazón latía de un modo acelerado, su respiración era inquieta. «Jean, Jean, día y noche pienso en ti, en ti, miserable perro que te llamas Thomas Lieven, embustero, me has engañado... ¡Dios mío, y pensar lo mucho que te quiero!» La cónsul, enfrentada con esta terrible realidad, tomó otro doble de coñac. Con un estremecimiento cerró los ojos, con un estremecimiento recordó los últimos días de su vida en Portugal. Vio de nuevo ante ella al agente inglés que le reveló toda la verdad, la verdad con respecto a Thomas Lieven. Y se vio a sí misma después de haberla abandonado el inglés: Una mujer abatida, aniquilada... Sin saber lo que se hacía, Estrella Rodrigues se encaminó la noche del 9 de septiembre de 1940 a la gran caja fuerte que había en su dormitorio. Con los ojos llorosos abrió la combinación. Con manos temblorosas abrió la puerta. Allí estaba el dinero de aquel miserable. Marcos alemanes, escudos, dólares. Con los ojos bañados en lágrimas, la desesperada mujer hizo recuento de todo lo que había allí. ¡Aquella noche vivieron los jugadores del casino de Es- toril una auténtica sensación! Estrella Rodrigues se presentó con un capital de casi veinte mil dólares, mucho más hermosa que nunca, mucho más pálida que nunca, mucho más escotada que nunca. Y aquella mujer, que era compadecida por todos los croupiers, puesto que siempre perdía, aquella noche ganó, ganó y ganó. Como en trance jugaba, con el dinero de Thomas Lieven, sólo hacía las
apuestas máximas. Jugó al once. Y el once salió tres veces seguidas. Jugó al veintinueve pleno y a caballo. Salió el veintinueve. Jugó la docena mediana rojo, impar, passe y el veintitrés en pleno y a caballo, apuestas máximas. ¡Salió el veintitrés! Estrella jugaba. Estrella ganaba allí donde apostaba. Las lágrimas asomaron a sus hermosos ojos. Curiosos contemplaban los caballeros de smoking y las damas en sus capas de visón a aquella mujer que cada vez que ganaba emitía un suspiro. Los jugadores se levantaban de las otras mesas. Acudían de todos los lados, se empujaban y contemplaban a la hermosa mujer en su vestido rojo de noche que ganaba y ganaba y cada vez aparecía más y más desesperada. «Es usted demasiado hermosa. ¡Tiene usted demasiada suerte en el amor! ¡Sería injusto si también tuviera suerte en el juego!» Estas palabras, que pronunció Thomas Lieven la noche en que se conocieron, ardían como fuego en la memoria de Estrella. Demasiada suerte en el amor, por este motivo siempre había perdido, siempre, y ahora..., ahora... —Veintisiete, rouge, impair et passe... ¡Exclamaciones! ¡Suspiros de Estrella! Había vuelto a ganar, todo lo que se puede ganar cuando se hace la apuesta máxima en la sala de jugo de Estoril en veintisiete, rouge impair et passe. —No... puedo... más... -suspiró la hermosa mujer. Dos criados de librea la acompañaron hasta el bar. Otros dos criados de librea llevaron las fichas a la caja para cambiarlas por billetes. ¡Aquella noche ganó ochenta y dos mil setecientos treinta y cuatro dólares y veintiséis centavos! Estrella mandó que le extendieran un cheque. En su bolso de noche bordado en oro encontró una ficha de diez mil escudos. Desde la barra la arrojó por encima de las cabezas de los jugadores sobre el tapete verde. La ficha cayó sobre rojo. Salió el rojo... «Salió el rojo», recordaba Estrella Rodrigues con los ojos enrojecidos en el apartamento más lujoso del hotel más caro de San José, aquel 5 de noviembre de 1940. En San José eran las nueve y media de la mañana, hora de Costa Rica. En Lisboa eran las doce y media, hora de Portugal. En Lisboa tomaba Thomas Lieven un coñac doble para vencer el susto. Y en San José,
la hermosa cónsul hacía lo mismo. Durante aquellos últimos días había bebido mucho, cada vez más y más. Sufría palpitaciones. ¡Y el mejor remedio era la bebida! Cuando no bebía, no podía desprenderse del recuerdo de Jean, su dulce amigo, el único, el maravilloso Jean -¡ese perro, ese bárbaro!-. Cuando tomaba un doble de coñac lograba olvidarse de él. Era rica, se habían terminado las preocupaciones. Nunca más le volvería a ver. Había lavado la vergüenza con que él la había cubierto. Con manos temblorosas sacó Estrella una botella de oro de su bolso de piel de cocodrilo. Con manos temblorosas llenó de nuevo una copa. Y mientras las lágrimas resbalaban por sus hermosas mejillas se decía: «¡Nunca, nunca más olvidaré a ese hombre!»
6 «Nunca, nunca en mi vida olvidaré a esa mujer», se dijo Thomas Lieven. Con colores de madreperla se hundía el sol sobre Lisboa. Como un tigre irritado caminaba Thomas Lieven de un lado al otro de su celda. Se había confesado con Lázaro. Lázaro sabía ahora cómo Thomas se llamaba en realidad, lo que había hecho, lo que le esperaba si caía en manos del servicio secreto alemán o inglés o francés. Mientras tiraba de su cigarrillo contemplaba Lázaro preocupado a su amigo, y dijo: —Horrible, esas mujeres histéricas. ¡Nunca sabemos de lo que son capaces! Thomas se paró en el centro de la celda. —Así es, y tal vez mañana mismo esa señora mande una carta al jefe de policía acusándome de un supuesto asesinato. —O de varios. —¿Qué? —De varios asesinatos que no han sido explicados aún. —No, eso no. Sí, sí, mi situación es desesperada. ¡Esa maldita pulsera me ha metido en un lío! ¡Voy a quedarme aquí hasta podrirme! —Sí, y por ese motivo has de salir lo antes posible de aquí -dijo Lázaro. —¿Salir de aquí? —Sí, antes de que se complique tu situación. —Pero, Lázaro, ¡esto es una cárcel! —¿Y qué? —¡Hay rejas y muros y pesadas puertas de hierro! ¡Y muchos jinetes y guardianes y carceleros! —Exacto. Y con la misma facilidad que has entrado aquí, podrás salir de nuevo. Thomas se sentó al borde de su camastro. —¿Crees que existe una solución a todo esto? —Desde luego que sí. Lo único que tenemos que hacer es un pequeño esfuerzo. Me has dicho que entendías algo en falsificaciones. -Sí. —Hum... Tenemos una imprenta en los sótanos. Allí imprimen los
formularios para los tribunales. Y ya encontraremos el sello que nos haga falta. Sí, todo depende de ti, pequeño. —¿De mí? ¿Por qué? —Tendrás que transformarte. —¿En qué sentido? Lázaro sonrió melancólico. —En mi sentido. Tendrás que hacerte más pequeño. Habrás de cojear. Tendrás una joroba. Y unas mandíbulas más anchas. Tendrás un tic en la boca. Y, claro está, serás completamente calvo. ¿Te he asustado, pequeño? —No, no... -mintió Thomas, muy valiente-. Qué..., qué no haremos por recobrar la libertad. —Es el mayor don de esta vida -dijo Lázaro-. Y ahora presta atención a todo lo que voy a contarte. Empezó a contar. Y Thomas Lieven le escuchó con la mayor atención. —Siempre es mucho más fácil entrar que salir de una cárcel -explicó el jorobado Lázaro Alcoba-. ¡Pero tampoco es tan difícil salir de la cárcel! —¡Me alegra mucho el saberlo! —Es una suerte que estemos en Portugal y no en tu patria. Allí no podríamos hacer uso de este truco, allí todo está demasiado bien ordenado. —De modo que las cárceles alemanas son las mejores del mundo, ¿eh? —¡He estado dos veces en la prisión de Moabit! -Y Lázaro se dio un golpe en el muslo-. Te lo digo yo, no pueden compararse con las cárceles portuguesas. Aquí carecemos del espíritu del deber, no sabemos lo que es la disciplina prusiana. —Sí, esto es verdad. El jorobado llamó a la puerta de la celda. Y al instante hizo acto de presencia el amable guardián Juliao. —Oye, viejo, llama al jefe de cocina -le dijo Lázaro. Juliao hizo una inclinación de cabeza y volvió a desaparecer. Lázaro se volvió hacia Thomas. —Tu huida la vamos a fraguar en la cocina. Poco más tarde le decía Lázaro al obeso cocinero Francesco: —Escucha, abajo, en los sótanos, tenemos una imprenta, ¿verdad? —Sí, allí imprimen todos los formularios de que precisa la Justicia. —¿Y también las órdenes de puesta en libertad que firma el fiscal? -Sí. —¿Conoces a alguno de los presos que trabaje en la imprenta?
—No, ¿por qué? —Porque necesitamos una de estas órdenes de puesta en libertad. —Preguntaré -dijo el cocinero. —Sí, pregunta -intervino ahora Thomas Lieven-. Puedes prometerle al que nos haga este pequeño favor que durante una semana comerá como nunca. El cocinero se presentó dos días más tarde. —Hay uno, pero quiere de comer durante todo el mes. —Ni hablar de ello -replicó el jorobado-. Dos semanas, ni un día más. —Preguntaré -dijo el cocinero. Cuando desapareció el cocinero, le dijo Thomas a Lázaro: —Vamos, no seas tan avaro; a fin de cuentas, es mi dinero. —Es una cuestión de principios -dijo el jorobado-. No debes elevar los precios. Por lo demás, confío serás capaz de falsificar el sello. —No hay sello que yo no pueda falsificar. He hecho mi aprendizaje con el mejor falsificador del país -dijo Thomas. Y pensó: «Monstruoso hasta qué punto puede caer el ser humano... ¡Incluso me siento orgulloso de una cosa así!» Al día siguiente se presentó el cocinero y dijo que el impresor estaba conforme. —Bien, ¿y el formulario? —El impresor dice que primero quiere comer como nunca durante dos semanas. —Hay confianza o no hay confianza -gruñó Lázaro-. O nos entrega inmediatamente el formulario o que se olvide del negocio. Una hora más tarde tenían el formulario. Desde su ingreso se presentaba Lázaro a diario en la administración de la cárcel para llevar los partes diarios. Cada día pasaba a máquina varias docenas de cartas. El encargado leía el periódico y le dejaba hacer. Sin ser molestado por nadie, el jorobado extendió el permiso a su nombre. Escribió a máquina el nombre, sus datos personales y el número de su expediente. Y como fecha, puso el 15 de noviembre de 1940, a pesar de que sólo era el 8 de noviembre. Thomas y él necesitaban de toda una semana para hacer lo que proyectaban. Y la carta necesitaba un día... De modo que Thomas, si todo salía a pedir de boca, podría abandonar la cárcel el 16 de noviembre. El 16 era un sábado, y los sábados el amable Juliao tenía siempre su día libre. Pero... no nos adelantemos a los acontecimientos.
En el formulario de orden de puesta en libertad estampó Lázaro la firma del fiscal general, que copió fácilmente de una carta que sustrajo de la oficina. Cuando regresó a la celda le preguntó a Thomas: —¿Has sido aplicado? —He estado ensayando toda la tarde. Habían convenido que Thomas se presentaría en lugar de Lázaro tan pronto llegara la orden y llamaran al «encartado Lázaro Alcoba». Para ello era necesario que Thomas, externamente, se pareciera lo más posible a aquél... Una empresa muy difícil si tenemos en cuenta que Lázaro tenía una joroba y apenas un pelo en la cabeza, unas mandíbulas impresionantes, y era también mucho más bajo que Thomas y, además, sufría de un tic nervioso en la boca. Por este motivo, insistió el jorobado que Thomas se ejercitara a diario. Thomas se metió pan masticado entre las mejillas y el paladar, con lo que, efectivamente, logró aumentar el volumen de sus mandíbulas. Y luego empezó a tener un tic nervioso en la boca. A continuación intentó imitar la voz del jorobado. Thomas se limpiaba el sudor de la frente. —No me gusta eso del tic en tu boca. —No todos son tan guapos como tú. ¡Y esto es solamente el principio! Espera a que te queme el pelo. —¿Quemarme el pelo? —¿Crees, acaso, que ésos nos darán máquina de afeitar o tijeras? —Eso no lo aguanto -gimió Thomas. —Deja ya de decir tonterías, y continúa ejercitando. Ponte mi abrigo para comprobar hasta dónde has de doblar las rodillas. Toma ese almohadón y vamos a ver si sabemos fabricarte una joroba decente. Y ahora déjame en paz. Tengo que hacer ciertas averiguaciones por la casa. —¿Qué quieres averiguar? —Si alguien tiene una carta del fiscal general. Con su correspondiente sello. Para que tú lo puedas imitar. Mientras Thomas Lieven se probaba el abrigo del jorobado y paseaba por la celda cojeando, empezó Lázaro a golpear con su zapato contra la pared de la celda. Y para ello empleó el alfabeto más sencillo de todos: a = tres veces, b = dos veces, c = una vez; luego: d = seis veces, e =cinco veces, f = cuatro veces; luego: g = nueve veces, h = ocho veces, i = siete veces.
Etcétera. Lázaro transmitió su mensaje y esperó la respuesta mientras fijaba la mirada en Thomas, que cojeaba de un lado al otro de la celda. Al cabo de una hora recibió una respuesta desde la celda contigua. Lázaro escuchó muy atentamente y asintió en silencio. Finalmente, dijo: —En la tercera planta hay un preso llamado Maravilha. Tiene en su poder la carta del fiscal general en que éste rechaza su solicitud de ponerle en libertad. La guarda como recuerdo. Lleva un sello. —Está bien, ofrécele una semana de comida como nunca... -dijo Thomas, mientras trataba de imitar el tic nervioso del jorobado.
7 Noviembre del año 1940 fue un mes muy caluroso. Se podía bañar todavía en el Atlántico o tomar el sol en la playa de Estoril..., y según las disposiciones gubernamentales portuguesas, con un bañador completo. ¡Las autoridades eran muy severas con los caballeros, pero mucho más aún con las damas! El 9 de noviembre hacia las doce del mediodía alquiló un caballero de rostro pálido y piernas muy delgadas una gaivola, es decir, un artefacto naval construido con dos flotadores, una silla, unos pedales entre los flotadores y en la parte posterior unas hélices de rueda. Pedaleando fuertemente, el caballero se adentró hacia la mar abierta. El caballero en cuestión, que tendría unos cincuenta años de edad, llevaba un bañador color marrón y sombrero de paja. Un cuarto de hora más tarde avistó a otra gaivola que se mecía en alta mar en las olas del Atlántico. La primera gaivola se acercó suficientemente a la segunda para que el caballero de la primera pudiera reconocer al caballero que pedaleaba la segunda y que parecía un pariente lejano suyo, pálido y agotado por el esfuerzo. El caballero de la segunda gaivola le gritó: —¡Gracias a Dios, temía ya que no viniera usted! El caballero del traje de baño marrón se situó a su lado, y le gritó: —¡Me dijo usted por teléfono que mi existencia peligraba..., por este motivo he venido! El del bañador negro dijo: —No tema usted, comandante Loos; aquí nadie nos puede oír. Aquí no hay micrófonos. Una idea genial de mi parte, ¿verdad? El del bañador marrón, con mirada poco amable, indicó: —Genial, sí. ¿Qué quiere usted de mí, míster Lovejoy? El agente del servicio secreto británico emitió un suspiro: —Hacerle una proposición, comandante. Se trata de ese Thomas Lieven: —¡Ya me lo imaginaba! Y el agente del Abwehr alemán asintió con expresión sombría. —Usted corre detrás de él -dijo Lovejoy, amargado-. Les ha engañado a
ustedes. Me ha engañado a mí. Somos enemigos, es verdad. Tenemos que odiarnos. Y, sin embargo, comandante, colaboremos en este caso. —¿Colaborar? —Comandante, usted y yo ejercemos la misma profesión. Apelo al espíritu de compañerismo profesional. Es ridículo que de pronto se interfiera en nuestra profesión un lego que echa a perder los precios y nos coloca a todos nosotros en una situación como si fuéramos unos auténticos idiotas. El comandante de Colonia dijo indignado: —¡Por culpa de ese individuo están a punto de echarme del servicio! —¿Y yo qué? -gruñó Lovejoy-. O llevo a ese individuo a Londres... o me destinan a la defensa costera. ¿Y sabe usted lo que quiere decir esto? Tengo esposa y dos hijos, comandante. Y usted, probablemente, también. —Mi esposa solicitó el divorcio. —No es mucho lo que ganamos, pero, ¿podemos consentir, acaso, que ese individuo eche a perder nuestro modo de vida? —¡Ojalá le hubiese dejado aquel día en Colonia en manos de la Gestapo! Ahora el hombre se ha esfumado. —No, no se ha esfumado. —¿Qué? —Está en la cárcel. Pero... —Se lo voy a explicar en detalle. No va a quedarse eternamente allí dentro. He sobornado a alguien en la administración que me informará al instante en que abandone la cárcel. -Lovejoy levantó desesperado los brazos-. Pero, ¿y qué sucederá luego? Usted y yo volveremos a hacer carreras a bordo de barcas de pesca, yates, haciendo uso del cloroformo y del revólver. Comandante, comandante, soy muy sincero... ¡No aguanto ya una cosa así! —¿Y cree usted que mi hígado es capaz de resistirlo por más tiempo? —Por este motivo le voy a hacer una proposición: colaboremos. Si sale de la cárcel y le sucede algo, tengo a un individuo pagado para realizar toda clase de trabajos sucios. Y entonces yo informaré en casa que lo han matado los alemanes. Y usted le dice a su almirante que han sido los ingleses. Y a usted no le mandarán al frente y a mí tampoco a las defensas de costa. ¿Acepta esta proposición? —Suena demasiado hermosa para ser verdad. -El comandante emitió un profundo suspiro y, de pronto, exclamó-: ¡Tiburones! -¡No! —¡Allí delante! Loos estaba como petrificado.
Cortando las aguas azules, dos aletas muy erguidas avanzaban a toda velocidad hacia donde él se encontraba. Luego, tres. Luego, cinco. —Estamos perdidos -dijo Lovejoy. —Conservemos la sangre fría. ¡Hagámonos el muerto! -ordenó el comandante. El primer tiburón llegó donde ellos estaban, pasó por debajo de los flotadores y los levantó como si fueran una paja. Las gaivolas fueron lanzadas por el aire y cayeron de nuevo sobre las olas. Pero ya se acercaba otro de aquellos monstruos. El comandante cayó al agua, se sumergió, volvió a la superficie y se tumbó rápidamente de espaldas, muy rígido. Un pez gigantesco pasó por su lado, pero sin prestarle la menor atención. El comandante, que tenía ciertos conocimientos de zoología, hizo una comprobación que le tranquilizó. Oyó un grito terrible y vio cómo su colega inglés volaba por los aires y aterrizaba a su lado. —¡Lovejoy, oiga usted, no son tiburones! ¡Son delfines! —De... de... del... —Sí, y los delfines no les hacen nada malo a los seres humanos, sólo juegan con ellos. En efecto, esto es lo que hicieron. Rodeaban a los dos hombres, y de cuando en cuando, saltaban también por encima de ellos. Los dos agentes enemigos lograron, por fin, sujetar a uno de los flotadores de la gaivola de Lovejoy. Lovejoy gemía: —Me falta la respiración... ¿Qué decía usted..., Loos? El comandante escupió agua salada, y mientras los dos hombres empujaban el flotador hacia la costa, le dijo a Lovejoy: —¡A gusto mataría a ese individuo con mis propias manos tan pronto salga de la cárcel!
8 En Portugal comen muy pocas patatas. Sin embargo, Francesco, el cocinero de la cárcel, les sirvió a los presos Leblanc y Alcoba el 15 de noviembre una docena de patatas en su piel de las más hermosas que había encontrado en el mercado. Tal como le había ordenado, Francesco calentó las patatas al vapor y las sirvió medio crudas. Tal como le indicaron los dos presos, partió las patatas limpiamente en dos mitades con un cuchillo muy afilado. Tan pronto como quedaron a solas, los dos presos se levantaron de la mesa sin haber probado bocado. Thomas tenía mucho que hacer. Sobre una mesilla, junto a la ventana, colocó la orden de puesta en libertad que Lázaro había rellenado con la máquina de escribir y la carta en la que el fiscal general rechazaba la solicitud del preso Maravilha. Esta carta llevaba el sello del fiscal general. Thomas puso manos a la obra, recordando las valiosas enseñanzas del pintor y falsificador de pasaportes Reynaldo Pereira. Lázaro, el jorobado, seguía todos sus movimientos con la más viva atención. Thomas cogió la mitad aún caliente de una patata y la presionó sobre el sello del fiscal general. Un cuarto de hora más tarde retiraba la patata y en el tubérculo se veía impreso, al revés, el sello del fiscal general. —Y ahora viene lo principal -dijo Thomas, hablando entre dientes y temblando ligeramente con las comisuras de los labios, tal como se había ido acostumbrando a hacerlo durante aquellos últimos días-. Dame la vela, Lázaro. De debajo de su colchón sacó Lázaro una vela y cerillas que había robado en el despacho del administrador. Y con estos dos utensilios pensaba también hacer desaparecer el pelo de la cabeza de Thomas. Lázaro encendió la vela. Thomas colocó muy prudentemente la mitad de la patata encima de la llama. —Los expertos llaman a eso hacer una campana -le explicó a Lázaro, que le contemplaba con gran admiración. «Dios mío, ¿será posible que algún día les pueda contar todo esto a mis amigos en el club?»-. Mira cómo él solo cobra vida. Unos segundos más y...
Y con un movimiento muy elegante, presionó Thomas la «campana» cálida y húmeda sobre el permiso en el puesto exacto donde debía figurar el sello. La presionó ligeramente, dejó reposar la patata durante un cuarto de hora. Cuando la retiró, el sello era perfecto. —¡Fantástico! -exclamó Lázaro. —Ahora, a comer -propuso Thomas-. Lo restante lo haremos luego. El resto era lo siguiente: cada mañana, Lázaro abría las cartas recién llegadas del fiscal general. Todas las mañanas abría estos sobres. Pero aquella mañana había abierto con sumo cuidado un sobre que había sido pegado de un modo deficiente. Obtuvo pleno éxito. Y se había llevado el sobre con él y un tubo de goma de pegar. Después del almuerzo dobló Thomas cuidadosamente el permiso, lo metió en el sobre verde que llevaba la fecha del día anterior y lo cerró con cariño. Y por la tarde colocó Lázaro el sobre entre la correspondencia que se había recibido aquel día. —Bien, todo en orden -le dijo el jorobado aquella noche a Thomas Lieven-. Han mandado ya la carta para que extiendan el correspondiente permiso, y, por la experiencia que tengo en estas cosas, sé que mañana, a las once, me sacarán de la celda. Ahora he de pelarte la cabeza. Tardaron solamente media hora..., pero fue la peor media hora que Thomas pasó en su vida. Inclinó la cabeza ante Lázaro y éste procedió tal como suele hacerse con las gallinas. En la mano derecha sostenía la vela, con la que quemaba el pelo de Thomas, muy cerca de su raíz, y en la mano izquierda sostenía un paño humedecido, con el que frotaba la piel para que no se chamuscara. Pero a veces no procedía de un modo suficientemente rápido... ... Y Thomas gemía entonces. —¡Pon más atención, idiota; maldito seas! Por fin terminó el tormento. —¿Qué aspecto tengo? preguntó Thomas, agotado. —Si te metes un poco de pan en los carrillos y no dejas de hacer el tic nervioso, eres mi imagen misma -contestó Lázaro, muy orgulloso. Aquella noche los dos durmieron muy mal. A la mañana siguiente les sirvió el desayuno un guardia desconocido para ellos, puesto que era sábado, y los sábados Juliao tenía siempre su día libre. Todo esto lo había previsto ya Lázaro cuando escribió la fecha en el permiso.
El jorobado se hizo cargo del desayuno en la puerta sin dejar entrar al carcelero. Thomas Lieven roncaba en su camastro con la cabeza completamente cubierta por la manta. Después del desayuno se tragó Lázaro tres píldoras blancas y se tumbó en el camastro de Thomas Lieven. Thomas se puso el corto abrigo del jorobado y entre las ocho y las diez hizo un ensayo general. Luego se metió definitivamente el pan en la boca y el almohadón entre la espalda y la camisa. Se lo sujetó fuertemente para que la joroba no se desplazara. A las once regresó de nuevo el desconocido guardián. Lázaro dormía con la manta echada sobre la cabeza. El carcelero sostenía un permiso de puesta en libertad en la mano. —¡Lázaro Alcoba! Doblando las rodillas, Thomas se acercó al carcelero sin dejar un solo momento de mover nervioso las comisuras de los labios. —A sus órdenes -gruñó. El carcelero lo examinó detenidamente. Thomas empezó a sudar copiosamente. —¿Es usted Lázaro Alcoba? —Sí, señor. —¿Qué le pasa a ese otro que no se ha despertado aún? —Ha pasado muy mala noche -dijo Thomas-. ¿Qué desea usted de mí, señor? —Le ponen en libertad. Thomas se llevó la mano al corazón, se dejó caer al borde de su camastro y murmuró: —Siempre he sabido que al final vencería la justicia. —Déjese de tonterías y sígame, vamos ya. El carcelero le obligó a levantarse cogiéndole por los hombros..., pero al instante, Thomas dobló de nuevo las rodillas. «Maldita sea, resulta demasiado doloroso andar así. En fin, no creo que vaya a durar demasiado tiempo.» Siguió al carcelero por largos corredores en dirección a la administración de la cárcel. Abrían y cerraban continuamente pesadas puertas de hierro. «Con las rodillas dobladas, no creo que pueda resistirlo por más tiempo... Si me cogen unos calambres, si me quedo tendido en medio de uno de esos corredores...»
Escaleras y más escaleras... «Eso no lo resisto por más tiempo...» Más corredores. El carcelero se volvió hacia él: —¿Tiene usted calor, Alcoba? Está sudando, quítese el abrigo. —No, no... Es solamente la emoción... Al contrario, tengo frío. Llegaron al despacho. Una valla de madera dividía la estancia en dos mitades. Detrás de la valla trabajaban tres funcionarios. Y delante de la valla habían otros dos presos que iban a ser puestos en libertad. Thomas vio al instante dos cosas: que los funcionarios no tenían prisas y que no había ninguna silla donde sentarse. Un reloj en la pared señalaba las once y diez. A las doce menos cinco no habían terminado aún de despachar la documentación de los otros dos presos. Thomas Lieven veía ya girar unas ruedas rojas ante sus ojos, temía a cada momento perder el conocimiento, las rodillas le dolían de un modo terrible, pero no solamente las rodillas, sino también las pantorrillas, los muslos, los tobillos y las caderas. Prudentemente, apoyó primero un codo en la valla, luego los dos... «Dios mío, qué suerte, qué alivio...» —Eh, usted -le gritó uno de los funcionarios-. Apártese de la valla. ¿No puede estarse de pie durante unos pocos minutos? Esos individuos han nacido cansados. —Perdone, señor -dijo Thomas, muy sumiso. Apartó los brazos de la valla. Y al instante siguiente cayó a tierra. No podía ya más. Desesperado, se dijo: «No debo perder el conocimiento. En este caso me quitarían el abrigo. Y descubrirían entonces lo que ocurre. Mi joroba...» No perdió el conocimiento, y cuando comprobaron que el preso había sufrido un ataque de debilidad, le ofrecieron incluso una silla donde sentarse. «Imbécil de mí -se dijo Thomas Lieven-. Esto hubiese podido haberme ocurrido antes.» A las doce y media, el funcionario hizo una pausa. Finalmente, uno de ellos metió un formulario en la máquina de escribir. —Pura formalidad -dijo, amable-. He de tomar sus datos personales para que no exista ninguna posible confusión. «Sí, prestad mucha atención», se dijo Thomas Lieven. Desde que le habían permitido sentarse en la silla se encontraba mucho mejor. Repitió de memoria los datos que le había enseñado su amigo: Lázaro Alcoba, soltero, católico, nacido en Lisboa el 12 de abril de
1905... —¿Última residencia? —Rua Pampulha, 51. El funcionario comprobó estos datos con los que figuraban en otro formulario y siguió escribiendo. —Qué pronto ha perdido el pelo -comentó. —Pues sí, mire usted, cuestión de mala suerte. Thomas se puso en pie y dobló las rodillas. El funcionario lo miró detenidamente. —¿Características especiales? —La joroba y la cara... —Sí, sí... Hum... Siéntese usted... El funcionario terminó de releer el formulario. Luego le condujo a una habitación contigua. Le habían permitido conservar en la cárcel su traje, su ropa interior y su amado reloj de repetición. Ahora le entregaban el pasaporte, los documentos personales de su amigo, el dinero de Lázaro, su cortaplumas y su maletín. —Firme el recibí -le dijeron. Y Thomas firmó: «Alcoba, Lázaro.» «Mi último dinero y mi famoso pasaporte de agente secreto francés a nombre de Jean Leblanc se han ido al diablo... Mi amigo el pintor habrá de fabricarme uno nuevo», se dijo triste. Thomas había confiado poder salir de la cárcel a las dos y media, pero esto se reveló como un nuevo y grave error, A través de muchos corredores le llevaron a presencia del cura de la cárcel. Éste, un hombre ya de edad, le habló muy persuasivamente y quedó profundamente impresionado cuando el antiguo presidiario solicitó escuchar el sermón de rodillas... A las tres menos diez del día 16 de noviembre de 1940 se dirigió Thomas Lieven, tambaleándose más que andando, al patio de la cárcel. Por última vez tuvo que enseñar allí su documentación mientras las comisuras de los labios le temblaban más violentamente que nunca. —Buena suerte, viejo -le dijo el carcelero que abrió la pesada puerta de hierro. Thomas Lieven cruzó el portal que le conducía a una incierta libertad. Hizo un esfuerzo por llegar hasta la siguiente esquina. Al llegar allí se desplomó y tuvo que hacer un nuevo esfuerzo sobrehumano para arrastrarse
hasta el portal de la casa más próxima. Allí se sentó en las escaleras y lloró de rabia y agotamiento. Había perdido su dinero, su pasaporte, todo lo que poseía. Y su barco había partido ya.
9 Aquel mismo día descubrieron la fuga del preso Jean Leblanc. El carcelero encontró en su celda solamente a Lázaro Alcoba sumido en un profundo sueño. El médico, advertido al instante, constató que Alcoba no simulaba, sino que estaba aturdido por haber ingerido unos fuertes somníferos. El diagnóstico era verdad, pero lo cierto también es que Lázaro se había sumido voluntariamente en aquel sueño con tres píldoras que le había robado al médico durante una visita al dispensario... Con ayuda de inyectables y café muy fuerte lograron despertar al paciente. Que aquel hombre era Alcoba y ningún otro quedó demostrado, sin dudas de ninguna clase, cuando le desnudaron: ¡la joroba era de verdad! —Ese maldito Leblanc debe haberme dado algo con el desayuno, El café tenía un gusto muy amargo. Luego sufrí dolores de cabeza y mareo..., y luego no recuerdo ya nada más. Le conté que hoy me iban a poner en libertad. Esto me lo dijeron en la administración en donde trabajo. El guardián de día, que fue confrontado con Alcoba, dijo: —Pero si esta misma mañana he hablado con él cuando le he servido el desayuno. ¡Y más tarde yo mismo fui a sacarle de su celda! Y a esto respondió Lázaro Alcoba con una lógica que desarmó a los preocupados funcionarios: —Si esta mañana me hubiese usted sacado de la celda no estaría yo ahora aquí dentro. Todos comprendieron que el señor Jean Leblanc había emprendido la fuga disfrazado de Lázaro Alcoba. Mientras bostezaba aturdido todavía por las píldoras que había tomado, dijo Alcoba: —El permiso estaba extendido a mi nombre..., de modo que tienen que ponerme en libertad lo antes posible... —Sí, sí, desde luego, pero mientras dure la investigación nosotros no... —¡Oigan ustedes, o mañana por la mañana me ponen en libertad o le contaré al fiscal general lo que ocurre aquí! -gritó Lázaro. —¡Pereira, eh, Pereira! -gritaba Thomas Lieven por la misma hora. Llamaba a la puerta de la casa de su amigo el falsificador. Pero no
recibió ninguna respuesta. «O se ha vuelto a emborrachar o no está en casa», se dijo Thomas, que se había recuperado en cierto modo después de los esfuerzos pasados. Luego recordó que el pintor nunca solía cerrar su vivienda. Apretó el pomo y la puerta se abrió. Thomas cruzó el oscuro y pequeño corredor y entró en el gran taller, por cuya gigantesca ventana entraba la última luz del día. Por todos los lados se veían los lienzos de siempre y la vivienda estaba tan desordenada como de costumbre. Los ceniceros estaban llenos y encima de las mesas y sillas se veían muchos tubos de color, pinceles, plumas y paletas, que desconcertaban por su infinidad de colorido. Thomas entró en la cocina. Pero su barbudo amigo no estaba ahí. ¿Se habría ido a emborrachar a otro lado? Mala suerte. ¿Durante cuánto tiempo Pereira solía estar ausente de casa cuando se emborrachaba en otro lugar? ¿Una noche? ¿Dos días? ¿Tres? Después de las experiencias que Thomas había tenido con él cabía temer lo peor. «No me queda otro remedio que esperar a Pereira -se dijo Thomas-. Tal vez han descubierto ya mientras tanto que me he fugado. No puedo salir a la calle.» Se llevó la mano a la boca del estómago. Tenía hambre, había superado el momento de la depresión más baja. Rió para sí. Y entonces se dio cuenta de que temblaba todavía con los labios. Y también las rodillas le dolían. «No pensemos en todo esto, no pensemos más en el pasado», se dijo. En la cocina encontró pan blanco, tomates, huevos, queso, jamón y lengua, alcaparras, pimienta, pápikra y sardinas. Los vivos colores inspiraron a Thomas. «Voy a preparar pan de mosaico y tomates, rellenos. Y voy a preparar también la comida para Pereira. Necesitará algo fuerte para cuando regrese.» Thomas empezó a cocinar. De pronto golpeó con el cuchillo sobre el madero. Recordaba a Estrella. Esa bestia. Esa bruja. El pimiento rojo le hizo enfurecer aún más. ¡Todo el mundo se había confabulado contra él! ¡Todos eran sus enemigos! «¿Qué les habré hecho yo? Yo era un hombre decente, un respetado ciudadano. »¡Un poco más de pimienta! Mucha pimienta. ¡Que queme como la ira que me consume!
MENÚ Pan de mosaico * Tomates rellenos
19 de noviembre de 1940 Cocina fría para la ardiente ira Pan de mosaico Se descabeza por los dos extremos un pan para caviar o un pan blanco francés, se extrae con un tenedor toda la miga, sin estropear la corteza. Para el relleno se necesitan 125 gramos de mantequilla, 100 gramos de jamón, 100 gramos de lengua de ternera cocida, una yema de huevo dura, 75 gramos de queso, media cucharadita de alcaparras, 25 gramos de terebinto, algo de sardinas, mostaza, sal y pimienta. Se bate la mantequilla, se aplasta la yema, se cortan en pedacitos las alcaparras y el terebinto, se corta todo lo demás en pequeños cuadraditos y se mezcla todo ligeramente con las especias. Después se comprime fuertemente la masa en el pan vaciado, que debe dejarse enfriar durante algunas horas, antes de cortarlo en delgadas rebanadas, que se sirven en una fuente. Para que la fuente tenga una presencia aún más atractiva, se adornan las rebanadas de pan con tomates rellenos. Tomates rellenos Se vacían varios tomates bonitos y fuertes, se echa en su interior queso rallado y se introduce, en cada uno de ellos, medio huevo duro, cortado transversalmente, con el lado del corte hacia arriba. Se cubre con sal y pimienta, así como con perejil y puerro, picado muy finamente. «Vosotros todos, vosotros los del servicio secreto sois unos malditos perros. ¿Hasta dónde me habéis llevado? ¡Me habéis metido en la cárcel! Me he fugado de allí. Ahora sé falsificar documentos y manejar el revólver, hacer buen uso de los venenos y hacer estallar máquinas infernales. Disparar, hacer señales Morse, jiu-jitsu, boxear, luchar, saltar, correr, instalar micrófonos, fiebre, diabetes..., todo eso lo sé hacer yo. ¿Acaso son éstos unos conocimientos de los que puede enorgullecerse un banquero?
»No siento ya compasión por nadie, ni por nada. ¡Bastal ¡Estoy harto de todo! ¡Ahora vais a saber quién soy yo! Todos vosotros, todo el mundo. »Ahora os voy a atacar con todos mis conocimientos criminalistas como un lobo hambriento. Ahora sí que falsificaré, simularé, haré señales Morse e instalaré micrófonos... A partir de ahora os engañaré y amenazaré, del mismo modo que vosotros me habéis engañado, amenazado y engañado. Ahora voy a empezar mi guerra. La guerra de un solo hombre contra todos vosotros... Y no habrá armisticios, pactos ni alianzas..., con nadie.» Un poco más de pimienta. Y un poco más de pimentón. Y sal. «Y lo mismo que esta masa informe me gustaría teneros a todos vosotros entre mis manos, perros...» Se abrió la puerta de la vivienda. «Debe ser Pereira», se dijo Thomas, volviendo a la realidad del momento y olvidándose de sus amenazas. —¡Estoy en la cocina! -gritó. Al instante siguiente se presentó una persona en el umbral de la puerta que daba a la cocina. Pero no era el barbudo pintor Reynaldo Pereira. Y tampoco era un hombre. Era una mujer.
10 Llevaba un abrigo de piel roja, zapatos rojos y un sombrero rojo, debajo del cual asomaba el pelo negro azulado. Los labios de la mujer eran grandes y rojos, los ojos eran grandes y negros. La piel de la cara era muy blanca. Llevaba hundidas las manos en los bolsillos del abrigo y miraba a Thomas Lieven con expresión inquisitiva. Su voz sonó metálica y un poco vulgar: —Buenas, Pereira. Usted no me conoce. —Yo... -empezó Thomas, pero la mujer le interrumpió con un violento movimiento de cabeza, haciendo volar los pelos de un lado a otro. —No tema usted, no soy de la «poli». Al contrario. «Me toma por Reynaldo Pereira -se dijo Thomas-. No es de extrañar.» —¿Quién..., quién le ha dado la dirección? -tartamudeó Thomas. La mujer de rojo le miró con ojos entornados. —¿Qué le ocurre a usted? ¿Nervios? ¿Miedo? ¿Coñac? —Pero, ¿por qué...? —¿Qué hace usted continuamente con su cara? ¿No puede estarse quieto? ¡Está temblando continuamente! —Ya pasará..., suele ocurrirme algunas veces, al atardecer. ¿Quién le ha dado a usted la dirección? La mujer de rojo se le acercó un paso. Olía muy bien. Y era muy hermosa. En voz baja, dijo: —Su dirección de usted me la ha dado un tal monsieur Débras. «El comandante Maurice Débras, del servicio secreto francés -se dijo Thomas, y experimentó un ligero sobresalto-. Esto era lo que me faltaba. El tercero al que he engañado. En fin, tenía que suceder un día u otro. Todos ellos me siguen los pasos: los franceses, los ingleses y los alemanes... Sólo puede ya tratarse de horas y soy un hombre muerto.» Como desde muy lejos oyó a la mujer hacer la siguiente pregunta. Y, de pronto, Thomas lo vio todo negro y rojo a su alrededor. La pregunta de la mujer confirmó sus peores presentimientos: —¿Conoce usted a un tal Jean Leblanc? Thomas hizo un ruido exagerado con la sartén y luego murmuró de una forma muy poco audible:
—¿Jean Leblanc? Nunca he oído este nombre... —¡Déjese de tonterías, Pereira; usted conoce al hombre! La hermosa bestia se sentó en un taburete y cruzó sus largas y bonitas piernas. —Vamos, no tenga tanto miedo. «Hay que ver cómo me trata esa mujer -se dijo Thomas-. Mi situación es indigna, muy indigna, insultante. ¿Por qué me he merecido todo esto? Yo, el banquero privado más joven de Londres. Yo, miembro de uno de los clubs más exclusivos de Londres. Yo, un hombre de excelente educación..., y ahora estoy aquí, en una pequeña y sucia cocina portuguesa, con una mujer para comérsela que me dice que no he de tenerle miedo. ¡Ésa va a saber quién soy yo!» Y Thomas Lieven, siempre tan educado, replicó a las palabras de la mujer: —¡Oye, muñeca, largo de aquí o vas a saber lo que es bueno! Un instante después había cambiado la situación. Se oyeron unos pasos y entró en la cocina un hombre barbudo, en pantalones de pana y un suéter raído. El hombre estaba muy borracho. A pesar de ello, su rostro se iluminó cuando vio a Thomas y saludó muy contento: —Bien venido a mi mísera cueva. Pero, meu amigo, ¿qué has hecho de tu pelo? Reynaldo, el pintor, había vuelto al hogar... De pronto, las tres personas que se encontraban en la cocina empezaron a hablar al mismo tiempo. La mujer de rojo se puso en pie de un salto, clavó sus ojos en Thomas y gritó: —¿De modo que usted no es Pereira? —Pues claro que no es Pereira -gritó a su vez el pintor-. ¿Qué es lo que ha bebido usted? Yo soy Pereira y éste es mi... —¡Cierra el pico! —... mi viejo amigo Leblanc. —¡Oh! —¿Y quién es usted..., hips-, mi hermosa dama? —Me llamo Chantal Tessier -dijo la hermosa mujer sin apartar la mirada de Thomas. Una expresión hambrienta dominó su rostro de gata. Y arrastrando las palabras, dijo-: ¿Monsieur Jean Leblanc en persona? ¡Vaya una feliz casualidad!
—¿Qué desea de mí? —En cierta ocasión le proporcionó usted un pasaporte falso a su amigo Débras. Débras me dijo: «Cuando precises de un pasaporte falso ve a Reynaldo Pereira, en la rua do Poco des Negros, y dile que te manda Jean Leblanc...» —¿Esto es lo que le dijo su amigo Débras? —Esto es lo que dijo mi amigo Débras. —¿Y no dijo nada más? —Sólo que era usted un hombre estupendo que le salvó la vida. «En fin, mejor de lo que cabía esperar», y añadió en voz alta y muy amable: —¿Se queda usted a comer con nosotros? ¿Me permite que le ayude a quitarse el abrigo, señorita Tessier? —Para usted, ¡Chantal! -La cara de gata sonrió y descubrió una fuerte dentadura de animal de presa. Chantal Tessier era una mujer muy consciente de sí misma, una mujer valiente, y con toda seguridad, fría como el hielo. Pero al parecer no estaba acostumbrada a que un caballero le ayudara a quitarse el abrigo. El animal de presa llevaba una falda negra muy ceñida y una blusa de seda blanca. «¡Diablos! -se dijo Thomas-, vaya cuerpo. A esta chiquilla no se le mojarán los pies cuando llueva...» Había pasado el momento de peligro. Thomas era de nuevo el de siempre. Muy educado y muy caballero frente a las mujeres. ¡Frente a toda clase de mujeres! Se sentaron al lado del pintor, que había empezado a comer ya. Comía con los dedos y hablaba con la boca llena. —¡Si yo supiera pintar como tú sabes cocinar, el viejo Goya sería un miserable perro a mi lado! -dijo el pintor. Thomas se volvió muy amable hacia la mujer: —¿De modo que usted tiene necesidad de un pasaporte, Chantal? —No. -Sus ojos estaban un poco húmedos y la aleta izquierda de la nariz le temblaba ligeramente. Era ésta una costumbre en ella-. No necesito un pasaporte, necesito siete. —¿Puedo preguntar algo? -preguntó el pintor, con la boca llena. —Primero trague lo que tiene en la boca -le cortó Thomas, irritado-. Y no nos interrumpa continuamente. Procure despabilarse un poco. -Y a
Chantal-: ¿Y para quién necesita usted estos pasaportes? —Para dos caballeros alemanes, dos franceses y tres húngaros. —Al parecer, tiene usted amigos en todas las partes del mundo. —No es de extrañar, teniendo en cuenta mi profesión -rió Chantal-. ¡Soy guía turista! —¿Y qué rutas les enseña a los turistas? —Desde Francia, a través de España hasta Portugal. Un negocio que rinde mucho. —¿Y cuántas veces hace el viaje? —Una vez al mes. Los grupos son cada vez más numerosos. Con pasaportes falsos o, incluso, sin ellos... —Puesto que hablamos de pasaportes... -intervino el pintor; pero Thomas le obligó a callarse con un gesto de su mano. —Acompaño solamente a personas ricas. Soy muy cara. Pero nunca les ha pasado nada malo a los de mi grupo. ¡Conozco la frontera palmo a palmo! ¡Conozco a todos los agentes en la frontera! Y en la última expedición he traído a siete caballeros que necesitan siete pasaportes. -Le dio un golpecito al pintor-. Podrás ganar mucho dinero, viejo. —También yo necesito un pasaporte -dijo Thomas. —Ay, madre de Dios -exclamó el barbudo-. Cuando no me queda un solo pasaporte. —¿De los treinta y siete pasaportes viejos que le traje a usted...? preguntó Thomas, indignado. —¿Cuándo? Hace ya seis semanas de ello. ¿Qué cree que ha pasado aquí? En sólo catorce días desaparecieron todos. Lo siento de veras..., pero no me queda uno solo... ¡Ni uno solo! Esto es precisamente lo que quería explicarle todo el rato...
11 Alrededor del Largo de Chiado, una plaza de ensueño con árboles centenarios, están situadas la Pastelería Marques y otras cafeterías conocidas por sus exquisitos dulces. En un rincón de la cafetería Caravela se sentaban, a última hora del 16 de noviembre de 1940, dos hombres. Uno de ellos tomaba un whisky y el otro un helado con nata. El que tomaba el whisky era el agente británico Peter Lovejoy, y el que consumía el helado, un gigante bonachón y muy gordo de alegres ojillos de cerdo y cara rosada de niño. Se llamaba Luis Guzmao. Peter Lovejoy y Luis Guzmao se conocían desde hacía dos años y en más de una ocasión habían colaborado con pleno éxito... —Bien, ha llegado el momento -dijo Lovejoy-, hoy he recibido la noticia de que se ha fugado de la cárcel. —En este caso, hemos de apresurarnos para dar con él mientras esté todavía en Lisboa -dijo Guzmao, y tomó una nueva cucharada de helado. El helado con nata era lo que más le gustaba en este mundo. —Exacto -asintió Lovejoy en voz baja-. ¿Cómo piensa hacerlo? —Creo que lo mejor será una pistola con amortiguador. ¿Qué hay del dinero? ¿Lo ha traído? —Sí, cinco mil escudos ahora y cinco mil más cuando..., en fin, luego. Lovejoy tomó un sorbo de whisky y se dijo enojado: «Me ha dado cinco mil escudos; ésta es su participación en el asunto. Vaya con ese elegante comandante Loos... Después de hablar con Guzmao se ha retirado; quiere tener las manos limpias.» Lovejoy ahogó su ira hacia el agente alemán con un nuevo sorbo de whisky. Luego dijo: —Preste mucha atención, Guzmao: Leblanc se ha fugado de la cárcel disfrazado como un tal Lázaro Alcoba. Ese Alcoba es bajo, jorobado, calvo. Y describió al jorobado tan exactamente como lo había hecho la persona de confianza que tenía en la cárcel-. Leblanc sabe que los ingleses y los alemanes andan tras él. De modo que, con toda seguridad, se mantendrá oculto. —¿Dónde?
—Tiene un amigo en la ciudad, un pintor borracho que vive en la parte baja, rua do Poco des Negros, 16. Apostaría que ha ido allí y seguirá representando al jorobado por miedo a nosotros..., o asumirá de nuevo el papel de Jean Leblanc..., por miedo a la policía. —¿Qué aspecto tiene ese Jean Leblanc? Lovejoy le describió con gran minuciosidad a Thomas Lieven. —¿Y el jorobado? —En la cárcel. No tema usted. Si en la rua do Poco des Negros ve a un jorobado calvo que responde al nombre de Leblanc, no tiene que hacerle otras preguntas... Pocos minutos después de las ocho de la mañana del 17 de noviembre de 1940, Lázaro Alcoba, condenado ya en once ocasiones anteriores, soltero, nacido en Lisboa el 12 de abril de 1905, fue llevado a presencia del director de la Aljube. El director, un hombre alto y delgado, le dijo: —Tengo entendido que usted lanzó ayer unas amenazas, Alcoba. La boca del jorobado temblaba también cuando habló: —Señor director, me defendí cuando me dijeron que no podían ponerme en libertad por haber colaborado en la fuga de ese Jean Leblanc. —Estoy, plenamente convencido de que colaboró usted con él, Alcoba. Dijo usted que pensaba dirigirse al señor fiscal general. —Señor director, sólo me dirigiré al señor fiscal general en el caso de que no me pongan en libertad al momento. ¡Yo no tengo la culpa de que ese Leblanc haya huido valiéndose de mi nombre! —Oiga usted, Alcoba, le vamos a poner en libertad... El jorobado sonrió: —Me lo imaginaba... —... no porque tengamos miedo de usted, sino porque, efectivamente, se ha recibido la orden. Se presentará usted cada día en la correspondiente comisaría de policía y no está autorizado a abandonar Lisboa. —Sí, señor director. —No sonría de un modo tan estúpido, Alcoba. Tengo la seguridad de que muy pronto le tendremos de nuevo entre nosotros. Lo mejor que podría hacer es quedarse ya aquí. Un hombre como usted está siempre mejor entre rejas.
12 Los sinuosos y estrechos callejones del barrio viejo de la ciudad, con sus antiguos palacetes estilo Rococó y sus mansiones de colorados ladrillos, se hallaban sumidos en el silencio de la hora de la siesta. De infinidad de cuerdas pendía una ropa de una blancura inmaculada. Árboles retorcidos crecían en los patios empedrados. De vez en cuando se abrían los muros y entonces podía verse el cercano río. Y Thomas Lieven miraba también en dirección al río. Se hallaba junto a la ventana de su amigo, el pintor borracho. Chantal Tessier estaba a su lado. Había vuelto a la rua do Pocos des Negros para despedirse. Tenía que regresar a Marsella. E insistía en que Thomas la acompañara. Chantal estaba muy inquieta, la aleta de su nariz temblaba de nuevo. Apoyó su mano en el brazo de Thomas Lieven. —Venga usted conmigo; seremos socios. Tengo algunos negocios para usted y no se trata de acompañar turistas. Aquí está usted atado de manos y pies. Pero en Marsella..., oh, Dios, ¡allí podríamos hacer las cosas en grande! Thomas denegó con un movimiento de cabeza y fijó su mirada en las aguas del Tajo. Las aguas fluían hacia el Atlántico, lentas e indolentes. Y allá abajo, en la desembocadura del Atlántico, había barcos prestos a hacerse a la mar y llevarse a los perseguidos, a los humillados y aterrorizados a países lejanos y libres. Allí esperaban los barcos a aquellos pasajeros que estuvieran en posesión de pasaportes y visados de entrada y dinero. Thomas no poseía ya ningún pasaporte. Y tampoco un visado de entrada, Y menos aún, dinero. Lo único que poseía era el traje que llevaba encima. De pronto se sintió terriblemente cansado. Como en un círculo vicioso, toda su vida anterior giraba por su mente; una vida de la que no había escapatoria posible. —Su proposición me honra, Chantal. Es usted una mujer hermosa. Y, sin duda alguna, un maravilloso camarada. -Volvió la mirada hacia la mujer y le sonrió, y aquella mujer, que tenía cara de gata salvaje, se ruborizó como una colegiala. Dio unos golpecitos con el pie contra el suelo y dijo: —Déjese ya de tonterías...
Pero Thomas prosiguió: —Y tiene usted también un buen corazón. Pero, mire usted, yo he sido banquero y quiero volver a ser banquero. Reynaldo Pereira levantó la mirada de la mesa cubierta de colores, tubos y pinceles. En aquellos momentos estaba sobrio y pintaba un cuadro muy extraño. —Jean, creo que Chantal está en lo cierto. Ella le llevará hasta Marsella. Y en Marsella es mucho más fácil conseguir un pasaporte falso que aquí, donde la policía le anda buscando a usted. Y no hablemos ya de sus otros amigos. —Pero, Dios santo, ¡si acabo de llegar de Marsella! ¿Acaso todo ha sido en vano? Chantal habló de un modo brutal y agresivo: —Es usted un sentimental estúpido si no quiere comprender lo que está en juego. Ha tenido usted mala suerte. Está bien. ¡Todos nosotros, alguna que otra vez, hemos tenido mala suerte en la vida! Pero lo que usted necesita en estos momentos es dinero y vestirse de nuevo de un modo decente. «Si no hubiese tomado aquellas lecciones particulares en la celda de Alcoba, no sabría ahora cuáles son las intenciones de la mujer», pensó Thomas. Con expresión muy triste, dijo: —Con ayuda de Pereira conseguiré un pasaporte nuevo. Y, en cuanto al dinero, tengo un amigo en América del Sur al que voy a escribir. No, no, déjeme, sé valerme por mí mismo, yo... Pero no terminó la frase, puesto que en aquel momento unos disparos rompieron el silencio. Chantal lanzó un grito ahogado. Al ponerse en pie de un salto, Pereira volcó un tarro de pintura. Los tres se miraron horrorizados. Pasaron tres segundos... Luego se oyeron las voces alarmadas de unos hombres y los gritos de mujeres y lloros de niños. Thomas corrió hacia la cocina y abrió la ventana. Miró hacia el viejo patio. Hombres, mujeres y niños corrían y rodeaban a una figura humana que estaba tendida sobre las losas; un hombre bajo, pequeño y jorobado...
13 —¡Lázaro, Lázaro! ¿Me oyes? Thomas se arrodilló junto al hombrecillo tendido sobre las losas. Detrás de él se agolpaba gente desconocida, hombres y mujeres. La sangre manaba de las heridas de Alcoba. Le habían alcanzado varias balas en el pecho y en el vientre. El hombre estaba inmóvil, los ojos cerrados. Ahora no temblaban ya las comisuras de sus labios. —Lázaro... -gimió Thomas Lieven. El pequeño jorobado abrió los ojos. Sus pupilas estaban enturbiadas, pero, a pesar de ello, reconoció al hombre que se inclinaba sobre él. —Lárgate, Jean -musitó-, lárgate lo antes posible..., esto iba destinado a ti... -Y un hilillo de sangre manó de sus labios. —No hables, Lázaro -imploró Thomas a su amigo. Pero el jorobado susurró de nuevo: —El individuo gritó Leblanc antes de disparar..., me tomo por ti... Las lágrimas se agolparon en los ojos de Thomas, lágrimas de ira y de tristeza. —No hables, Lázaro..., al instante vendrá un médico..., te operarán... —Es... demasiado tarde... -El jorobado fijó su mirada en Thomas y, de pronto, sonrió, astuto y malicioso, y dijo con muchas dificultades-: Lástima, pequeño..., juntos hubiésemos podido haber hecho todavía un par de negocios... -Y se esfumó la sonrisa. Los ojos perdieron todo su brillo. Cuando Thomas se puso en pie, los hombres y mujeres que se habían congregado allí le dejaron pasar en silencio porque vieron que sus ojos estaban bañados en lágrimas. A través de las lágrimas, Thomas vio a Chantal y a Pereira, que se mantenían algo apartados. Tambaleándose, se acercó a ellos. Tropezó y hubiese caído a tierra si el pintor no le hubiese sostenido. Por el portal que daba a la calle entraron dos policías y un médico. Mientras el médico examinaba al muerto, los hombres hablaban todos a la vez con los policías. Habían ido llegando más curiosos y se oían ahora muchas voces en el patio. Thomas se limpió los ojos y fijó su mirada en Chantal. Sabía que si en
aquellos momentos no actuaba muy rápidamente todo estaría perdido. El destino podía decidirse en un abrir y cerrar de ojos, en una fracción de segundo... Dos minutos más tarde, los policías se enteraban de las declaraciones de los testigos oculares y sabían también que un desconocido había hablado con la víctima antes de fallecer. —¿Dónde está el hombre? —¡Se ha ido por allí! -gritó una anciana, y señaló con su huesuda mano hacia la otra puerta del patio. Pero allí sólo estaba ahora Pereira, el pintor. —¡Eh, usted! -gritó uno de los policías-. ¿Dónde está el hombre que ha hablado con la víctima? —¿Y yo qué sé? -respondió Pereira. Al mismo tiempo, cerraba el médico los ojos del difunto. En la muerte, el rostro del feo Lázaro Alcoba había adquirido una cierta dignidad.
14 En los Pirineos hacia mucho frío. Soplaba un cortante viento del Este por las cordilleras de tierra rojiza que separan Aragón del sur de Francia. En la mañana del 23 de noviembre de 1940, dos solitarios excursionistas avanzaban en dirección norte, hacia el paso de Roncesvalles; una mujer y un hombre. Los dos llevaban botas de montaña, sombreros de fieltro y chaquetas forradas de lana. Los dos iban cargados con pesadas mochilas. La mujer iba delante. Nunca antes en su vida había llevado Thomas Lieven pesadas botas en sus pies y nunca tampoco había llevado una chaqueta alpina forrada de lana. Y nunca en su vida había escalado unos peligrosos senderos en los altos montes. Misterioso e irreal como todo durante aquellos últimos cinco días se le antojaba, también ahora, aquella escalada entre la niebla, llena de sombras extrañas y deformes. Caminaba con los pies doloridos y llenos de ampollas detrás de Chantal Tessier. Aquella Chantal era un auténtico compañero, un amigo..., y esto lo había demostrado con creces durante aquellos últimos cinco días. Conocía Portugal y España como la palma de su mano; conocía a todos los agentes en las aduanas, a los inspectores de policía en los trenes y a muchos campesinos que daban de comer y albergaban en sus casas a desconocidos sin hacer preguntas. Los pantalones, que llevaba puestos, las botas, la chaqueta, el sombrero, todo esto se lo había comprado Chantal. Y también el dinero que llevaba en el bolsillo. Ella le había dado el dinero..., se lo había «anticipado», como dijo. Desde Lisboa habían tomado varios trenes hasta Vigo. Habían pasado por dos controles. Y a los dos había logrado escapar Thomas con la ayuda de Chantal. Habían continuado el viaje desde Vigo por León y Burgos. En España habían encontrado muchos más controles y más policía. A pesar de ello, todo había salido a pedir de boca..., gracias a Chantal. Ahora llegaban a la última frontera, el paso a Francia. Las correas de la mochila se hundían en los hombros de Thomas Lieven, le dolían todos los huesos de su cuerpo. Estaba tan agotado, que a gusto se hubiese echado a dormir sobre las peladas rocas. Sus pensamientos volaban en todas
direcciones mientras seguía a Chantal... Pobre Lázaro Alcoba... ¿Quién le habría asesinado? ¿Quién había ordenado su muerte? ¿Los ingleses? ¿Los alemanes? ¿Se descubriría algún día quién había sido su asesino? ¿Cuánto tiempo de vida le quedaba a él mismo? «Corro por estos bosques, hundidos en la niebla, como si fuera un contrabandista, un criminal... Locura, locura, esto es una pesadilla, no es verdad, es grotesco, es una pesadilla y, sin embargo, es una sangrienta realidad...» El camino se hizo más llano, el bosque menos profundo y llegaron a un claro. Allí vieron una cabaña. Thomas seguía a la, al parecer, incansable Chantal en dirección a la cabaña cuando, de pronto, sonaron tres disparos muy cerca de ellos. Como un relámpago se volvió Chantal y como un rayo se acercó a Thomas. En un par de saltos llegaron hasta la cabaña, entraron y se arrojaron sobre la paja. De nuevo se oyó un disparo y luego otro. Después oyeron la voz de un hombre pero no entendieron lo que decía. —Silencio -musitó Chantal-, no se mueva..., pueden ser carabineros. «O también pueden ser los otros -se dijo Thomas, amargado-. Y lo más probable es que sean los otros. Esos caballeros en Lisboa no habrán tardado mucho en comprobar que cometieron un grave error... Un error que ahora pueden reparar...» Thomas sentía a Chantal a su lado. La mujer permanecía inmóvil, pero Thomas percibía la tensión, el esfuerzo con que ella se forzaba a mantenerse inmóvil. En aquel momento tomó una decisión. ¡No quería poner en peligro otra vida humana! Sabía que la muerte del pobre Lázaro le acompañaría hasta el final de sus días. «Basta ya -se dijo Thomas Lieven-. Estoy harto de este juego. Es preferible terminar de una vez, que vivir siempre en estado de miedo y de zozobra. No sigáis buscando, estúpidos asesinos. Me entrego, pero dejad en paz a esta inocente...» Rápidamente se soltó las correas de la mochila y se puso en pie de un salto. Chantal le imitó. En su rostro muy blanco ardían los ojos, y murmuró entre dientes:
—No te muevas, loco... -Y con todas sus fuerzas quiso retenerle. —Lo siento, Chantal -murmuró Thomas, y usó una llave de jiu-jitsu de la que sabía le haría perder el conocimiento a Chantal durante unos segundos. La mujer lanzó un gemido y se desplomó. Thomas salió al exterior... Vio a los dos hombres armados con fusiles acercarse a él. Avanzaban por el claro del bosque, pisando la yerba húmeda. Thomas salió a su encuentro. Y se dijo con una estúpida sensación de alivio: «Por lo menos, no podréis dispararme por la espalda.» Thomas dio un paso y luego otro. Los hombres bajaron sus fusiles, y se acercaron rápidamente. Thomas no los había visto en su vida. Iban vestidos del mismo modo que él. Los dos eran más bien bajos y gordos. Uno de ellos llevaba bigotes y el otro gafas. Se detuvieron. El hombrecillo de las gafas se quitó el sombrero y dijo muy amable en español: —Buenos días. —¿Acaso lo ha visto usted? -preguntó el de los bigotes Todo empezó a girar en torno a Thomas, los hombres, los árboles..., y preguntó casi sin voz: —¿A quién? —El ciervo -dijo el de las gafas. —Yo le he dado -dijo el de los bigotes-. Sé muy bien que le he dado. Vi cómo se desplomaba. Pero se ha escapado arrastrándose. —Debe estar muy cerca de aquí -dijo su amigo. —No le he visto -dijo Thomas, en su deficiente español —Oh, extranjero..., otro que huye de allí -dijo el de las gafas, Thomas se limitó a asentir con un movimiento de cabeza. Los dos españoles intercambiaron unas miradas. —Olvidaremos que le hemos visto a usted -dijo el de los bigotes-. Buenos días y... buen viaje... -Se quitaron de nuevo los sombreros. Thomas les imitó. Los cazadores prosiguieron su camino y desaparecieron en el bosque. Thomas respiró a fondo durante unos instantes y, luego, regresó a la cabaña. Chantal se había sentado sobre la paja y se frotaba el cuello que estaba enrojecido. Thomas se sentó a su lado y dijo: —Perdone lo de antes, pero yo no quería... que usted... -Empezó a
tartamudear y dijo, finalmente-: Eran sólo unos cazadores. Inesperadamente, Chantal le abrazó apasionadamente. Los dos cayeron de espaldas. Inclinada sobre Thomas, musitó Chantal: —Has querido protegerme, no querías que yo corriera peligro alguno, has pensado en mí... -Sus manos acariciaban dulcemente el rostro del hombre-. Esto nunca lo había hecho un hombre antes..., ningún hombre en mi vida... -¿Qué? —Pensar en mí... Y los besos de la mujer hicieron que Thomas se olvidara del pasado y del futuro...
15 En el año 1942, seis mil soldados alemanes rodearon el viejo barrio portuario de Marsella y obligaron a sus habitantes, unas veinte mil personas, a abandonar en el plazo de dos horas sus viviendas, permitiéndoles llevarse consigo un máximo de treinta kilos de peso. Fueron detenidas más de trescientas personas con antecedentes penales. Todo el barrio del puerto fue volado. De esta forma, desaparecía el centro del vicio más conocido y colorido de Europa, el punto de partida de empresas criminales de toda índole. Pero durante los años 1940 y 1941, el viejo barrio portuario experimentó su más alto y vivo florecimiento. En las sombrías casas detrás del ayuntamiento residían súbditos de todos los países: fugitivos, traficantes del mercado negro, asesinos buscados por la policía, falsificadores, conjuradores políticos y legiones de mujeres de vida fácil. La policía se sentía impotente y procuraba siempre no verse obligada a penetrar en el «barrio viejo». Los dueños y señores de aquel oscuro imperio eran los jefes de las diversas bandas que se combatían sin cuartel. Y los miembros de estas bandas eran franceses, africanos, armenios, muchos corsos y también españoles. Los jefes de las bandas eran conocidos en toda la ciudad. Sólo en compañía de sus guardaespaldas hacían acto de presencia en los oscuros y estrechos callejones. El Estado destinaba a los funcionarios del Controle économique, a combatir el contrabando y el tráfico en el mercado negro. Pero la mayor parte de estos comisarios se dejaban sobornar y, además, se revelaron como muy cobardes. Cuando se hacía oscuro no se atrevían ya a salir a la calle y entonces empezaba el transporte de las mercancías y también de cabezas de ganado que eran sacrificados en los mataderos clandestinos y suministrados a determinados restaurantes. Y de estas fuentes procedían también las patas de cordero, la mantequilla, las judías verdes y otros condimentos con los que la noche del 25 de noviembre de 1940 preparaba Thomas Lieven una sabrosa cena en la cocina de Chantal Tessier.
Chantal residía en la rue Chevalier Rose. Si se asomaba por la ventana, podía ver las sucias aguas del «viejo pueblos y las coloridas luces de los numerosos cafés que lo rodeaban. Las dimensiones y la decoración del piso de Chantal habían sorprendido y desconcertado a Thomas. Mucho era bárbaro, por ejemplo, la combinación de unas lámparas ultramodernas al lado de muebles antiguos de auténtico valor. Era evidente que Chantal había ido creciendo sin tener la menor noción de lo que es cultura. Aquella noche lucía un elegante vestido de seda china, muy ceñido, muy cerrado. Se había sujetado a la cintura un cinturón de piel muy pesada de unos cuatro dedos de ancho. Chantal revelaba un gusto extraño por la piel sin curtir y por su olor. Thomas, muy cortés, no hizo la menor crítica a esta disparatada combinación entre seda y piel. Por primera vez en su vida llevaba un traje que no era suyo, pero que le sentaba de maravilla. Inmediatamente después de su llegada, Chantal había abierto un gran armario lleno de camisas y ropa interior de caballero y en donde había muchas corbatas y trajes. —Toma lo que quieras -le dijo Chantal-. Pierre era de la misma talla que tú. Thomas precisaba de todo, puesto que no tenía nada que fuera suyo. Cuando preguntó por Pierre, le contestó la mujer: —No hagas tantas preguntas. Un amor mío. Nos hemos separado. Desde hace un año. No volverá por aquí... Chantal se había mostrado muy fría durante aquellas horas. Como si jamás hubiesen existido aquellos momentos de amor en la frontera. Y también ahora, durante la cena, estaba silenciosa, su rostro ensombrecido por graves pensamientos. Cuando empezaron a comer la pata de cordero, Thomas vio cómo volvía a temblar la aleta izquierda de su nariz. Cuando Thomas le sirvió las frutas en caramelo, un cercano campanario dio las diez. De pronto, hundió Chantal su cara entre sus manos y empezó a murmurar unas palabras incomprensibles. —¿Qué te pasa, querida? -preguntó Thomas. La mujer levantó la mirada. La aleta de su nariz seguía temblando, pero su hermoso rostro estaba ahora rígido como una máscara. En aquel momento habló de un modo muy sereno, y muy audible. —Las diez.
—Sí, ¿y qué? —En estos momentos están abajo. Cuando enchufe la gramola y ponga el disco J'ai deux amours, subirán. Thomas dejó sobre la mesa la cucharita de plata que sostenía entre los dedos, y preguntó: —¿Quién subirá? —El coronel Siméon y sus hombres... —¿El coronel Siméon? -preguntó Thomas, en voz baja. —Del Deuxième Bureau, sí. Te he traicionado, Jean. Soy el pedazo de basura más mísero que existe en el mundo. Se hizo el silencio en la habitación. Por fin, dijo Thomas: —¿Quieres otro melocotón? —¡Jean! ¡No seas así! ¡No lo resisto! ¿Por qué no me chillas, por qué no me pegas...? —Chantal -dijo Thomas, y tuvo la sensación de que le invadía un increíble cansancio-. Chantal, ¿por qué has hecho una cosa así? —Las autoridades aquí me tienen en su poder... Un asunto muy grave relacionado con Pierre. Una estafa... Y de pronto se presenta ese coronel Siméon y me dice: «Tráigame usted a Leblanc y tal vez podamos arreglar el asunto.» ¿ Qué hubieses hecho tú en mi lugar, Jean? ¡Yo no te conocía! «En fin, así es la vida -se dijo Thomas-. Y la vida continúa, y continúa y continúa... Uno persigue al otro. Una traiciona al otro. Uno mata al otro para que no le maten a él, —¿Y qué quiere Siméon de mí? -preguntó, en voz baja —Tiene instrucciones..., tú llamaste a engaño a los suyos con ciertas listas..., ¿es verdad? —Sí, es verdad. La mujer se puso en pie, se acercó a él y apoyó su maná en su hombro. —Quisiera llorar. Pero no me salen las lágrimas. Pégame¡ Mátame. ¡Haz algo, Jean! Y no me mires con esos ojos. Thomas se sentó silencioso y meditó. Luego preguntó en voz muy baja: —¿Qué disco has de poner? —J'ai deux amours -contestó la mujer. De pronto, una extraña sonrisa iluminó el pálido rostro del hombre. Se puso en pie. Chantal retrocedió un paso. Pero el hombre no la tocó. Fue a la habitación contigua. Allí estaba la gramola. Sonrió de nuevo cuando leyó el
título de la canción. Dio cuerda al aparato. Colocó la aguja en la primera ranura. Sonó la música. Y la voz de Josefina Baker cantó J'ai deux amours, la canción de los dos amores... Los pasos delante de la puerta se fueron acentuando. Más cerca. Muy cerca. Chantal estaba al lado de Thomas. Su respiración llegaba hasta él a través de los dientes, sus dientes de animal de presa que brillaban húmedos. Su pecho se alzaba y bajaba bajo la seda del vestido tan ceñido. —Lárgate, todavía estás a tiempo..., bajo la ventana del dormitorio hay un tejado... Thomas denegó con un movimiento de cabeza y sonrió. Chantal empezó a enfurecerse. —¡Imbécil! ¡Te convertirán en papilla! ¡Dentro de diez minutos serás un cadáver que flotará en las aguas del viejo puerto!
MENÚ Motiles marinières Pierna de cordero asada con judías verdes y pommes Dauphines * Frutas al caramelo
25 de noviembre de 1940 Con una pierna de cordero, suelta Thomas Lieven una lengua de mujer Moules marinières Se toman mejillones frescos, se lavan y cepillan cuidadosamente, y se introducen luego en una cacerola con una poca cantidad de líquido hirviendo, mitad agua, mitad vino blanco. Se dejan cocer con la cacerola tapada, agitando a menudo, hasta que se abren los mejillones, se echan luego sobre un tamiz y se separa la carne de los mejillones abiertos de sus conchas.
Entretanto, se ha preparado una salsa blanca con mantequilla y harina, a la que se añade el caldo de los mejillones, pasado a través de un tamiz, y se deja hervir bien todo el conjunto. Se añade todavía un chorro de vino blanco, se sazona con sal, pimienta y algo de zumo de limón y se mezcla luego la salsa con yema de huevo, batiendo bien. Se añade ahora la carne de los mejillones y perejil bien picado a la salsa y se deja hervir todavía una vez más. Pierna de cordero asada con ingredientes Se toma una buena pierna de cordero, se hace una pequeña incisión en el punto de inserción del hueso y se introduce en ella un diente de ajo. Se coloca la pierna en la sartén y se cubre abundantemente con mantequilla, se asa bien por todos los lados y se sala y adoba con pimienta a continuación. Se introduce después en el horno y se acaba de asar, con un buen calor. Se toman judías tiernas verdes, se limpian y se hierven con poca agua, hasta ablandarse. Si se utilizan conservas deben echarse sobre un tamiz, se deja escurrir bien el agua y se vierte luego encima agua hirviendo. Con ello pierden el sabor a conserva que pudieran tener. Se añaden las judías bien escurridas a la mantequilla, y se dejan calentar en ella. Al servirlas, se salpican con un poco de sal. Se pasan patatas hervidas con sal a través de la trituradora, se baten con huevos enteros, hasta formar una fina masa, y se adoba con una pizca de nuez moscada. Se moldean con la masa pequeñas bolas y se cuecen en manteca caliente, hasta que se abren, y adquieren un bello color pardusco. Frutas al caramelo Se toma azúcar fino y se deja fundir, agitando continuamente en una cacerola hasta tomar un color amarillo claro. Se echa luego agua y se deja hervir bien el caramelo de color claro. Se toman varios melocotones y peras peladas, cortados en cuatro pedazos, así como uvas frescas y se dejan ablandar en el caramelo. Se rellenan moldes de vidrio con la compota ya fría, se adorna con salpicaduras de nata y se echan por encima almendras picadas finamente. —Hubiese sido preferible que hubieses pensado en todo eso antes, mi corazón -dijo Thomas, muy amable. La mujer levantó la mano como si fuera a pegarle y dijo fuera de sí: —No digas tonterías..., precisamente en estos momentos... -Pero, al
instante siguiente empezó a sollozar. Llamaron a la puerta. —Abre -dijo Thomas, con voz dura. Chantal se llevó los puños a la boca y no se movió. Volvieron a llamar. Esta vez con mayor insistencia. Josefina Baker seguía cantando. Una voz de hombre que Thomas reconoció inmediatamente gritó: —¡Abran o disparamos contra el cerrojo! —Querido y bueno Siméon -murmuró Thomas-, siempre tan impulsivo. -Pasó por delante de Chantal que temblaba de pies a cabeza y se dirigió a la puerta. Golpeaban con los puños contra la puerta. Chantal había colocado una cadena de seguridad. Thomas bajó el pomo de la puerta y ésta se abrió hasta donde lo permitió la cadena de seguridad. Y por la rendija de la puerta asomó un zapato y un revólver. Thomas pisó con todas sus fuerzas el zapato y tiró hacia atrás el cañón del arma al tiempo que decía: —¡Tenga la bondad de retirar estas dos cosas, coronel! —¡Oiga usted! -gritó el coronel Siméon desde el otro lado de la puerta-. ¡Si no abre, disparo! —Pues dispare -contestó Thomas-, puesto que mientras apriete contra la puerta no puedo retirar la cadena de seguridad. Al cabo de unos segundos de vacilación, el coronel accedió a la petición de Thomas. Thomas abrió la puerta y, al instante siguiente el heroico Jules Siméon se plantaba delante de él y le hundía el cañón del revólver en la boca del estómago. «Pobrecillo -se dijo Thomas-, al parecer, en estos últimos meses no ha ganado mucho dinero; lleva el mismo abrigo de siempre.» —¡Qué alegría, coronel! -dijo Thomas, en voz alta-. ¿Cómo está usted? ¿Y qué hace nuestra encantadora Mimí? Marcando una mueca de desprecio con sus labios, dijo el coronel: —¡Su juego ha terminado, asqueroso traidor! —¿No le importaría a usted apuntar con el cañón de su revólver en otra dirección? Donde sea, pero no en la boca del estómago; acabo de comer. —Dentro de media hora se le habrán pasado a usted todos los problemas de digestión, ¡cerdo! -gritó Siméon, con apasionamiento. Otro hombre entró en el cuarto, un hombre alto, elegante, de sienes
grises y ojos inteligentes, el cuello del abrigo subido, las manos en los bolsillos, y un cigarrillo en la comisura de los labios... Maurice Débras. —Buenas noches -dijo Thomas- Sospeché que usted no andaría muy lejos, cuando Chantal me dijo el título del disco que había de tocar. ¿Cómo está usted, comandante Débras? —¡Corone] Débras! -gritó Siméon. Débras no respondió. En el instante, siguiente, un salvaje grito hizo volver la cabeza a todos ellos. Agazapada como un gato salvaje antes de dar el salto, apareció Chantal en el umbral de la puerta del salón con un puñal malayo en su diestra. —¡Fuera de aquí u os mato a los dos al mismo tiempo! ¡Dejad en paz a Jean...! Asustado, Siméon retrocedió dos pasos. «¡Gracias a Dios, ya no eres ni tan estúpido, ni tan ingenuo como cuando la conquista de París!», se dijo Thomas. Y añadió con expresión dura: —Déjate de tonterías, Chantal. A fin de cuentas, le habías prometido al coronel que me traicionarías. Chantal, inclinada hacia delante, gritó con voz aún más ronca: —Eso me importa un comino..., me he comportado como une salope..., pero puedo reparar este error... —¡Compórtate ya de una vez! -le dijo Thomas-. ¡Lo único que lograrás con todo esto es que te encierren entre rejas, estúpida! —Que me encierren..., todo me importa un comino... nunca había traicionado a una persona... ¡Corre al dormitorio, Jean! Estaba ahora al lado de Thomas. Thomas suspiró y movió la cabeza. De pronto, levantó su pie derecho y pegó con la punta del zapato en la muñeca derecha de Chantal. La mujer lanzó un grito de dolor. El puñal voló por los aires y, quedó clavado en el marco de la puerta. Thomas arrancó el puñal de la madera y se lo dio a Débras. —No sabe cuán penoso es para mí usar de la violencia con las mujeres, pero, con la señorita Tessier no se puede, al parecer, proceder de otro. modo... -Cogió su sombrero y abrigo-. ¿Nos vamos? Débras asintió en silencio y Siméon empujó a Thomas por la espalda obligándole a salir al corredor.
16 La puerta se cerró. Chantal quedó a solas. Unas fuertes convulsiones sacudían todo su cuerpo. Sin fuerzas, se dejó caer sobre la alfombra. Y allí se revolvió, gritando y sollozando. Finalmente, se puso en pie y entró en el salón. El disco había dejado de girar y la aguja producía un sonido rítmico. Chantal cogió la gramola con ambas manos y la estrelló contra la pared. Aquella noche, la peor de toda su vida, no logró conciliar el sueño. Se movía inquieta y nerviosa de un lado al otro en la cama, desesperada, culpable. Había traicionado a su amante. Ella era la culpable de su muerte. Tenía la absoluta certeza de que Débras y Siméon matarían a Thomas. Hacia el amanecer, quedó sumida en un inquieto sueño. Una potente voz de hombre que desafinaba mucho al cantar la despertó. Con la cabeza dolorida y los miembros que le pesaban como si fueran de plomo, se incorporó en la cama. Claramente oía ahora la voz del hombre que cantaba: J'ai deux amours... «Estoy loca, he perdido el juicio -se dijo, desesperada-. Oigo la voz..., la voz de un hombre muerto... ¡Oh, Dios!..., he perdido el juicio...» —¡Jean! -gritó. No obtuvo respuesta. Saltó de la cama tambaleándose. En camisón, salió corriendo del dormitorio. Quería salir corriendo de la casa... Pero se detuvo como petrificada. La puerta del cuarto de baño estaba abierta y en la bañera estaba Thomas Lieven. Chantal cerró los ojos. Chantal abrió de nuevo los ojos. Thomas seguía en la bañera. Chantal gimió: —Jean... —Buenos días, bestia -respondió el hombre. Arrastrando los pies llegó hasta la bañera y se sentó al bordé de la misma. —¿Qué... qué haces aquí? -tartamudeó. —Trato de enjabonarme la espalda. Si tuvieras la bondad de ayudarme un poco... —Pero... pero... pero...
—¿Decías algo? —Pero si te han fusilado..., tú estás muerto... —Si estuviera muerto, no me estaría enjabonando la espalda. ¿Qué tontería estás diciendo? Chantal, domínate un poco, por favor. No vives en una casa de locos, ni en la jungla. Le alargó un pedazo de jabón. La mujer lo cogió, lo arrojó al agua y gritó con todas sus fuerzas: —¡Cuéntame ahora mismo todo lo ocurrido! Hablando amenazador entre dientes, replicó Thomas: —Saca el jabón del agua. ¡Ahora mismo! Luego te daré la paliza que te tienes merecida. Sí, Chantal, hasta hoy no había pegado a una mujer. Pero con el tiempo me voy distanciando de mis principios más sagrados. Lávame la espalda, rápido. Chantal hundió el brazo en el agua de la bañera, pescó el pedazo de jabón e hizo lo que le ordenaba el hombre. —Poco a poco voy comprendiendo cómo te han de tratar a ti -dijo con expresión sombría. —¿Qué ha sucedido, Jean? -preguntó la mujer con voz ronca-. Cuéntamelo... —Se dice: cuéntamelo, por favor... —Por favor, Jean, por favor... —Esto ya me gusta más -dijo, satisfecho-. Un poco más arriba. Más a la izquierda. Más fuerte. Bien, después de haber salido de aquí, me llevaron al puerto...
17 Siméon y Débras condujeron en su coche a Thomas hasta el puerto. Soplaba un viento helado por los callejones del «barrio viejo». Los perros ladraban a la luna llena. No se veía a nadie por ningún lado. Débras se había sentado al volante del viejo Ford y Siméon en el asiento posterior, al lado de Thomas. El coronel sostenía un revólver en su mano. Ninguno de los tres hombres pronunció una sola palabra. Llegaron al Puerto Viejo. En los cafés de los traficantes del mercado negro, en el Quai du Port, ardían todavía las luces. Al llegar a la Intendance Sanitaire, Débras dobló hacia la derecha enfilando por el Quai de la Tourette y siguió por delante de la catedral en dirección norte, hasta la Place de la Joliette. Rodeó la gigantesca «tare Maritime» por el desierto bulevar de Dunkerque hasta llegar de nuevo al borde del agua en el Bassin de la Gare Maritime. El Ford pasó por unas vías de tren y se detuvo, finalmente, en el Muelle A. —¡Baje! -ordenó Siméon. Obediente, Thomas bajó del coche. El viento frío de otoño pegó contra su rostro. Olía a pescado. Las pocas farolas que había en el muelle se balanceaban peligrosamente. Oyó la sirena de un barco. Vio, entonces, cómo también Débras sostenía una pesada pistola en su mano. Hizo un ligero movimiento con el mentón. Thomas avanzó lentamente por el muelle. Todavía se adivinaba una sonrisa en sus labios, pero una sonrisa que se iba apagando por momentos. La luna se reflejaba en las sucias aguas. Todavía olía a pescado. Thomas seguía andando. Detrás de él oyó cómo Siméon tropezaba y lanzaba una maldición. «Vaya susto -se dijo Thomas-, lo más probable es que tenga el dedo en el gatillo. Confiemos que no vuelva a tropezar. Cuán fácilmente podría ocurrir una desgracia...» El coronel Débras no había pronunciado aún una sola palabra, ni una sola. Estaban ahora lejos, muy lejos, de todo otro ser viviente. «El que caiga al agua aquí pasará desapercibido durante mucho tiempo se dijo Thomas-. Sobre todo, si lleva un par de balas en el vientre.»
De pronto había terminado el muelle. El agua, las aguas negras. —¡Alto! -ordenó Siméon. Thomas se detuvo. Débras habló entonces, por primera vez aquella noche: —Vuélvase. Thomas se volvió. Fijó la mirada en Débras y Siméon oyó cómo los campanarios de Marsella tocaban los tres cuartos de hora, pero todos los sonidos y ruidos parecían proceder de muy lejos. —Las once menos cuarto, jefe -oyó comentar a Siméon-. Hemos de apresurarnos. ¡A las once hemos de estar en casa de madame! Thomas respiró a fondo y de nuevo apareció la sonrisa en sus labios y carraspeó discreto cuando un coronel le dijo al otro: —¡Cállese, imbécil! Sonriente se volvió Thomas hacia Débras: —No se enfade usted por haberle estropeado el juego En fin, también a mí me colocó en una situación comprometida frente a un teniente alemán... ¡A pesar de ello, es un buen muchacho! -Y le dio unos amistosos golpecitos en el hombro a Siméon que estaba profundamente confundido. Débras se guardó de nuevo el arma en el bolsillo y volvió la cabeza hacia un lado; muy a pesar suyo, sonreía y no quería que ni Thomas ni Siméon le vieran. —Por lo demás -prosiguió Thomas-, desde un principio comprendí que lo único que pretendían era asustarme y obligarme a trabajar de nuevo para ustedes. —¿ Cómo se le ocurre una cosa así? -tartamudeó Siméon. —Cuando oí el disco de Josefina Baker comprendí que el comandante no andaba muy lejos..., perdón, coronel; a propósito, le felicito por su ascenso... Bien, si ha venido expresamente de Casablanca no sería solamente para ser testigo de mi indigna muerte, ¿verdad? Débras le miró a la cara y asintió. —¡Por tres veces maldito boche! -gruñó. —Alejémonos de este lugar, tan poco atractivo. Los malos olores me molestan. No debemos hacer esperar a madame, en verdad que no. Y, además, me gustaría pasar por la estación. —¿Por la estación? -preguntó Siméon, incrédulo. —Allí hay una floristería que está abierta por las noches -le instruyó Thomas muy amable-. Quisiera comprar un par de orquídeas.
Josefina Baker se le apareció a Thomas Lieven mucho más hermosa que nunca. La mujer les recibió en el salón de su apartamento en el Hotel le Noailles, en la Canebiére, la calle principal de Marsella. Josefina llevaba el pelo azul negro formando una brillante corona en la cabeza y de sus orejas pendían unos grandes aros blancos. Su piel morena brillaba aterciopelada. Los reflejos del arco iris de un gran anillo con un rosetón de brillantes cegaron a Thomas Lieven cuando se inclinó para besar la mano de aquella mujer que él tanto admiraba. Muy seria aceptó Josefina Baker la caja de papel de celofán con las tres orquídeas de color rosado. Y muy seria, dijo también: —Le doy las gracias, señor Lieven. Por favor, siéntese usted. Maurice, ¿quieres servir el champaña, por favor? Estaban los tres solos, puesto que Débras, en un gesto de impaciencia, había mandado a Siméon de regreso a su casa. Thomas Lieven miró en torno a él por el salón. Vio un gran espejo y un piano de cola sobre el que había muchas partituras. Y Thomas vio también un cartel:
ÓPERA MARSELLA JOSEFINA BAKER en LA CRIOLLA
Ópera en tres actos de Jacques Offenbach Estreno: 24 de diciembre de 1940 El coronel Débras llenó las copas de cristal. —¡Brindemos por la mujer a quien usted ha de agradecer su vida, señor
Lieven! Thomas hizo una profunda inclinación de cabeza ante Josefina. —Siempre había confiado que usted comprendería mi forma de proceder, madame. Usted es mujer y, sin duda alguna, odia las violencias y las guerras, el derramamiento de sangre y el asesinato más que yo todavía. —Es verdad -dijo la hermosa mujer-. Pero amo también a mi patria. Nos ha causado usted graves perjuicios al destruir las listas auténticas. —Madame -respondió Thomas-, ¿acaso no le hubiese proporcionado más graves perjuicios a su país si no hubiese destruido las listas y las hubiese entregado a los alemanes? Débras intervino de nuevo en la conversación: —Eso es verdad, y no se hable más del asunto. ¡A fin de cuentas, usted me sacó de Madrid! Es usted un caso difícil, Lieven. Pero yo le juro a usted que si vuelve a engañarnos no beberá más champaña a pesar de que Josefina quiera justificar su forma de proceder. ¡La próxima vez no regresará usted del muelle! —Mire, Débras, le tengo simpatía a usted. De verdad, soy sincero. Y también le tengo grandes simpatías a Francia. Y yo le juro a usted..., si me obliga a trabajar de nuevo para usted, le engañaré, pues no tengo la menor intención de dañar a un país..., y tampoco al mío. —¿Y a la Gestapo? -preguntó Josefina en voz baja. —¿Cómo...? —¿Tendría prejuicios en perjudicar a la Gestapo? —Proceder en este sentido, madame, sería para mí un placer especial. El coronel Débras levantó una mano. —Sabrá usted que actualmente, y con ayuda de los ingleses, estamos organizando un nuevo servicio secreto y un movimiento de la Resistencia, tanto en la Francia ocupada como en la Francia libre. —Sí, lo sé. —Mis nuevos superiores en París ordenaron al coronel Siméon atraerle a usted a Marsella para poner fin a su vida. Pero antes de hacerlo habló con Josefina, y Josefina me llamó, rogándome que intercediera por usted... —Madame -y de nuevo hizo Thomas una profunda inclinación de cabeza-, ¿me permite llenar de nuevo su copa? —Lieven, yo he de regresar a Casablanca. Josefina me seguirá allí dentro de unas semanas. Hemos recibido ciertas órdenes de Londres. Siméon se quedará solo aquí. ¿Qué opinión le merece Siméon?
—Tendría que mentir -dijo Thomas, muy discreto. —Siméon es un hombre con el corazón de oro -suspiró Débras-. Un ferviente patriota. —¡Un heroico soldado! -exclamó Thomas. —¡Un valiente ambicioso! -dijo Josefina. —Sí, sí, sí -asintió Débras-, pero, desgraciadamente, le falta algo. Y todos nosotros sabemos lo que le falta y no es necesario expresarlo en palabras. Thomas asintió en silencio. —El valor no se demuestra solamente con los puños -comentó Josefina-. También se requiere cerebro. Usted, señor Lieven, y el coronel Siméon; el cerebro y el puño, ¡vaya equipo! —Él solo no podrá nunca llevar a cabo la misión que le ha sido confiada -dijo Débras. —¿Qué misión? Débras se mordió los labios. —La situación es grave, Lieven. No le voy a presentar a mis compatriotas mejores de lo que son. También entre nosotros hay cerdos. —Los hay en todas partes -asintió Thomas. —Nuestros cerdos franceses..., tanto en la zona ocupada como en la zona libre..., colaboran con los nazis. Traicionan a nuestra gente. Cerdos franceses, a sueldo de la Gestapo. Venden a su país. He dicho Gestapo, señor Lieven... —Lo he oído -respondió Thomas. —Usted es alemán. Usted sabe cómo tratar a los alemanes. Y, en todo momento, puede usted hacerse pasar por francés. —Dios santo, ya volvemos por esos andares... —Esos hombres no solamente traicionan a su país, sino, también, le roban -dijo Débras-. Mire usted, por ejemplo: hace solamente unos pocos días llegaron dos hombres de París..., traficantes en oro y divisas... —¿Franceses? —¡Franceses que trabajan a las órdenes de la Gestapo! —¿Cómo se llaman? —Jacques Bergier es uno de los traidores; el otro se llama Paul de Lesseps. Thomas Lieven miró durante largo rato con expresión ausente ante sí. Luego dijo:
—Bien, Débras, le ayudaré a usted a encontrar a esos dos traidores. ¿Me promete, sin embargo, que luego me dejará usted en libertad? —¿A dónde piensa ir entonces? —Eso ya lo sabe usted. A América del Sur. Allí me espera un amigo, el banquero Lindner. Yo ya no tengo dinero pero él sí tiene mucho... —Señor Lieven... —... posee un millón de dólares. Si usted me proporciona un pasaporte nuevo, con ayuda de éste conseguiré también el visado de entrada... —Señor Lieven, escuche usted... —... y si tengo el visado, entonces también tendré un pasaje en un barco -de pronto se interrumpió-. ¿Qué iba a decir usted? —Lo siento, señor Lieven, lo siento de verdad, pero temo que nunca más volverá usted a ver a su amigo Lindner. —¿Qué significa esto? Cuéntemelo todo, no me oculte nada. ¿Qué le ha sucedido a mi amigo Lindner? —Ha muerto -dijo Débras. —¿Muerto?-repitió Thomas. Su rostro cambió de color y palideció. Walter Lindner había muerto. «Mi última esperanza. Mi último amigo. Mi última posibilidad de abandonar este continente, en donde reina la locura...» —Usted estaba en la cárcel y no pudo enterarse -prosiguió Débras-. El barco de Lindner chocó el 3 de noviembre de 1940 cerca de las Bermudas con una mina a la deriva. El barco se hundió en menos de veinte minutos. Sólo hubo unos pocos supervivientes. Lindner y su esposa no figuraban entre ellos... Thomas Lieven dejó caer los hombros. Jugaba con la copa de champaña en su mano. —Si llega usted a tomar el barco, lo más probable es que también usted hubiese hallado la muerte -dijo Débras. —Sí -asintió Thomas Lieven-, por lo menos, esto es muy consolador...
18 A primeras horas de la mañana del 26 de noviembre de 1940, un Thomas Lieven silencioso y sumido en sus pensamientos, regresó del Hotel de Noailles, en el barrio viejo de Marsella, al apartamento en el segundo piso de la casa en la rue Chevalier Rose. En compañía de Josefina Baker y de Maurice Débras habían bebido mucho y habían hablado de muchos problemas. Por unos momentos se sintió tentado de darle una buena paliza a Chantal, que dormía en una cama completamente revuelta. Pero luego decidió tomar primero un baño caliente. Y en la bañera fue donde, finalmente, le encontró su hermosa amiga. Y mientras Chantal le frotaba la espalda le contó solamente lo imprescindible de su milagrosa salvación..., puesto que no confiaba aún plenamente en la mujer. —Me han soltado porque me necesitan -dijo finalmente- Quieren que les haga un favor. Y, por el momento, te necesito a ti. Creo que sobre esta base puede llegarse a una reconciliación entre tú y yo. Los ojos de Chantal volvieron a brillar. —¿Sabrías perdonarme? —No me queda otro remedio, puesto que te necesito... —No me importa el motivo, lo único que me interesa es que me perdones -susurró, y le besó-. Lo haré todo por ti. ¿Qué quieres de mí? —Un par de lingotes de oro... —¿Lingotes de... oro? ¿Cuánto? —Pues, digamos, por valor de cinco a diez millones de francos. —¿Lingotes de verdad? —No, de esos que tienen el interior de plomo. —Si solamente se trata de esto... —¡Eres una miserable! Por culpa tuya me he visto metido de nuevo en todo esto. ¡No frotes tan fuerte! La mujer frotó con más fuerza aún. —¡No sabes cuánto me alegra que no te hayan liquidado querido! —¡Te he dicho que dejes de frotar!
La mujer rió y empezó a hacerle cosquillas. —¡Basta ya o te doy un azote! —¡Espera! Y el hombre la cogió por los brazos y la atrajo dentro de la bañera. Chantal gritó y rió y escupió agua hasta que permaneció silenciosa entre los brazos del hombre. De pronto recordó al pobre Lázaro Alcoba, al pobre Walter Lindner y su esposa, a los pasajeros del barco que se había hundido, a los marinos, a los pobres soldados en las trincheras, a todos los desgraciados seres humanos. ¡Cuán corta es la vida! Cuán difícil es vivir. ¡Qué terrible era su finí Y cuán poca felicidad existe en este mundo.
19 El miércoles 4 de diciembre de 1940 se reunieron tres caballeros en un reservado del Hôtel Bristol, en la Canebière, para hacer los honores a un almuerzo vegetariano que había preparado uno de ellos con todos los refinamientos de un experimentado cocinero. Los tres caballeros se llamaban: Jacques Bergier, Paul de Lesseps y Pierre Hunebelle. Paul de Lesseps era un hombre delgado, muy reservado, de acusados rasgos y treinta y siete años de edad. Jacques Bergier era mayor, rosado, obeso, iba vestido de un modo demasiado elegante, de movimientos afectados, de voz aguda, y caminaba con pasos muy cortos. Llevaba un chaleco color oscuro y un traje azul marino e iba perfumado de un modo provocativo. Pierre Hunebelle, finalmente, el caballero que había cuidado del almuerzo, se parecía como un huevo a otro a nuestro amigo Thomas Lieven..., y esto no es de extrañar, puesto que se trataba de Thomas Lieven, solamente que ahora se hacía llamar Hunebelle y no Leblanc. El lector comprenderá por qué motivo. Thomas llevaba en su bolsillo un nuevo pasaporte extendido por el servicio secreto francés... Era la primera entrevista entre los señores Bergier y Lesseps y monsieur Hunebelle y, sobre todo, Bergier contemplaba al atractivo joven con creciente simpatía. Sus ojos de doncella sentimental se posaban continuamente en él. Thomas había invitado a los dos al almuerzo después de haberse hecho anunciar al abogado Bergier como posible socio.
MENÚ Ensalada de apio a la ginebrina Filete con setas * Poire Belle Hélène
4 de diciembre de 1940 Un extraño filete proporciona muchos millones de francos... Ensalada a la ginebrina Se toman varios manojos de apio de mediano tamaño, se lavan y cepillan fuertemente y se hierven luego en agua salada, sin que queden demasiado blandos. Se pelan y cortan en delgadas rodajas. Se introduce en una fuente profunda de porcelana un poco de mantequilla fresca, encima una capa de rodajas de apio, rociadas con queso de Emmental rallado y copos de mantequilla; después, de nuevo, rodajas de apio y así sucesivamente. De nuevo se coloca encima queso y mantequilla, se tapa luego la fuente y se coloca encima de una cacerola llena de agua hirviendo, sobre la que debe calentarse la fuente por lo menos durante una hora. Se sirve en la mesa con la misma fuente, sin agitarla. Filete con setas Se toma una libra de cantarelas frescas, se limpian bien y se cortan en cuatro partes. Se cortan en cuadraditos dos cebollas grandes, se pica finalmente una buena porción de perejil, se dejan hervir las cebollas, el perejil y las setas en mantequilla en una sartén, hasta que las setas empiezan a querer asarse. Se añaden entonces dos panecillos reblandecidos, vaciados de la miga, y se dejan freír. Se pasa después toda la masa por una trituradora, y, finalmente, se deja pasar una patata seca. Se agita cuidadosamente toda la masa, y cuando está bien fría, se añade un huevo. Se añade un poco de miga solamente si la pasta resulta demasiado blanda. Se adoba bien picante con un poco de pasta de sardinas, y un par de gotas de extracto de soja, o alguno de los otros extractos, que no son preparados de carne, sino de levadura. Finalmente, se adoba con sal y pimienta. Con la masa se forman filetes no demasiado delgados, se rebozan en harina, huevo batido y migas de pan, y se ponen al horno con mantequilla hasta adquirir un bello tono dorado. Se adornan con rodajas de limón cubiertas con algunas alcaparras. Poire Belle Hélène Se toman copas de helado no demasiado pequeñas o platitos para compota, se introduce en ellas una bola de helado de vainilla, que se cubre con una o dos mitades de peras en conserva. Se recubre con una capa gruesa,
muy caliente, de salsa de chocolate y se sirve inmediatamente. Para preparar la pasta de chocolate se toman 100 gramos de chocolate amargo, bien fino, y se deja fundir en un pote, que se ha colocado encima de otro pote mayor, lleno de agua hirviendo. En modo alguno debe rallarse o picarse el chocolate. Se añade a la pasta des chocolate la suficiente cantidad de agua o leche para que se forme una pasta bastante espesa . —Lo mejor será hablar de todo ello durante un almuerzo -propuso. —Con sumo placer, señor Hunebelle... Pero, por favor, sin carne -había contestado Bergier, con su voz siempre tan hosca. —¿Es usted vegetariano? —Cien por cien. Y tampoco fumo. Y no bebo alcohol. «Y las mujeres tampoco parecen ser tu fuerte, amigo -se dijo Thomas Lieven-. Pero sí trabajas para la Gestapo, cerdo...» Mientras tomaban los entremeses, apio al estilo de Ginebra, los tres caballeros empezaron ya una animada charla. Bergier, aquel hombre tan atildado, exclamaba una y otra vez: —Maravilloso, señor Hunebelle, sencillamente maravilloso... Se derrite prácticamente sobre la lengua. —Y así es como ha de hacerse -dijo Thomas, con expresión muy grave-. Sólo ha de tomarse el apio más tierno. —Muy tierno, ¿eh? -comentó Bergier, mientras devoraba a su interlocutor con los ojos. —Hay que lavarlo y cepillarlo y cocerlo en agua salada, pero no debe ser demasiado blando. —No demasiado blando -dijo el abogado, cuyo perfume se le subía a Thomas por la nariz-. Tiene que escribirme la receta, monsieur. Lucía cuatro anillos con piedras de diferentes colores en sus manos, muy cuidadas, y su mirada reposaba cada vez más sentimental y melancólica en Thomas Lieven. «Éste es un caso claro -se dijo nuestro amigo-. Con ése, el juego me resultará fácil. Pero he de prestar una mayor atención a Lesseps.» —¿En qué podemos servirle? -preguntó Lesseps, inesperadamente. —Caballeros, Marsella es una ciudad pequeña. Se ha comentado que han llegado ustedes expresamente de París para realizar aquí ciertos negocios.
En aquel momento, un anciano camarero entró el plato fuerte y Thomas guardó silencio. La mirada fija en la bandeja, exclamó el abogado: —¡Le había rogado que no hubiera nada de carne! Pero Lesseps le interrumpió: —¿Qué clase de negocios, señor Hunebelle? —Hum, hum... Divisas y oro. Dicen que ustedes se interesan por estos artículos. Lesseps y Bergier intercambiaron unas miradas. Durante largo rato se hizo el silencio en el reservado del hotel. Por fin, Lesseps, que en el año 1947 fue denunciado y condena do como colaboracionista francés, habló en un tono muy seco: —Eso es lo que dicen, ¿eh? —Sí, eso mismo. Tome usted un poco más de salsa de soja, señor Bergier. —Amigo mío, estoy emocionado -dijo el abogado, mirando profundamente a los ojos de Thomas-. Lo que yo he tomado por carne no es carne y sabe formidablemente. ¿De qué se trata, en realidad? Enojado, le interrumpió de nuevo Lesseps: —Monsieur Hunebelle, ha hablado usted de divisas y oro. ¿Y si realmente nos interesáramos por estos artículos? —Se trata de filetes de seta -dijo Thomas, volviéndose a Bergier-. Un plato exquisito, ¿verdad? -Y de nuevo a Lesseps-: Tengo oro para vender. —¿Tiene usted oro para vender? -dijo Lesseps, arrastrando las palabras. —Sí, señor. —¿De dónde? —No creo que esto sea de interés para ustedes -replicó Thomas, orgulloso-. Tampoco a mí me interesa saber en nombre de quién compran ustedes el oro. Lesseps le miró con ojos de pez: —¿Y cuánto oro nos podría suministrar usted? —Esto depende del que quieran comprar. —Temo que no poseerá usted tanto -dijo Lesseps. —¡Estamos dispuestos a comprar hasta doscientos millones! -intervino el abogado, y rió divertido. «¡Diablos! -se dijo Thomas Lieven-. No cabe la menor duda de que vamos a trabajar en serio.»
20 «¡Diablos!», se dijo también el anciano camarero, que escuchaba al otro lado de la puerta. Chasqueando con la lengua, se dirigió al pequeño bar del hotel, que a aquellas horas estaba casi desierto. En la barra se sentaba un hombre que llevaba el pelo en forma de cepillo y que tomaba un Pernod. —Eh, Bastián -le llamó el camarero. El hombre levantó la mirada. Tenía los ojos pequeños como un elefante y manos grandes como un descargador del muelle. —¿De qué están hablando? -preguntó. El camarero le contó lo que estaban hablando aquellos tres caballeros en el reservado. El hombre llamado Bastián lanzó un silbido entre dientes. —¡Doscientos millones! ¡Dios todopoderoso! -Le alargó unas monedas al camarero y le dijo-: Sigue escuchando... Recuerda todas y cada una de las palabras. Vuelvo enseguida. —Está bien, Bastián -dijo el camarero. Bastián, que vestía una chaqueta de piel, una boina y pantalones grises, abandonó el bar, montó en una vieja bicicleta y corrió a lo largo del Puerto Viejo hasta el Quai des Belges. Allí estaban los cafés más famosos de toda la ciudad, el Cintra y el Le Bruleur du Loup, y en ambos se realizaban transacciones ilegales de toda índole. El Cintra era más moderno y tenía una clientela -mejor: ricos traficantes griegos, turcos, holandeses y egipcios. Bastián se dirigió al Le Bruleur du Loup, más anticuado y más pequeño. Allí, en la sala de artesonado oscuro y de grandes espejos que habían perdido su brillo y en donde se reflejaba, pálida, la luz del día, se sentaban casi solamente indígenas. A aquella hora del día, la mayoría tomaba su pastis, un aperitivo dulce que en 1939 costaba solamente dos francos y ahora diez, motivo de constante amargura para todos los patriotas. En Le Bruleur du Loup se sentaban los traficantes en vino, falsificadores, contrabandistas y emigrantes. Bastián conocía a muchos de ellos, saludaba y era saludado. En un extremo del local había una puerta sobre la que se veía un letrero que decía: RESERVADO. El gigante dio cuatro golpes largos y dos cortos, y entonces abrieron la
puerta y Bastián entró en el cuarto. Ardía la luz eléctrica, puesto que no había ventanas. El humo de tabaco parecía poder cortarse. En torno a una larga mesa se sentaban quince nombres y una sola mujer. Los hombres tenían un aspecto que infundía temor; algunos llevaban barba y otros tenían las narices rotas y muchas cicatrices. Entre ellos había africanos, armenios y corsos. La mujer se sentaba en un extremo de la mesa. Se cubría con un gorro rojo, debajo del cual asomaba el pelo azul negro. Llevaba pantalones largos y una chaqueta de ante. A primera vista se comprendía que Chantal Tessier era la que mandaba aquel grupo de seres desalmados, una loba solitaria, una reina sin corona. —¿Por qué no has venido antes? -le gritó al instarte a Bastián, que la miró con ojos implorantes-. ¡Hace media hora que te estamos esperando! —El abogado ha llegado con retraso... Con voz brusca, le interrumpió Chantal: —Habla ya. Bastián informó de lo que se había enterado. Cuando mencionó los doscientos millones, un vivo estremecimiento recorrió a todos los que estaban en el cuarto. Algunos de los presentes emitieron silbidos, otros golpearon con los puños sobre el tablero de la mesa y todos empezaron a hablar a la vez. —¡Cerrad el pico! -les gritó Chantal. Se hizo el silencio. —Que sólo se hable cuando se os pregunte, ¿entendido? -Chantal se retrepa contra el respaldo de su silla-. Un cigarrillo -ordenó. Dos de los hombres se apresuraron a corresponder a su deseo. Chantal exhaló una bocanada de humo. —Prestadme atención todos vosotros. Os voy a explicar lo que vamos a hacer. Y Chantal Tessier, jefe de una banda y a la que tanto gustaba la piel sin curtir, explicó su plan. Y todos le prestaron la mayor atención.
21 Era el jueves, 5 de diciembre de 1940. Hacía ya mucho frío en Marsella. Dos hombres estaban en el interior de una tienda de artículos domésticos en la rue de Rome. Uno de los hombres dijo: —Necesitamos cuatro moldes para hacer pasteles. —¿Y usted? -le preguntó la vendedora al otro. —Yo tres moldes para hacer pasteles, chiquilla, si no tienes nada que objetar a ello. Uno de los hombres era un musculado gigante de pelo rojizo que llevaba en forma de cepillo. Se hacía llamar Bastián Fabre y así se llamaba, en efecto. Su compañero iba vestido de un modo elegante y hacía gala de buenos modales. Por aquellos días se hacía llamar Pierre Hunebelle, pero no se llamaba así. Hasta hacía poco se había hecho llamar Jean Leblanc, pero, en verdad, se llamaba Thomas Lieven. Los dos hombres adquirieron a precios de tiempos de guerra siete moldes de metal para hacer pasteles. Pero era evidente que ninguno de los dos tenían la intención de usar aquellos moldes para hacer pasteles. A continuación compraron mantequilla, azúcar y azafrán y harina, y en la tienda de un traficante en artículos usados en la rue Mazagran nueve kilos de plomo, una gran plancha de ardilla refractaria y una botella de acero de gas propano. A continuación encaminaron sus pasos al Barrio Viejo. Apenas hablaban entre ellos, puesto que hacía muy poco habían sido presentados. Thomas Lieven se decía: «Y ahora me voy con este orangután a fabricar lingotes de oro falso. ¡Monstruoso! Pero lo peor del caso es que siento una viva curiosidad por saber cómo lo hacen.» Lo que Thomas no llegaba a comprender era la actitud que había adoptado Chantal. Cuando le habló de los dos compradores, se limitó a decir: —Muy bien, me parece muy bien, corazón mío. Tienes a tu disposición a toda mi organización. Quince especialistas de primera. Vamos a tenderles una trampa a esos dos cerdos y a tu coronel Siméon, y luego venderemos las listas al que pague más.
—No, al coronel no. He prometido que le ayudaríamos. —¡Estás loco! Idealismo alemán, ¿eh? Está bien, cuida tú solito de todo el asunto. Fabrícate tú mismo el oro. Ninguno de mis hombres te ayudará. Sí, ésta había sido la situación tres días antes. Pero mientras tanto, Chantal había cambiado de parecer y esto de un modo radical. Se mostraba cariñosa y apasionada como nunca. En uno de los pocos momentos de silencio durante la noche anterior había confesado, en brazos de Thomas Lieven: —Estás en lo cierto, tienes que hacer honor a tu promesa... -Beso-. ¡ Ay! Precisamente si te quiero tanto es porque eres un hombre tan honesto y decente... -Dos besos-. Puedes trabajar con Bastián... Todos mis hombres te ayudarán. Al lado de Bastián, que empujaba un carretón de mano donde transportaban todo lo que habían comprado, caminaba Thomas por los estrechos y retorcidos callejones del Barrio Viejo, y se decía: «¿Acaso puedo confiar en esta bestia de Chantal? ¿Acaso no me ha engañado y traicionado ya en otra ocasión? Ella tiene algún plan. Pero, ¿cuál?» A esta pregunta, Bastián Fabre hubiese podido darle respuestas muy concretas. Mientras caminaba al lado del elegante y delgado Thomas Lieven por las callejuelas del Barrio Viejo, empujando el carretón de mano, se decía Bastián: «Ese joven no me gusta. Vive en casa de Chantal. Ya me imagino lo que pasa allí. Otros han pasado también temporadas en casa de Chantal. Pero con ese Pierre Hunebelle debe tratarse de algo más profundo. La jefa confía en él mucho más que en ninguno de los anteriores. ¡Maldita sea!» Bastián recordó las palabras pronunciadas por Chantal durante la reunión que habían celebrado en el Bruleur du Loup, y cuando hizo referencia a aquel joven caballero: —Es un hombre genial. Ninguno de vosotros le llega a la suela de su zapato. —No será para tanto -se había atrevido a comentar Bastián. —Ta gueule! -como un cohete se abalanzó Chantal sobre él-. ¡Desde hoy harás todo lo que él te ordene hacer! —Escucha, Chantal... —¡Cállate! Se trata de una orden, ¿entendido? Le acompañarás a ver a Boule y le ayudarás a fabricar los lingotes de oro falso. Y vosotros montaréis,
a partir de ahora mismo, un servicio de información y vigilancia. Quiero saber lo que hace, de día y de noche... —Por las noches, tú lo sabrás mejor que nadie. —Una palabra más y... Es mi gran amor, ¿comprendido? Es un muchacho decente. Nosotros tenemos que pensar por él mientras negocia con esos cerdos agentes de la Gestapo... Él no sabe lo que es bueno o malo para él. Esto era lo que había dicho Chantal. Y mientras caminaba al lado de Thomas Lieven, se decía Bastián: «Creo que él sabe muy bien lo que es bueno y malo para él.» Esto es lo que se decía Bastián. Pero no dijo lo que pensaba: Al contrario, dijo en voz alta: —Hemos llegado. se detuvo delante del número 14 de la rue d'Aubagne. A la derecha de la entrada se veía un pequeño letrero esmaltado, ya muy viejo, que decía:
DR. RENÉ BOULE Odontólogo 9 a 12 y 15 a 18 horas
Entraron en la casa y llamaron a una puerta. Ésta se abrió. —Por fin habéis llegado -dijo el doctor René Boule. Era el hombre más bajo que Thomas Lieven había visto en su vida y el más delgado también. Llevaba una bata blanca y unas gafas con montura de oro. —Entrad, muchachos. Y el doctor colgó a la puerta de su casa un letrero que decía:
HOY NO SE RECIBEN VISITAS
Cerró la puerta y acompañó por la sala de consulta a sus dos visitantes hasta un laboratorio situado contiguo a la cocina. Allí, Bastián presentó a los dos hombres. Le explicó a Thomas: —El doctor trabaja para nosotros. Tiene un contrato en exclusiva con la jefa. —Sí, pero sólo para oro falso. Si os duelen las muelas, iros a otro médico -gruñó el hombrecillo, fijando la mirada en Thomas-. Es curioso qué no nos hayamos visto aún. ¿Es usted nuevo en la banda? Thomas asintió en silenció. —Acaba de salir de la cárcel -explicó Bastián-. La jefa está loca por él. Este trabajo corre de su cuenta. —Está bien. ¿Habéis traído los moldes? Muy bien, muy bien... Así podré hacer siete lingotes al mismo tiempo y no- tener que esperar que se enfríen. -El doctor Boule colocó los moldes uno junto al otro-. La longitud se corresponde -dijo-. Queréis lingotes de kilo, ¿verdad? Me lo imaginaba. -Se volvió hacia Thomas-. Si le interesa, puede usted contemplar cómo trabajo, joven. Nunca se puede saber si algún día podemos tener necesidad de estos conocimientos. —En esto dice usted la verdad -dijo Thomas, y elevó la mirada hacia el cielo. —Yo he visto ya más de un centenar de veces cómo se hace esto -gruñó Bastián-. Será mejor que vaya en busca de algo de comer. —¡Algo consistente! -dijo el doctor-. La función agota. —Paga la jefa. ¿ Qué quiere? —Henri, el que vive en el entresuelo, acaba de recibir dos patos que quisiera vender antes de que se los lleven esos bandidos de la Controle économique. Unos patitos muy delicados. Poca grasa y huesos muy tiernos. Pesarán, a lo sumo, tres libras. —Voy a hablar con él -dijo Bastián, y se largó. —La dificultad en la preparación de lingotes de oro falso -explicó el doctor René Boule- estriba en el hecho de que el oro y el plomo tienen puntos de fusión diferentes y pesos específicos muy diferentes también. El plomo funde ya a la temperatura de 327 grados y el oro solamente a los 1.063 grados. Y unos moldes para hacer pasteles no resistirían una temperatura tan elevada. Por lo tanto, hemos de trabajar con arcilla refractaria. El hombrecillo midió exactamente los moldes y luego dibujó el fondo y
las paredes laterales de los mismos sobre la plancha de arcilla refractaria, recorrió las líneas con una lima y obtuvo unos moldes perfectos. Mientras trabajaba explicaba: —Ahora fabricaremos con yeso unos moldes del tamaño necesario para que entren recubiertos de arcilla y, sin embargo, quede un espacio libre de tres milímetros hacia todos los lados. En la plancha del fondo y mientras el yeso esté blando, aún colocaremos cuatro patitas introduciendo cuatro cerillas en la masa. De esta forma, también por la base el yeso estará separado cuatro milímetros de la arcilla. ¿No prefiere ir tomando notas? —Tengo muy buena memoria. —¿Sí? Bien... Una vez terminados estos preparativos fundiremos el oro en una marmita. —¿Y cómo alcanzar una temperatura tan elevada? —Con la ayuda de un soplete y el gas propano que han traído ustedes, mi joven amigo. —¿Y qué clase de oro usa usted? —Sólo de veintidós quilates. Una vez fundido el oro, lo verteremos en el espacio libre entre la arcilla refractaria y el yeso y dejaremos que se enfríe de un modo natural. En modo alguno hay, que «asustarlo» con agua fría. Creo que sería mejor que fuera usted tomando notas. Sacaremos primeramente el yeso y tendremos un molde muy delgado de oro de ley y en las dimensiones de un lingote de un kilogramo. Y este molde lo llenaremos de plomo. —Un momento -dijo Thomas-. El plomo es más ligero que el oro. —Amigo mío, un kilo de peso siempre será un kilo de peso. Lo único que varía es la dimensión. Y yo me permito hacer una pequeña variación en el lingote en cuanto al ancho. Y este cambio es muy difícil de descubrir...
22 Bastián regresó al laboratorio. Traía consigo dos patos, muy pequeños y muy tiernos y dos libras de castañas y se dirigió al instante a la cocina. Thomas permaneció durante un rato todavía contemplando cómo el dentista preparaba el molde de yeso. Luego entró en la cocina para ver lo que hacían allí. Quedó como petrificado. No entendía una sola palabra de falsificar lingotes de oro. Pero de patos, sí entendía. Y lo que hacían allí con uno de los patos le llenó de indignación. Se acercó a Bastián, que con las mangas subidas estaba trabajando junto a la ventana. Había limpiado uno de los ánades y frotaba ahora la carne tanto por dentro como por fuera con sal. —¿Por qué hace esto? -preguntó Thomas, severamente. —¿Qué quiere decir con eso de «por qué hace esto»? -gruñó Bastián, irritado-. Estoy preparando un pato. ¿Acaso no le gusta a usted? —Bárbaro. —¿Qué ha dicho usted? -Y el gigante tragó saliva. —He dicho bárbaro. Supongo que pensará usted preparar un pato a la parrilla. —¡Eso mismo! —Y eso mismo es lo que yo llamo proceder de un modo bárbaro. Bastián apoyó sus puños en las caderas, olvidó todas las recomendaciones de Chantal, enrojeció de ira y gritó: —¿Y qué entiende usted ya de cocinar, miserable sabelotodo? —Pues un poco -replicó Thomas, muy amable-. Por lo menos, lo suficiente para decir que está usted cometiendo un crimen. —He sido cocinero de barco. ¡Y durante toda mi vida he preparado así los patos a la parrilla! —En este caso, durante toda su vida ha cometido un crimen. Por no hablar ya de los demás. En el último momento recordó Bastián la orden de Chantal. Hizo un esfuerzo sobrehumano por dominarse. Entrelazó ambas manos en la espalda para impedir que actuaran por su propia cuenta y cometieran algo irreparable. Su voz sonó muy ruda cuando habló: —¿Y cómo...:, hum..., prepararía usted un pato, monsieur Hunebelle?
—Siempre al estilo chino. —Ja, ja, ja... —Porque sólo con piñas de América y especias se conserva el sabor auténtico de pato, sí, incluso lo hace resaltar más. —No sea ridículo -dijo el gigante-. ¡A la parrilla es lo único correcto y decente! —Porque no tiene usted la menor cultura en cuanto a los buenos platos dijo Thomas-. Los caballeros lo prefieren al estilo chino. —Oiga usted, caballerete, si pretende decir con esto que... -empezó Bastián. Pero fue interrumpido por el pequeño dentista que le tiraba de la manga. —¿Qué ocurre, Bastián? ¿Por qué discuten ustedes? Tenemos dos patos. Usted lo prepara a la parrilla y usted al estilo chino. Yo todavía tengo trabajo para un par de horas. —¿Un concurso culinario? -dijo Bastián. —Exacto. -Y el hombrecillo se pasó la lengua por los labios-. Y yo haré de juez. Bastián empezó de pronto a sonreír. —¿De acuerdo? -le preguntó a Thomas. —De acuerdo, pero me faltan unos pocos ingredientes: setas, tomates, piña y arroz. —Baje a ver a Henri. Henri tiene de todo. -Sonrió el doctor y se frotó divertido las manos-. ¡Eso empieza a gustarme! ¡A las armas, ciudadanos! Desde aquel momento, en el laboratorio y en la cocina del doctor René Boule reinó un vivo ajetreo. Mientras Bastián frotaba su pato con ajo, añadía hierbas aromáticas y colocaba el ave con la pechuga sobre la parrilla, le arrancaba Thomas Lieven las patas al suyo y preparaba con los huesos y los menudos una salsa picante. De vez en cuando abandonaba, empero, la cocina y entraba en el laboratorio para seguir de cerca los trabajos del odontólogo. El doctor Boule había preparado, mientras tanto, siete moldes. Llenó el primero con plomo fundido. —Tenemos que dejar enfriar el plomo -dijo el doctor-. Ahora tenemos abierto sólo un lado del lingote. Tenemos que colocar encima una planta de arcilla refractaria para que el plomo no se funda de nuevo el tomar contacto con el oro fundido. Esta última plancha es de la mayor importancia. Hay que
evitar el colorido dorado de la superficie que hace recelar a todos los expertos. Thomas regresó a la cocina, cortó el pato en pedazos y regresó al laboratorio. —Hemos de esperar hasta que desaparezcan las ampollas. El oro se sedimenta por sí mismo -dijo el odontólogo-. Y antes de que el metal se enfríe, lo más importante, la marca. ¿Qué? —El sello para demostrar que se trata de oro de ley... Oye, Bastián, ¿qué sello he de usar? —¡El de la Fundición de Lyon! -respondió el gigante. En aquel momento estaba untando su pato con grasa fundida. —Muy bien -dijo el doctor Boule, y explicó-: Tengo los sellos y las marcas de casi todas las fundiciones y bancos. —Se los mostró a Thomas-. He grabado los negativos en linóleo y las piezas de linóleo las he pegado sobre unos soportes de madera. ¡Preste atención! Cogió el sello y cubrió la superficie de linóleo con aceite de oliva. Luego presionó el sello en un ángulo de la masa de oro que todavía estaba blanda. La delgada película de aceite se consumió al instante. Rápidamente retiró el odontólogo el sello para que el caliente metal no lo destruyera. El lingote llevaba ahora el sello como si éste hubiese sido grabado en el metal. —¿Cabe en lo posible que sea descubierto el engaño? -preguntó Thomas Lieven. —Prácticamente, no. El cuerpo interior de plomo está recubierto ahora por los tres lados por una capa de tres milímetros de oro. El comprador hace el análisis con ácido clorhídrico. ¡Y ya puede hacer las pruebas que quiera, siempre comprobará que es oro de veintidós quilates! Bien, ¿cómo están esos patos? En silencio comieron los tres hombres unas horas más tarde. Primero el pato a la parrilla y luego el pato al estilo chino. En el laboratorio se iban enfriando, mientras tanto, los tres primeros lingotes de oro. Reinaba un profundo silencio en el pequeño comedor del doctor René Boule.
MENÚ
Pato a la china con arroz hervido Pato a la parrilla con castañas hervidas * Plato celestial
5 de diciembre de 1940 El pato de Thomas Lieven fundamenta una legendaria amistad Pato a la china con ananás Se prepara un pato no demasiado graso, como de costumbre, y se deshuesa a continuación. Con los huesos triturados y los menudillos del pato se prepara un caldo corto, pero fuerte. Se corta en pedazos el pato, se cuece en una cacerola, hasta que adquiere un tono dorado y se reboza luego con harina, que se cuece también, hasta quedar amarillo. Se vierte luego encima el caldo, se añaden algunos tomates frescos descabezados, algunas setas picadas y cuatro gramos de glutamato, y se deja cocer todo durante media hora sobre una llama pequeña. Se cortan algunas rodajas de ananás en ocho partes, se añaden a la carne y se deja cocer todo el conjunto todavía un cuarto de hora. Se sirve con arroz hervido, de granos bien sueltos. Pato a la parrilla Se prepara un pato no demasiado graso, como de costumbre, y se unta con sal por fuera y por dentro. Si se desea puede frotarse también interiormente con ajo, e introducir algunas hierbas en su interior. Se coloca el pato, con el pecho hacia abajo, sobre la parrilla en el horno, y se coloca algo de agua en la plata inferior de la parrilla. Se gratina con fuego moderado, cubriendo el pato a menudo con la manteca fundida, recogida en la plata. Según el tamaño del pato, se calcula como duración para el asado de una, a lo sumo, una hora y media. En los últimos veinte minutos se vuelve el pato con el pecho hacia arriba. Se echa agua fría sobre la piel bien dorada del pato ya asado, se calienta con buen fuego todavía durante cinco minutos, con lo que la piel se hace aún más tostada y apetitosa. Se sirve con castañas hervidas... Se toma la cantidad de castañas suficiente, como en otras ocasiones, patatas fritas, se les quita la piel exterior y la interior, se hierven con agua salada, hasta quedar bien blandas, pero teniendo buen cuidado de que no se deshagan. Se untan con mantequilla y se sirven a la mesa.
Plato celestial Se toma pan muy oscuro, toscamente rallado, se cubre con él el fondo de una gran fuente de vidrio y se humedece con algo de coñac o licor de cerezas. Se coloca a continuación encima una capa de cerezas ácidas en conserva, bien escurridas, y encima una capa de nata. Después, de nuevo pan, y así sucesivamente, hasta, finalmente, una capa de nata. Se salpica con chocolate rallado y se adorna con cerezas. Se deja enfriar el plato y se deja impregnar bien todo el conjunto. Finalmente, Bastián se pasó la servilleta por los labios y con los ojos entornados le preguntó al odontólogo: -Bien, René, ¿cuál de los dos ha estado mejor? El doctor Boule miró perplejo a uno y otro de los cocineros. Bastián abría y cerraba convulsivamente sus grandes manos. —No se puede decir en solamente tres palabras, mi querido Bastián... tartamudeó el hombrecillo-. Por un lado, tu pato... Por el otro lado... —¡Ja, ja, ja! -rióse Bastián-. ¿Tienes miedo de que te dé un buen azote, eh? Yo haré de juez... ¡Al estilo chino es mucho mejor! -Sonrió y dio unos golpes tan fuertes en el hombro a Thomas que éste se atragantó-. Creo que soy mayor. Por este motivo y en honor a tu pato, permito que me tutees. Me llamo Bastián. -Llámame Pierre. —He sido un estúpido al preparar durante toda mi vida los patos a la parrilla. Pierre, muchacho, lástima no haberte conocido antes. ¿Conoces alguna más de estas recetas? -Unas pocas más, sí-respondió Thomas, modesto. Bastián estaba radiante. De pronto, miraba a Thomas lleno de simpatía y respeto. —Pierre, ¿quieres que te diga una cosa? Creo que esto es el comienzo de una gran y sincera amistad. Bastián decía la verdad. En el año 1957, en una villa en la Cecilien Allee, de Dusseldorf, esta amistad había de perdurar como aquel primer día. Y durante los diecisiete años que han transcurrido desde entonces, muchos poderosos de este mundo habían de temblar ante esta amistad. —Tampoco tu pato estaba mal, Bastián -dijo Thomas-. Lo digo con la mano en el corazón. Probad un poco más de este manjar divino. Yo ya no puedo; si pruebo un solo bocado más, me muero... A propósito de morir... Colonia, 4 de diciembre de 1940
DE: ABWEHR COLONIA A: JEFE ABWEHR BERLÍN SECRETO 135892/VC/LU De regreso de Lisboa me permito comunicar al señor almirante la muerte del doble agente y traidor, Thomas Lieven, alias Jean Leblanc. El mencionado Lieven fue muerto el 17 de noviembre de 1940 a las 7.35 horas (hora local) en el patio de una casa de la rue do Poco des Negros, número 16. Cuando halló la muerte, Lieven llevaba las ropas y el disfraz de un tal Lázaro Alcoba, con el cual había compartido una celda en la cárcel. Aun cuando las autoridades portuguesas, muy comprensiblemente, han silenciado el hecho, hemos logrado comprobar, sin lugar a dudas, que Lieven halló la muerte te a manos de un pistolero profesional siguiendo instrucciones del servicio secreto británico. Como sabe usted, mi almirante, Lieven vendió a los ingleses una relación falsificada de los agentes franceses. Lamento no haber podido traer a Lieven a la patria como se me había ordenado. Por otro lado, sin embarga su muerte representa una preocupación menos en muchos quehaceres de nuestro servicio. Heil Hitler! Fritz Loos Comandante y jefe de comando
II
1 La tarde del 6 de diciembre de 1940 se trasladaron los señores Hunebelle y Fabre al hotel Bristol para visitar al rosado y obeso abogado Jacques Bergier, quien les recibió en el salón de su apartamento. El comprador francés que actuaba en nombre de la Gestapo les recibió envuelto en un batín de seda azul, un pañuelo de seda en el bolsillo del pecho y oliendo a perfume. En un principio, protestó contra la presencia de Bastián: —¿A qué viene esto, monsieur Hunebelle? ¡No conozco a este caballero! ¡Sólo quiero tener tratos con usted! —Este caballero es un amigo. Traigo una mercancía muy valiosa conmigo, señor Bergier. ¡Me siento más seguro en su compañía! El abogado cedió. Ofendido, reposaban sus ojos de vieja doncella en el elegante Thomas, y a continuación, el vegetariano, abstemio y enemigo de las mujeres, dijo: —Mi amigo Lesseps, desgraciadamente, no está aquí. ¡Qué lástima! «¡Qué suerte!», se dijo Thomas. Y preguntó: —¿Y dónde está? —Se ha ido a Bandol. -Y Bergier aguzó sus rosados labios como si fuera a silbar-. Ha ido a comprar allí un gran partido de oro. ¡Y divisas! Entiendo. Thomas hizo una señal a Bastián. Éste depositó un maletín sobre la mesa y abrió los cerrojos. En el maletín había siete lingotes de oro. Bergier los estudió con todo detalle. Leyó los sellos. —Hum..., hum..., de Lyon. Muy bien. Thomas le hizo una segunda señal a Bastián, esta vez en secreto. Bastián preguntó: —¿Podría lavarme las manos? Bastián entró en el cuarto de baño en donde había infinidad de frascos y botes. ¡Monsieur Bergier era un caballero muy pulcro! Bastián abrió un grifo, luego salió silenciosamente al corredor, sacó la llave de la habitación de la cerradura, se sacó del bolsillo una cajita llena de cera, moldeó la llave por
ambos lados en la cera y volvió a meter la llave en la cerradura y la cajita en el bolsillo. Mientras tanto, en el salón, Bergier había seguido examinando los lingotes de oro. Y procedió tal como el pequeño odontólogo le había dicho a Thomas: con una piedra de aceite y ácido clorhídrico de diferente concentración. —Perfectamente -dijo, después de haber examinado los siete lingotes. Se quedó mirando ensoñador a Thomas-. ¿Y qué hago con usted? —¿Decía usted? Thomas respiró aliviado al ver entrar de nuevo a Bastián en el salón. —Mire usted, he de informar a mis superiores sobre toda compra que efectuamos. Nosotros... nosotros llevamos una lista de todos nuestros clientes... ¡Listas! El corazón de Thomas empezó a latir más rápido. ¡Estas eran las listas que él andaba buscando! Las listas con los nombres y direcciones de los colaboradores en la zona no ocupada de Francia, hombres que vendían su país a la Gestapo y, con mucha frecuencia, también a sus compatriotas. Bergier habló con expresión muy suave: Claro está, no obligamos a nadie a que nos de información, a que nos proporcione datos... ¡No, eso no lo hacemos! -Y Bergier rió-. Pero si usted desea poder trabajar con nosotros en el futuro, sería conveniente, en fin, unos datos..., muy confidenciales, desde luego. «Sí, en la Gestapo se puede confiar», se dijo Thomas. Y en voz alta: —Como usted quiera. Confío en poderle suministrar más de una vez. Y también divisas. —Perdone un momento. Bergier desapareció con pasos muy femeninos dentro del dormitorio. —¿Tienes la impresión...? -preguntó Thomas. -Sí. —Bastián asintió-. Dime, ¿acaso ese individuo es...? —A ti no se te pasa por alto -afirmó Thomas. Bergier regresó al salón. Llevaba consigo una cartera de mano con cuatro cerraduras, la abrió y sacó varias listas con muchos nombres y direcciones. Sacó del bolsillo una pluma estilográfica de oro. Thomas Lieven le dio un nombre y una dirección falsas. Bergier lo fue anotando. —Y ahora, el dinero -dijo Thomas. Bergier volvió a reír.
—No tema. Todo a su debido tiempo. Tenga la bondad de seguirme al dormitorio. En el dormitorio había tres grandes baúles. De uno de ellos, sacó el abogado un estrecho cajón. Estaba lleno hasta el borde de billetes de mil y cinco mil francos. Thomas se había dicho ya, que los señores Bergier y Lesseps habían de llevar mucho dinero en efectivo con ellos. Sin duda alguna, también los restantes cajones de los baúles estaban llenos de dinero. Y Thomas se fijó exactamente en dónde Bergier guardó la cartera de mano con las listas... Bergier pagó por lingote trescientos sesenta mil francos: por los siete lingotes un total de dos millones quinientos veinte mil francos. Mientras iba depositando los fajos de billetes delante de Thomas, sonrió Bergier buscando la mirada de Thomas. Pero éste se limitaba a contar el dinero. —¿Cuándo volveremos a vernos, amigo mío? -dijo Bergier, por fin. —¿Acaso no regresa usted a París? -preguntó Thomas, sorprendido. —Oh, no, solamente Lesseps. Mañana pasará con el exprés de las 15.30. —¿Pasará? —Sí, regresará a París con la mercancía de Bandol. Ya le llevaré el oro al tren. Pero, luego, podríamos comer juntos ¿verdad, amigo mío?
2 —15.30 horas, estación de St. Charles -dijo Thomas, una hora más tarde, en la biblioteca de una gran y antigua mansión en el boulevard de la Corderie. La mansión pertenecía a un hombre llamado Jacques Cousteau, que muchos años más tarde habría de alcanzar celebridad como investigador del fondo de los mares y con su libro y película El mundo silencioso. En el año 1940, este antiguo comandante de la artillería de Marina era un personaje importante en el servicio secreto francés, de reciente creación: un hombre joven, cargado de energía, de pelo y ojos negros y muy deportivo. Cousteau se sentaba en un viejo sillón de piel delante de una estantería con muchos libros de muchos colores y fumaba una vieja pipa que él, faute de mieux, había llenado con muy poco tabaco. El coronel Siméon se sentaba a su lado. Los codos y rodillas de su traje negro estaban muy raídos. Y cuando se cruzaba de piernas, se veía un agujero en la suela de su zapato izquierdo. «Pobre, ridículo y digno de compasión es este servicio secreto francés se dijo Thomas-. Yo, obligado a trabajar de agente provisional, soy mucho más rico que todo el Deuxième Bureau junto.» Thomas Lieven, elegante y pulcro como siempre, depositó sobre la mesa el maletín en el que había llevado los lingotes de oro a monsieur Bergier. Ahora, en el maletín estaban los dos millones quinientos veinte mil francos. Thomas Lieven dijo: —Tienen que prestar mucha atención cuando llegue el exprés. He consultado el horario, y se detiene solamente durante ocho minutos. —Prestaremos atención -dijo Cousteau-. No tema usted, monsieur Hunebelle. Siméon se tiró de su bigote al estilo Menjou y preguntó con ojos hambrientos: —¿Y cree usted que Lesseps lleva mucha mercancía con él? —Según ha dado a entender Bergier, cantidades gigantescas en oro, divisas y otras cosas. Durante muchos días ha estado de compras por el sur. Debe llevar mucha mercancía con él ya que, en caso contrario, no regresaría a París. Bergier le entregará mis siete lingotes de oro. Creo que lo mejor será
arrestar a los dos en el momento en que... —Todo está previsto. Hemos informado a nuestros amigos de la policíadijo Cousteau. —¿Y cómo conseguirá usted las listas? -le preguntó Siméon a Thomas. Y Thomas respondió sonriente: —No se estruje el cerebro, Siméon. A propósito, podría ayudarme usted. Necesito tres mozos que lleven el uniforme de los empleados del hotel Bristol. Siméon abrió la boca y los ojos. Se le veía que meditaba a fondo. Pero antes de que se le ocurriera algo, dijo Cousteau: —Creo que podrá arreglarse. El Bristol trabaja con la lavandería Salomón. Manda también limpiar allí sus uniformes. El Segundo director allí es uno de los nuestros. —Muy bien -asintió Thomas. Fijó su mirada en el delgado Siméon, con su raído traje y el agujero en la suela del zapato. Volvió la mirada hacia Cousteau que tiraba lentamente de su pipa y que tenía muy poco tabaco en la petaca. Fijó su mirada en el maletín. Y entonces nuestro amigo tuvo un gesto emocionante que demostraba que tenía buen corazón..., pero, también, revelaba que no había aprendido aún a jugar aquel juego sin reglas, en aquel mundo sin corazón adonde le había arrojado el destino...
3 Cuando media hora más tarde abandonaba Thomas Lieven la mansión en el boulevard de la Corderie vio cómo salía de un portal una sombra y le seguía por la oscuridad. Thomas dio la vuelta a una esquina y se quedó plantado. El hombre que le seguía se tropezó con él. —Oh, perdone usted -dijo muy amable, y se quitó un sucio y grasiento sombrero. Thomas le reconoció. Era uno de los hombres de Chantal. Murmuró unas palabras ininteligibles y se alejó. En el apartamento en la rue Chevalier Rose, la morena amante de cara de gata de Thomas Lieven se abalanzó sobre el hombre, le abrazó apasionadamente y le cubrió de besos. Se había vestido muy elegante. Ardían unas velitas y el champaña estaba en hielo. —¡Por fin, chéri! Tenía tantos deseos de volver a verte. —He estado con... —Con tu coronel, lo sé. Bastián me lo ha contado. —¿Dónde está Bastián? —Su madre ha enfermado de pronto, ha ido a verla y mañana estará de regreso. —Mañana, ¡ah! -dijo Thomas ingenuamente, y abrió el pequeño maletín que estaba lleno de dinero, pero no tanto ya como cuando se lo había entregado Berner. Chantal lanzó un silbido entre dientes. —No silbes demasiado pronto, querida -dijo Thomas-. Falta medio millón. —¿Qué? —Sí. Se lo he regalado a Siméon y Cousteau. Están arruinados. Diablos, he sentido compasión por ellos y..., mira, digamos que ese medio millón era mi ganancia. Y el respetable resto de dos millones veinte mil francos son para ti y tus colaboradores... Chantal le besó en la punta de la nariz. —¡Eres un caballero, amado mío! Y tú te quedas ahora sin nada... —Te tengo a ti -dijo él muy amable, y sin transición-: Chantal, ¿por qué me mandas seguir los pasos? —¿Seguirte los pasos? ¿Yo? ¿A ti? -Y la mujer abrió sus ojos de gata-.
Chéri, ¿qué tonterías son éstas? —Uno de tus individuos se ha tropezado conmigo. —Oh, seguramente una casualidad... Dios mío, ¿por qué eres tan receloso? ¿Qué puedo hacer yo para que, de una vez para siempre, estés convencido de lo mucho que te quiero? —Decirme alguna vez la verdad. Pero sé que esto es del todo imposible -respondió Thomas. Cuando el 7 de diciembre de 1940 el expreso de París entró puntualmente a las 15.30 horas en la Vía III de la Gare St. Charles, un hombre de treinta y siete años miró por la ventanilla de su compartimiento de primera clase. Paul de Lesseps tenía un rostro delgado, de acusados rasgos, ojos de pez y pelo rubio claro. Con la mirada recorría el andén y entonces vio al abogado Bergier, vestido de un modo llamativo, de pie junto a un pequeño maletín. Paul de Lesseps levantó una mano. Jacques Bergier levantó una mano. El tren se detuvo. Bergier corrió hacia el vagón de su amigo. Y, desde aquel momento, todo sucedió de un modo muy rápido. Antes de que pudiera bajar un solo viajero, de entre la muchedumbre surgieron treinta policías vestidos de paisano y levantaron dos largas cuerdas que habían estado tendidas a ambos lados de las vías. No podía ser abierta ya ninguna puerta del tren si los policías no querían. Un comisario de la Brigada Criminal se acercó a Bergier, que estaba pálido como la cera y le detuvo como sospechoso de traficar en oro y divisas. Bergier sostenía todavía en su mano el maletín con los siete lingotes de oro. Otros dos policías habían subido mientras tanto al tren y arrastraron a Lesseps en su compartimiento. Por la misma hora, tres mozos con los uniformes verdes de su profesión cruzaban por el corredor de la cuarta planta del hotel Bristol. Dos de ellos se parecían a los hombres de la banda de Chantal y el tercero a Thomas Lieven. Los uniformes no les sentaban muy bien. Sin dificultades abrió el mozo que se parecía a Thomas Lieven la puerta de una suite. Con una rapidez poco frecuente en los mozos de hotel, sacaron tres grandes baúles del dormitorio del apartamento, los arrastraron hasta el ascensor de servicio y los bajaron al patio en donde cargaron los baúles en el camión de reparto de la gran lavandería Salomón y se alejaron sin ser
molestados por nadie. Pero no fueron a la gran lavandería, sino a una casa en la rue Chevalier Rose. Una hora más tarde, un Thomas Lieven sonriente y vestido de nuevo de caballero entraba en la mansión de Jacques Cousteau, en el boulevard de la Corderie. Cousteau y Siméon le estaban esperando. De la cartera de mano del amable señor Bergier sacó Thomas aquellas listas en donde constaban los confidentes, colaboradores y traidores con sus nombres y direcciones. Triunfante, levantó en alto las hojas de papel. Pero, incomprensiblemente, ni Cousteau ni Siméon parecían estar muy contentos. —¿Qué ocurre? -preguntó Thomas, inquieto-. ¿No han detenido a esos dos? —Detenidos -respondió Cousteau. —¿Los siete lingotes? —En nuestro poder. —Pues... —Eso y nada más, monsieur Hunebelle -dijo Cousteau, muy lentamente. Sus ojos no se apartaban de Thomas. Y también Siméon le miraba con expresión muy extraña. —¿Qué quiere decir «eso y nada más»? ¡Lesseps debía llevar encima una fortuna en oro y divisas! —Sí, era de suponer, ¿verdad? -Cousteau se mordió el labio inferior. —¿Y no llevaba nada encima? —Ni un gramo de oro, señor Hunebelle. Ni un dólar. Nada. Muy curioso, ¿verdad? —Pues..., debe haberlo escondido. En el mismo vagón o en otra parte cualquiera en el tren. ¡Tienen que registrar el tren! ¡A todos los pasajeros! —Esto es lo que hemos hecho. Hemos mandado descargar incluso el carbón del ténder. Nada. —¿Dónde está el tren ahora? —Continúa su viaje, no podíamos retenerlo por más tiempo. Siméon y Cousteau observaron cómo de pronto Thomas Lieven se ponía a sonreír malicioso, inclinaba la cabeza y movía silencioso los labios. Si hubiesen sabido leer los movimientos de sus labios hubiesen leído: «Esa maldita sinvergüenza.» Siméon se puso en pie, echó la cabeza hacia atrás, hinchó el pecho y dijo, con expresión sombría, irónica y amenazadora:
—Bien, Lieven, ¿tiene alguna idea de dónde puede estar el oro? —Sí -contestó, muy lentamente-, creo que tengo una idea.
4 Dominado por la ira luchaba Thomas Lieven, apretando las mandíbulas y con los hombros inclinados hacia delante, contra el helado viento del norte cuando a primeras horas de la noche del 7 de diciembre de 1940, avanzaba por la rue de Paradis de Marsella. ¡La maldita sinvergüenza era Chantal! ¡El bandido era Bastián! El viento soplaba cada vez más y más fuerte. Silbaba y gemía y tronaba por las calles..., el tiempo más indicado para el estado de ánimo tan sombrío que vibraba en el interior de Thomas Lieven. Cerca de la vieja Bolsa en la rue de Paradis se levantaba una sucia casa de varias plantas. En esta casa había, en la primera planta, un restaurante que respondía al nombre de Chez Papa. Chez Papa pertenecía a un caballero cuyo apellido nadie conocía y a quien toda la ciudad llamaba Olive. Olive era un hombre rosado y graso como los cerdos que mandaba sacrificar en un matadero clandestino. A aquella hora, los clientes de Olive se sentaban a tomar el aperitivo mientras discutían sus negocios en espera de qué les sirvieran la cena con productos procedentes, todos ellos, del mercado negro. Con un cigarrillo entre los labios se apoyaba Olive contra la pared detrás de la mojada barra cuando entró Thomas. Sus ojillos sonrieron bondadosos cuando preguntó: —Bon soir, monsieur. ¿Qué desea tomar? ¿Un pequeño pastis? Thomas Lieven había oído contar que Olive fabricaba él mismo sus licores tomando como producto base el alcohol procedente del Instituto Anatómico. Al parecer, el alcohol que robaban en el Instituto Anatómico había servido previamente para la conservación de ciertas partes de los cadáveres. Y se decía, también, que el pastis de Olive había provocado ataques de locura en algunos de sus clientes. —Un doble de coñac, ¡pero del bueno! -pidió Thomas. Se lo sirvieron. —Oiga, Olive, he de hablar con Bastián. —¿Bastián? No le conozco.
—Le conoce. Tiene su cuarto detrás de su local. Sé que se llega hasta allí pasando por ese local y sé, también, que usted tiene orden de anunciarle a todos sus visitantes. Olive hinchó las mejillas y, de pronto, sus ojillos relucieron maliciosos y traidores. —Eres un mierda de la poli, ¿eh? Largo de aquí, muchacho; tengo a una docena de compañeros aquí que te dejarán la cara como nueva; basta con que silbe. —No soy de la poli -dijo Thomas, y tomó un sorbo. Luego sacó del bolsillo su amado reloj de repetición. Lo había salvado de todas sus pasadas aventuras, incluso de manos de la cónsul de Costa Rica. Hizo sonar el reloj. Olive le miró curioso. Y luego preguntó: —¿Cómo sabes tú que vive aquí? —Porque él mismo me lo ha contado. Vamos, ve y dile que su amigo Pierre quiere hablar con él. Y si no recibe al instante a su querido amigo Pierre, dentro de cinco minutos va a suceder algo grave aquí...
5 Con los brazos extendidos y dibujando una ancha sonrisa en su rostro salió Bastián Fabre al encuentro de Thomas Lieven. Los dos hombres estaban ahora cara a cara en el estrecho corredor que comunicaba la cocina del restaurante con el cuarto de Bastián. Con sus gigantescas manos palmoteo en el hombro de Thomas. —¡Esta sí que es una alegría, amigo! ¡Precisamente quería ir en tu busca! —Sácame tus patas de encima, bandido -dijo Thomas, indignado. Empujó a Bastián a un lado y entró en la vivienda. En el primer cuarto había neumáticos de automóvil, bidones de bencina y cartones de cigarrillos y, en el cuarto siguiente, una gran mesa y encima un completo tren eléctrico con montañas, túneles, valles, puentes y bosques. —¿Entretienes a los niños aquí? -preguntó Thomas, irónico. —Este es mi hobby -dijo Bastián, ofendido-. Por favor, no te apoyes en esta cajita, romperás el transformador... Dime, ¿por qué estás tan enfadado? —¿Y aún lo preguntas? Ayer desapareciste tú. Hoy ha desaparecido Chantal. Hace dos horas, la policía ha detenido a los agentes de la Gestapo, los señores Bergier y Lesseps. El señor Lesseps partió con mucho oro, joyas, monedas y divisas y ha llegado a Marsella sin divisas, sin oro, sin nada. La policía ha registrado el tren y no ha encontrado nada, absolutamente nada. —¡Hay que ver qué cosas suceden! -sonrió Bastián, y apretó un botón encima de la mesa. Uno de los trenes empezó a correr en dirección a un túnel. Thomas arrancó un interruptor de su enchufe. El tren se detuvo. Sólo dos vagones quedaban fuera del túnel. Bastián echó la cabeza hacia atrás, daba ahora la impresión de un orangután enfurecido. —¡Voy a aplastarte el cráneo, pequeño! ¿Qué quieres? —¡Quiero saber dónde está Chantal! ¡Quiero saber dónde está el oro! —¿Y dónde quieres que esté? En mi dormitorio. —¿Dónde? -Y Thomas Lieven tragó saliva. —¿Qué es lo que te habías imaginado, eh? ¿Que me largaba con la
mercancía? Ella tenía la intención de arreglarlo todo con cierto amor y cariño, con velitas y todo lo demás para darte una alegría. -Bastián levantó el tono de su voz y preguntó-: ¿Todo listo, Chantal? Se abrió una puerta y apareció Chantal Tessier, más hermosa que nunca. Llevaba unos pantalones largos de piel verde muy ajustados, una blusa blanca y un cinturón de piel. Sus dientes de animal de presa aparecían iluminados por una brillante sonrisa. —Hola, mi dulce amor -dijo y cogió a Thomas de la mano-. Entra..., ¡ha llegado Papa Noel para el niño! Thomas se dejó llevar a la habitación contigua. Ardían allí los restos de cinco velitas que Chantal había pegado a unos platitos. Su blanda luz iluminaba el dormitorio con una impresionante cama de matrimonio. Cuando Thomas se acercó a la cama, volvió a tragar saliva. Sobre la cama, a la luz de las velitas se veían: dos docenas de lingotes de oro, infinidad de monedas y anillos de oro, collares, pulseras, modernas y antiguas, un crucifijo, un icono y fajos de billetes de dólares y libras esterlinas. Thomas Lieven tuvo la sensación de que se le doblaban las rodillas. En un ataque de debilidad, se dejó caer en un balancín que, al instante, se puso en movimiento. Bastián se acercó a Chantal, se frotó las manos, le dio un golpecito a su jefe y dijo alegremente: —¡Estabas en lo cierto! ¡Mira qué calladito está el niño! —Hoy es un día hermoso..., para todos nosotros -dijo Chantal. En su infinito asombro veía Thomas Lieven los rostros de los dos como si se mecieran sobre las aguas del mar. Subían y bajaban. Apretó muy fuertemente los pies contra el suelo. El balancín se detuvo en sus rítmicos movimientos. Ahora veía claramente los dos rostros, unos rostros infantiles, sin malicia, sin recelos, ingenuos. —Estaba en lo cierto -gimió-. Habéis robado todo esto. Bastián lanzó un resoplido y se golpeó en el pecho: —¡Para ti y para nosotros! ¡Con esto pasaremos mejor el invierno! ¡Muchacho, amigo, esa sí que ha sido una buena jugada! Chantal se acercó a Thomas y le dio infinidad de besos. —¡Ay, si supieras lo guapo que estás ahora! -gritó la mujer-. ¡Para comerte! ¡Estoy completamente loca por ti!
Se sentó sobre sus rodillas, el balancín se puso en movimiento, y una ola de debilidad inundó a Thomas. Como a través de un mar de algodón, llegó la voz de Chantal hasta su oído: —Les dije a los muchachos: eso hemos de hacerlo nosotros solos. Para un golpe así, mi amado es un hombre demasiado moral, tiene demasiados escrúpulos. No queremos cargar su conciencia con una cosa así. ¡Cuando le presentemos la mercancía, se alegrará de verla! Thomas movió incrédulo la cabeza y preguntó: —¿Y cómo... habéis logrado... apoderaros de la mercancía? Bastián informó al detalle: —Pues ayer, cuando estuve contigo en casa de ese ma... quiero decir, del caballero Bergier, dijo que su compañero Lesseps estaba en Bandol con un cargamento gigantesco. Yo y tres compañeros nos encaminamos a Bandol. Tengo amigos allí, ¿entiendes? Averiguo que Lesseps está en negociaciones con dos ferroviarios. Tiene miedo a los controles. Quiere ocultar la mercancía bajo el carbón del ténder, ¿entiendes? -Bastián hizo un esfuerzo para ahogar un ataque de risa-. Bien, le dejamos hacer. Luego, buscamos a una bonita muchacha..., por suerte, el individuo es de una raza diferente a tu amigo Bergier. Bien, ¡a la mañana siguiente, nuestro amigo se presentó en la estación medio borracho aún y doblándosele las rodillas! —¡Qué bonito! -exclamó Chantal, y pasó sus dedos por el pelo de Thomas Lieven. —Bien, y mientras el amigo Lesseps estaba ocupado en estos quehaceres, yo y mis amigos jugamos un poco a trenes. Ya te he dicho que es mi hobby. Hay muchos ténders en una estación y el uno se parece al otro como si fueran uno solo. —¿Y Lesseps no mandó vigilar su ténder? —Sí, por dos ferroviarios. -Bastián levantó las manos y las volvió a bajar-. Les regaló un lingote a cada uno de ellos..., y nosotros otros dos...; los teníamos a montones... —El poder del oro -dijo Chantal, y mordió a Lieven en el lóbulo de la oreja izquierda. —¡Chantal! —Dime, cariño... —Levántate. La mujer se puso en pie y quedó al lado de Bastián. Éste apoyó una
mano en su hombro. También Thomas se puso en pie y, con infinita tristeza, dijo: —Dios mío, me duele el corazón tener que estropearos la fiesta, pero eso no puede ser... —¿Qué es lo que no puede ser? -preguntó Bastián. Su voz sonaba seca y sin expresión: —Quedarnos con todo esto. Hemos de entregarlo a Cousteau y Siméon. —Lo...cooo -Y Bastián dejó caer la mandíbula inferior. Fijó una mirada incrédula en Chantal-: ¡Se ha vuelto locooo...!
6 Chantal no se movió. Sólo las aletas de su nariz temblaban. —Acabo de hablar con Siméon y Cousteau -dijo Thomas, muy sereno-. He llegado a un acuerdo muy concreto con ellos dos. Les entregaremos las listas de los confidentes y colaboradores y todo lo que Bergier y Lesseps han comprado y robado aquí. Nos quedaremos con el dinero que hemos encontrado en los tres baúles de Bergier. Son casi unos sesenta y ocho millones... —¡Sesenta y ocho millones! -gritó Bastián, y volvió a levantar y bajar las manos-. ¡Francos, francos, que a cada día que pasa pierden valor! —¿Y piensas entregarle todo esto? -Chantal habló en voz muy baja, casi en un susurro, y señaló la cama-: ¡Aquí hay por lo menos ciento cincuenta millones en valores estables, idiota! Thomas se enfureció: —¡Son valores franceses! ¡Valores que pertenecen a Francia, que han sido robados a Francia! El dinero en los baúles es dinero de la Gestapo, éste nos lo podemos quedar sin remordimientos de conciencia. Pero todo eso, las joyas, el crucifijo, el oro del Banco de Francia... Dios mío, ¿acaso os tengo que recordar yo, continuamente, vuestros deberes como franceses, yo, un boche? —Este botín es nuestro -dijo Bastián, con voz ronca-. Nosotros lo hemos robado. La Gestapo se ha quedado con las manos vacías. Creo que hemos hecho más que suficiente por la patria. Bastián y Thomas siguieron discutiendo. Se iban excitando por momentos. Chantal, por el contrario, cada vez más tranquila, peligrosamente serena. Las manos apoyadas en la cadera, los dedos pulgares dentro del cinturón, golpeaba ligeramente con su pie derecho contra el suelo. La aleta izquierda de su nariz temblaba. En voz muy baja interrumpió finalmente a Bastián: —No te excites. Ésta es tu vivienda. Primero ha de salir ese pequeño imbécil..., y luego han de entrar Cousteau y Siméon. Thomas se encogió de hombros y se dirigió a la puerta. De un salto,
Bastián se plantó a su lado. En la mano sostenía un pesado revólver: —¿Adonde vas? —Chez Papa, a telefonear. —Un paso más y te mato -dijo Bastián, con la respiración entrecortada. «Clic», se oyó, cuando retiró el seguro. Thomas avanzó dos pasos. El cañón del revólver se apoyó en su pecho. Dio otros dos pasos. Bastián gimió y retrocedió dos pasos. —Pequeño..., sé sensato..., de veras que te mato... —Déjame salir, Bastián -dijo Thomas, y avanzó otro paso. Bastián estaba ahora de espaldas contra la puerta. Thomas apoyó su mano en el pomo. Bastián gemía: —¡Espera!... ¿Qué harán esos cerdos con esta bonita mercancía? Se la gastarán, la harán desaparecer..., policía..., Estado..., servicio secreto..., patria... ¡Pero si todo eso son solamente tonterías! Thomas apretó el pomo de la puerta. Ésta se abrió detrás de Bastián. El hombre estaba pálido como la muerte. Volvió su mirada hacia Chantal y volvió a gemir: —Chantal, haz algo..., ayúdame..., yo... no puedo matarle... Thomas oyó un ruido y se volvió. Chantal se había dejado caer sobre el borde de la cama. Con sus pequeños puños golpeaba los lingotes de oro, el crucifijo, las monedas... Su voz sonó alta y quebrada: —Deja marchar a ese idiota, déjale que salga... -Las lágrimas resbalaban por su hermoso rostro de gata-. Vete ya..., llama a Siméon..., que lo venga a recoger todo... Oh, ojalá nunca te hubiese conocido en mi vida... Y yo que me había alegrado tanto... —¡Chantal...! —... Quería poner fin a todo esto..., irme lejos de aquí contigo..., a Suiza..., sólo pensaba en ti y ahora... —¡Chantal, querida! —No me llames querida, tío mi... -gritó la mujer. Se dejó caer sin fuerzas hacia delante y lloró desconsolada.
7 —Desnúdese usted -decía, a la misma hora, el apuesto y joven oficial de la policía a Louis Dupont. Dos presos acababan de ser llevados a su presencia en las celdas de la prefectura de Marsella. Uno de ellos era el rosado y pulcro Jacques Bergier, siempre tan perfumado, y el otro el delgado Paul de Lesseps. —¿Qué hemos de hacer? -preguntó Lesseps, irritado. Sus ojos de pez eran ahora una delgada rendija y sus labios unas líneas sin color. —Desnudarse -dijo Dupont-. Quiero ver si llevan algo escondido en las ropas..., o en el cuerpo. —¿Y qué cree que llevamos escondido en el cuerpo, amigo? -rió Bergier, divertido. Avanzó un paso y se desabrochó el chaleco-. Vamos, registren en busca de armas. -Se quitó la corbata y se desabrochó la camisa. Dupont le ayudó a sacársela. —¡Cuidado, tengo muchas cosquillas! -rió Bergier de nuevo. —¡Basta ya! -exclamó Paul de Lesseps. —¿Decía usted...? —Basta ya, he dicho. Llamen al director. Al instante... —Oiga usted, no le permito ese tono. La voz de Paul de Lesseps sonó como un débil susurro. —Cierre el pico. ¿Sabe leer? Mire. -Y le presentó al joven oficial sus credenciales. Era un documento extendido en alemán y en francés y decía que el señor Paul de Lesseps trabajaba por encargo del servicio de seguridad alemán. —Ah, a propósito -dijo el señor Bergier y sacó igualmente su cartera del bolsillo de la chaqueta. Y también él presentó sus credenciales. Los dos documentos estaban firmados por un tal Walter Eicher, sturmbannführer, SD, París. —El señor sturmbannführer ha de ser informado sin pérdida de tiempo de nuestra detención -dijo el señor De Lesseps altivamente-. Y si no lo hace ahora mismo, cargará usted con todas las consecuencias y responsabilidades...
—Yo... informaré al instante a mis superiores -tartamudeó Louis Dupont. Desde que había visto las credenciales, aquellos individuos le resultaban más repugnantes aún. Marsella estaba en la zona libre de Francia. Pero, de todos modos... Servicio de Seguridad alemán... Gestapo... Dupont no quería complicaciones. Cogió el auricular.
8 —7 dic. 1940 -17.39 horas – prefectura Marsella a kriminalpolizei París – hoy 15.30 horas estación St. Charles arrestados 1) Paul de Lesseps y 2) Jacques Bergier – acusados contrabando oro y divisas -1) presentando credenciales SD alemán número 456.832 serie roja y 2) credenciales SD alemán número 11.165 serie azul – extendidos ambos por SD sturmbannführer Walter Eicher – comprueben inmediatamente si ambos trabajan órdenes SD – fin- fin.
9 —¿Lesseps? ¿Bergier? El sturmbannführer Walter Eicher se retrepó contra el respaldo de su sillón y enrojeció hasta detrás de las orejas. Fuera de sí, gritó al teléfono: —¡Sí, conozco a esos dos! Sí, trabajan para nosotros. Comunique a Marsella que retengan a los dos. Nosotros mismos iremos a buscarles. El funcionario francés al otro lado de la línea telefónica agradeció cortésmente la información. —No hay que darles. Heil Hitler! -Eicher clavó de golpe el auricular en la horquilla y gritó-: ¡Winter! El ayudante entró corriendo desde el cuarto contiguo. Los dos caballeros desplegaban sus macabras actividades en el cuarto piso de una pomposa villa en la Avenida Foch de París. El hombre llamado Winter dijo: -A sus órdenes, sturmbannführer. —¡Lesseps y ese idiota de Bergier han sido detenidos en Marsella! -gritó el hombre llamado Eicher. —Por amor de Dios, ¿qué ha sucedido? —No lo sabemos aún. Para desesperar. ¿Acaso trabajamos sólo con idiotas? Imagínese por un momento que Canaris se entera de todo esto. ¡Vaya alegría para él! ¡El SD explotando a la Francia no ocupada! El Servicio de Seguridad del Reich y la organización del Abwehr de Canaris se odiaban a muerte. Y los temores del sturmbannführer estaban plenamente justificados: —Mande usted que preparen el Mercedes negro, Winter. Nos vamos a Marsella. —¿Hoy mismo? —Dentro de una hora. ¡Para estar allí mañana por la mañana! ¡Hemos de sacar a esos dos imbéciles de allí antes de que hablen! —¡A sus órdenes, sturmbannführer! -gritó Winter. Y cerró de golpe la puerta a sus espaldas. Siempre los mismos enojos. ¡Vaya profesión más miserable! Tener que renunciar a la cita con la dulce Zouzou. Doce horas en el coche con el viejo. Sin dormir en toda la noche.
¡Para llorar! Veinticuatro horas más tarde, celebraba Chantal Tessier en la trastienda del café Bruleur du Loup en Marsella una reunión general de su banda, una reunión que transcurrió muy movida, por no decir otra cosa. Los contrabandistas franceses, los falsificadores de pasaportes españoles, las alegres chicas de Córcega y los conjurados y pistoleros a sueldo de Marruecos que en el local realizaban sus transacciones comerciales miraban de vez en cuando con expresión de disgusto hacia la puerta que llevaba el letrero de:
RESERVADO
Por fin se abrió la puerta y los clientes habituales del local (unos quinientos años de presidio entre todos, contando por lo bajo) vieron dirigirse a su conocido Bastián a la cabina del teléfono junto a la barra. El hombre daba la impresión de estar profundamente abatido y deprimido... Bastián marcó el número del restaurante Chez Papa. Olive, el propietario, respondió a la llamada. Bastián se limpió el sudor de la frente, tiró nervioso de un cigarro y dijo apresuradamente: —Soy Bastián. ¿Está aquí el hombre que me visitó ayer? Había invitado a Thomas a esperar el fin de la reunión en Chez Papa. —Está aquí, sí -contestó Olive-. Está jugando al póquer con mis clientes. Siempre gana. —Dile que se ponga al aparato. Bastián tiró nuevamente del cigarro y abrió la puerta para echar el humo. Ese maldito Pierre..., en verdad que no merecía romperse tanto la cabeza por él. Veinticuatro horas antes habían mandado llamar a los del servicio secreto y éstos se habían llevado consigo toda la bonita mercancía. Gracias a Dios, no toda. Mientras Thomas había ido a telefonear, Chantal y él habían puesto a un lado una gran cantidad de monedas de oro y billetes... Pero, ¿qué era ya eso comparado con el valor en millones que representaba todo el resto? No, era mucho mejor no pensar en ello... —Hola, Bastián, ¿qué hay de nuevo, viejo? Bastián se indignó por la indiferencia en la voz de Thomas.
—Pierre, soy amigo tuyo..., a pesar de todo. Por esto te doy un consejo: lárgate. Pero ahora mismo. No debes perder un solo minuto. —¿Qué ha sucedido? —Todo ha salido mal en el curso de la reunión. Chantal ha presentado su dimisión. —¡Por amor de Dios! —Ha llorado... —Bastián, si supieras cuán penoso resulta todo esto para mí... —No me interrumpas, estúpido. Ha dicho que te ama..., que te comprende..., y entonces una gran parte de la banda se ha ablandado... —Ah, l'amour! Vive la France! —... Pero no todos. Se ha formado un grupo en torno a François, el cojo. Tú ya le conoces, nosotros le llamamos el Picaro. Thomas no le conocía, pero había oído hablar de él. El Picaro era el miembro más antiguo de la banda, un hombre siempre muy violento en sus métodos y también en el trato con las mujeres. —... El Picaro aboga por liquidarte... —Muy amable. —... Personalmente, no tiene nada en contra de ti, pero dice que tu influencia sobre Chantal es nefasta. Tú la ablandas... —Vamos, vamos... —... Dice que eres la perdición de la banda. Y dice que hemos de liquidarte para proteger a Chantal... Pierre, ¡lárgate! Cuanto antes mejor... —Al contrario. —¿Qué? —Presta atención, Bastián -dijo Thomas Lieven. Y su amigo le prestó atención, incrédulo al principio, dubitativo luego y, finalmente, conforme. —Está bien -gruñó al final-, si lo crees prudente. Dentro de una hora, pues. Pero bajo tu responsabilidad. Colgó el auricular y entró de nuevo en el cuarto, lleno de humo de tabaco, en donde François, el cojo, o François, el Picaro, abogaba por liquidar lo antes posible a Jean Leblanc o Pierre Hunebelle o como se llamara. —... En interés de todos nosotros -dijo, y clavó la punta de su navaja, muy afilada y muy delgada, en el tablero de la mesa. Se volvió hacia Bastián y le gritó-: ¿Dónde has ido? —Acabo de telefonear a Pierre -dijo éste, impasible-. Nos invita a comer
a todos nosotros. En mi casa. Dentro de una hora. Dice que allí lo podremos discutir todo con mayor tranquilidad. Chantal lanzó un grito. De pronto empezaron a hablar todos a la vez. —¡Silencio! -gritó François. Se hizo el silencio. —Ese individuo tiene valor-dijo François, impresionado. Luego, sonrió malicioso-: Está bien, compañeros, vamos allí...
10 —Caballeros, les doy la más cordial bienvenida -dijo Thomas Lieven. Besó la mano a la pálida jefa de la banda que había llegado al final de sus fuerzas.
MENÚ Sopa de queso * Ragout de conejo con fideos Empanada sorpresa con salsa de champiñones
8 de diciembre de 1940 Una comida grotesca salva la vida a Thomas Lieven Sopa de queso Se toma una buena cantidad de queso parmesano, rallado, se reblandece con leche y se agita cuidadosamente. Después se bate el queso rallado, procurando no llegue a cuajar, en un caldo de carne hirviendo, se separa del fuego la sopa y se bate con una yema de huevo. Ragout de conejo Se toma un conejo grande, pero joven, al que se ha despojado bien de la piel, y se corta en pedazos medianos. Se deshacen en una cacerola 125 gramos de tocino en cuadraditos, se cuecen los pedazos de conejo por todos los lados, se añade el hígado, algunas cebollas escalonias pequeñas y cebollas bien picadas y unos dientes de ajo aplastados. Cuando está bien dorado, se cubre con un poco de harina, se agita bien y se vierte luego lentamente con medio litro de agua hirviendo o caldo. Se condimenta con sal, pimienta, granos de especias, bayas de enebro y algo de corteza de limón, añadiendo a
continuación media botella de vino tinto. Se deja cocer el conjunto sobre la llama pequeña, hasta que la carne esté bien blanda, se añade luego el resto del vino y se deja hervir brevemente. Se añaden luego fideos gruesos, hervidos con agua salada, y que después de escurridos se rebozan con mantequilla. Empanada sorpresa Se toma un pedazo de ternera, cerdo o vaca, elegido según el número de comensales, y que corresponde en su longitud a la mitad del diámetro de un gran molde para pastel. Se quita con cuidado la piel de la carne, y se fríe luego con mantequilla por todos los lados, y se añade sal y pimienta. Se cubre el fondo y los lados del molde con hojaldre, y se disponen los pedazos de carne, enfriados, de tal manera que sus lados delgados coincidan en el centro. La carne debe distribuirse de tal forma que, en lo posible, cada tercio del fondo esté ocupado por una clase de carne. En el borde de la masa se marca el lugar donde acaba una clase de carne y empieza la otra, y se pasa esta marca a la cubierta de hojaldre. Desde estos puntos se dispone un adorno da hojitas de hojaldre en dirección al centro, de modo que se observe una división externa en tres partes de la empanada. Se corta luego de la masa una porción de cerdo, otra de ternera y otra de vaca, adornando con ellas los correspondientes tercios para saber qué carne está debajo. Se unta la empanada con yema de huevo y se cuece con fuego moderado, hasta adquirir una bella tonalidad dorada. Se sirve con una salsa de champiñones preparada como sigue: Se toman algunas escalonias finamente picadas, se cuecen ligeramente en mantequilla, juntamente con abundantes champiñones cortados en forma de hoja. Se echa por encima algo de harina, se agita bien y se rellena a continuación con caldo de carne. Se deja cocer sobre fuego reducido hasta que las setas estén blandas, añadiendo luego nata a la salsa, que debe permanecer clara; se adoba con sal, pimienta y algo de zumo de limón y se bate con una yema de huevo. Si se desea, se puede añadir todavía un chorro de vino blanco. Los quince miembros del mundo del hampa entraron en la vivienda de Bastián, sonrientes parte de ellos, los otros amargados y amenazadores. Vieron una mesa preparada como para ocasiones solemnes. Thomas lo había dispuesto todo con ayuda de Olive..., sobre el gran tablero del ferrocarril de Bastián. Había eliminado las montañas, los valles, los puentes, los ríos y las
estaciones, pero todavía corrían unas vías por el centro de la mesa sobre el blanco mantel, de un extremo al otro, y, por entre los vasos, los platos y los cubiertos. —Tengan la bondad de tomar asiento -dijo Thomas, frotándose las manos-. Chantal en una cabecera y yo, por motivos muy concretos, ocuparé la otra. Bien, caballeros, acomódense ustedes. Aplacen durante unos instantes sus intenciones asesinas. Murmurando entre ellos, hablando en voz baja, y muy recelosos se sentaron los hombres a la mesa. En el puesto de Chantal había un búcaro con rosas rojas de invernadero. Thomas había pensado en todo... Olive y dos de sus camareros sirvieron el primer plato, sopa de queso. Thomas la había preparado en la cocina de Chez Papa. Y también la vajilla y los cubiertos procedían del restaurante de Olive. —Buen apetito -deseó Thomas. Se sentaba en una de las cabeceras de la mesa. Delante de él se veían unos misteriosos objetos. Nadie podía reconocerlos puesto que estaban cubiertos con servilletas. Y debajo de las servilletas terminaban las vías. En silencio consumieron los presentes la sopa. Eran franceses y sabían apreciar un buen plato. Chantal no apartaba su mirada ni un solo instante de Thomas. Sus ojos revelaban sentimientos muy contradictorios. El Picaro comía con la cabeza baja, silencioso y con expresión muy sombría. A continuación, les sirvieron liebre con guisado de salsa picante. Y, luego, Olive y sus camareros entraron una inmensa bandeja que depositaron en una mesilla al lado de donde se sentaba Thomas. Thomas Lieven cogió entonces un gigantesco cuchillo en su mano. Y mientras lo afilaba dijo: —¡Caballeros! Tengo el gusto de presentarles una novedad, una invención mía. Tengo plena consciencia de que todos ustedes son de temperamento diferente. Algunos de ustedes son comprensivos y bondadosos y me perdonan, otros son coléricos y violentos y quieren poner fin a mi vida. -Levantó una mano-. Por favor, por favor, sobre gustos no se puede discutir. Y, por este motivo, me he permitido preparar un plato que se corresponda a los gustos de cada uno de ustedes. -Señaló la bandeja, una gigantesca torta-. Voilà, la empanada sorpresa. -Se volvió hacia Chantal-: Querida, ¿prefieres filete de buey, de cerdo o de ternera? —Ter... ternera -casi gimió Chantal. Carraspeó y dijo en un tono de voz
casi demasiado fuerte-: ¡Filete de ternera! —Muy bien, ahora mismo. -Thomas estudió detenidamente la empanada, cortó un triángulo y lo depositó sobre un plato. Apartó entonces las servilletas y descubrió los objetos que se ocultaban bajo las mismas: la locomotora de juguete de Bastián con el ténder y, enganchado, un gran vagón de mercancías, así como también la instalación eléctrica para hacer funcionar el tren. Thomas colocó el plato con el filete de ternera sobre el vagón de mercancías y conectó la corriente. El tren se puso en movimiento pasando por delante de aquellos quince individuos que lo seguían muy curiosos con las miradas. El transporte se detuvo delante de Chantal. La mujer cogió el plato del vagón. Unos pocos hombres rieron divertidos, otro aplaudió, incluso. Thomas hizo retroceder a la locomotora mientras preguntaba con la mayor indiferencia de este mundo: —¿Qué desea el caballero a la izquierda de Chantal? Un individuo alto y muy robusto esbozó una inmensa sonrisa y gritó; —¡Cerdo! —Muy bien, cerdo -dijo Thomas. De nuevo fijó su mirada en la empanada, la hizo girar, cortó un triángulo de filete de cerdo y lo transportó como anteriormente. Los hombres empezaron a animarse. La ocurrencia les divertía. Todos hablaban al mismo tiempo. —¡Yo, buey -gritó uno de ellos. —¡Al instante! -contestó Thomas, y le sirvió. Eran ya varios ahora los que aplaudían. Thomas fijó su mirada en Chantal. Le guiñó un ojo. En contra de su voluntad, la mujer hubo de sonreír. Los comensales se mostraban cada vez más ruidosos, más divertidos. Todos pedían a la vez. Y la pequeña locomotora emprendía su viaje de ida y vuelta. Finalmente, sólo el Pícaro tenía todavía ante sí un plato vacío. Thomas se volvió hacia él: —¿Y usted, monsieur? -preguntó, mientras afilaba de nuevo su gran cuchillo de cocina. Durante largo rato, François le miró fijamente a los ojos. Luego se levantó muy lentamente y se metió la mano en el bolsillo. Chantal lanzó un grito, Bastián sacó con disimulo su pistola del bolsillo cuando vio cómo, de pronto, François esgrimía su temida navaja en la mano, François avanzó un
paso en dirección a Thomas. Otro paso. Y otro. Estaba ahora delante de él. Se hizo un silencio de muerte. El tiempo que se necesita para contar hasta diez, miró François directamente a los ojos de Thomas. Y, de pronto, sonrió y dijo: —Tome usted mi navaja, está más afilada. Y quiero cerdo. ¡Miserable perro!
11 El 8 de diciembre de 1940 se presentó el sturmbannführer Eicher y su ayudante Winter -vestidos de paisano, claro está- en Marsella en donde exigieron la extradición de los señores Lesseps y Bergier. Pocas horas después, regresaban a París en donde los dos compradores eran interrogados a fondo. El 10 de diciembre de 1940, el SD de París transmitía una orden a todas sus oficinas. Y sucedió el 13 de diciembre de 1940 en una habitación del hotel Lutetia, de París, requisado por los alemanes, y en donde estaban instaladas las oficinas del Abwehr alemán: El capitán Brenner, de la Sección III, leyó la orden redactada por la organización rival. La leyó superficialmente, luego reveló una expresión de asombro, la leyó por segunda vez..., ahora con mucha mayor atención. La orden del SD decía que se emprendieran, sin pérdida de tiempo, investigaciones para dar con un tal Pierre Hunebelle. El motivo lo justificaba la orden de un modo muy vago diciendo que «por traición de agentes del SD a las autoridades francesas». El capitán Brenner volvió a leer: Pierre Hunebelle. Rostro delgado. Ojos oscuros. Pelo negro y corto. Aproximadamente 1.75 de alto. Posee un reloj de repetición de oro que hace sonar con frecuencia. Características especiales: le gusta cocinar. ¡Hum! Le gusta cocinar. ¡¡Hum!! El capitán Brenner se frotó la frente. Sí, en cierta ocasión-- en cierta ocasión..., sí, en efecto, un general fue llamado a engaño por alguien a quien le gustaba cocinar. Sí, aquello fue durante la conquista de París. Había un expediente sobre el caso... Un expediente..., un expediente... Una hora más tarde, había encontrado el capitán Brenner en el archivo lo que buscaba. Un expediente muy delgado. Pero la memoria no le había engañado al capitán. Allí constaba: Thomas Lieven, alias Jean Leblanc.
Aproximadamente 1.75 de alto. Rostro delgado. Ojos oscuros. Pelo negro. Posee un viejo reloj de repetición. Características especiales: apasionado cocinero. Una fiebre especial dominó al capitán Brenner. Tenía sus contactos personales con el SD. Investigó durante tres días y, finalmente, supo por qué el sturmbannführer Eicher corría tan amargado tras el señor Hunebelle, alias Leblanc, alias Lieven. Con enigmática sonrisa redactó Brenner un comunicado para su jefe... El almirante Wilhelm Canaris leyó el informe del capitán Brenner en su oficina de Berlín en Tirpitz-Ufer con un regocijo cada vez mayor. La satisfacción que había animado a su subordinado en París le dominaba ahora también a él. ¡Hay que ver los del Servicio de Seguridad, ahora resulta que se dedican a robar a la Francia no ocupada! ¡La cara que va a poner el señor Himmler! Y el hombre que les había jugado la mala pasada se llamaba Hunebelle, alias Leblanc, alias... El rostro del almirante cambió de expresión. Volvió a leer el último párrafo. Y lo leyó por tercera vez. Luego, mandó entrar a su secretaria. —Querida señorita Sistig, tráigame usted el expediente de Thomas Lieven. Un cuarto de hora más tarde, tenía el expediente delante de sus ojos; en la cubierta había dibujada una gran cruz negra. Canaris abrió el expediente. Leyó la primera página: Colonia, 4 de diciembre de 1940 DE: ABWEHR COLONIA A: JEFE ABWEHR BERLÍN SECRETO 135.892/VC/40/LV De regreso de Lisboa..., la muerte del doble agente y traidor Thomas Lieven, alias Jean Leblanc... Durante largo rato, Canaris permaneció inmóvil. Luego descolgó el auricular. La voz del almirante sonó muy baja, muy velada y muy amenazadora: —Señorita Sistig, por favor, póngame con el Abwehr de Colonia. El comandante Fritz Loos...
12 Al llegar a este punto de nuestro relato, consideramos oportuno saltarnos unos acontecimientos sin importancia, pero sí contar lo ocurrido en una velada que comenzó muy tranquila y pacífica, pero que, sin embargo, había de tener consecuencias muy graves. La noche del 8 de diciembre de 1940 escuchó Thomas Lieven las noticias de las once y media de la noche de la radio de Londres en lengua francesa. Thomas escuchaba cada noche Radio Londres; un hombre en su situación había de estar bien informado. Estaba en el dormitorio de Chantal. Su hermosa amiga estaba acostada ya. Se había recogido el pelo y estaba sin maquillar. Así era como más le gustaba a Thomas. La mujer estaba sentada a su lado en la cama y le acariciaba la mano mientras los dos escuchaban la voz del locutor. —...Aumenta en Francia la resistencia contra los nazis. Ayer por la tarde, en el trayecto Nantes-Angers fue volado un transporte de tropas alemanas en las cercanías de Varedes. La locomotora y tres vagones fueron destruidos por completo. Por lo menos veinticinco soldados alemanes hallaron la muerte, otros cien quedaron heridos, en particular con heridas graves... Los dedos de Chantal continuaban acariciando la mano de Thomas. —...Como medida de represalia, los alemanes mandaron fusilar treinta rehenes franceses... Los dedos de Chantal se pararon. —...Prosigue la lucha que no ha hecho más que empezar. Un movimiento secreto persigue y da caza a los alemanes de día y de noche. Según sabemos de fuente fidedigna, la resistencia de Marsella se ha apoderado últimamente de impresionantes cantidades en oro, divisas y objetos de valor que proceden de una acción de saqueo por parte de los nazis. Estos recursos servirán para intensificar la lucha. El atentado de Varedes no será el único... Thomas había palidecido. No soportó la voz por más tiempo y cerró la radio. Chantal se había tumbado de espaldas y le miraba en silencio. Y, de
pronto, tampoco pudo resistir por más tiempo la mirada de la mujer. Lanzó un gemido y hundió la cabeza entre sus manos. Oía repetir continuamente en su cerebro: «Veinticinco alemanes... Treinta franceses... Más dé cien heridos... Esto es solamente el comienzo... La lucha continúa... Financiada con impresionantes cantidades de oro y divisas nazis... Capturadas en Marsella...» Desgracia, sangre y lágrimas... Financiado, ¿por quién? ¿Con la ayuda de quién? Thomas Lieven levantó la cabeza. Chantal le miraba en silencio. —Teníais razón... Bastián y tú -dijo el hombre, en voz baja-. Hubiésemos debido quedarnos con la mercancía. Tenéis un instinto más fino que el mío. Engañar a Siméon y al servicio secreto francés... hubiese sido un mal menor. —En todo lo que hemos hecho hasta la fecha, jamás un inocente ha perdido la vida -dijo Chantal, igualmente en voz baja. Thomas asintió con un movimiento de cabeza. —Comprendo que he de cambiar de vida -dijo Thomas-. Tengo unos conceptos demasiado anticuados. Tengo unos conceptos falsos y peligrosos de la vida y del honor y de la fidelidad. Chantal, ¿recuerdas lo que tú me propusiste en Lisboa? La mujer se incorporó rápidamente. —Ser socios. —A partir de hoy, lo soy. Sin compasión y sin escrúpulos. Estoy harto de todo esto. —Amor mío, eres un encanto. Le abrazó y le besó salvajemente. Este beso sellaba una alianza muy curiosa, una comunidad de trabajo de la que incluso hoy día hablan en Marsella... y con razón. Entre enero de 1941 y agosto de 1942, todo el sur de Francia fue sacudido por un auténtico temblor de tierras, por un diluvio de acciones criminales que, por extraño que pueda parecer, tenían siempre algo en común: nadie compadecía a la víctima. La primera víctima fue el joyero de Marsella, Marius Pissoladière. Si aquel 14 de enero de 1941 no hubiese llovido en Marsella, tal vez este caballero se hubiese ahorrado la pérdida de ocho millones de francos. Pero, ¡ay!, llovía desde la mañana a la noche y el destino siguió su curso. La elegante tienda de Marius Pissoladière se hallaba enclavada en la Canebiere, la calle principal de Marsella. Monsieur Pissoladière era un hombre riquísimo, de cincuenta años de edad, con tendencia a la obesidad y
vestido siempre a la última moda. Años antes, Pissoladière había hecho sus buenos negocios con la sociedad cosmopolita de la Riviera. Pero últimamente trataba con una nueva clientela..., aun cuando también muy internacional. Pissoladière trataba con los fugitivos de todos aquellos países que habían sido avasallados por Hitler. Pissoladière les compraba sus joyas a los fugitivos que precisaban de dinero para continuar su huida, para sobornar a los funcionarios, conseguir visados de entrada y encargarse pasaportes falsos. Con el fin de pagarles los precios más bajos a los fugitivos, se valía el joyero del siguiente método: Alargaba las negociaciones durante muchas semanas hasta que los fugitivos, desesperados por la necesidad de poder contar lo antes posible con el dinero, claudicaban ante Pissoladière. ¡Si hubiese sido por Pissoladière, la guerra hubiese podido haber durado otros diez años! No, el señor Marius de veras no podía quejarse. El negocio florecía. Y todo hubiese seguido como hasta aquel momento si el 14 de enero de 1941 no hubiese llovido en Marsella... El 14 de enero de 1941, hacia las once de la mañana, un caballero de unos cuarenta y cinco años de edad entró, en joyería de Marius Pissoladière. El caballero llevaba sombrero de alas duras, una valiosa piel adornaba él cuello de su abrigo, llevaba guantes y pantalones a franjas grises y negras. Ah, sí, y también un paraguas. Pissoladière se dijo al instante que se trataba de un tipo aristocrático. Un hombre rico. Un hombre cansado de la vida. Un miembro de un antiguo linaje. Y esto era lo que le gustaba al joyero en sus clientes... Pissoladière estaba solo en la tienda. Se frotó las manos, bajó humilde y sumiso la mirada, hizo una reverencia ante su nuevo cliente y le deseó unos buenos días. El elegante caballero respondió al saludo del joyero con un cansado movimiento de cabeza y colgó su paraguas en el canto del mostrador. Al hablar, su voz reveló un ligero acento provincial. «Esto es lo que suelen hacer los aristócratas para acentuar su posición social -se dijo el joyero-. ¡Magnífico!» —Desearía -dijo el caballero-, hum..., adquirir una bonita joya. Me han dicho en el Bristol que tiene usted un buen surtido. —Las mejores joyas de Marsella, señor. ¿Y en qué había pensado el
señor? —Pues, hum..., una pulsera con brillantes o algo por el estilo... —Las tenemos en todos los precios. ¿Cuánto desearía invertir el señor? —Pues..., hum..., digamos entre dos y... hum..., tres millones -contestó el caballero, y bostezó. «¡Diablos! -se dijo el joyero-. ¡Empieza bien la mañana!» Se acercó a la gran caja fuerte, marcó la combinación y dijo: —A este precio puede adquirir usted una verdadera obra maestra. Se abrió la pesada puerta de acero. Pissoladière eligió nueve pulseras de brillantes y las depositó sobre una bandeja cubierta de terciopelo negro. La presentó al cliente. Las nueve pulseras brillaban y relucían en todos los colores. El caballero las contempló durante largo rato en silencio. Luego, cogió una de las joyas en su mano delgada y bien cuidada. Una auténtica obra maestra. —¿Qué precio..., hum..., tiene ésta? —Tres millones, señor. La pulsera procedía de la esposa de un banquero judío en París. Pissoladière la había adquirido por solamente cuatrocientos mil francos. —Tres millones es demasiado -dijo el caballero. Y al instante reconoció Pissoladière en el comprador a un auténtico experto comprador en joyas. Sólo los legos aceptan sin protestar el precio que les dice un joyero. Empezó un vivo regateo. En aquel momento se abrió la puerta de la tienda. Pissoladière levantó la mirada. Entró un segundo caballero. Menos distinguido que el primero..., pero de todos modos... Muy reservado. Muy decente en el vestir y en su comportamiento. Abrigo con muestra de espiga. Guantes. Botines. Sombrero. Paraguas. El señor Pissoladière iba a dirigirse al segundo caballero rogándole esperara un momento, cuando éste le dijo: —Necesito solamente una cadena para mi reloj... -Y al decir esto colgó su paraguas lo más cerca posible del primer caballero, al que, al parecer, no había visto antes en su vida. Y, a partir de aquel momento, Pissoladière era hombre perdido...
13 Los dos caballeros que la mañana del 14 de enero de 1941 aparentaron no conocerse en la joyería de Pissoladière eran, de hecho, viejos amigos. Sólo que durante las últimas semanas se habían ido transformando externa e interiormente. Hacía dos semanas solamente que los dos hombres solían maldecir como unos cocheros, escupir en el suelo, y llevar zapatos amarillos y chaquetas con hombros recargados de boata. Hasta hacía dos semanas, sus uñas eran negras y llevaban siempre el pelo demasiado largo. Hasta hacía medio mes, los dos hombres habían sido miembros notorios de aquella casta social y rodeada de misterio que el bien ciudadano llama «el mundo del hampa». ¿A quién correspondía el mérito de haber transformado en tan poco tiempo y en un cursillo intensivo a los dos granujas en unos respetables caballeros..., a quién? El lector lo habrá adivinado: a un tal Pierre Hunebelle, alias Jean Leblanc, alias Thomas Lieven. Para preparar a los dos antiguos delincuentes para el golpe previsto contra la joyería de Pissoladière, Thomas Lieven había invitado a ambos, dos semanas antes, a una comida. La comida fue servida en el reservado de Chez Papa, el tristemente célebre restaurante del mercado negro en la rue de Paradis, cerca de la Bolsa. Además de Thomas Lieven y su bella amiga, asistieron los dos hampones en cuestión..., en su aspecto original y con sus nombres verdaderos: Fred Meyer y Paul de la Rue. Hacía años ya que pertenecían a la banda, pero habían sido destinados al servicio exterior, a Tolosa. La organización de Chantal contaba con sucursales. Era una empresa estructurada de un modo muy sabio. Paul de la Rue, descendiente de hugonotes, era alto y delgado y, de profesión, falsificador de cuadros. Hablaba con el acento característico del sur de Francia. A pesar de su aspecto tan descuidado, su cráneo tenía algo de aristocrático. La profesión de Fred Meyer era forzar cajas fuertes. Se había
especializado, sin embargo, en los robos en los hoteles y en el contrabando y hablaba igualmente con acento meridional. Frotándose las manos y sonrientes se habían presentado Paul y Fred en casa de Thomas y Chantal. El descendiente de hugonotes propuso: —¿Y si tomáramos un pastis antes de la comida, eh? —Antes de la comida -dijo Thomas Lieven con expresión helada-, no tomarán ustedes ningún pastis, sino que bajarán al peluquero. Afeitado. Corte de pelo. Lavarse el cuello y las manos. Así no se presenta nadie para sentarse a la mesa. —Ta gueule -gruñó Fred, que, lo mismo que Paul, no conocía más de cerca a ese Pierre Hunebelle-. Vete al diablo, la que manda es Chantal. Y, entre dientes, replicó Chantal: —Haréis lo que él os diga. ¡Al peluquero! Estáis hechos unos cerdos. Los dos hombres se alejaron murmurando una maldición en voz baja. A solas con Thomas demostró Chantal, que si era cierto que había renunciado a cierta peculiaridad en el vestir, en el fondo era la de siempre. Como un gato salvaje se volvió contra él: —¡No quería que hicieras el ridículo ante ellos! ¡Hubiese sido el fin de mi autoridad, si empiezan a comentar que tú y yo nos peleamos! Pero ésta es «mi» banda, ¿entendido? —Está bien, en este caso olvidemos el asunto. —¿Qué quieres decir con esto? —Que no soy tu empleado. O somos socios con igualdad de derechos..., o nada. La mujer le miró con los ojos entornados. Murmuró unas palabras ininteligibles. Luego le pegó con el puño contra el hombro y dijo medio irritada, medio divertida: —Está bien..., ¡maldito perro! -Y añadió, apresuradamente-: No creas que soy una mujer débil... por el hecho de estar loca por ti. Lo que necesito es un hombre, eso es todo. ¿Entendido? —Entendido -dijo Thomas, y bebieron un viejísimo coñac para reconciliarse. Paul y Fred regresaron tres cuartos de hora más tarde. Ahora aparecían mucho más decentes. Durante los entremeses, dijo Chantal: —Prestad atención. El que diga algo en contra de Pierre, habrá de vérselas conmigo, ¿entendido?
—Pero, Chantal, si tú nunca... —¡Silencio! Pierre es mi socio. —Ay, muñeca, esta vez te ha dado fuerte -dijo Fred, y al instante siguiente recibió un fuerte y sonoro bofetón de Chantal. —¡Tú cuídate de tus asuntos! -le gritó Chantal. —¿Acaso no se pueden hacer ya comentarios? —¡Silencio, he dicho! -Chantal había aprendido ya mucho de Thomas-. Vamos, no seas un cerdo y come como es debido. Hay que ver, ese tipo corta los spaghetti con el cuchillo. —¡Porque se me escapan continuamente del tenedor! —Permítame que le dé un consejo -dijo Thomas, muy amable-. Cuando no le sea posible enrollar los spaghetti con el tenedor, entonces, ensarte una pequeña cantidad con el tenedor y con ayuda de la cuchara clávelos contra las púas del mismo. Así. -Y Thomas hizo una demostración-. Y ahora que usted el tenedor. ¿Ve usted como esto sale a la perfección? Fred le imitó. Salió a la perfección. —Caballeros -anunció Thomas-, creo que será conveniente que charlemos largo y tendido sobre los buenos modales. Los buenos modales son el principio y fin de todo decente engaño. ¿Han visto ustedes alguna vez a un banquero que hiciera gala de malos modales? «¡Un banquero! Dios santo, es mejor no pensar en ello. Mi Banco en Londres. Mi club. Mi bonito lugar... Todo forma parte del pasado ahora, del pasado. El viento se lo llevó...» —Los buenos modales, sí, señores -dijo Chantal-. Por aquí soplan ahora vientos muy diferentes, ¿entendido? Mi socio y yo lo hemos discutido todo. Nos apoderaremos del botín de aquellos que se lo merecen. —¿Y quiénes son éstos? Pues esos cerdos que se lo merecen de verdad. Los nazis, los colaboracionistas, los agentes secretos. En primer lugar, vamos a hacerle una visita a ese Pissoladière... -empezó Chantal. Pero se interrumpió de pronto, puesto que Olive, el obeso propietario, servía personalmente el plato fuerte. Olive estimaba a Thomas por su arte culinario y ahora le contemplaba con una amplia sonrisa. —He pasado las pommes frites dos veces por el baño de aceite, monsieur Pierre. —Y así es como debe ser -aprobó Thomas, muy amable.
«Dios mío, cada vez me gusta más y más este mundo del hampa. ¿Qué será de mí, si esto continúa así?» Thomas sirvió las costillas y levantó de pronto la mirada. —Monsieur De la Rue, ¡use el tenedor de los postres! —¡Que el diablo se entienda con tantos cubiertos! —Por lo que hace referencia a los cubiertos, caballeros -explicó Thomas-, se usan primero los más apartados del plato. Los cubiertos que se usan para el último plato son los que están más cerca de éste. —Me gustaría saber en qué sótanos llenos de ratas os habéis criado -dijo Chantal, despectiva, y luego, muy amable, a Thomas-: Sigue hablando, querido.
MENÚ Spaghetti bolognese Chuletas a la Robert con pommes frites Torta Sacher
3 de enero de 1941 Con su arte culinario se agencia Thomas Lieven piedras preciosas y platino... Spaghetti bolognese Se toma, para medio kilo de spaghetti, medio kilo de carne, a ser posible de vaca, cerdo y ternera mezcladas, y se corta a cuadraditos. Se toma la misma cantidad de cebollas cortadas en finas rodajas, se fríe en mantequilla o aceite y se cuece a continuación la carne, un diente de ajo aplastado y hierbas para sopa finamente picadas. Cuando todo está bien cocido, se añaden tomates descabezados y limpios de sus semillas, y se deja cocer el mayor tiempo posible sobre llama pequeña hasta que se obtiene una
espesa salsa. Después se calientan los spaghetti, hervidos en agua salada, pero no demasiado blandos, y escurridos cuidadosamente en la salsa adobada con sal y pimienta; Se sirve con queso parmesano rallado. Chuletas a la Robert Se toman chuletas de cerdo, de tamaño mediano, se recorta ligeramente el borde graso de las mismas y se golpean. Sin emplear grasa alguna se colocan las chuletas en una sartén bien caliente. Se asan las chuletas unos tres minutos por cada lado, se adoban con sal y pimienta, se echa en la sartén un buen pedazo de manteca y se deja cocer de nuevo por cada lado durante un minuto. Se sacan las chuletas y se colocan en una sartén, previamente calentada. Entretanto, se agita vino tinto y nata ácida en partes iguales, con una cucharada de mostaza picante. Se vierte la mezcla en una sartén y se deja calentar brevemente. Se vierte esta salsa sobre las chuletas ya dispuestas y se sirve inmediatamente con pommes frites. Pommes frites Se toman patatas crudas peladas, se cortan en pedazos del grueso de un lápiz y del largo de medio dedo, se lavan y se secan bien con un paño. Se echan en pequeñas cantidades en una cacerola con manteca o aceite caliente y se extraen con una espumadera, se dejan escurrir y enfriar. Poco antes de servirlas se calienta otra vez fuertemente la grasa, se introduce de nuevo en ella las patatas y se las acaba de freír hasta tomar un bonito color dorado. Se las deja escurrir bien sobre papel secante, se las esparce con sal fina y se sirven. Torta Sacher Se toman 125 gramos de mantequilla y se bate hasta espumar, se añaden 150 gramos de azúcar, 150 gramos de harina tamizada, 5 yemas, algo de vainilla y, finalmente, 150 gramos de chocolate fundido al baño maría. Se agita bien toda la masa, se añade la nieve de las cinco claras, se introduce la masa en un molde para tortas y se pone al horno con fuego medio durante media hora. Para el molde se toman 90 gramos de chocolate fundido, 125 gramos de azúcar en polvo y dos cucharadas de agua caliente, que se agitan fuertemente sobre el fuego. Se cubre la torta ya terminada con mermelada de albaricoque, se vierte encima el glaseado y se deja endurecer durante un minuto en el horno caliente. La torta debe estar bien fría antes de servirla.
—Caballeros, a tenor de nuestros estatutos, que hemos cambiado fundamentalmente, hemos anotado como primero en nuestra lista al joyero Pissoladière. Un individuo de triste fama. Monsieur Meyer... ¡Nunca se debe coger la chuleta en la mano y roer el hueso! ¿En dónde estábamos? —Pissoladière -le recordó Chantal. Y miró muy enamorada a Thomas. A veces le amaba, otras le odiaba. Sus sentimientos cambiaban continuamente; a veces, ni ella misma se reconocía. Lo único que sabía a ciencia cierta era que no podía pasarse ya sin aquel perro, sin aquel miserable perro; no quería ni podía vivir ya sin aquel hombre. —Pissoladière, exacto -dijo Thomas, y explicó por qué el joyero gozaba de tan mala fama. Luego añadió-: Odio las violencias. Soy contrario al derramamiento de sangre. No debéis pensar por un solo instante en un robo con escalo o a mano armada. Créanme, caballeros, los nuevos tiempos requieren métodos nuevos. Sobrevivirán sólo aquellos que hagan gala de una gran fantasía. La competencia es demasiado grande. Monsieur De la Rue, las pommes frites no se cogen con las manos, sino con ayuda del tenedor. —¿Y cómo le sacaremos la pasta a ese Pissoladière -preguntó Fred Meyer. —Con ayuda de dos paraguas. Olive sirvió los postres. —Para que los caballeros sepan a qué atenerse... -explicó Thomas-, la torta se come con el tenedor pequeño y no con la cuchara. —Durante los próximos días tendréis que aprender muchas cosas -dijo Chantal-. Se ha terminado ir de taberna en taberna y con mujeres, ¿entendido? —Escucha, Chantal, ya que estamos en Marsella... —Primero el trabajo y luego las diversiones, amigos míos... – dijo Thomas-. Tienen que aprender ustedes a vestirse como unos caballeros, a caminar como unos caballeros, a estarse de pie y hablar como unos caballeros. ¡Y sin acento! Y tienen que aprender cómo hacer desaparecer ciertos objetos. —¡No será caminar sobre un lecho de rosas, eso os lo aseguro ya desde ahora! -les previno Chantal-. Estaréis a disposición de mi socio de la mañana a la noche... —Por las noches, no -objetó Thomas, y besó la mano de la mujer.
Al instante se sonrojó ésta, se enfureció y le gritó: —Vamos, déjate de comedias delante de los hombres... ¡Estoy harta de que me beses la mano! Y la bestia de Chantal se lo quedó mirando con ojos ardientes. En fin, eso es todo. Y ahora podemos pasar ya sin más comentarios al 14 de enero de 1941 y volver a aquel momento en que Fred Meyer colgaba su paraguas junto al de Paul de la Rue...
14 Desde aquel momento, todo sucedió de un modo muy rápido. El joyero expuso ante Fred Meyer, en un extremo del mostrador, una serie de cadenas de reloj. Al otro extremo del mostrador estaba Paul de la Rue, inclinado sobre las relucientes pulseras. Los dos paraguas estaban el uno al lado del otro. Tal como habían ensayado durante horas y más horas bajo la vigilancia de Thomas Lieven, Paul cogió la pulsera que costaba tres millones de francos y, sin hacer el menor ruido, se inclinó hacia delante y la dejó caer en el paraguas de su amigo Meyer, que éste había dejado ligeramente abierto. El interior del paraguas había sido previamente rellenado de algodón en rama. Luego cogió otras dos pulseras y procedió del mismo modo. Se alejó de los dos paraguas, dirigiéndose al otro rincón de la tienda para admirar unas pulseras de oro. Paul de la Rue las admiró con sincera emoción. Luego se pasó la mano derecha por el pelo. A esta señal convenida, Fred Meyer se decidió, de un modo increíblemente rápido, por la compra de una cadena de reloj por valor de doscientos cuarenta francos. Pagó con un billete de mil francos. El joyero Pissoladière se acercó a la caja, registró el importe, sacó el cambio y le dijo a Paul de la Rúe: —¡Al instante estoy con usted, monsieur! Pissoladière devolvió el cambio al comprador de la cadena de reloj, que recogió su paraguas y abandonó la tienda. Si el joyero le hubiese seguido con la mirada hubiese visto entonces que el segundo comprador, a pesar de que llovía intensamente, no abría su paraguas. No, por el momento... Rápidamente regresó Pissoladière al lado de su aristocrático comprador. Y dijo: —Bien, caballero... Pero se interrumpió en medio de la frase. Con una sola mirada vio que faltaban tres de las pulseras más valiosas. De momento, el joyero creyó se trataba de una broma. Los aristócratas degenerados hacen a veces gala de un macabro sentido del humor. Le sonrió malicioso a Paul de la Rue, y dijo:
—Ja, ja, ja... ¡Vaya susto me acaba de dar, monsieur! Perfectamente instruido por Thomas Lieven, Paul apenas enarcó las cejas, y preguntó: —¿Qué le pasa a usted? ¿No se siente bien? —Lleva usted la broma demasiado lejos, caballero. Por favor, deposite de nuevo las tres pulseras sobre la bandeja, —Dígame, ¿está usted bebido? ¿Pretende usted decir que las tres pulseras...? Ah, sí, ¿dónde están estas bonitas pulseras? El rostro del joyero cambió de color. Su voz se hizo aguda: —Caballero, si no devuelve al instante estas tres piezas, tendré que llamar a la policía. Paul de la Rue se olvidó entonces un poco de su cometido. Se echó a reír. Esta risa hizo que el joyero perdiera por completo el dominio sobre sí mismo. Rápidamente presionó el botón que accionaba el sistema de alarma y al instante cayeron pesadas puertas de rejas de acero delante de todas las puertas. Marius Pissoladière esgrimió un pesado revólver en su mano, y gritó: —¡Manos arriba! ¡Ni un solo paso, ni un solo movimiento! Con toda indiferencia, respondió Paul de la Rue, levantando indolente las manos: —Está usted loco y pagará las consecuencias. Poco después se presentaba la policía. Con la mayor tranquilidad de este mundo presentó Paul de la Rue un pasaporte francés extendido a nombre de René Vicomte de Toussant, París, Bois de Boulogne. Un pasaporte falsificado con gran habilidad y que era obra de los mejores especialistas del Barrio Viejo. A pesar de ello, los agentes de la policía obligaron a desnudar a Paul de la Rue hasta la piel y registraron todas sus ropas, descosiendo incluso las costuras del abrigo. Todo en vano. Paul de la Rue no llevaba ninguna joya encima. Los agentes exigieron del falso vizconde la prueba de que realmente estaba en condiciones de pagar tres millones por una pulsera. Sonriente, rogó el sospechoso llamaran al director del hotel Bristol. El director de dicho hotel confirmó que el vizconde había depositado en la caja fuerte del Banco un importe por valor de seis millones de francos. En efecto, Paul de la Rue se había alojado en el Bristol y había depositado en la caja fuerte seis millones de francos..., capital social de la banda.
Los agentes de policía se mostraron mucho más amables desde este momento. Cuando finalmente la policía de París respondió a su demanda que, efectivamente, en el Bois de Boulogne residía un tal René Vicomte de Toussant, un hombre muy rico, y que gozaba de muy buenas relaciones con los nazis y el Gobierno de Vichy, y que durante aquellos días estaba ausente de París, siendo lo más probable que se encontrara en el sur de Francia, la policía dejó en libertad a Paul de la Rue, después de presentarle infinidad de excusas. Aturdido, deshecho, pálido como la cera, también el joyero Marius Pissoladière presentó sus excusas. El comprador de la cadena de reloj, que el joyero sólo supo describir de un modo muy vago, había desaparecido sin dejar huellas... Todo lo había previsto Thomas Lieven cuando eligió a Paul de la Rue para esta misión y mandó falsificar un pasaporte a nombre del vizconde. En esto le había ayudado el Mensajero de Perpiñán, del 2 de enero de 1941, en el que Thomas había leído la siguiente noticia: René Vicomte de Toussant, industrial de París, ha llegado a la pintoresca ciudad de Font Romeu, en los Pirineos, para una cura de varias semanas... Claro está, el truco del paraguas no podía repetirse en Marsella. A fin de cuentas, estas cosas se comentan. Por el contrario, lo repitieron con éxito en Burdeos, Tolosa, Montpellier, Aviñón y Béziers. En estas ciudades, muchos joyeros y tratantes en antigüedades sufrieron elevadas pérdidas a manos de unos caballeros que lucían unos bonitos paraguas. Pero los que sufrían estas pérdidas eran personajes que se parecían en mucho, por su carácter y sus anteriores transacciones, al joyero Marius Pissoladière. Éste, como hemos dicho ya anteriormente, era el común denominador de todos esos golpes. Todos los que sufrían alguna pérdida no eran compadecidos por nadie, y en el sur del país se comenzaba a comentar que se trataba de una ramificación de la resistencia dirigida por un moderno Robin Hood. Por una serie de circunstancias cayó la policía sobre una pista falsa, en lo que no era del todo inocente Thomas Lieven. La policía creía que estos golpes eran dados por la banda de el Calvo.
Una de las organizaciones más antiguas de Marsella era dirigida por un tal Dantés Villeforte, un corso, al que le habían puesto el apodo de el Calvo. Luego sucedió lo del transporte de fugitivos a Portugal. También Villeforte y sus hombres intervenían en el negocio. Inesperadamente, Chantal amplió en proporciones hasta entonces desconocidas su «empresa de transportes». Sin embargo, actuaba en contra de los principios que habían privado hasta entonces en el mercado y según la vieja consigna, ya pasada de moda, de: precios baratos..., un gira mayor..., buenos beneficios... En fin, lo que hoy suele hacerse bajo el lema de: huya usted ahora mismo... y pague luego. Se comprende que el Calvo estuviera de mal humor al comprobar cómo Chantal echaba a perder de este modo su negocio. Todos los clientes acudían a Chantal y el Calvo se quedaba sin uno solo. De pronto se enteró el Calvo que esta nueva situación se debía, en primera instancia, a la intervención del amante de Chantal, un hombre de una gran visión y rara inteligencia... Y Chantal confiaba plenamente en ese hombre. Ese hombre era, al parecer, el cerebro de la banda..., y era evidente que se trataba de un cerebro magnífico. Y el Calvo decidió entonces ocuparse un poco de ese hombre...
15 Thomas Lieven residió en el Barrio Viejo de Marsella hasta una desgraciada noche de tormenta de septiembre del año 1942. Vivía en casa de Chantal Tessier. El amor-odio de estos dos seres era cada vez más apasionado, cada vez más intenso. Por ejemplo, la hermosa bestia se colgaba apasionada del cuello de su amante después de haber obtenido feliz éxito en un golpe -habían vendido por dos veces el mismo hotel a unos compradores alemanes-, para al instante siguiente decirle: —Me repugna tu sonrisa de superioridad... ¿Crees que lo has hecho todo tú solo, eh? ¿Que nosotros somos unos pobres imbéciles? Escúchalo de una vez para siempre: ¡Estoy harta de esta sonrisita tuya! ¡No quiero volver a verte nunca más! ¡Lárgate! Y muy sumiso, Thomas Lieven se fue a vivir a casa de su amigo Bastián. Pero apenas dos horas más tarde, le llamaba Chantal: —Tengo un revólver en la mano. Si no regresas ahora mismo, mañana me encontrarás cadáver. —¡Pero si has dicho que no querías volver a verme nunca más! —Perro... Maldito perro, me falta el aire para respirar cuando no estás a mi lado. Thomas regresó al instante a la casa en la rue Chevalier Rose. Se reconciliaron, una reconciliación que duró dos días. Y a continuación, nuestro amigo se dedicó de nuevo a la misión que se había impuesto de robar a los malos en el país... y ganar, de paso, una fortuna, verdaderamente una fortuna. Dado que la vida de Thomas Lieven está tan llena de peligros, de osados golpes y bonitas mujeres, nos vemos obligados a proceder de un modo resumido. De la gran cantidad de empresas que organizó durante los años 1941 a 1942, séanos permitido destacar tres, o sea: El caso del platino de la Rusia zarista, el caso de los diamantes industriales y el caso de los Decretos de la Falange falsificados. En agosto de 1941 se presentó en Tolosa un tal Wassili María Orlow, príncipe Leskov. Este hombre había surgido, al parecer, de la nada, puesto que resultaba del todo imposible averiguar su pasado. Aquel aristócrata
delgado y muy engreído ejerció desde un principio una gran fuerza de atracción sobre los agentes secretos alemanes, ingleses, franceses, incluso los rusos, y también sobre los miembros de la banda de Dantes Villeforte. Pero mientras todos esos agentes secretos en Tolosa se comportaban de un modo ostensible, había un sexto grupo que se mantenía en segundo término. Este grupo lo formaban unos pocos caballeros de la banda de Chantal. Thomas les había ido educando mientras tanto con el mismo éxito que a los caballeros De la Rue y Meyer... No en vano el príncipe Leskow había despertado tal interés y sensación..., puesto que era portador de grandes cantidades de platino. Enseñó como muestra un lingote de platino, pero había dicho que tenía muchos más en su poder. El platino, este metal tan noble, era usado en instrumentos de alta precisión en la industria del armamento, sobre todo en la construcción de aviones. Los agentes alemanes, franceses e ingleses querían adquirir el platino para el bien de su patria, en tanto que los soviets lo consideraban ya de antemano como de su propiedad. Los hombres de Dantes Villeforte iban incluso más lejos que los soviets en cuanto a la apreciación de la propiedad. Thomas Lieven, por el contrario, desplegaba una filosofía comercial muy propia de él: —Esperemos y confiemos. Esta frase irritaba a Chantal. —¿Qué es lo que pretendes hacer ahora, perro frío? Tal como había previsto Thomas, el engreído príncipe desplegó una inusitada actividad, lo que tuvo por consecuencia que dos agentes secretos, un alemán y un soviet, se mataran a tiros la mañana del 24 de agosto de 1941, a las 0.30 horas. Veinticuatro horas más tarde hallaron muerto al príncipe en la habitación de su hotel. Los lingotes de platino que guardaba siempre bajo su cama habían desaparecido. Rápidamente fue avisada la policía francesa. Se sospechaba de dos hombres en impermeables negros, los últimos que habían visitado al príncipe y que luego habían abandonado la ciudad en un Peugeot negro en dirección norte. Estos dos hombres se presentaban pocas horas más tarde en el pueblo de
Grisolles, cerca de Montauban. Habían perdido su coche y todo lo que llevaban con ellos. Iban descalzos y en calzoncillos. Alegaron haber sido obligados a detenerse por un camión que circulaba en dirección contraria a la suya y que les habían robado hasta la camisa. Explicaron que la banda que les había robado estaba compuesta por seis enmascarados. Los lingotes de platino desaparecieron de Francia, pero poco después se encontraban en las grandes cajas fuertes de un tal Eugen Walterli, súbdito suizo, que las había alquilado el 27 de agosto de 1941 en el Banco Nacional de Zurich. El señor Walterli había llegado desde la Francia no ocupada a Suiza, sin pasar por el puesto fronterizo. Su amiga Chantal Tessier, muy experta en el cruce de fronteras, le había señalado el camino. Eugen Walterli, alias Thomas Lieven, se había mandado falsificar un pasaporte suizo por los expertos del Barrio Viejo.
16 ¡Alto! No corramos tanto en nuestro relato. Antes de depositar los lingotes de platino en Suiza, Thomas Lieven pasó unas horas muy difíciles y peligrosas, pero no por culpa de la policía, ni tampoco de los hombres de Villeforte, no, sino única y exclusivamente por culpa de Chantal... La mujer se le echó encima como una furia cuando se enteró de su plan. —¿Suiza? Ah, ya entiendo... ¡Te largas! ¡Me vas a dejar plantada aquí! ¿Y crees que no sé con quién? -Contuvo la respiración durante unos instantes y luego gritó-: ¡Con esa desgraciada de Yvonne! ¡Hace ya semanas que soy testigo de cómo te asedia! —Chantal, estás loca, locamente perdida. Te juro... —¡Cierra el pico! ¡Yo no he fijado la mirada en ningún otro hombre desde que te conozco a ti! Y tú... tú... Oh, todos los hombres sois unos cerdos... ¡Y ahora sólo faltaba que con una así como ésa...! ¡Una teñida! —No se tiñe, hija mía... -dijo Thomas, muy dulcemente. —¡Ayyyy! -Se le echó de nuevo encima, enseñando las garras-. ¿Y cómo lo sabes tú, dime? Se pegaron, se reconciliaron. Thomas necesitó toda una noche para demostrarle a Chantal que nunca en su vida había amado a la rubia Yvonne y de que nunca la amaría. Hacia el amanecer, la mujer se dejó convencer y se comportó entonces como un corderillo y como una bañadora de Hong-Kong. Y después del desayuno, fue en busca de un pasaporte suizo para su amante...
17 Cuentan que el mariscal del Reich Hermann Goering sufrió un profundo desengaño cuando en ocasión de visitar durante su primera estancia en el París ocupado a los joyeros mundialmente célebres Cartier y Van Cleff, se enteró de que no podían servir al ilustre cliente, puesto que los dos comerciantes, antes de la llegada de los alemanes, habían trasladado rápidamente todas sus joyas a Londres. Pero lo que hicieron en París no tuvieron tiempo de hacerlo ni en Amberes ni en Bruselas. Bruselas y Amberes son conocidas, desde hace muchas décadas, como los centros de la talla de piedras preciosas. Los diamantes y brillantes en estas dos capitales fueron adquiridos con dinero por los alemanes..., o, sencillamente, confiscados. Esto último, sobre todo, cuando estaban en poder de judíos. El Reich alemán precisaba de los llamados «diamantes industriales» para la industria del armamento, de un modo especial, para trabajar los metales duros. El coronel Feltjen, de la Oficina del Plan Quinquenal, fue encargado de la adquisición de estos valiosos materiales. Feltjen trató de adquirir estas piedras nobles y desperdicios de las mismas también en los países neutrales, sobre todo en Suiza. Pero la mayor parte de sus compradores alemanes eran hombres corruptos. Esos hombres trabajaban valiéndose de unos métodos muy sencillos. Confiscaban en Bélgica los diamantes en poder de judíos, los entregaban en parte o no los entregaban al coronel Feltjen, sino que por medio de sus propios correos los llevaban a través de las zonas libre y ocupada de Francia a Suiza. Aquí la mercancía era ofrecida a otros compradores alemanes y éstos compraban a los precios más altos. Entre septiembre del año 1941 y enero del año 1942 fueron apresados cuatro de estos correos, a los que despojaron de las piedras que habían robado o confiscado. Estos diamantes industriales y brillantes eran guardados, poco tiempo después, en las cajas fuertes del Banco Nacional de Zurich que había alquilado un tal Eugen Walterli. De la cuenta del mencionado súbdito suizo Eugen Walterli fue transferida, el 2 de enero de 1942, la cantidad de 300.000 francos suizos a la
cuenta londinense de la organización Wannemeester. Esta organización se había propuesto como objetivo sacar de Europa, con ayuda de dinero y del soborno, a los perseguidos raciales y políticos de Hitler en los países ocupados por los alemanes en Europa...
18 En el mes de julio de 1942, Dantes Villeforte, llamado el Calvo, convocó una asamblea general de su banda en Marsella, la cual se celebró en su vivienda, en el número cuatro de la rue Mazenod. —Amigos míos, estoy harto -dijo Dantes Villeforte a sus colaboradores-. No aguanto más a la organización de Chantal. Nos han estropeado el asunto del platino, que nosotros teníamos ya prácticamente en el bolsillo. Los negocios con Portugal hace más de un año que los hemos perdido por completo. ¡Y ahora sólo nos faltaba el asunto de los Decretos de la Falange! El caso de los Decretos de la Falange había sido un asunto tan sencillo como impresionante. Recordando sus lecciones con el pintor y falsificador portugués Reynaldo Pereira, Thomas Lieven, con ayuda de los «talentos» del Barrio Viejo, había puesto en marcha un taller de falsificaciones en grande. Allí trabajaban ahora en turnos de día y de noche. Y la empresa de el Calvo no podía, sencillamente, competir con ellos. Los documentos encargados a la organización Chantal Tessier eran más baratos y mejores y eran suministrados con mayor rapidez. Durante las últimas semanas habían introducido una novedad en el negocio: facilitaban documentos en los cuales la Falange española certificaba su reconocimiento a diversas personas por servicios prestados en él extranjero. Los fugitivos provistos de esta documentación podían entonces, con toda facilidad, obtener el permiso de residencia en España. Éste fue el éxito más sensacional en la venta de documentos falsificados durante el verano del año 1942. —Amigos míos... -dijo Dantes Villeforte en el curso de su asamblea general-, Chantal Tessier, por sí sola, era ya una tentación. Nos ha estropeado el negocio infinidad de veces. Nos ha causado muchos daños. Pero, ahora, con la llegada de ese tío..., Pierre, o como se llame... ¡No, no lo aguanto más! Murmullos de aprobación. —Yo os digo: un día u otro hubiésemos puesto fin a las maquinaciones de Chantal. Sé que está enamorada de ese tipo... ¿Cuál sería el golpe más fuerte que le podríamos asestar? —Liquidar al amante -dijo uno de ellos.
—Eres un perfecto idiota -dijo Villeforte-. Liquidar, liquidar... ¿No se te ocurre otra cosa mejor? ¿Acaso no tenemos relaciones con la Gestapo? He averiguado que ese hombre se hace llamar también Hunebelle. Y la Gestapo busca a un tal Hunebelle. Nos podemos ganar un bonito reconocimiento si nosotros... ¿Es necesario que siga hablando? ¡No! La noche del 17 de septiembre de 1942 estalló una violenta tormenta sobre Marsella. Chantal y Thomas habían tenido la intención de ir al cine, pero en vista del tiempo, decidieron quedarse en casa. Bebieron calvados y tocaron discos, y Chantal estuvo aquella noche más cariñosa y dulce y apasionada que nunca. —¿Qué has hecho de mí...?-susurró-. Hay momentos en que no me reconozco a mí misma... —Chantal, hemos de marcharnos de aquí -dijo Thomas-. He recibido malas noticias. Marsella no es sitio seguro ya. Pronto llegarán los alemanes. —Nos iremos a Suiza -dijo la mujer-. Tenemos dinero suficiente allí. Llevaremos una gran vida. —Sí, mi amor -dijo Thomas, y la besó. Y con lágrimas en los ojos, añadió la mujer: —Ay, cariño mío, soy feliz como nunca lo he sido en mi vida. Esto no durará siempre..., pero sí durante algún tiempo aún... No siempre..., pero sí durante algún tiempo... Horas más tarde, sintió de pronto Chantal deseos de comer... uvas. —Las tiendas han cerrado ya -dijo Thomas-. Pero tal vez encuentre algo en la estación... Saltó de la cama y se vistió. La mujer protestó: —¿Con este tiempo? Estás loco... —No, no, quiero que comas uvas- Porque te gustan las uvas y porque tú me gustas a mí. De nuevo asomaron las lágrimas en los ojos de la mujer. Se golpeó con su pequeño puño en la rodilla, y gritó: —¡Maldita sea! No sé por qué lloro, pero es que te quiero tanto, tanto... —Vuelvo al instante -dijo Thomas, y salió de la casa. Estaba en un error. Veinte minutos después de haber abandonado la casa en la rue Chevalier Rose para ir en busca de uvas se encontraba Thomas Lieven, alias Jean Leblanc, alias Pierre Hunebelle, alias Eugen Walterli, en manos de la Gestapo...
19 «Es curioso lo mucho que me he ido acostumbrando a Chantal -se dijo Thomas-. No puedo imaginarme ya la vida sin ella. Sus diabluras, sus actitudes de animal de presa, su apasionamiento, todo ello me encanta en alto grado... Y también su valor y su instinto. Y no miente. O, por lo menos, muy poco...» Por la Place Jules Guesde, completamente desierta, cuya capa de asfalto brillaba bajo la lluvia, entró Thomas Lieven a la estrecha rue Benard du Bois. Allí estaba el pequeño y viejo cine adonde había ido con frecuencia con Chantal. Un Peugeot negro estaba aparcado delante del cine, pero Thomas no le prestó la menor atención. Prosiguió su camino. Dos sombras le siguieron. Cuando pasaron junto al Peugeot negro, uno de los hombres dio un golpecito contra el cristal de la ventanilla. Se encendieron entonces los faros del Peugeot, pero se volvieron a apagar al instante. Desde el otro extremo de la calle estrecha y mal iluminada echaron a andar otras dos sombras. Thomas no se fijaba en nada. No vio a los hombres que iban en dirección contraria a la suya, ni tampoco a los hombres que le seguían. Estaba sumido en sus pensamientos. «He de hablar con calma con Chantal -se decía-. Sé de buena tinta que los americanos desembarcarán en África del Norte. El movimiento de la Resistencia francés causa cada vez más graves daños a los nazis. Operan desde el sur del país. No cabe la menor duda de que los alemanes ocuparán también la zona libre de Francia. Lo mejor será que Chantal y yo nos traslademos a Suiza lo antes posible. En Suiza no hay nazis, ni están en guerra. Allí viviremos en paz...» Las dos sombras se iban acercando por momentos. Y también las sombras que le seguían. Pusieron en marcha el motor del Peugeot negro. Sin luces, avanzó el coche junto a la acera. Y Thomas Lieven seguía sin darse cuenta de nada. ¡Pobre Thomas! Era un hombre inteligente, justo y amable, siempre dispuesto a ayudar al prójimo. Pero no era Old Shatterhand, ni Napoleón, y tampoco era un Mata Hari masculino ni un Supermán. No era ninguno de
aquellos héroes de los que leemos en los periódicos, esos heroicos superhéroes que nunca tienen miedo, que siempre vencen. Era un hombre eternamente perseguido, al que nunca dejaban en paz, que siempre había de intentar sacar lo mejor de una mala situación..., como cualquiera de nosotros... Y por todo esto no se percataba del peligro en que se encontraba. No pensó en nada malo cuando dos hombres se plantaron delante de él. Llevaban impermeables. Eran franceses. Uno de ellos dijo: —Buenas noches, monsieur. ¿Puede decirnos qué hora es? —Con mucho gusto -respondió Thomas. Con una mano sostenía el paraguas y con la otra sacó su amado reloj de repetición del bolsillo del chaleco. Hizo saltar la tapa. En aquel momento le dieron alcance las dos sombras que le habían seguido. —Son ahora las ocho en punto y... -empezó Thomas. Pero entonces le dieron un terrible golpe en la nuca. El paraguas se le escapó de la mano y también el reloj de repetición, pero por suerte éste colgaba de una cadena. Emitió un gemido y cayó de rodillas. Abrió la boca para gritar. Pero uno de los hombres avanzó la mano en la que llevaba un puñado de algodón en rama, que aplicó a la cara de Thomas. Sintió mareo cuando inspiró aquel olor dulzón. Había pasado ya por la misma experiencia en Lisboa. Conocía aquello. En aquella ocasión todo había terminado bien. Esta vez, pensó mientras se adormecían ya sus sentidos, no tendría tanta suerte... Perdió el conocimiento y los cuatro hombres lo metieron dentro del Peugeot negro.
20 —¡Bastián..., eh, Bastián..., despierta ya de una vez, gandul! -gritó Olive, el obeso posadero del local habitual de los traficantes en el mercado negro, llamado Chez Papa. El compañero más fiel de Chantal bostezó y se volvió de lado. Luego gimió y se llevó las manos a la cabeza: —¿Estás loco? ¿Cómo se te ocurre despertarme? Pocas horas antes, Bastián había celebrado un concurso de bebidas con François, el cojo. —Estoy borracho -se lamentó-. Me siento morir... Olive le cogió por los hombros. —Chantal quiere hablar contigo, está al teléfono. Es urgente. ¡Tu amigo Pierre ha desaparecido! De un segundo al otro, Bastián se espabiló. Saltó de la cama sobre una chaqueta de pijama roja, siempre solía llevar solamente la prenda superior, se puso el batín y las babuchas. Luego corrió al local de Olive, que a aquellas horas de la noche estaba cerrado ya y a oscuras. Las sillas estaban sobre las mesas. El auricular estaba descolgado en la cabina telefónica... Bastián se lo llevó al oído. —¡Chantal! El corazón le dolió cuando oyó aquella voz, aquella voz llevada por la desesperación, dominada por el pánico. Nunca antes la había oído en aquel estado: —Bastián... Gracias a Dios, yo... yo no puedo ya más... Hace horas que corro por la ciudad- Estoy rendida, agotada... Oh, Dios, Bastián- ¡Pierre ha desaparecido! Bastián se limpió el sudor de la frente y le dijo a Olive, que estaba a su lado: —Dame un coñac y prepárame un café turco... -Y al auricular-: Cálmate, Chantal, cuéntamelo todo, paso a paso... Tranquilízate. Chantal contó lo que había sucedido. Eran ahora las dos de la madrugada. Pierre había salido de su casa hacia las ocho para irle a comprar uvas.
Chantal lloraba. Su voz temblaba: —He ido a la estación. He estado en todas las tabernas. He ido al puerto... He estado en esas casas... Me he dicho que tal vez se hubiese encontrado con alguno de vosotros... y se había dejado tentar como suelen hacer los hombres... —¿Dónde estás ahora? —En el Bruleur du Loup. —No te muevas de allí. Avisaré a François y a los demás. A todos. Dentro de media hora estaremos contigo. Su voz sonó tan lejana y tan débil como si procediera de la luna: —Bastián, si... si le ha ocurrido algo, no quiero vivir por más tiempo. Quince expertos miembros del mundo del hampa «peinaron» aquella noche la ciudad de Marsella. No dejaron de visitar un solo bar, una sola taberna, un solo hotel, un solo burdel. Buscaron y buscaron, pero no hallaron la menor huella de Pierre Hunebelle, su amigo y compañero. A las ocho de la mañana renunció la banda a continuar las pesquisas. Bastián acompañó a Chantal a su casa. La mujer se dejó llevar sin ofrecer la menor resistencia. En su casa sufrió un ataque de histerismo. Incluso un hombre tan fuerte como Bastián no vio otra solución que propinarle un fuerte puñetazo para dejarla inconsciente. Luego se puso al teléfono y llamó al doctor Boule. El pequeño odontólogo y especialista en la fabricación de lingotes de oro falso se presentaba poco después. Cuando llegó, Chantal había recuperado el conocimiento, estaba tumbada en su cama y sus dientes castañeteaban y se golpeaba con los puños. El doctor Boule comprendió al instante lo que sucedía. Le inyectó un sedante. Cuando el hombrecillo retiró la aguja, dijo Chantal: —Era... es el único hombre que ha sido bueno conmigo en mi vida, doctor... Thomas Lieven había desaparecido. La banda intensificó sus pesquisas, pero sin dar con la menor huella del hombre. Un colapso obligó a Chantal a guardar cama durante varias semanas. El 28 de octubre cambió la situación. En el Cintra, uno de los dos célebres cafés en el Viejo Puerto, se emborrachó un hombre aún joven hacia el mediodía. Al parecer, tenía la conciencia muy negra. Cuando estaba ya lo suficientemente bebido para no saber lo que se decía, comentó «que sabía muchas cosas en relación con un tal Pierre Hunebelle». Un miembro de la banda de Chantal que estaba presente casualmente
alarmó a Bastián. Éste fue en busca de François. Corrieron al Cintra, se sentaron al lado del borracho y le invitaron a varias rondas, mostrando en todo momento una gran simpatía por el joven. El joven fue ganando confianza. Dijo llamarse Ende Mallot y ser oriundo de Grenoble. —Ese granuja..., hip..., nos ha engañado..., hip... Ese perro..., hip..., nos había prometido veinte mil y... —¿En concepto de qué? -preguntó Bastián, indiferente, ofreciendo una nueva copa de coñac al bebido. —Para subir a ese Hunebelle en el Peugeot..., hip..., y luego..., hip..., nos había prometido veinte mil y... —¿Y quién te ha estafado de ese modo, compañero? -preguntó Bastián, apoyando su mano en el hombro del joven. Éste entornó de pronto los ojos y gritó: —¿Y a ti qué te importa esto? Bastián y François intercambiaron una mirada. —No te lo tomes así, amigo -dijo Bastián-. Vamos, tómate otra copa... Cuando el hombre se deslizó bajo la mesa, lo cogieron en brazos y lo llevaron a casa... de Chantal. La mujer estaba en cama, tenía fiebre y se sentía muy débil. Bastián y François echaron al bebido sobre un diván y entraron en el dormitorio de la mujer para contárselo todo. —Cuando vuelva en sí, dejádmelo de mi cuenta. Hablará en menos de diez minutos. Chantal denegó con un movimiento de cabeza. Lo que dijo se lo había dicho Thomas en otra ocasión: —De nada sirve usar de la violencia. Lo que sí cuenta es el dinero contante y sonante. —¿Qué? —Este hombre está tan fuera de sí porque le han dado menos dinero del prometido. Ve a buscar al doctor Boule. Que le administre un inyectable. Para que se le pase la borrachera...
21 Una hora más tarde, Emile Mallot había recobrado el conocimiento. Estaba sentado en un sillón junto a la cama de Chantal. François y Bastián estaban a su lado. Chantal estaba tumbada en cama y se abanicaba con un fajo de billetes de mil francos. Con voz apagada habló Mallot, el hombre de Grenoble: —Ellos... se lo han llevado al Norte... Durante la noche. A Chalon-sur-Saone, a la línea de demarcación. Y allí, la Gestapo... ¡No! -gritó, puesto que Bastián le había pegado fuertemente en la cara. —¡Bastián! -gritó Chantal. Su rostro estaba pálido como la muerte, sólo sus ojos brillaban-. Déjale en paz... Quiero saber quién se esconde detrás de todo esto. -Y se volvió hacia Mallot-: ¿Quién? Mallot sollozó casi: -El Calvo... -¿Dantes Villeforte? —Sí, él fue quien dio la orden. Ese Hunebelle era demasiado peligroso para él. Quería eliminarle. -Mallot respiró a fondo-. Durante estos últimos meses le habéis causado muchos daños a el Calvo. Pues bien, ésta era su venganza... Las lágrimas resbalaron por las mejillas de Chantal. Tragó saliva dos veces antes de hablar. —Recoge el dinero, Mallot. Y lárgate. Dile a el Calvo que esto es el fin. Desde este momento no habrá la menor compasión. Le mataré por lo que ha hecho. Con mis propias manos. Ya puede esconderse donde quiera. Le encontraré, te lo juro. Y lo mataré. Chantal pronunció este juramento muy en serio. Pero se precipitaron unos acontecimientos que colocaron a Chantal y su banda ante problemas muy distintos. El 8 de noviembre, el Departamento de Guerra de Estados Unidos dio a conocer el siguiente comunicado: Unidades del Ejército, la Marina y del Aire americanas y británicas han efectuado, durante las horas del amanecer, numerosas operaciones de desembarco en la costa del África del Norte francesa. El capitán general Eisenhower está al mando de las Fuerzas Aliadas.
Y el 11 de noviembre comunicaba el Alto Mando de la Wehrmacht: A primeras horas del día de hoy, las tropas alemanas han cruzado la línea de demarcación en el sur de Francia como medida de protección del territorio francés frente a la amenaza de intentos de desembarcos angloamericanos en el sur de Francia. Las operaciones de las fuerzas alemanas siguen el curso previsto.
III
1 La prisión central de Frèsnes estaba situada a dieciocho kilómetros de París. Altos muros rodeaban aquel sucio edificio medieval, construido en tres grandes naves centrales y muchos edificios anexos. Solitaria y desierta se elevaba la edificación en una agreste llanura. En la primera nave estaban los prisioneros alemanes, los presos políticos y los desertores. En la segunda, los combatientes de la Resistencia, tanto alemanes como franceses. Y en la tercera, solamente franceses. La prisión de Frèsnes estaba dirigida por un capitán alemán de la reserva. El personal era mixto. Había guardianes alemanes y franceses. Los alemanes eran predominantemente antiguos suboficiales de Baviera, Sajonia y Turingia. En el ala C de la nave I había solamente guardianes alemanes. Este ala C estaba reservada para el SD de París. De día y de noche ardían aquí las lámparas eléctricas en las celdas individuales. Nunca gozaban los presos de la ocasión de dar un paseo por el patio de la prisión. La Gestapo había ideado un método muy sencillo para que ninguno de aquellos presos pudiera ser jamás identificado por una autoridad superior: sencillamente, no registraban la entrada de los presos en cuestión. Eran almas muertas; prácticamente, habían dejado de existir... Inmóvil, se sentaba a primeras horas de la mañana del 12 de noviembre un hombre joven, de rostro delgado y ojos oscuros e inteligentes, en su camastro de la celda 67 del ala C. Thomas Lieven tenía muy mal aspecto. Llevaba un viejo uniforme de presidiario. El uniforme le estaba muy grande. Thomas tenía frío. Las celdas no tenían calefacción. Hacía ya más de siete semanas que llevaba encerrado en aquella horrenda celda maloliente. En la noche del 17 al 18 de septiembre le habían entregado sus secuestradores cerca de Chalonge-sur-Saone a dos agentes de la Gestapo. Éstos le habían llevado a Frèsnes. Y desde aquel día esperaba que se presentara alguien para interrogarle. Pero esperaba en vano. Y esta espera empezaba a consumir sus nervios. Thomas había intentado establecer contacto con los guardianes alemanes. En vano. Con sus encantos personales y por medio del soborno
había intentado obtener una mejor comida... En vano. Un día sí y otro también le daban sopa de coles; Había intentado mandar un mensaje a Chantal... En vano. ¿Por qué no se presentaban ya de una vez y le colocaban contra el paredón? Cada mañana a las cuatro sacaban a hombres de sus celdas y luego se oía el pisar de botas y las órdenes de los guardianes y los gritos de desesperación de los que llevaban. Y los disparos a continuación, cuando eran fusilados... Y ningún ruido cuando eran ahorcados... En estos casos, no se oía nada. Thomas se incorporó de pronto en su camastro. Oyó el pisar de botas que se acercaban. Vio cómo se abría la puerta. Un sargento alemán estaba en el umbral de la puerta... y a su lado dos gigantes en uniformes del SD. —¿Hunebelle? —Yo mismo. —¡Síganos para ser interrogado! «Ha llegado el momento -se dijo Thomas-. Ha llegado el momento...» Fue conducido al patio con las manos atadas. Allí había un gran ómnibus sin ventanas. Un agente del SD empujó a Thomas por un estrecho y oscuro corredor que atravesaba el ómnibus y que tenía muchas puertas. Detrás de las puertas había diminutas celdas en las que sólo podía estarse con los miembros encogidos. Thomas fue empujado dentro de una de estas celdas. Cerraron la puerta. A juzgar por los ruidos, también las otras celdas estaban ocupadas. Olía a sudor y miedo. El vehículo se puso en marcha por una carretera llena de baches. El viaje duró casi media hora. Finalmente se detuvo el bus. Thomas oyó voces, pasos y maldiciones. Luego abrieron su celda. —¡Salga! Thomas Lieven, temblando de debilidad, salió al exterior. Vio al instante en donde se encontraba: en la distinguida Avenue Foch, en París. Thomas sabía que el SD había requisado muchas casas allí. Un agente del SD condujo a Thomas por los corredores de la casa número 84 hasta una biblioteca transformada en despacho. Allí dentro se sentaban dos hombres, los dos de uniforme. Uno de ellos era obeso, jovial y de cara rojiza; el otro era pálido y tenía un aspecto poco sano. El primero era el sturmbannführer Walter Eicher; el segundo, su ayudante Fritz Winter.
En silencio se plantó Thomas delante de ellos. El agente del SD que lo había conducido hasta allí saludó y desapareció. En un francés muy deficiente, dijo el sturmbannführer: —Bien, Hunebelle, ¿qué le parece un coñac? Thomas estaba muy mareado. —Gracias, no. Desgraciadamente no tengo el suficiente colchón en el estómago para un coñac. El sturmbannführer no entendió exactamente lo que dijo Thomas en francés. Su ayudante hubo de traducírselo. Eicher rió divertido. Winter añadió entre dientes: —Creo que podemos hablar en alemán con el caballero, ¿verdad? Thomas había visto al entrar sobre una mesa un expediente que llevaba la inscripción HUNEBELLE. No tenía objeto mentir. —Sí, hablo también alemán. —Bien, maravilloso, maravilloso. Y tal vez es usted compatriota, ¿eh? El sturmbannführer le amenazó con el dedo índice-. Bien, granujilla... Dígalo de una vez... Y sopló a la cara de Thomas una nube de humo de su cigarro. Thomas guardó silencio. El sturmbannführer se puso serio: —Mire usted, señor Hunebelle..., o como se llame usted... Tal vez crea usted que nos divierte tenerle encerrado e interrogarle. Ha oído usted contar, con seguridad, muchas historias crueles sobre nosotros, ¿eh? Le aseguro a usted que nos limitamos a cumplir con nuestro deber. Los alemanes, señor Hunebelle, no están hechos para estos casos. -El sturmbannführer suspiró melancólico-. Pero si lo exige el servicio a la patria... Hemos jurado fidelidad al Führer. Después de la victoria final, nuestro pueblo habrá de asumir el gobierno de todos los pueblos del mundo. Y esto hay que prepararlo a tiempo. La patria necesita de cada uno de nosotros. —Y también de usted -intervino Winter. —¿Cómo? —Usted nos ha engañado, Hunebelle. En Marsella. Con el oro, las joyas y las divisas. -El sturmbannführer rió hosco-. No lo niegue, lo sabemos. Confieso que procedió usted de un modo muy hábil. Un muchacho inteligente. —Y puesto que es un muchacho inteligente, nos dirá ahora cómo se llama usted en realidad y dónde están todos los objetos que estaban en poder
de Lesseps y Bergier -dijo Winter. —Y con quién colaboró usted, eso también -dijo Eicher-. Hemos ocupado la ciudad de Marsella. Podemos encarcelar a sus compañeros allí. Thomas callaba. —¿Bien? Thomas denegó con un movimiento de cabeza. Lo había previsto todo como estaba sucediendo. —¿No quiere usted hablar? —No. —¡Ya le obligaremos! De pronto desapareció la sonrisa de la cara de Eicher y su expresión condescendiente. Su voz sonó muy ronca: —¡Maldito sea, imbécil! ¡Ya me he entretenido bastante con usted! Se puso en pie. Arrojó el cigarro dentro de la chimenea y le dijo a Winter: —¡Vamos, a los sótanos! Llevaron a Thomas a los sótanos. Allí Winter llamó a dos hombres vestidos de paisano. Éstos le ataron a la caldera de la calefacción. Luego lo apalearon. Así durante tres días seguidos. El viaje de Frèsnes a París. El interrogatorio. La paliza en los sótanos. Un calor espantoso en los sótanos y un frío insoportable en la celda. La primera vez cometieron el error de pegarle demasiado rápidamente y con demasiada brutalidad. Thomas perdió el conocimiento. La segunda vez no cometieron este error y tampoco la tercera. A la tercera vez le faltaban a Thomas dos dientes y tenía el cuerpo muy dolorido. Después de la tercera vez lo destinaron durante dos semanas al hospital de la prisión de Frèsnes. Luego empezaron de nuevo. Cuando el 12 de diciembre le llevaron de nuevo a París, Thomas había llegado al final de sus fuerzas. No podía soportar ya por más tiempo ser atormentado de nuevo. Se dijo: «Me arrojaré por la ventana. Eicher me interroga ahora siempre en el tercer piso. Sí, me arrojaré por la ventana. Si tengo suerte, moriré al instante. ¡Ay, Chantal, ay! Bastián, con lo mucho que me hubiese gustado volver a veros...» Thomas Lieven fue conducido hacia las diez del 12 de diciembre de 1942 al despacho del señor Eicher. Un hombre al que Thomas no había visto
antes estaba al lado del sturmbannführer: alto, delgado, de pelo blanco. El hombre llevaba el uniforme de coronel de la Wehrmacht alemana y lucía muchas condecoraciones, y debajo del brazo llevaba una carpeta en la que Thomas descifró la palabra GEKADOS. Eicher daba la impresión de estar muy enojado. —Éste es el hombre, mi coronel -dijo en voz baja, y tosió. —Me acompañará ahora mismo -dijo el coronel de las muchas condecoraciones. —Puesto que es un «Gekados», no puedo impedirlo, mi coronel. Firme, por favor, la entrega. Todo empezó a girar en torno a Thomas Lieven: la habitación, los hombres, todo... Se tambaleó. Le faltaba el aire para respirar y recordó unas palabras que había leído en un libro del filósofo Bertrand Russell: «En nuestro siglo solamente sucede lo imprevisto...»
2 Con las manos esposadas se sentó Thomas Lieven al lado del coronel de pelo blanco en un coche de la Wehrmacht. Cruzaron por la ciudad de París, que poco había cambiado después de la ocupación. Francia parecía ignorar la presencia de los alemanes. Las calles estaban muy animadas. Thomas Lieven veía elegantes mujeres, hombres que parecían tener prisa, y entre ellos, de cuando en cuando, a un soldado alemán extrañamente perdido entre tanta gente. El coronel guardó silencio hasta que llegaron al pueblo de Saint Cloud, y entonces dijo: —Tengo entendido que le gusta cocinar, señor Lieven. Thomas quedó como petrificado al oír que le llamaban por su nombre. Su cerebro trabajaba febrilmente sobreexcitado y receloso por los tormentos de las últimas semanas. ¿Qué significaba aquello? ¿Se trataba de una nueva trampa? Miró de reojo al oficial que se sentaba a su lado. Rostro bondadoso. Inteligente y escéptico. Cejas muy pobladas. Nariz aguileña. Boca sensible. «En fin, ¡en mi patria son muchos los asesinos que tocan Bach!» —No sé de qué habla usted -dijo Thomas Lieven. —Sí, sí, lo sabe usted -dijo el oficial-. Soy el coronel Werthe, del Abwehr de París. Puedo salvarle la vida... o no. Todo depende de usted. El coche se detuvo cerca de un alto muro que rodeaba una finca. El chófer tocó por tres veces el claxon. Se abrió una gran puerta de hierro sin que se viera a ningún ser viviente. El coche entró por un sendero de grava y se detuvo delante de una villa de paredes amarillas y ventanas verdes. —Levante las manos-dijo el oficial que se hacía, llamar Werthe. —¿Para qué? —Para que le quite las esposas. Con las manos atadas no puede usted cocinar. Me gustaría comer un Gordon blue, si le parece bien a usted. Y Crepes Suzette. Le acompañaré a la cocina. Nanette, la doncella, le ayudará a usted. —Gordon blue -dijo Thomas, en un tono apenas perceptible. Y de nuevo todo empezó a dar vueltas en torno a él, mientras el coronel Werthe le quitaba las esposas.
—Sí, por favor. «Vivo -se dijo Thomas-. Respiro... ¿En qué terminará todo esto?», se preguntó mientras su espíritu vital resurgía lentamente. —Está bien, lo acompañaremos con berenjenas rellenas. Media hora más tarde le explicaba Thomas a Nanette cómo se preparan las berenjenas rellenas. Nanette era una muchacha morena, muy apetitosa, que llevaba un delantal blanco sobre un vestido de lana exageradamente ceñido. Thomas se sentó en la cocina al lado de Nanette. El coronel Werthe se había retirado. De todos modos, la ventana de la cocina estaba enrejada. Nanette se acercaba peligrosamente a Thomas. Una vez, su brazo desnudo le rozó la mejilla, y la otra, su redonda cadera, el brazo. Nanette era una buena francesa, sospechaba a quién tenía a su lado. Y Thomas, a pesar de las penalidades pasadas, era lo que aparentaba: un hombre de pies a cabeza. —Ay, Nanette -suspiró finalmente. —Dígame, monsieur. —Perdóneme usted. Es usted tan bonita... Es usted tan joven... En otras circunstancias no estaría yo sentado aquí. Estoy acabado. Esto es el fin. —Pauvre, monsieur -susurró Nanette, y le dio un beso, muy rápido, muy superficial, y se sonrojó. La comida fue servida en una gran habitación con artesonado, cuyas ventanas daban al parque. El coronel iba ahora vestido de paisano. Un traje de franela hecho a medida. Nanette sirvió. Y su mirada se posaba continuamente en aquel hombre en uniforme de presidiario, pero que en todo momento se comportaba como un aristócrata inglés. Comía con la mano izquierda, tenía dos dedos de la mano derecha vendados. El coronel Werthe esperó hasta que Nanette hubo servido las berenjenas y luego dijo: —Muy buenas, de verdad, deliciosas, señor Lieven. ¿Con qué las ha preparado usted? —Con queso rallado, mi coronel. ¿Qué quiere de mí? Thomas comía poco: Después de las semanas de hambre, no podía llenar demasiado su estómago. El coronel Werthe comía con apetito.
—He oído decir que es usted un hombre de principios. Prefiere usted que le maten que descubrirles algo a esos del SD o incluso trabajar para ésos..., para esta organización. -Sí. —¿Y para organización Canaris? El coronel se sirvió otra berenjena. —¿Cómo me ha rescatado usted de Eicher? -preguntó Thomas.
MENÚ Berenjenas rellenas Cordon bleu con pequeños guisantes * Crepes Suzette
París, 12 de diciembre de 1942 Con este menú, Thomas Lieven firmó el pacto con el almirante del diablo Berenjenas rellenas Se toman berenjenas grandes y duras, se pelan cuidadosamente y se dividen por la mitad. Se vacían limpiamente y se tritura finamente el contenido del fruto con carne de cerdo y de ternera, una cebolla y un panecillo reblandecido, sin miga. Se mezcla la masa con un huevo, sal, pimienta, páprika y un poco de pasta de sardina, para formar un picante relleno. Con éste se rellenan las berenjenas. Se vierte un poco de caldo en el fondo de un molde bien engrasado, se introducen en él las berenjenas rellenas, se cubren con queso rallado y copos de mantequilla, y se ponen al horno a fuego medio durante media hora. Cordon bleu Se toman filetes de ternera bien blandos, se golpean bien y se cubre cada uno de ellos con una lonja de jamón encima, una rebanada de queso de Emmental, de modo que quede libre un borde del ancho de un dedo. Se untan luego los bordes del filete con clara de huevo y se dobla la mitad no cubierta
sobre la cubierta, comprimiendo fuertemente los bordes. Se reboza ahora la carne en la harina, yema de huevo ligeramente adobada con sal y pimienta y migas de panecillo, y se calienta luego en la sartén con abundante mantequilla por ambos lados, hasta que toma un bonito tono dorado. Se sirve con finos guisantes verdes, ligeramente salpicados con sal y perejil picado. Crepes Suzette Se preparan un buen número de crepes, es decir, de pequeñas tortillas, muy delgadas, para cuya masa se ha utilizado agua en lugar de leche. Ya en la mesa, se calienta una buena cantidad de mantequilla en un calentador de alcohol, pero sin que llegue a tostarse, se añade el zumo y la cáscara finamente cortada y picada de una mandarina o naranja. Se añaden pequeños chorlitos de licor de cerezas, Maraschino, Curaçao o Cointreau y algo de azúcar, y se calienta siempre sólo una crepe en el líquido. Se enrollan luego rápidamente y se sirven en un plato previamente calentado. —Ah, fue muy fácil. Tenemos en el Abwehr a un oficial excelente, el capitán Brenner. Hace ya tiempo que sigue sus pasos. Ha establecido usted una marca, señor Lieven. -Thomas dejó caer la cabeza-. Por favor, nada de falsas modestias. Cuando Brenner descubrió que el SD le había arrestado a usted y llevado a Frèsnes, elaboramos nosotros un pequeño caso... Werthe señaló la carpeta que estaba sobre una mesa junto a la ventana y que llevaba la inscripción GEKADOS. —Nuestro método para arrebatarle sus prisioneros al SD. Inventamos un caso de espionaje con muchas declaraciones de testigos y muchos sellos; eso siempre surte efecto. Los testigos dicen, por ejemplo, que un tal Pierre Hunebelle ha realizado una serie de atentados con explosivos en la región de Nantes. Nanette sirvió el Cordon bleu. La muchacha dirigió una mirada amorosa a Thomas y le cortó la carne antes de volver a la cocina. El coronel Werthe sonrió: —Ha hecho usted una conquista. ¿Dónde estábamos? Ah, sí... Después de haber preparado la correspondiente documentación fui a ver a Eicher y le pregunté si tenían casualmente a un tal Pierre Hunebelle. Me comporté de un modo tonto. Me dijo que sí, en Frèsnes. Y entonces le enseñé la documentación... Hice ciertas alusiones a Canaris y a Himmler..., leyó los
papeles... y el resto fue muy fácil. —Pero, ¿por qué, mi coronel? ¿Qué quiere usted de mí? —El mejor Cordon bleu que he comido en mi vida. En serio, señor Lieven, le necesitamos a usted. Nos enfrentamos con un problema que solamente un hombre como usted; puede resolver. —Odio los servicios secretos -dijo Thomas Lieven, y recordó a Chantal y Bastián y a todos sus amigos, y el corazón le dolió-. Los odio. Y los desprecio. El coronel Werthe dijo: —Es la una y media. A las cuatro estoy citado con el almirante Canaris en el hotel Lutetia. Quiere hablar con usted. Puede acompañarme. Si está dispuesto a trabajar con nosotros, estamos en condiciones de liberarle de las garras del SD. Si no quiere trabajar con nosotros, no puedo hacer ya nada más por usted. En este último caso, habré de entregarle de nuevo en manos de Eicher. Thomas se quedó mirando fijamente al coronel. Pasaron cinco segundos. —¿Qué dice usted? -preguntó el coronel Werthe.
3 —¡Voltereta hacia delante! -gritó el sargento Adolf Bieselang en el gigantesco gimnasio. Thomas Lieven emitió un gemido e hizo una voltereta hacia delante. —¡Voltereta hacia atrás! -gritó el sargento Adolf Bieselang. Thomas Lieven emitió un gemido e hizo una voltereta hacia atrás. Y otros seis hombres gemían igual que él, pero hacían lo mismo: seis alemanes, un noruego, un italiano, un ucraniano y dos indios. Los indios no se quitaban los turbantes cuando hacían las volteretas. Tan severas eran sus costumbres. El sargento Bieselang llevaba el uniforme de la Luftwaffe alemana. Tenía cuarenta y cinco años de edad, era alto y delgado, pálido y a cada instante parecía ir a estallar de ira. Cuando abría la boca asustaba ver tantos dientes postizos. Y el sargento Bieselang siempre tenía la boca abierta, durante el día, porque gritaba; durante la noche, porque roncaba. El campo de acción del sargento Bieselang -viudo desde hacía dos años, padre de una hermosa hija casadera- estaba situado a noventa y cinco kilómetros al noroeste de la capital del Reich, Berlín, cerca del pueblo de Wittstock, junto al Dosse. El sargento Bieselang instruía a los paracaidistas, pero con gran enojo de su parte, no a los uniformados, sino a los que iban de paisano, unos individuos misteriosos y a los que les habían sido confiadas misiones más misteriosas aún. Indígenas y extranjeros. Un hatajo de granujas. ¡Paisanos! —¡Y voltereta hacia delante! Thomas Lieven, alias Jean Leblanc, alias Pierre Hunebelle, alias Eugen Walterli, dio una voltereta hacia delante. Era el 3 de febrero del año 1943. Hacía frío y el cielo sobre la Marca de Brandeburgo era como un paño gris. Ininterrumpidamente, el ruido de los motores de los aviones de instrucción llenaba el cielo. El lector se preguntará: ¿Cómo había ido a parar Thomas Lieven, pocos años antes todavía el banquero más joven y más elegante de Londres, a aquel gimnasio en el centro de instrucciones de Wittstock, junto al Dosse?
Thomas Lieven, el pacifista y gourmet, el hombre que admiraba a las mujeres y despreciaba a los militares, que odiaba los servicios secretos, había decidido trabajar nuevamente por un servicio secreto. En compañía del coronel Werthe fue al hotel Lutetia. Y allí se entrevistó con el almirante Canaris, el misterioso jefe del Abwehr alemán. Thomas Lieven sabía que si le entregaban de nuevo en manos de la Gestapo, estaría muerto antes de haber transcurrido un mes. Había observado ya huellas de sangre en la orina. Y Thomas Lieven se decía que la vida más miserable es siempre mejor que la muerte más heroica. A pesar de ello, reiteró ante el almirante de pelo blanco sus principios: —Señor Canaris, trabajaré para usted porque no me queda otro remedio. Pero tenga presente lo siguiente: No mataré a nadie, no amenazaré a nadie, no atormentaré ni secuestraré a nadie. Si piensa confiarme estas misiones, prefiera regresar a la Avenue Foch. El almirante denegó con un movimiento de cabeza. —Señor Lieven, la misión a la que pensamos destinarle a usted ha de servir, precisamente, para evitar el derramamiento de sangre y salvar vidas humanas..., siempre que esto esté en nuestro poder. -Canaris elevó el tono de su voz-. Vidas alemanas y francesas. ¿Le resulta simpática esta misión? —Salvar vidas humanas es siempre una misión simpática. La nacionalidad o la religión poco importan en este caso. —Se trata de combatir peligrosas formaciones de partisanos franceses. Nuestros hombres nos han informado que un nuevo grupo de la Resistencia, recién organizado, trata de establecer contacto con Londres. Es sabido que el War Office apoya a la Resistencia francesa y dirige muchos de sus grupos. El grupo a que me refiero tiene necesidad de una emisora y de una clave. Y usted les suministrará ambas cosas, señor Lieven. —¡Ajá! -exclamó Thomas. —Usted habla el inglés y el francés a la perfección. Ha vivido durante muchos años en Inglaterra. Saltará como si fuera un oficial inglés sobre la región ocupada por los partisanos y llevará consigo una emisora. Una emisora de construcción especial. —¡Ajá! -exclamó Thomas por segunda vez. —Un avión inglés le llevará a usted hasta la región. Tenemos unos cuantos aviones que hemos capturado a la RAF y de los que hacemos uso en estos casos especiales. Claro está, antes habrá de seguir usted un cursillo de
paracaidista. —¡Ajá! -exclamó Thomas Lieven por tercera vez.
4 —¡Y voltereta hacia delante! -gritó Bieselang. El sargento Bieselang hacía solamente cuatro días había sido destinado a la instrucción de aquellos caballeros que se revolcaban en sus sucios uniformes por el sucio suelo del gimnasio. Estos doce hombres nada tenían en común con los otros mil soldados regulares que eran instruidos igualmente como paracaidistas en el campamento junto al Dosse. —¡Y voltereta hacia atrás! Sudando copiosamente y con los miembros doloridos, hizo Thomas una voltereta hacia atrás. A los dos indios a su lado se les deslizaron los turbantes sobre los ojos. «Estúpidos -se dijo Thomas-. A mí no me queda otro remedio, pero, ¿y vosotros? Os habéis presentado voluntarios... ¡Imbéciles!» El italiano era un aventurero, el noruego, el ucraniano y los alemanes unos idealistas, al parecer, y los dos indios, primos del político Subbas Chandra Bose, que hacía dos años había huido de su patria para trasladarse a Alemania. —Bien, basta con las volteretas. En pie, rápido... Ar, ar... A las barras fijas, gandules... Vamos, rápido, idiotas... Con la respiración entrecortada, con dolores en los costados se subieron doce hombres a las barras fijas, que estaban situadas a cinco metros del suelo del gimnasio. Saltar de un avión era, al parecer, cosa sencilla. Lo importante era luego levantarse de tierra con los huesos sanos. —Diez segundos..., cinco segundos... ¡Dejarse caer! -gritó el sargento Adolf Bieselang. Doce hombres se soltaron de la barra fija y se dejaron caer. Las rodillas dobladas, el cuerpo muy elástico, tal como se deja caer un gato... Éste era el truco. Si uno se dejaba caer demasiado rígido, corría peligro de fracturarse los huesos. Thomas Lieven se fracturó casi los huesos cuando pegó contra el suelo. Lanzó una maldición en voz baja y se frotó las piernas. Al instante, Bieselang se plantó a su lado:
—¡Un salto propio de un imbécil, número siete! -Allí todos tenían números, nunca les llamaban por sus nombres-. ¿Qué cree usted que le pasará cuando salte con viento fuerte del avión? ¿Acaso solamente me mandan a imbéciles aquí? —Está bien -gruñó Thomas, poniéndose penosamente en pie-. Ya lo aprenderé. Tengo el mayor interés en aprenderlo. —A las barras... ¡Ar, ar! -gritó el sargento Bieselang-. Malditos paisanos de miembros anquilosados... Eh, número dos, una vuelta de honor por la sala, pero de rodillas... —Lo mato -gruñó el noruego al lado de Thomas-. Juro que mato a ese maldito... Mientras Thomas se subía a la barra fija, pensaba: «No he recibido la menor noticia de Marsella. Ni una sola noticia de Chantal. Ni una sola palabra de Bastián.» El corazón le dolía cuando recordaba los tiempos pasados... ¡Qué tiempos éstos, en los que vivimos! ¿Acaso sobrevivir era lo máximo a que se podía aspirar en aquellos tiempos? Los alemanes habían ocupado Marsella. ¿Qué había sido de Chantal? ¿Estaría aún con vida? ¿La habrían deportado, detenido? ¿Acaso la habrían atormentado? Thomas Lieven no lograba conciliar el sueño cuando le atormentaban estos pensamientos. Chantal... ¡Ay! Habían querido huir a Suiza y vivir en paz... Hacía ya semanas que Thomas había intentado mandar cartas a la mujer. En París, en el hotel Lutetia, le había prometido el coronel Werthe que transmitiría personalmente una carta a Chantal. Otra carta la había entregado Thomas a un intérprete que había sido destinado a Marsella. Pero Thomas había cambiado continuamente de dirección durante las últimas semanas. ¿Acaso podría confiar en recibir una carta de Chantal? El sargento Adolf Bieselang continuaba instruyendo a sus alumnos, sin compasión de ninguna clase. Después de las lecciones en el gimnasio siguieron los ejercicios en los helados campos de cultivo. Allí ataban a los alumnos a un paracaídas abierto y ponían en marcha el motor de un avión montado sobre un zócalo. El alumno había de aprender a tirarse sobre el paracaídas y recogerlo. El sargento Bieselang instruía a sus hombres desde las seis de la mañana
hasta las seis de la tarde. Luego les mandó saltar desde la puerta de la cabina de un avión JU 52 reconstruido, desde gran altura, a una lona que sostenían cuatro alumnos. —¡Doblad las rodillas, imbéciles! ¡Doblad las rodillas! -gritaba. Si no doblaban las rodillas, corrían entonces el peligro de dar con la cara contra el suelo... o sufrir un desgarro muscular. El sargento Bieselang les enseñaba a sus alumnos todo lo que éstos habían de saber..., sólo que lo hacía de un modo muy cruel. La víspera de su primer ejercicio en serio desde un avión, les mandó redactar a todos ellos su testamento y encerrarlo en un sobre. Y les mandó hacer también sus maletas antes de acostarse: —Para que podamos mandar vuestros objetos de uso personal a vuestros familiares si mañana os arrojáis de cabeza. Bieselang se decía que esto era de un efecto psicológico innegable. Todos se pusieron a escribir su testamento..., menos uno. Bieselang empezó a gritar, fuera de sí: —¿Dónde está su testamento, número siete? Suave como un cordero, respondió Thomas: —No tengo por qué escribir mi testamento, sargento... ¡Un hombre que ha seguido atentamente sus instrucciones no puede sufrir el menor daño en un salto desde el avión! A la mañana siguiente rebasó el sargento Bieselang sus atribuciones. Con sus doce alumnos subió hacia las nueve de la mañana en un viejo JU 52. A doscientos metros voló el aparato sobre el campo. —¡Preparados! -gritó Bieselang. Todos los alumnos llevaban ahora cascos de acero. Los indios los llevaban bajo los turbantes. Y todos ellos sostenían pesadas metralletas en sus manos. El número uno era el italiano. Bieselang le dio un golpe- cito en el hombro, el hombre extendió los brazos y saltó al vacío. Saltó también el número dos. Y el número tres. Thomas se dijo: «¡Qué secos están mis labios! ¿Perderé el conocimiento cuando salte al vacío? ¿Caeré muerto a tierra? Es extraño, de pronto siento apetito por un poco de foie gras. Dios santo, ¿por qué no me quedé con Chantal? Éramos tan felices...» Le tocó el turno al número seis..., el ucraniano: el ucraniano retrocedió de pronto un paso, empujó a Thomas y dijo, dominado por un súbito pánico:
—No..., no... y no... «Muy comprensible este miedo -se dijo Thomas Lieven-. Nadie ha de ser obligado a saltar... Eso rezaban las instrucciones. Cuando alguien se negaba a saltar en el curso de los vuelos de entrenamiento, quedaba descalificado.» Pero al sargento Bieselang le importaba un comino lo que pudieran decir las instrucciones. —¡Cobarde, maldito! -empezó a gritar-. ¡Salta o te...! Y le dio un terrible puntapié en el trasero. El ucraniano lanzó un grito y cayó en el vacío. Antes de que Thomas pudiera mostrar su indignación por esta escena, se vio ya flotando en el aire. La bota del sargento le había pegado también a él en el trasero, y caía, caía y caía en el vacío...
5 Thomas Lieven superó sano y salvo su primer salto en paracaídas. También todos los demás aterrizaron ilesos. Sólo el ucraniano se fracturó la pierna. Lo llevaron al hospital con fractura y shock nervioso. Aquella tarde aprendieron en una gran nave a recoger los paracaídas. Se oyeron muchos comentarios en el grupo. El noruego abogaba apasionadamente por un asesinato colectivo. Bieselang dormía en un cuarto aislado, lejos de los dormitorios comunes. Y dormía muy profundamente. Los alemanes eran partidarios de quejarse al comandante del campamento y negarse a prestar servicio. El italiano y los indios eran partidarios de no matar al sargento, pero sí dejarlo medio muerto de una paliza. Todos los hombres habían de intervenir en la acción y así ninguno de ellos podría ser castigado. —Estáis locos de remate -les dijo Thomas a los conjuradores, durante una pausa en el trabajo-. ¿Sabéis lo que ocurrirá? Bieselang será ascendido y a nosotros nos meterán en el calabozo. El noruego rechinó de rabia con los dientes. —Pero ese perro..., ese maldito perro... ¿Qué vamos a hacer con él? —Ya lo he pensado -respondió Thomas, muy suavemente-. Le invitaremos a comer. De esta comida, que se celebró el 26 de febrero de 1943, se habla aún hoy día. Tuvo efecto en la posada de Friedrich Ohnesorge en Wittstock. Elfriede Bieselang, la hermosísima hija del sargento, trabajaba de camarera en la posada de Ohnesorge. En un colmado había descubierto Thomas algunas pequeñeces que precisaba sin falta: setas secas, pasas y otros ingredientes. Mientras la hermosa Elfriede le ayudaba a preparar la carne de buey, se quejaba de su progenitor: —¡No merece la pena hacer todo esto por él! ¡Ese repugnante guerrero! No hace otra cosa que hablar de sus heroicidades... Todos los demás son unos cobardes... ¡Y él siempre es el héroe más héroe de todos! —Elfriede -dijo Thomas-, dígame usted, hermosa hija: ¿y su madre de
usted, en paz descanse, escuchaba también los relatos heroicos de su padre de usted? La rubia Elfriede se echó a reír. —¿Mamá? Salía corriendo de la habitación tan pronto empezaba con sus cuentos. Mamá solía decirle siempre: «En Grecia has disparado lo que has querido; en casa, no.» —Sí, sí -dijo Thomas, muy serio-. Una cosa va aparejada con la otra. —¿Qué quiere decir con esto, señor Lieven? —El ser humano, hermosa, joven y rubia Elfriede, es el producto de su medio ambiente... Si se me permite expresar esta teoría marxista en nuestra maravillosa era nacionalsocialista... —No tengo la menor idea de lo que está hablando usted... -dijo Elfriede, y se acercó peligrosamente a Thomas-. Pero es usted tan amable, tan cariñoso, tan educado...
MENÚ Caldo * Filet à la Colbert Plumpudding con Chaudeau
Wittstock, 26 de febrero de 1943 Thomas Lieven ablanda a un furioso sargento con sus recetas culinarias Caldo De carne de ternera, huesos y hierbas para sopa; es capaz de prepararlo toda buena ama de casa. Filet à la Colbert Se toman tres libras de filete de ternera, sal, pimienta, 30 gramos de mantequilla, 30 gramos de cebollas, 30 gramos de champiñones o setas en conserva ablandadas, 5 gramos de perejil, una col rizada, medio kilo de tocino fresco y 150 gramos de manteca para asar. Se corta el filete en su parte
longitudinal superior, de tal modo, que un extremo de un centímetro de grueso del filete pueda doblarse como una tapa. Se pican finamente cebollas, perejil y champiñones, se tuestan con mantequilla caliente y se rellena con la masa la parte levantada del filete. Se quitan las hojas de la col rizada, se cortan delgadas las fuertes costillas y se hierven las hojas durante un minuto en agua salada hirviendo. Se envuelve ahora el filete en las hojas de la col, después en delgadas lonjas de tocino, se ata con hilos y se pone en el horno. Antes de servirlo, se separa el caldo del asado y se agita rápidamente con mantequilla y caldo para la salsa. Plumpudding Se baten 4 yemas con 250 gramos de harina, 3/8 de litro de leche, 80 gramos de azúcar, 250 gramos de pasas, 250 gramos de pasas de Corinto, 250 gramos de grasa de riñón finamente picada, 30 gramos de piel de naranja y 30 gramos de citronato -las dos finamente cortados-, 1/4 de nuez moscada rallada, 1/2 vaso de ron y algo de sal. Se agita todo bien entre sí, se añade la clara batida en nieve y se pone al horno durante cuatro horas en un molde de pudding bien engrasado. Al servirlo se vierte el pudding con ron, se prende fuego y se lleva en llamas a la mesa. Chaudeau Se agita 1/4 de litro de vino blanco, 2 huevos, 50 gramos de azúcar, la miel rallada de un cuarto de limón y el zumo de medio limón y 5 gramos de harina de patatas. Se agita la salsa al baño maría hasta formar espuma y se sirve inmediatamente. Elfriede estaba tan cerca de él, y sus labios tan entreabiertos, que a Thomas no le quedó otro remedio que besarla. Fue un beso muy largo. —Tú serías el hombre para mí-susurró la muchacha en sus brazos-. Nosotros dos, juntos... Ay, pero eres demasiado distinguido para mí. Lo de mi viejo nadie me lo había explicado tan acertadamente como lo has hecho tú... —Sé un poco más amable con él -le aconsejó Thomas-. ¿Lo harás? Escúchale un poco cuando cuente sus relatos de guerra. Y muchos hombres en el campamento te lo agradecerán. Elfriede rió y le volvió a besar. Pero a pesar del beso de la muchacha de diecisiete años, pensaba Thomas en Chantal, y se dijo: «Pienso en Chantal
cuando beso a otra mujer. Oh, Dios mío, amo, amo a Chantal...» La comida, a la que todos los invitados se presentaron con escepticismo, se convirtió en un sonado éxito. Thomas dirigió una corta alocución al invitado de honor, Adolf Bieselang, que terminó con las siguientes palabras: —... Y nosotros le quedamos profundamente agradecidos, querido y apreciado señor sargento, que con increíble dureza, con espíritu de sacrificio y una preocupación constante por todos nosotros, sí, cuando era necesario también con puntapiés, nos ha ayudado a vencer a ese maldito cerdo que llevamos todos dentro de nosotros. Adolf Bieselang, con lágrimas en los ojos, se puso en pie y pronunció un discurso, que empezó con las siguientes palabras: —Mis muy apreciados caballeros, jamás hubiese podido confiar que la vida me deparara unos momentos tan maravillosos... Se había roto el hielo. Dejaron hablar al sargento Bieselang. Después de muchos años, le dejaron decir todo lo que tenía que decir... Y habló de Noruega y de Grecia, y, mientras tomaban el postre, de Creta. A la mañana se presentó un Adolf Bieselang muy cambiado ante el grupo, y dijo: —Caballeros, les doy las gracias por la hermosa velada. Si tienen la bondad de acompañarme al avión, desgraciadamente hemos de seguir ensayando los saltos...
6 Cuando la noche del 27 de febrero regresaba Thomas a su alojamiento, pasó junto a una alta alambrada que separaba la sección de agentes de la sección regular de la Luftwaffe. Al otro lado de la alambrada, le gritó un paracaidista. -¡Eh! —¿Qué quieres? —La descripción que me dio ese Bastián concuerda contigo. —¿Bastián? -preguntó Thomas, altamente sorprendido. -¿Te llamas Pierre Hunebelle? —Sí, soy yo. ¿Sabes acaso algo de una tal Chantal Tessier? -¿Tessier? No, solamente conozco a ese Bastián Fabre... Me entregó tres monedas de oro para que te diera una carta... Tengo que largarme de aquí ahora... Mi sargento pasea por allí... Rápidamente entregó el sobre a Thomas Lieven y éste se sentó sobre una roca. Anochecía. Hacía frío. Pero Thomas no notaba el frío. Abrió el sobre, sacó la carta y empezó a leer, mientras su corazón latía como si fuera un gigantesco martillo... Marsella, 5-2-1943 Mi querido y viejo Pierre: No sé cómo empezar esta carta. Tal vez contemples ya las violetas desde abajo mientras escribo estas palabras. Durante estas últimas semanas he hecho muchas averiguaciones y me he movido mucho y, por fin, he dado con un compañero que trabaja para la Resistencia y para los alemanes a la vez. Éste se ha enterado en París de lo que ha sido de ti. Si doy con uno de esos malditos cerdos del SD, lo estrangularé con mis propias manos. El compañero me ha dicho que te habían dado un nuevo destino. ¿Cómo lo has conseguido? Me ha dicho que cerca dé Berlín te están instruyendo para paracaidista. Esto es él colmo; ¡mi Pierre paracaidista alemán! Sería para reír si no fuera para llorar. En Montpellier he conocido a un soldado alemán con el que hemos trabado amistad. Un buen muchacho. Va destinado a Berlín y le entrego esta carta para ti...
Chantal recibió dos cartas tuyas, pero no sabíamos dónde contestar. Querido Pierre, sabes bien lo mucho que te aprecio. Por este motivo me resulta tanto más difícil relatar todo lo ocurrido aquí. El 24 de enero declaró la comandancia alemana: ¡El viejo barrio portuario ha de ser evacuado! Aquel día detuvieron en nuestro barrio a seis mil personas, a muchas de las cuales conoces tú, y cerraron más de mil bares y burdeles. ¡No puedes imaginarte la lucha libre que entablaron con ciertas damas! Los alemanes nos dieron cuatro horas de tiempo para evacuar nuestras casas. Chantal, el viejo François (el Picaro) y yo nos quedamos allí hasta el último momento. Chantal estaba como bebida, como si estuviera drogada. Sólo la animaba un pensamiento: ¡Matar a el Calvo! Dantes Villeforte, ¿le recuerdas? Ese tres veces maldito cerdo fue el que te entregó a la Gestapo. Pues bien, aquella noche le esperamos en un portal de la rue Mazenod, frente a la casa en donde vivía. Sabíamos que se había refugiado en los sótanos. Chantal dijo: «Ahora que los alemanes van a volar las casas, tendrá que salir.» Y le esperamos... durante muchas horas. ¡Muchacho, vaya una noche! Humo y polvo y detonaciones y cada vez era mayor el número de casas que volaban por los aires. Los hombres maldecían, las mujeres gritaban y los niños lloraban...
7 El humo y el polvo llenaban el aire. Se sucedían las detonaciones. Los hombres maldecían, las mujeres gritaban y los niños lloraban... Era ya oscuro. Solamente se veían los reflejos rojizos y misteriosos de las casas incendiadas del Barrio Viejo. Chantal estaba inmóvil en el portal de una casa. Llevaba unos pantalones estrechos y largos y una chaqueta de piel, y se cubría la cabeza con un pañuelo rojo. Debajo de la chaqueta de piel ocultaba una metralleta. De nuevo voló una casa por los aires. Se derrumbaban las paredes. Oyeron maldecir en alemán y luego acercarse pisadas de botas. —¡Santo Dios, Chantal, hemos de largarnos de aquí! -insistió Bastián-. ¡Los alemanes se acercan! Y si nos descubren con armas... Chantal denegó con un movimiento de cabeza. —Largaos vosotros, yo me quedo. -La voz de Chantal sonó muy ronca. Tosió-. Sé que el Calvo está en los sótanos. Ese perro tiene que salir de allí. Yo lo mataré. He jurado que lo mataría. ¡Y aun cuando sea lo último que haga en esta vida! Oyeron gritar a unas mujeres. Unos soldados empujaban a un grupo de muchachas por la calle. Las muchachas iban vestidas de un modo muy ligero. Mordían, pegaban, arañaban a los soldados alemanes... —Son las de madame Yvonne -dijo el Pícaro. El grupo de muchachas pasó por delante de donde estaban ellos. Oyeron unas maldiciones no publicables. De pronto gritó Bastián: -¡Allí! En el portal de su casa apareció Dantes Villeforte en compañía de tres hombres más. El Calvo llevaba una chaquetilla corta de piel, y los tres guardaespaldas gruesos suéteres. De los bolsillos de sus pantalones asomaban las culatas de sus pistolas. Bastián levantó su revólver, pero Chantal le obligó a bajarlo. —¡No! Podrías herir a una de las muchachas. Las muchachas continuaban defendiéndose contra los soldados alemanes. Luego, todo se sucedió de un modo muy rápido.
Dantes Villeforte corrió agazapado hacia un soldado alemán, un suboficial, teniendo buen cuidado de cubrirse frente a Chantal con un soldado alemán o una de las muchachas. Dantes mostró su salvoconducto al agente del SD que acompañaba a los soldados alemanes. El documento había sido firmado por un tal sturmbannführer Eicher, del SD de París. El Calvo habló rápidamente con el agente del SD y señaló hacia el portal en donde se hallaban apostados Chantal, Bastián y François. En aquel momento, Chantal levantó la metralleta..., pero vaciló unos segundos, y esta vacilación le costó la vida. Villeforte, que se había colocado tras una de las muchachas, levantó el revólver y vació todo el cargador. Chantal cayó sobre el sucio empedrado sin haber emitido un solo gemido. La sangre manchó de rojo su chaqueta de piel. —¡Rápido! -gritó François-. ¡Por el patio! ¡Saltemos el muro! Bastián sabía que era cuestión de segundos. Levantó de nuevo el revólver y disparó. Vio cómo el gángster se tambaleaba después de haberse llevado la mano al costado izquierdo y haber emitido un gruñido como un cerdo que es sacrificado. Bastián y François emprendieron una loca huida, conocían todas las piedras del Barrio Viejo. Detrás del muro estaban las cloacas. Si lograban llegar hasta allí, podrían abandonar el barrio.
8 Bastián escribía: ... Llegamos al viejo canal y logramos ponernos en seguridad. Thomas Lieven levantó la mirada y se limpió las lágrimas de los ojos. Luego siguió leyendo: Me he instalado en Montpellier. Si pasas por aquí, pregunta en casa de la señorita Duval, 12, boulevard Napoleón. Pierre, Dios mío, Pierre, nuestra buena Chantal ha muerto. Sé cuánto os queríais. Me dijo que tal vez se hubiese casado. Sabes que soy tu amigo, y por ello estoy tan desesperado como tú. La vida es una mierda. ¿Cuándo nos volveremos a ver? ¿Cuándo? ¿Dónde? Te deseo mucha suerte, viejo. Eso es para vomitar. No puedo seguir escribiendo. Bastián Se había hecho oscuro. Hacía frío. Pero Thomas no notaba el frío. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Muerta. Chantal había muerto. De pronto, hundió la cabeza en sus manos y sollozó fuertemente. Oh, Dios, qué nostalgia tan terrible sentía por la mujer, por sus risas, por su amor... En el cuartel le buscaban, gritaban su nombre. Pero él no los oía. Pensaba en su amor perdido y lloraba...
9 El 4 de abril de 1943, poco después de medianoche, un avión británico del tipo Blenheim sobrevoló, a una altura de trescientos cincuenta metros, una región solitaria entre Limoges y Clermont-Ferrand. Describió un inmenso arco y sobrevoló por segunda vez un pequeño bosquecillo. Entonces se encendieron dos hogueras en tierra, luego se vieron tres puntos luminosos rojos y, finalmente, hicieron señales con una lámpara de bolsillo. En la carlinga del avión que llevaba la insignia azul blanco roja de la RAF se sentaban dos pilotos alemanes de la Luftwaffe y un radiotelegrafista alemán. Detrás de ellos se sentaba un hombre en una gabardina marrón, made in England, que llevaba un paracaídas, igualmente de fabricación inglesa. Este hombre llevaba consigo unas credenciales británicas perfectamente falsificadas extendidas a nombre de Robert Almond Everett, así como también un pasaporte militar en el que constaba su rango de capitán. Lucía unos poblados bigotes de morsa y largas patillas. Llevaba además consigo: cigarrillos, conservas y medicamentos ingleses. El piloto miró hacia abajo y asintió en silencio. Thomas Lieven se sacó su querido y anticuado reloj de repetición del bolsillo e hizo saltar la tapa. Eran las 0.28 horas. Con ayuda del radiotelegrafista, arrojó al vacío un gran paquete sujeto a un pequeño paracaídas. Luego se acercó a la portezuela. El radiotelegrafista le estrechó la mano. Y mientras se agachaba tal como se lo habían enseñado, hizo Thomas un juramento: «Si salgo con vida de todo esto, si algún día me encuentro de nuevo con ese Dantes Villeforte en esta vida, entonces te vengaré, Chantal, te vengaré. ¡Te quiero tanto, Chantal!» Luego extendió los brazos y saltó. Durante los diez primeros segundos de su caída se dijo: «Muchacho, cuando les cuente todo esto en mi club de Londres, lo primero que harán es meterme en un sanatorio mental. Es incomprensible. Hace ya casi cuatro años que vivo en este mundo de locura. He engañado al servicio secreto francés, inglés y alemán... Precisamente yo, un hombre que sólo tenía el deseo de vivir en paz, vivir bien y adorar a las mujeres bonitas. En Lisboa he
aprendido a falsificar pasaportes. En Marsella he fundado una universidad para gente del hampa... ¡Muchacho, muchacho!» En el claro del bosque debajo de él vio Thomas arder dos hogueras y los puntos rojos de tres lámparas de bolsillo. Durante los diez segundos siguientes de su caída se dijo: «He de aterrizar en el triángulo entre los puntos rojos. Allí no hay árboles. Si no caigo dentro de ese triángulo, entonces lo más probable es que una rama se me clave en el... Dios mío, y este mes cumplo solamente treinta y cuatro años... Un poco de movimiento con los brazos. ¡Estupendo! De nuevo estoy sobre el triángulo. Esos que hacen señales con las lámparas de bolsillo son guerrilleros franceses. Creen que me manda el almirante Canaris, de Berlín...» Y durante los últimos diez segundos de su caída se dijo: «Esos bigotes es lo más repugnante que he conocido en mi vida. ¡De verdad! Los pelos se me meten continuamente en la boca. Y sólo faltaban las patillas. Esos individuos del Abwehr me obligaron a que me dejara crecer los bigotes y las patillas. ¡Muy característico del servicio secreto! Para que parezca más inglés... Un auténtico capitán inglés, lo primero que haría en una misión como ésta, sería cortarse los bigotes y las patillas para no parecer tan inglés. Son unos perfectos imbéciles.» Thomas Lieven, alias capitán Everett, pegó dolorosamente contra el duro suelo. Cayó de cara, los pelos del bigote se le metieron en la boca y sólo en el último segundo recordó que había de maldecir en inglés y no en alemán. Se incorporó lentamente. Iluminado por las dos hogueras, vio a cuatro personas en torno a él, tres hombres y una mujer. Todos llevaban chaquetas de piel. La mujer era joven y bonita. Pelo rubio, muy tirado hacia atrás. Pómulos altos, ojos oblicuos. Bonita boca. De los tres hombres, uno era pequeño y obeso. El otro, alto, delgado y muy peludo. El pequeño y obeso habló en inglés con Thomas: —¿Cuántos conejos juegan en el jardín de mi suegra? Thomas contestó con un perfecto acento de Oxford: —Dos blancos, once negros y uno colorado. Tienen que ir pronto a ver a Fernandel. El peluquero les espera. —¿Le gusta Tschaikovsky? -le preguntó la belleza, en francés. Sus ojos brillaban y sus dientes relucían al reflejo del cercano fuego.
Sostenía una pistola en la mano. Obediente, repitió en francés, con ligero acento inglés, las instrucciones que le había dado el coronel Werthe en París. —Prefiero Chopin. Esto pareció tranquilizar a la rubia, dado que se guardó el arma. —¿Podemos ver sus papeles? -preguntó el hombre pequeño y obeso. Thomas presentó a los cuatro sus documentos falsificados. El guerrillero alto y delgado dijo con voz de mando: —Esto basta. Bien venido, capitán Everett. Todos le estrecharon la mano. «Bien, todo esto es la mar de sencillo -se dijo Thomas-. Si en la Bolsa de Londres hubiese hecho una cosa parecida a ésta, sólo un día por la noche habría quebrado.»
10 En efecto, no había sido tan difícil como parecía en un principio. El Abwehr alemán se había enterado de que en la romántica y salvaje región poblada de bosques del valle del Creuze se había formado un nuevo grupo de la Resistencia, un grupo muy potente por cierto, y que era llamado Maquis Crozan, por el nombre del pequeño pueblo de Crozant, al sur de Gargilesse. El Maquis Crozant ardía de impaciencia por establecer contacto con Londres, y siguiendo las instrucciones de los ingleses, combatir a los alemanes. Este grupo era de mucha peligrosidad, puesto que operaba en una región prácticamente incontrolable, y en donde había muchas vías férreas, carreteras y fábricas de electricidad. Las colinas y los desfiladeros impedían una acción sistemática en grande por parte de los alemanes. El nuevo grupo había establecido contacto con el Maquis Limoges. Esta unidad contaba con una emisora y tenía establecido contacto con Londres. Pero el radiotelegrafista era un doble agente que trabajaba igualmente para los alemanes. De este modo se enteró el Abwehr de París de los deseos del Maquis Crozant de poder contar con una emisora propia. El traidor radiotelegrafista que no informó a Londres, sino a los alemanes, captaba los mensajes que aparentemente procedían de Londres, pero que en realidad eran despachados por el Abwehr alemán desde París. En estos mensajes se rogaba al Maquis Limoges informara al Maquis Crozant, que un capitán llamado Robert Almond Everett saltaría en para- caídas el 4 de abril de 1943, poco después de medianoche, en un claro en los bosques de Crozant. —¿Dónde está el paracaídas con la emisora? -preguntó el capitán Everett. Estaba muy preocupado por el aparato. Los técnicos alemanes habían pasado muchas horas trabajando en el mismo. —En nuestro poder -dijo la fría belleza, que en ningún momento apartó los ojos de Thomas-. Permítame que le presente a mis amigos. Hablaba de un modo rápido y seguro. Dominaba a los hombres lo mismo que Chantal a los miembros de su banda. En lugar de pasión y temperamento, actuaba la rubia con frialdad intelectual.
El hombrecillo obeso era Robert Cassier, alcalde de Crozant. El alto y silencioso de rostro inteligente, el antiguo teniente Bellecourt. Y al tercero lo presentó la extraña rubia como Emile Rouff, calderero de Gargilesse. Thomas se dijo: «Esa rubia me mira de un modo peligroso. ¿Por qué? Vaya mujer tan extraña.» El calderero, que lucía una barba muy larga y un pelo no menos largo, dijo: —Hace nueve meses juré que no me afeitaría ni me cortaría el pelo hasta que hubiesen sido destruidos todos los nazis. —No debemos ser demasiado optimistas, señor Rouff. Antes de uno o dos años no creo que vuelva usted por casa del peluquero. -Thomas se volvió hacia la joven-. ¿Y quién es usted, mademoiselle? —Yvonne Dechamps, ayudante del profesor Débouché. —¿Débouché? -Thomas levantó la mirada-. ¿El famoso físico? —También en Inglaterra le conocen, ¿verdad? -dijo la joven, con orgullo. «Y también en Alemania -se dijo Thomas-. Pero eso no debo decirlo.» —Tenía entendido que el profesor daba lecciones en la Universidad de Estrasburgo -dijo. De pronto, el delgado Bellecourt se plantó ante él, y dijo, con voz lisa e indiferente: —La Universidad de Estrasburgo ha sido transferida a ClermontFerrand. ¿Acaso no están enterados de esto en Inglaterra, mon capitaine? «¡Maldita sea! -se dijo Thomas-. Ésta es la consecuencia de hablar por los codos.» Y muy frío dijo en voz alta: —Pues claro que lo saben. Pero yo no lo sabía. Perdone mi ignorancia. Sorry. Se hizo una pausa, un silencio frío, de muerte. Thomas se dijo: «Lo único que vale ahora es la serenidad.» —Bien, disponemos de poco tiempo. ¿Adonde vamos? El teniente replicó con mucha serenidad a su mirada. Y dijo, arrastrando las palabras: —A casa del profesor Débouché. Nos espera. En el Moulin de Gargilesse. —En los pueblos hay demasiada milicia de Vichy -dijo Yvonne.
Cambió una rápida mirada con el teniente que tan poco le gustaba a Thomas. «El alcalde y el calderero son seres inofensivos -se dijo Thomas Lieven-. Pero el teniente e Yvonne son muy peligrosos.» —¿Quién es el telegrafista del grupo? -preguntó Thomas. —Yo -respondió la rubia, entre dientes. «Me lo imaginaba. Lo que faltaba.»
11 El profesor Débouché se parecía en mucho a Albert Einstein. Era un hombre bajo y regordete, con un impresionante cráneo de sabio. Tenía unos ojos bondadosos y tristes. Durante largo tiempo contempló en silencio a Thomas Lieven. Thomas hizo un esfuerzo por resistir aquella mirada serena y penetrante. Sentía calor y frío al mismo tiempo. Cinco personas le rodeaban en silencio. De pronto, el profesor apoyó ambas manos en los hombros de Thomas Lieven, y dijo: —¡Bien venido! Se encontraban en el salón del molino de Gargilesse. El profesor se volvió hacia los demás: —Nada hay que objetar contra el capitán. Es de los nuestros. Sé cuándo una persona es buena cuando le miro a los ojos. De un segundo al otro cambió la actitud de todos los presentes. Hasta aquel momento se habían comportado de un modo muy reservado y silencioso. Ahora todos hablaban a la vez, golpeaban amistosamente a Thomas, en el hombro, reían y eran sus amigos. Yvonne se acercó a Thomas. Sus ojos brillaban claros, unos ojos de color verde mar y muy bonitos. Abrazó a Thomas y le besó. Thomas se sintió inundado por un extraño calor. Yvonne besaba con la pasión de una patriota que agradece un acto nacional. Y luego dijo, con el rostro radiante: —Jamás el profesor Débouché se ha equivocado en el juicio sobre una persona. Todos confiamos en él. El anciano levantó las manos en un ademán de protesta. Yvonne estaba muy cerca de Thomas. Y dijo entonces, con voz extrañamente hosca: —Usted se ha jugado su vida a favor de nuestra causa. Nosotros hemos recelado de usted. Esto debe haberle ofendido... Perdónenos, por favor. Thomas fijó su mirada en el bondadoso profesor de pelo blanco, en el individuo prehistórico que se hacía llamar Rouff, en el teniente tan parco en palabras, en el obeso y divertido alcalde, en todos aquellos que tanto amaban a su patria, y se dijo:
«Perdonadme vosotros todos. Estoy tan terriblemente avergonzado... Pero, ¿qué puedo hacer? ¿Qué podía hacer ya? Quiero intentar salvar vuestras vidas... y la mía también.» Thomas llevaba encima conservas originales del Ejército británico, cigarrillos y tabaco de pipa inglés y whisky escocés con la etiqueta: «For Members of His Majesty's Royal Air Force Only.» Todo esto procedía de los botines capturados por la Wehrmacht alemana. Los partisanos descorcharon una botella y lo celebraron como un héroe, mientras él no dejaba de decirse: «Dios santo, estoy tan avergonzado...» Para aparentar ser más inglés fumó una pipa, él que no era fumador. El humo del tabaco le hizo cosquillas en la garganta. El whisky sabía a aceite. Se sentía muy a gusto, puesto que todos ellos le miraban ahora como un compañero más, como un amigo. Llenos de admiración. Y sobre todo porque Yvonne le miraba ahora de aquel modo, la fría e intelectual Yvonne, sus ojos brillaban húmedos y tenía los labios ligeramente entreabiertos... —Lo que necesitamos es dinamita y munición para nuestras armas -dijo el calderero de pelo largo. —¿Tenéis armas? -preguntó Thomas, sin darle mayor importancia. El teniente Bellecourt informó que los miembros del Maquis Crozant, unos sesenta y cinco en total, habían capturado dos depósitos de armas franceses y uno alemán. —Poseemos -dijo con orgullo- trescientas cincuenta carabinas francesas Leber, calibre 4,5, sesenta y ocho metralletas inglesas, marca Sten, treinta morteros alemanes del calibre cincuenta milímetros, cincuenta ametralladoras modelo FN y veinticuatro del Ejército francés. «Total, nada», se dijo Thomas Lieven. —Y no olvidemos diecinueve ametralladoras marca Hotchkis. —Pero no tenemos munición -dijo el alcalde de Crozant. «Eso ya suena mejor.» —Informaremos de todo esto a Londres -dijo el anciano profesor-. Por favor, explíquenos usted la clave y el funcionamiento de la emisora, mon capitaine. Thomas empezó a explicar. Yvonne comprendió enseguida el sistema de clave. Thomas Lieven se sentía cada vez más triste. «Todo es culpa mía -se decía-. Ahora ya no puedo hacer marcha atrás. Todo funciona a las mil maravillas, y yo que había confiado...»
Hizo funcionar el aparato. —Son las dos menos cinco -dijo-. A las dos en punto Londres espera nuestra primera llamada. En la frecuencia mil setecientos treinta y siete. -Los técnicos alemanes habían adaptado el aparato a esta frecuencia-. Ustedes son «Ruiseñor diecisiete». Ustedes llaman a la habitación doscientos uno en el War Office de Londres. Allí está el coronel Buckmaster del Special Operation Branco. -Se puso en pie-. Si tiene la bondad, señorita Yvonne. Consultaron sus relojes. Faltaban quince segundos hasta las dos. Diez. Cinco. Un segundo... ¡Ahora! Yvonne empezó a telegrafiar. Todos la rodeaban con la expresión de la más intensa ansiedad: el alcalde, bajo y obeso, el teniente, alto y silencioso, el anciano profesor, el calderero de pelo y barba largos. Thomas se mantenía un poco apartado. «Y así sigue la vida -se dijo-; no hay nada que pueda detenerla. Dios os proteja a todos vosotros. Y Dios me proteja también a mí...»
12 —Por fin -dijo el soldado de primera Schlumberger, de Viena-. Ahí los tenemos. Llevaba auriculares y estaba sentado ante la mesa de un aparato receptor. A su lado se sentaba el soldado de primera Raddatz y contemplaba con evidente interés un álbum de desnudos francés. —Deja ya a las mujeres -dijo Schlumberger-. ¡Acércate! El soldado de primera Raddatz, de Berlín-Neukoeln, emitió un suspiro, apartó la mirada de la hermosa morena fotografiada en el álbum y se sentó al lado de su compañero. Mientras se colocaba los auriculares, dijo: —Unos cuantos trucos más como éste, y la victoria es nuestra. Captaron el texto que a través de la noche y de la niebla, a través de centenares de kilómetros llegaba hasta ellos en señales cortas y largas, transmitidas por una mano de mujer en el viejo molino a orillas del Creuze... El texto concordaba perfectamente con aquél que les había sido entregado por aquel misterioso enviado especial Thomas Lieven, al cual habían sido adscritos los dos, y que había abandonado París hacía solamente ocho horas. «gr 18 34512 etgo nspon crags», empezaba el texto que tenía ante sí el soldado de primera de Viena. Y «gr 18 34512 etgo nspon crags», transmitió en la frecuencia 1773. —Todo sale a pedir de boca -dijo el vienés. —¿Y si nos escuchan desde Londres? -preguntó el soldado de primera de Neukoeln. —No en la frecuencia a la que hemos adaptado el aparato -dijo Schlumberger. Se encontraban en una habitación del hotel Lutetia, el cuartel general del Abwehr militar en París. Schlumberger iba anotando los signos. —¿Te has acostado ya con una negra? -preguntó Raddatz, y bostezó. —¡Cállate ya de una vez! —Si nosotros, los alemanes, mostráramos más interés por las mujeres dijo Raddatz-, habría menos guerras. Déjate ya de cuentos -prosiguió Raddatz al ver que su compañero no le hacía el menor caso y seguía anotando los
signos-. Incluso el más estúpido sabe que no ganaremos la guerra. ¿Por qué esos mierdas de generales no pondrán fin a todo esto? Terminó la recepción. —¿Por qué no pondrán fin a todo esto, esos perros malditos? -insistió Raddatz. —Eso no es de tu incumbencia. Comprende que Hitler los colocaría a todos ellos contra el paredón. ¡Escucha! —No me vengas con Hitler... La culpa la tenemos todos nosotros por haberle elegido. Y por gritar continuamente «Heil». Hemos sido unos imbéciles. Los dos radiotelegrafistas se expresaron en estos términos tan derrotistas hasta que Schlumberger se decidió por contestar el mensaje cifrado que le había entregado Thomas Lieven. —Desde habitación 213 Ministerio de Guerra Londres a Ruiseñor 17... Recepción muy clara... Les saludamos como nuevos miembros de la Special Operation Branch- Comuniquen con nosotros cada día a la hora convenida... Recibirán instrucciones... Capitán Everett será recogido hoy cuatro de abril de 1943...
13 —... Al oscurecer... Alrededor de las dieciocho horas... Por un avión Lysander... En el convenido claro del bosque... Viva Francia... Viva l libertad... Buckmaster... Fin -descifraron cinco hombres y una mujer el texto Morse que acababan de recibir en un viejo molino a orillas del Creuze. Se pusieron en pie, se abrazaron y bailaron llenos de alegría. Hacia las tres de la madrugada se fueron todos a dormir. Yvonne le había rogado antes a Thomas que le llevara las instrucciones sobre el funcionamiento de la emisora a su habitación. Thomas, provisto de una instrucción inglesa auténtica, llamó a la puerta. Estaba muy cansado. Estaba muy triste. Recordaba ininterrumpidamente a Chantal... —¡Un momento! -oyó la voz de Yvonne al otro lado de la puerta. «Se estaría desnudando y rápidamente se habrá echado algo encima», se dijo Thomas. Esperó unos instantes y luego oyó de nuevo la voz de la mujer: —¡Puede usted entrar, mon capitaine! Thomas abrió la puerta. Estaba en un error. Si Yvonne llevaba algo encima cuando él llamó a la puerta, se lo había quitado rápidamente mientras tanto. En aquella habitación, decorada con muebles campestres, con excesiva calefacción, estaba completamente desnuda.
MENÚ Roastbeef con verduras y dripping cake Pudding de manzanas inglés
Moulin de Gargilesse, 4 de abril de 1943
Incluso los partisanos se ablandan, cuando cocina Thomas Lieven... Roastbeef Se pone en la sartén una chuleta de buey bien cortada, sin hueso, se echa abundante mantequilla muy caliente, con algo de grasa de riñón y se cuece rápidamente de todos los lados, añadiendo luego sal y pimienta. Se introduce la sartén en el horno, previamente calentado, y se deja la carne durante 45 minutos, rociándola a menudo, primero con fuego intenso, luego moderado, a ser posible, sin agua. Se puede volver varias veces la carne, pero en los últimos minutos de la cocción la parte grasa debe estar vuelta hacia arriba. Después de extraída la sartén, no debe cortarse inmediatamente. De lo contrario, pierde todo el jugo y la carne muestra un color gris. Debe dejarse reposar por algunos minutos el asado. El roastbeef puede asarse también muy bien en la parrilla, utilizando entonces la grasa rezumante para el dripping cake. Dripping cake Se baten cuidadosamente 5-6 huevos con 125 gramos de harina, 1/2 litro de eche y algo de sal, y se añade a la grasa caliente en la sartén, de la que ha sido extraído el roastbeef. Se deja en el horno durante diez minutos escasos con buen fuego, hasta que la masa se ha vuelto por debajo dorada y por encima ligeramente dura. Se corta el dripping cake en pedazos y se adorna en torno al roastbeef. Este plato puede prepararse también sin roastbeef encima de cuadraditos de tocino, sirviéndose como «Yorshire-Pudding». Pudding de manzanas Se toma medio kilo de harina fina, 250 gramos de grasa de riñón finamente picada, dejada durante la noche en agua, una cucharadita colmada de jengibre en polvo, algo de sal, se mezcla todo ello cuidadosamente. Con agua fría se prepara después una masa, que no debe quedar pegada, en las manos. Se desenrolla en una forma redonda, se coloca una servilleta en una fuente profunda, se espolvorea encima un poco de harina y se introduce la masa redondeada. Se rellena con manzanas peladas cortadas en cuatro pedazos, de una clase ácida, se comprime con fuerza la masa y se ata el paño en la parte superior. Se deja calentar el pudding con dos cucharadas de sal durante dos horas, sin interrupción, en agua fuertemente hirviendo. Se sirve sin salsa con azúcar en polvo. Es posible refinar notablemente este pudding
hirviendo las manzanas cortadas con mantequilla, 100 gramos de pasas pequeñas y grandes, 50 gramos de citronato finamente picado, así como algo de azúcar y ron durante algunos minutos, antes de introducirlo en la masa. «No -se dijo Thomas-, eso no, nunca. Primero ha recelado de mí. Ahora confía plenamente en mí y quiere demostrarlo... Oh, no, sencillamente, no puedo. Chantal, querida y difunta Chantal...» Dejó el folleto con las instrucciones sobre una cómoda, se sonrojó como un bachiller y dijo apresuradamente: -Le ruego mil veces me disculpe. Y salió de la habitación. Yvonne permaneció inmóvil. Sus labios temblaron. Pero no lloró. Apretó sus puños. De un instante al otro cambiaron sus sentimientos. «Ese maldito perro. Ese frío y engreído inglés. Las pagará con creces.» Entre un abrir y cerrar de puerta una mujer dispuesta al amor se había convertido en una enemiga mortal. Por la mañana. Yvonne había desaparecido..., ninguno de los hombres sabía adonde. En su habitación encontraron una nota: «Me he ido a Clermont-Ferrand. Yvonne.» El obeso alcalde estaba fuera de sí: —¿Y quién va a cocinar ahora? Queríamos ofrecerle una cena de despedida, mon capitaine. —Si los señores me permiten que cocine yo... —Maldita sea, ¿sabe usted cocinar también? —Un poco -dijo Thomas, muy modesto. Y preparó una cena inglesa, muy inglesa... Sabía que, en caso contrario, se exponía ante los franceses... Sin embargo, su roastbeef fue del agrado de todos. Solamente las legumbres provocaron una cierta crítica por parte del alcalde: —Dígame usted, ¿lo cuece todo solamente en agua salada? —Sí, así es como nos gusta a nosotros los ingleses -contestó Thomas, mientras se sacaba de la boca un par de pelos del bigote. Llevaba una conversación doble puesto que al mismo tiempo le explicaba el profesor Débouché que la falsificación de documentos en Clermont-Ferrand no era tal como ellos deseaban. —Los controles exigen continuamente credenciales personales y las tarjetas de racionamiento. ¿Qué podemos hacer, capitaine?
—¿Cómo ha preparado usted la salsa para el roastbeef? -preguntaba al mismo tiempo el alcalde. —Una después de otra -respondió Thomas Lieven-. La salsa la he preparado con huevos, leche y harina. Luego se volvió Thomas hacia el profesor Débouché. En los segundos siguientes se convirtió en el fundador de una gran central de falsificación de documentos. Dijo: —Tienen ustedes que falsificar sus documentos sin un solo fallo, profesor. Todos tienen que colaborar. Tienen que extender los documentos falsificados a un solo nombre, pero incluir todos los documentos. Y el nombre al que vayan extendidos los documentos tiene que estar registrado en todas las oficinas estatales... La sugerencia de Thomas Lieven fue debidamente aprovechada por los franceses de tal modo que pronto se les pusieron de punta los pelos a los alemanes...
14 Al anochecer del 4 de abril de 1943, un avión del tipo Lysander de la Royal Air Force aterrizó en el pequeño claro del bosque en donde había saltado en paracaídas Thomas Lieven dieciocho horas antes. En el avión iba un piloto con uniforme inglés. El piloto era oriundo de Leipzig. Había sido elegido por el Abwehr porque hablaba inglés, pero desgraciadamente, con acento sajón. Por este motivo habló muy poco y se limitó a saludar continuamente lo que, con gran espanto de Thomas, siempre hacía de un modo equivocado. Se llevaba la mano con la palma hacia dentro a la visera de la gorra y no como suelen hacerlo los ingleses con la palma hacia fuera. Pero ninguno de los nuevos amigos de Thomas pareció darse cuenta de este hecho. Se abrazaron y se besaron, se estrecharon las manos y se desearon mucha suerte. —Bonne chance! -gritaron los hombres cuando Thomas subió al avión y le decía en voz baja al piloto: —¡Es usted un estúpido, un imbécil! Levantó la mirada. En el lindero del bosque vio a Yvonne. Tenía las manos hundidas en los bolsillos de su chaqueta de piel. La saludó con un movimiento de la mano. La mujer no reaccionó. Volvió a saludarla. Ella siguió inmóvil. Y mientras se sentaba en su asiento, se dijo Thomas: «Esa mujer jamás me perdonará lo ocurrido.» La «Acción Ruiseñor 17» tuvo pleno éxito..., tal como había confiado Thomas. Cada noche se anunciaba Maquis Crozant a las veintiuna horas en la habitación de los soldados de primera Schlumberger y Raddatz en el hotel Lutetia y recibían a continuación la respuesta que firmaba el coronel Buckmaster, habitación 231, Ministerio de la Guerra en Londres. En tales ocasiones estaban presentes otros dos hombres: el coronel Werthe, que había liberado a Thomas de las garras de la Gestapo, y aquel capitán Brenner que desde hacía tanto tiempo seguía con el más vivo interés la carrera de nuestro amigo.
En el capitán Brenner conoció Thomas el típico soldado profesional: terco, sobrio, pedante, decente, no era nazi..., pero un hombre que se limitaba a cumplir órdenes, que trabajaba como una máquina sin sentimientos de ninguna clase, sin críticas y casi sin corazón. Brenner, un hombre pequeño y siempre muy bien peinado, gafas con montura de oro y movimientos enérgicos, no entendía esa comedia en torno al Ruiseñor 17, como solía decir él. En un principio, Thomas mandó a los hombres del Maquis Crozant instrucciones dilatorias. Pero Ruiseñor 17 quería entrar en acción. Los hombres de la Resistencia querían lanzar un golpe y exigían munición para sus armas. Y entonces, en una cálida noche de mayo, la tripulación alemana de un avión capturado a los ingleses arrojó sobre el claro de bosque entre Limoges y Clermont-Ferrand cuatro cajas de municiones. Pero la munición en cuestión tenía un defecto: no se correspondía, por su calibre, al tipo y marca de los armamentos... La consecuencia fueron infinidad de mensajes de ida y vuelta. Pasaron varios días. Londres lamentó el error. Maquis Crozant se lamentó de la falta de víveres. Y de nuevo los pilotos alemanes arrojaron conservas inglesas, medicamentos, whisky, cigarrillos y café. El capitán no entendía ya este mundo: —Nosotros bebemos Pernod, falsificado..., ¡y esos caballeros de la Resistencia, whisky! ¡Yo fumo Gauloise..., y esos caballeros de la Resistencia, Henry Clay! Y además los alimentos para que estén gordos y sanos. ¡Eso es una locura, caballeros, una verdadera locura! —No es ninguna locura -le dijo el coronel Werthe-. Lieven está en lo cierto. Es la única posibilidad para evitar que esa gente se hagan peligrosos. Cuando hayan volado un puente de ferrocarril o una central eléctrica, se desperdigarán en todas las direcciones y no apresaremos a uno solo de ellos. Una noche del mes de junio de 1943, Ruiseñor 17 se reveló tan impaciente que Thomas cambió de táctica: aviones ingleses capturados por los alemanes arrojaron munición que se correspondía, por el calibre y tipo, a las armas con que contaban los partisanos. Pero, poco después, el Maquis Crozant recibía las siguientes instrucciones: «Maquis Marsella destinado a grandes acciones de sabotaje...
Imprescindible pongáis vuestras armas y municiones a disposición de los camaradas.» Londres se mostró inflexible, a pesar de todas las protestas. Maquis Crozant recibió instrucciones concretas y muy precisas de dónde entregar las armas. Y una noche de tormenta cambiaron de propietario las armas en una carretera que conducía de Belac a Montemar. Los que se hicieron cargo de las armas y que habían llegado en camiones eran soldados alemanes que, en todo momento se comportaron como auténticos franceses. A principios de julio se enteró el coronel Werthe por el radiotelegrafista traidor del Maquis Limoges que el Maquis Crozant estaba «ya harto de Londres». Una tal Yvonne Dechamps instigaba continuamente a sus compañeros. ¿Acaso era verdad que estaban en comunicación con Londres? E Yvonne afirmaba que aquel capitán Everett no se le había antojado cien por cien seguro y menos aún el piloto de la RAF que le había recogido. El hombre había saludado como un auténtico «boche». —¡Maldita sea! -exclamó Thomas Lieven cuando se enteró de esto-. Sabía que había de suceder. Mi coronel, sólo queda una solución. —¿Cuál es? —Tenemos que ofrecerle a Ruiseñor 17 la ocasión de que realicen un auténtico acto de sabotaje. Tenemos que sacrificar un puente, una línea de ferrocarril o una central eléctrica..., para con ello poder salvar muchos puentes, muchas líneas de ferrocarril y muchas centrales eléctricas. El capitán Brenner que asistía a la entrevista cerró los ojos y exclamó: —¡Está loco! ¡El sonderführer Lieven ha perdido el juicio! También el coronel Werthe estaba confuso y desconcertado: —Todo tiene sus límites, Lieven. Veamos, ¿qué quiere de mí? —¡Quiero de usted un puente, mi coronel! -gritó Thomas de pronto-. ¡Maldita sea, debe haber todavía un puente en Francia del que podamos prescindir!
Libro tercero
1 El ascensor se detuvo en el último piso del hotel Lutetia en París, requisado por el Abwehr alemán. Un hombre de treinta y cuatro años bajó del ascensor. Era un hombre de mediana estatura y delgado y lucía unos bigotes de morsa. El delgado Georg Raddatz de Berlín se metió rápidamente el último ejemplar de la revista parisina Regal en el bolsillo, se puso de un salto en pie y gritó, mientras entrechocaba con los talones: —Heil Hitler, señor sonderführer. —Los soldados de primera Raddatz y Schlumberger prestando servicio de radiotelegrafistas. -Dio el parte el vienés, y adoptó la posición de firmes. El sonderführer, sin duda alguna uno de los tipos más curiosos que había producido el Tercer Reich, contestó, sonriente: —Heil Hitler, amigos. ¿Habéis escuchado ya Londres? —Sí, señor sonderführer... -comunicó el vienés-. Ahora mismo. Los tres hombres se veían cada noche..., y cada noche antes de que llegaran los demás hacían uso particular de aquellos instrumentos tan valiosos como precisos que el Ejército alemán había montado en la habitación del hotel. Cada noche, y esto desde hacía ya semanas, escuchaban Radio Londres. —Churchill ha pronunciado un discurso -dijo el gordo Schlumberger-. Ahora que Mussolini está en la sopa, si los italianos siguen con nosotros les van a zurrar de lo lindo en el trasero. El 25 de julio, cinco días antes, el rey Víctor Manuel de Italia había mandado arrestar a Mussolini. E igualmente el 25 de julio se habían sucedido los bombardeos diurnos contra Kassel, Remscheid, Kiel y Bremen. —Muchachos, eso va muy rápido ahora -suspiró Raddatz-. En Rusia nos pegan que da gusto en el lago Ladoga y en el recodo del Orel no hacemos otra cosa que replegarnos. Y a los italianos no les dan un momento de respiro en Sicilia. Thomas tomó asiento: —Y esos caballeros en Berlín hablan por los codos y cada vez están más y más engreídos.
Schlumberger y Raddatz, viejos expertos en cuestiones bélicas, asintieron en silencio. Se habían enterado de algunos detalles sobre la vida de Thomas Lieven. Sabían que había sido atormentado por la Gestapo antes de que el coronel Werthe le rescatara de una muerte segura en los sótanos del SD en la avenida Foch. Thomas Lieven se había recuperado rápidamente de las semanas de estancia en la cárcel y de los terribles interrogatorios. Algunas partes de su cuerpo presentaban todavía gruesas cicatrices, pero éstas quedaban encubiertas por los trajes tan elegantes que se había mandado hacer a medida. —El coronel Werthe y el capitán Brenner no tardarán en llegar. Por favor, poned mientras tanto en clave este mensaje. -Y depositó una hoja de papel sobre la mesa de Raddatz. El berlinés leyó y levantó luego sorprendido la mirada: —Muchacho, eso se pone cada vez más divertido. Así cabe en lo posible que aún ganemos la guerra. Mira, Karli. El vienés leyó el mensaje y se rascó el cráneo. Su comentario fue muy escueto: —Lo transmito. —No, aún no -objetó Thomas-, póngalo antes en clave. El mensaje decía: «A Ruiseñor 17... Bombardero RAF arrojará primero de agosto entré veintitrés y veinticuatro horas sobre lugar convenido recipientes con explosivos especiales de plástico... Vuelen el 4 de agosto a las cero horas exactamente el Pont Noir entre Gargilesse y Eguzon. Aténgase exactamente al horario... Mucha suerte... Buckmaster...» —Bien, caballeros, ¿a qué vienen esas miradas? -preguntó Thomas. —El señor sonderführer se permite una de sus bromas, ¿sabes? Debe ser un puente sin importancia... —Ese puente, amigos míos -explicó Thomas-, conduce por encima del Creuze hacia la autopista veinte y es uno de los más importantes en el centro de Francia. Está cerca de Eguzon y allí están también los embalses de la central eléctrica que suministra fluido eléctrico a la mayor parte del centro de Francia: —¿Y precisamente ese puente quieren que vuelen? —Así es, me ha costado mucho encontrarlo...
2 Thomas Lieven empezó el 4 de julio de 1943 a buscar su puente. En un traje de verano claro, silbando y de buen humor paseaba por el París estival. ¡Ah, los bulevares con sus florecientes árboles! ¡Ah, las terrazas de los cafés con las mujeres hermosas en sus vestidos cortos y coloridos! ¡Aquellos sombreros de locura! ¡Los altos tacones de corcho! El olor a aventura, perfume y jazmín... París, 1943: Una ciudad que seguía viviendo en paz. Cuando se apagaba la luz en las casas junto al Bois de Boulogne, no se debía a la falta de suministro de fluido eléctrico y cuando tiraban las cortinas no eran de acero y lo hacían con manos cariñosas. Con su gracia habitual los habitantes de la capital habían aceptado la ocupación de los alemanes. El marché noir (el mercado negro), florecía. La moral de los soldados alemanes no resistía tantas tentaciones. El general Von Witzleben suspiró en cierta ocasión: —Las mujeres francesas, la cocina francesa y la mentalidad francesa, nos han asestado el golpe de gracia. De hecho, habríase de cambiar cada cuatro semanas a las tropas estacionadas aquí. ¡El pequeño teniente jugador de la Prusia oriental vivía en París como si fuera un príncipe! Conocía las diferencias entre las marcas de champaña, pedía en su hotel Poulet garni, comía las ostras por docenas y se enteraba, en brazos de su dulce amiga francesa, de que lo más bello de este mundo no es morir por la patria. El cuartel general del general Von Rundstedt, comandante supremo del Oeste, fue el primer objetivo de Thomas Lieven. Habló allí con tres comandantes a los que inició solemnemente en el secreto antes de exponer sus deseos. El primer comandante lo mandó al segundo y el segundo al tercero. El tercer comandante lo echó de su oficina y redactó un comunicado para su general. El general mandó el comunicado al hotel Lutetia, con el comentario que prohibía terminantemente la injerencia del Abwehr en los asuntos militares..., ¡y la voladura de un puente cabía considerarlo como una acción militar!
Mientras tanto, Thomas se había presentado en el Wehrmacht Führungststab Technick para solicitar una entrevista con el comandante Ledebur. Esto ocurría a las once horas dieciocho minutos. A las once horas diecinueve minutos repiqueteó el teléfono en el despacho del pedante y ambicioso capitán Brenner en el hotel Lutetia. El pequeño oficial de carrera con gafas de montura de oro y siempre tan bien peinado descolgó el auricular y respondió a la llamada. Luego, a pesar de que estaba sentado, adoptó la posición de firmes y se enteró de que estaba hablando con un tal comandante Ledebur. El pobre capitán se sonrojó. —¡Soy de su misma opinión, mi comandante! -gritó al auricular-. Permítame que le ponga con el coronel Werthe. Pasó la comunicación al coronel. A diferencia de su capitán, el coronel palideció cuando escuchó lo que tenía que decirle el comandante. Finalmente, hizo un esfuerzo por decir: —Gracias por la comunicación, comandante. De verdad, muy atento de su parte. Pero, puedo tranquilizarle a usted: el sonderführer Lieven no está loco. Yo personalmente pasaré a recogerle. Colgó el auricular. El capitán Brunner estaba a su lado. —Permítame que le diga que yo siempre le he prevenido contra ese hombre. ¡De verdad que no es normal! —¡Ese hombre es tan normal como usted y yo! Y Canaris está loco por él. Y, seamos sinceros: ¿acaso sus métodos de combatir a los partisanos no se han revelado como los mejores? Vamos, Brenner, despierte. En Francia los maquis han cometido en el último mes solamente doscientos cuarenta y tres asesinatos, trescientas noventa y una acciones contra los ferrocarriles y ochocientos veinticinco actos de sabotaje industriales. Y sólo hay una región en donde reina una paz idílica: en Gargilesse. La región que él tiene bajo su mando. El capitán Brenner se mordió los labios y se encogió de hombros. El coronel Werthe partió en su coche y liberó a Thomas Lieven que se había divertido lo indecible porque el comandante Ledebur había dudado de su uso de razón. —Lo que necesito ahora es un buen coñac -dijo el coronel Werthe. Y mientras tomaban unas copas, preguntó el coronel Werthe: —¿Por qué está usted tan obsesionado con su puente, Lieven? Y en voz baja respondió Thomas:
—Porque estoy convencido de que muchas personas que de otro modo morirán, serán salvadas si doy con este puente. Alemanes y franceses, mi coronel. Por eso, éste es el motivo. El coronel Werthe apartó la mirada a un lado: —Es usted un buen muchacho, Lieven. Miró hacia el bulevar con sus flores, sus árboles y sus jóvenes mujeres. De pronto pegó con el puño sobre la mesa y exclamó: —¡Esta maldita guerra!
3 A la mañana siguiente paseó Thomas Lieven por las oficinas del Servicio de Trabajo del Reich en París. En su búsqueda por la sección de la que dependían los puentes, se perdió y fue a parar a un despacho que al instante deseó abandonar casi en plan de huida. Dos motivos fueron la causa de su pánico: cuatro fotografías que colgaban de la pared y la dama sentada detrás de la mesa escritorio. Las fotografías presentaban a Hitler, Goebbels, Goering y al jefe del Servicio de Trabajo del Reich, Hierl. La dama era extraordinariamente alta y delgada, no tenía pecho, las manos eran huesudas. El pelo incoloro lo llevaba formando un moño. Sobre su blusa blanca lucía la insignia del partido. Llevaba una chaqueta marrón, medias de lana del mismo color y zapatos bajos marrones. Tenía un aspecto muy severo, iba vestida de un modo muy severo y en su despacho todo olía a severidad. Thomas se dirigía de nuevo a la puerta cuando le detuvo una voz hosca y quebrada: —¡Un momento! Se volvió y compuso una sonrisa muy forzada: —Perdóneme usted, me he equivocado de despacho. ¡Buenos días! Con tres pasos salió la mujer de detrás de su mesa escritorio y se plantó delante de él. —¿Qué significa eso de «buenos días»? ¡Nuestro saludo es Heil Hitler! Era casi dos cabezas más alta que Thomas-. Exijo una respuesta. ¿Quién es usted? ¿Cómo se llama usted? —Sonderführer Lieven. —Sonderführer, ¿qué? ¡Enséñeme sus credenciales! —¿A qué vienen tantas exigencias? Tampoco yo sé quién es usted. —Yo -dijo la mujer alta y delgada- soy la stabshauptführein Mielke. Desde hace cuatro semanas destinada aquí. Misión personal del jefe del Servicio de Trabajo Hierl. Tengo plenos poderes. Aquí está mi credencial. ¿Dónde está la suya? La stabshauptführerin Mielke estudió muy detenidamente las credenciales de Thomas Lieven. Luego llamó al coronel Werthe y le preguntó
si conocía a un sonderführer Lieven. Sólo después le ofreció asiento a Thomas. —El enemigo está en todas partes. Hemos de estar muy vigilantes. Bien, ¿qué desea usted? —Pues, mire usted, señora Mielke... —Stabshauptführerin, éste es mi rango. —Pues, mire usted, señora stabshauptführerin... —Nada de señora. Stabshauptführerin a secas. «En esto estamos de acuerdo -se dijo Thomas-; no eres una mujer.» E hizo un esfuerzo por decir muy amable: —Pues, mire usted, stabshauptführerin, no creo que ésta sea la sección que andaba buscando. —Sí, lo es. Hable usted, no se ande por las ramas. Lentamente la ira iba dominando a Thomas Lieven. Pero se dominaba aún. —Mi misión es secreta. No puedo informarle de la misma. —Lo exijo de usted. Como plenipotenciaria del jefe del Servicio de Trabajo tengo el derecho a saberlo. Le mando detener al instante si no... —¡Stabshauptführerin, le prohíbo ese tono! -gritó Thomas. —¡Usted no me puede prohibir nada! Hoy mismo redactaré un informe. Estamos hartos de esos jóvenes que podrían estar ten el frente y que escudándose en el nombre del Abwehr llevan una gran vida en ese nido de pecados que es París. ¡Informaré personalmente al jefe del Servicio de Trabajo del Reich! Estas palabras colmaron la paciencia de Thomas: —¡Y yo redactaré mi propio informe! -gritó-. ¡Al almirante Canaris en persona! ¿Ha perdido usted el juicio? ¿Cómo se atreve a hablar así conmigo? Eso es lo que nos faltaba aquí, alguien como usted. -Y añadió sonriendo maliciosamente-: Una stabshauptführerin se corresponde al rango de coronel, ¿verdad? ¡Y un almirante es y será siempre algo más que un coronel! -Pegó con el puño sobre la mesa-. ¡Tendrá usted que responder personalmente ante el almirante Canaris! La mujer le miró con ojos entornados, húmedos, azules y nórdicos. Y entonces dijo arrastrando las palabras, sonriente y muy cobarde: —¿Por qué se excita usted tanto, sonderführer? Me limito a cumplir con mi deber. -Y tragó saliva. «Ahora tiene miedo -se dijo Thomas-. Quiere congraciarse. Pero no
puedo más. Me asfixio si me quedo un solo minuto más aquí.» Se puso en pie de un salto, levantó el brazo derecho y gritó: —¡Heil Hitler, stabshauptführerin! Corrió hacia la puerta, salió y la cerró de golpe a sus espaldas. Sentía unos deseos inmensos de respirar aire fresco. El 11 de julio llegó Thomas Lieven al cuartel general de la Organization Todt. Le habían recomendado a un ingeniero llamado Heinze. HEINZE, rezaba un letrero a la puerta del despacho adonde llamó Thomas hacia las once de la mañana de aquel día. Había allí dentro dos grandes mesas de delineantes. Dos hombres estaban discutiendo vivamente. Estaban tan enfrascados en su discusión que no se percataron de la presencia de Thomas Lieven. Los dos hombres llevaban batas blancas sobre sus uniformes y gritaban. EL PRIMERO: -¡Rechazo toda responsabilidad! ¡El primer carro de combate que pase por encima hará que se hunda! EL SEGUNDO: -¡Recuerde que el siguiente puente que cruza sobre el Creuze está en Argenton! EL PRIMERO: -¡Me importa un comino! ¡Que den un rodeo! ¡ Lo repito una y otra vez: el Pont Noir en Gargilesse es un peligro! ¡Mis hombres se han quedado petrificados al comprobar los daños que presenta el puente por la parte inferior! EL SEGUNDO: -¡Refuerce la construcción con soportes de hierro! EL PRIMERO: -¡Ni pensarlo! «El puente de Gargilesse -se dijo Thomas-. Fantástico, sencillamente fantástico. Como si la realidad corriera detrás de mis sueños y mis deseos. Y ahora me ha dado alcance...» EL SEGUNDO: -¡Piense en la central eléctrica! ¡El muro de contención! ¡Si volamos el puente interrumpiremos el suministro de fluido eléctrico! EL PRIMERO: -¡No si lo volamos nosotros! ¡En este caso podemos construir nuevas líneas provisionales! ¡Pero si el puente se hunde mañana mismo por su propia inercia..., entonces sí quedará interrumpido el suministro de fluido eléctrico! Yo... ¿qué hace usted aquí? Por fin se percataron de la presencia de Thomas Lieven. Saludó con una inclinación de cabeza y dijo muy amable: —Desearía hablar con el ingeniero Heinze. —Soy yo -dijo el primero-. ¿Qué quiere?
—Ingeniero -dijo Thomas Lieven-, creo que vamos a colaborar de un modo excelente... La colaboración fue perfecta. El 15 de julio quedaron perfectamente coordinados los planes de la Organization Todt y los de la organización de Canaris con relación al futuro del Pont Noir al sur de Gargilesse. Thomas encargó al Maquis Crozant en nombre del coronel Buckmaster, War Office London, la siguiente misión: «-... Transmitan rápidamente lista de los puentes más importantes de la región de su maquis... Informen densidad tráfico tropas...» Durante días y noches los partisanos franceses estuvieron al acecho. Se escondían bajo los arcos de los puentes, en las copas de los árboles, en viejos molinos de viento y en las casas de los campesinos. Y usaban largavistas, papel y lápiz. Contaban los carros de combate alemanes, los camiones y las motocicletas. Y cada noche a las veintiuna horas comunicaban sus observaciones a «Londres». Informaron del puente cerca de Feurs. Del puente cerca de Macon. Cerca de Dompierre. Cerca de Nevers. Y del gran Pont Noir, al sur de Gargilesse. El 30 de julio a las veintiuna horas se encontraban Yvonne Dechamps y el profesor Débouché, el alcalde Casier, el teniente Bellecourt y Emile Rouff, el calderero, en un cuarto del viejo Moulin de Gargilesse. La habitación estaba llena de humo de tabaco. Yvonne llevaba puestos los auriculares y captaba el mensaje cifrado que transmitía desde París el soldado de primera Schlumberger. «sv. 21 54621 lhvhi rhwea rier ctbgs twoee...» Los hombres que rodeaban a Yvonne respiraban de un modo entrecortado. El profesor Débouché se limpiaba los cristales de sus gafas. El teniente Bellecourt se pasaba continuamente la lengua por los labios. «sntae siane krodi lvhag», transmitía Schlumberger desde el último piso del hotel Lutetia de París. Los hombres que le rodeaban, Thomas Lieven, el pequeño capitán Brenner, siempre tan bien peinado, el reservado coronel Werthe, también ellos respiraban de un modo entrecortado. El capitán Brenner se quitó sus gafas con montura de oro y se limpió los cristales. Veinte minutos después de las nueve interrumpió «Londres» la transmisión y en el viejo molino a orillas del Creuze recibían aquel mensaje que empezaba así:
—A Ruiseñor 17... Bombardero RAF arrojará el primero de agosto entre las 23 y 23.30 horas... Tan pronto hubieron descifrado el mensaje empezaron a hablar todos a la vez. Sólo Yvonne Dechamps guardaba silencio. Se sentaba inmóvil ante el aparato con las manos entrelazadas sobre el regazo. Pensaba en aquel capitán Everett del que tanto había recelado. El profesor Débouché habló con los hombres. Yvonne apenas le oía. Se sentía dominada por sentimientos contradictorios y absurdos y ridículos. Con una seguridad casi dolorosa sabía que volvería a encontrarse con aquel capitán Everett... Las voces en torno a ella fueron haciéndose cada vez más audibles. Yvonne volvió a la realidad del momento. Oyó que se había entablado una violenta discusión entre el alcalde Cassier, el calderero Rouff y el profesor Débouché. Cassier, el engreído, golpeaba sobre la mesa: —¡Ésta es mi región! ¡La conozco como la palma de mi mano! ¡Insisto en que soy yo quien debe dirigir esta acción de sabotaje! —Aquí nadie da golpes sobre la mesa, amigo mío -dijo el sabio, muy sereno-. El teniente Bellecourt mandará la acción. Es especialista en voladuras. Y usted hará lo que él mande. —¡Estoy harto ya de que en todo tenga que intervenir y mandar el teniente! -gritó el alcalde-. ¿Quién ha fundado el Maquis Crozant? Rouff, yo y unos cuantos campesinos. —Exacto -gritó el calderero-. Gente de la región. Vosotros os habéis unido a nosotros sólo mucho más tarde. Yvonne hizo un esfuerzo por olvidarse del capitán Everett. —Basta ya de discusiones -dijo con suma frialdad-. Se hará como dice el profesor. Es verdad que nos unimos mucho más tarde a vosotros. Pero hemos sido nosotros los que hemos organizado este grupo. Gracias a nosotros contamos con un aparato receptor y transmisor. Y yo os he enseñado a transmitir y recibir los mensajes. El alcalde y el calderero guardaron silencio. Pero se miraron astutos y maliciosos, como suelen ser los campesinos...
4 El 1 de agosto de 1943, a las veintitrés horas diez minutos arrojó un bombardero inglés que había sido capturado por los alemanes y en el lugar convenido un recipiente especial con explosivos de plástico capturados igualmente a los ingleses. El 2 de agosto de 1943 se presentó en la central eléctrica de Eguzon el ingeniero Heinze, de la Organization Todt, de París, que discutió con los ingenieros alemanes allí destinados todos los detalles que resultarían de la voladura del Pont Noir. El 3 de agosto habló el ingeniero Heinze con el comandante de un batallón de vigilancia, le confió un secreto y le inculcó que todos los soldados alemanes de vigilancia en el Pont Noir no debían acercarse al puente el 4 de agosto entre las veintitrés horas quince minutos y las cero horas treinta minutos. El 4 de agosto a las cero horas ocho minutos fue volado el Pont Noir tal como había sido previsto y sin que resultara herida una sola persona. El 5 de agosto, a las veintiuna horas, se hallaban los soldados de primera Raddatz y Schlumberger manejando sus aparatos. Detrás de ellos estaban Thomas Lieven, el coronel Werthe y el capitán Brenner. Ruiseñor 17 se presentó puntual. Schlumberger murmuró: —Hoy no transmite la muchacha. Hoy es uno de esos individuos... Ruiseñor 17 transmitió un mensaje que no terminaba nunca. Mientras Schlumberger iba captando, Raddatz empezaba ya a descifrar. La primera parte del mensaje era como lo había esperado Thomas: —«... Cumplida misión Pont Noir... Las cargas han provocado hundimiento de todo el puente... Veinte hombres intervenido directamente en la acción... Teniente Bellecourt fracturado pierna antes de emprenderse acción... Está en casa de amigos en Eguzon... Transmite Emile Rouff... Profesor Débouché e Yvonne Dechamps están en Clermont-Ferrand...» Werthe, Brenner y Thomas miraban por encima de los hombros de Raddatz que iba descifrando. «Ese perfecto imbécil -se dijo Thomas-. ¿Por qué diablos indicará nombres?»
Antes de que Thomas pudiera hacer algo notó cómo el soldado de primera Raddatz le presionaba el pie con el suyo. El berlinés tenía una expresión de infinito asombro. Schlumberger le alargaba una nueva hoja de papel. Raddatz carraspeó desesperado. —¿Qué ocurre? -preguntó Brenner, y se acercó rápido como un lince. —Na... nada -replicó el berlinés. Brenner le arrancó la hoja de papel de la mano. —¡Vamos, déme usted! -Lo leyó rápido-. Oiga usted esto, mi coronel. Thomas tuvo la sensación como si una mano helada estrujara su corazón mientras Brenner leía lo que acababa de descifrar Raddatz: —Rogamos informen de la acción al general De Gaulle y den los nombres de nuestros miembros más importantes y valientes..., unas palabras de alabanza y estímulo elevarían la moral de combate. «Oh, Dios -se dijo Thomas-. No, no puede ser verdad...» —... El mérito principal en la acción corresponde al alcalde Cassier, residente en Crozant, luego a Emile Rouff, de Gargilesse, intervinieron igualmente... El soldado de primera Schlumberger levantó la mirada de su cuaderno de taquigrafía. —¡Siga escribiendo! -le gritó Brenner. El capitán se volvió hacia Thomas: —Sonderführer, dijo usted una vez que no podíamos apresar a esa banda porque no conocíamos sus nombres ni direcciones, ¿eh? -El capitán rió de un modo metálico-. ¡Pues ahora vamos a saber todos los nombres y todas las direcciones! Todo empezó a dar vueltas en torno a Thomas. «Esos imbéciles allá abajo. Esos vanidosos idiotas. Y yo que creía que solamente nosotros éramos así. Tampoco los franceses son mejores. Todo en vano. Todo ha sido en vano.» El coronel Werthe se volvió de pronto en voz muy baja a Thomas: —Abandone el cuarto, señor Lieven. —Mi coronel, ruego tenga presente que... -empezó Thomas, pero no terminó la frase al ver la expresión en los ojos grises del coronel. Sabía que aquel hombre no se dejaría influenciar por nada. En vano. Sólo que unos estúpidos perros querían lucir unas chapas de latón sobre el pecho una vez terminada la guerra... Cinco minutos más tarde los radiotelegrafistas Raddatz y Schlumberger
eran relevados. Bajaron al hall del hotel en donde les estaba esperando Thomas. Schlumberger ponía una cara como si fuera a llorar. —Ese imbécil no para y no para de transmitir. Veintisiete nombres hasta ahora... —Y de estos veintisiete nombres sacarán los nombres de todos los demás -comentó Raddatz. —¿Y si fuéramos a cenar, compañeros? -propuso Thomas. Se fueron a cenar a Henri como solían hacerlo con mucha frecuencia durante los últimos meses. Un pequeño local en la rue Clément Marot que había descubierto Thomas. El propietario se acercó personalmente a su mesa para saludarles. Cuando veía a Thomas siempre se le humedecían los ojos. Henri tenía una cuñada judía alemana y ésta, con ayuda de papeles falsos, había logrado ocultarse en el campo. Los documentos en cuestión se los había proporcionado Thomas. En el hotel Lutetia había muchas y buenas ocasiones para conseguir documentos falsos. Thomas se aprovechaba de vez en cuando de estas ocasiones. El coronel Werthe lo sabía y callaba. —Algo ligero, Henri -dijo Thomas.
MENÚ Lonjas de riñones de carnero * Lenguado a la Grenoble Albaricoque-jamón de Palat
París, 5 de agosto de 1943 Ante el pescado nació la idea, que salvó la vida a sesenta y cinco personas... Lonjas de riñones de carnero Se toman pequeños riñones de carnero, se elimina la grasa y la piel y se parten por la mitad, según su longitud. Se cortan pequeñas rebanadas de pan blanco, se untan ligeramente con mantequilla por los dos lados y se coloca
medio riñón sobre cada una, con el lado del corte hacia abajo. Se agita pimienta con nata acida, un poco de mantequilla, una yema, algo de sal y pimienta de Cayena, hasta formar una pasta espesa, que se aplica encima de los ríñones. Se introducen los pedazos de riñón durante unos diez minutos, con fuego moderado, en el horno. Se prueba con un tenedor puntiagudo. Cuando de los riñones no brota ya ningún jugo rojo, están a punto. Se sirven calientes. Lenguado a la Grenoble Se deja primero que el vendedor separe la piel de los pescados, y corte los filetes. Después se escabecha, lo mínimo media hora, con zumo de limón, pimienta y sal, para que el pescado quede fuerte y blanco. Se seca bien y se calienta rápidamente por ambos lados en mantequilla morena muy caliente. Después se dispone sobre una fuente precalentada. A continuación se dejan calentar rápidamente pequeños cuadraditos de limón con algunas alcaparras en la mantequilla. Esta salsa se vierte sobre los filetes de lenguado ya preparados, se adorna con perejil y se sirve con patatas cocidas. Albaricoque-jamón de Palat Se preparan algunas tortillas delgadas, de mediano tamaño. En uno de sus lados se cubre con mermelada de albaricoque, se enrollan las tortillas y se revuelven, una vez más, en la mantequilla caliente. Se sirve inmediatamente y se adorna a discreción, todavía, con almendras ralladas. Las tortillas resultan más sabrosas si la masa se ha preparado por lo menos una hora antes, y se deja reposar. Era ya muy tarde y quería tranquilizarse. Compusieron la minuta. Henri regresó a la cocina. Se hizo el silencio entre los tres amigos, un silencio de plomo. Mientras comían el primer plato, dijo el vienés: —Brenner ha llamado a Berlín. Lo más tarde mañana emprenderá una acción especial en aquella zona. Y no es necesario que diga lo que será de esa gente. Thomas se decía: «El profesor Débouché. La hermosa Yvonne. El teniente Bellecourt. Muchos, muchos más. Aún viven. Aún respiran. Pronto serán arrestados. Pronto habrán muerto.» —Muchachos -dijo de pronto Raddatz-, hace ya cuatro años que me voy
escapando de ir al frente. Nunca he matado a nadie. Pero es una sensación de espanto saber que eres ahora culpable de algo... —Nosotros no tenemos la culpa de esto -dijo Thomas. Pero pensó: «Vosotros, no. Yo, sí. Vivo en el engaño y para el engaño. ¿Acaso puedo sentirme inocente?» —Señor Lieven -dijo Schlumberger-. ¿Es del todo imposible ayudar a los partisanos que matan a nuestros compañeros...? —Sí, es del todo imposible -asintió Thomas. Y se dijo desesperado: «¿Y qué podemos hacer ahora? ¿Qué hacer? ¿Cómo seguir siendo una persona decente?» —Tiene razón -dijo el berlinés-. Mire usted, tampoco yo soy nazi. Seamos sinceros, supongamos que caigo en manos de esos partisanos, ¿me creerán si les digo que no soy nazi? —Lo primero que harán es disparar. Ésos no preguntan. Para ellos un alemán es un alemán. -Thomas tragó un bocado que tenía en la boca y dijo luego-: Existe una posibilidad, solamente una. —¿Qué posibilidad? —Hacer algo y seguir siendo una persona decente -dijo Thomas. Entró en la cabina telefónica, marcó el número del hotel Lutetia y pidió que le pusieran con el coronel Werthe. El coronel parecía estar muy nervioso. Thomas oía muchas voces. El coronel parecía presidir una reunión. El sudor resbalaba por la frente de Thomas. Thomas dijo con voz muy ronca: —Mi coronel, aquí Lieven. Tengo que hacerle una proposición de la mayor importancia. Usted personalmente podrá decidir por sí solo en este caso. Le ruego que me escuche e informaré a continuación al almirante Canaris. —¿Qué tonterías está diciendo? —Mi coronel, ¿cuándo empieza la acción allí abajo? —Mañana por la mañana, ¿por qué? —Le ruego me permita dirigir la acción. —¡Lieven! No estoy para bromas. ¡Mi paciencia ha terminado! —¡Escúcheme usted, mi coronel! -gritó Thomas-. Por favor, oiga usted lo que tengo que proponerle.
5 Eran las cuatro horas cuarenta y cinco minutos de la mañana del 6 de agosto de 1943 cuando un avión inglés del tipo Lysander volaba en dirección a la ciudad francesa de Clermont-Ferrand. El piloto, que estaba aislado de su pasajero, cogió el teléfono de a bordo y dijo: —¡Aterrizaje dentro de veinte minutos, sonderführer! —Gracias -respondió Thomas Lieven, y colgó el auricular a su lado. Thomas se sentaba inmóvil y miraba hacia el exterior. Tenía muy mal aspecto, sus ojos estaban apagados. Había pasado la peor noche de su vida y se enfrentaba ahora con el peor día. Diez minutos más tarde el piloto empezó a bajar. El avión Lysander cruzó la baja capa de niebla. Clermont-Ferrand, sede de un obispo y de una universidad, estaba debajo de ellos... dormía aún, las calles estaban desiertas. A las cinco horas quince minutos Thomas Lieven tomó una taza de café en el despacho del capitán Oellinger, del Tirol. El pequeño y robusto comandante de una unidad de cazadores estudiaba atentamente las credenciales de Thomas Lieven. —Acabo de recibir un largo mensaje del coronel Werthe -dijo el capitán-. Hace una hora ha hablado por teléfono conmigo. Sonderführer, mis hombres están a sus órdenes. —De momento necesito un coche que me lleve a la ciudad. —Mandaré que le acompañen diez hombres. —Gracias, no. Lo que he de hacer allí lo he de resolver yo personalmente... —Pero... —Aquí tiene una carta sellada. Si hasta las ocho no ha recibido noticias mías, ábrala usted. Contiene las instrucciones del coronel Werthe para lo que habrá de hacer en este caso. Hasta luego. —Hasta la vista... —Sí, confiemos que sea así. Un Citroën confiscado, pero que no llevaba ningún distintivo alemán, cruzó la plaza de Balise Pascal que estaba completamente desierta. Thomas
se sentaba al lado del silencioso chófer. Iba a visitar al profesor Débouché, jefe espiritual de la Resistencia en el centro de Francia. Residía en la Cité Universitaire. Thomas mandó detener el coche ante el portal principal en la Avenue Carnot, y le dijo al chófer: —Dé la vuelta a la esquina y espéreme allí. «Dios mío, ayúdanos, ayúdanos a todos nosotros en estos momentos», suplicó Thomas, mientras se dirigía al gran portal de la Universidad. Pasó una eternidad y Thomas tuvo que llamar infinidad de veces hasta que, finalmente, un anciano bedel en babuchas y un camisón sobre el que se había echado un abrigo le abrió la puerta. —Nom de Dieu, ¿se ha vuelto usted loco? ¿Qué quiere usted? —Hablar con el profesor Débouché. —¿Ahora? Oiga usted... -pero el bedel no terminó la frase y se guardó un billete de cinco mil francos en el bolsillo del abrigo-. En fin, si tan urgente es... ¿A quién debo anunciar al señor profesor? —¿Tiene usted teléfono aquí? —Sí, señor... —Yo mismo hablaré con él. En la vivienda del bedel el sudor resbalaba por la frente de Thomas Lieven mientras oía cómo el teléfono repiqueteaba en el domicilio del profesor Débouché. La mujer del bedel había saltado igualmente de la cama, estaba ahora al lado de su esposo y los dos hablaban en voz baja mientras miraban asustados a Thomas. Y entonces oyó Thomas una voz conocida: —Aquí Débouché, ¿qué ocurre..., quién es? —Everett -respondió Thomas. Oyó cómo el profesor respiraba a fondo. —¿Everett? ¿Dónde..., dónde está usted? —En la Universidad, en la vivienda del bedel. —Que le acompañe al instante hasta mi casa..., yo..., le espero a usted... Thomas colgó el auricular. —Venga usted, señor -dijo el bedel. Al salir se volvió hacia su mujer. Ésta asintió en silencio. Thomas, no vio cómo la mujer de pelo gris se acercaba al teléfono y descolgaba el auricular...
6 —Por amor del cielo, ¿qué extraño caso de enajenación mental le ha inducido a usted a venir aquí, capitán Everett? -El célebre profesor que tanto se parecía a Albert Einstein recibió a Thomas en la biblioteca de su vivienda. —Señor profesor, el Maquis Crozant ha volado el puente cerca de Gargilesse. —Exacto, siguiendo instrucciones. —¿Ha vuelto a ver a sus hombres desde entonces? —No. Hace ya una semana que estoy aquí en compañía de mi ayudante. Tenía que pronunciar unas conferencias. —Pero sí sabe usted que en lugar del teniente Bellecourt, el alcalde Cassier y el calderero Rouff dirigieron la acción. —Gente buena, gente valiente. —Gente mala y gente estúpida -dijo Thomas, amargado-. ¡Y muy vanidosos, señor profesor! ¡Gente sin responsabilidad de ninguna ciase! —Mon capitaine, oiga usted... —¿Sabe lo que hicieron ayer noche esos malditos estúpidos? Se sentaron al aparato y transmitieron los nombres y direcciones de los miembros del Maquis Crozant. ¡Cassier! ¡Rouff! ¡Profesor Débouché! ¡Yvonne Dechamps! ¡Teniente Bellecourt! Más de treinta nombres y direcciones... —¿Por qué harían una cosa así? -se preguntó el anciano palideciendo. —Para informar al general De Gaulle quiénes de ellos son los más valientes y quiénes se merecen las condecoraciones más grandes... Tiene a unos imbéciles allí en los montes, profesor. El anciano se quedó mirando durante largo rato a Thomas. Luego dijo: —Es verdad, fue un error transmitir los nombres. Pero, ¿acaso se trata de un delito? ¿Acaso con ello han causado algún peligro a Londres? No lo creo..., y no creo que tampoco sea éste el motivo por el que ha arriesgado su vida al venir aquí... -El anciano profesor se acercó a Thomas, le miró muy inquisitivo a los ojos y dijo en voz baja-: ¿Por qué arriesga usted su vida, capitán Everett? Thomas respiró a fondo.
«Aunque me mate aquí mismo. Aunque no sobreviva este día. En este caso, por lo menos moriré al hacer un intento de seguir siendo una persona decente en estos tiempos tan sucios.» De pronto se sintió muy seguro, como aquella vez cuando decidió quitarse la vida si continuaban interrogándole los de la Gestapo. —Porque no soy el capitán Everett, sino Thomas Lieven. El anciano cerró los ojos. —Porque no trabajo para Londres, sino para el Abwehr alemán. El anciano abrió de nuevo los ojos y miró a Thomas con una expresión de infinita tristeza. —Y porque el Maquis Crozant desde hace meses estaba en comunicación, no con Londres, sino con los alemanes. Se hizo un largo silencio en la biblioteca. Los dos hombres se miraban a los ojos. Por fin, Débouché fue el primero en hablar: —Eso es terrible. No puedo creerlo. No quiero creerlo. En aquel momento se abrió la puerta. Yvonne Dechamps, la ayudante del profesor, estaba en el umbral. Con la respiración entrecortada, sin maquillaje, con una ligera gabardina sobre su ropa interior. El pelo rubio le caía suelto y largo sobre los hombros. Tenía los ojos de color verde marino muy abiertos. La bonita boca le temblaba. —Es verdad, capitán Everett... Es usted... Con tres pasos se acercó a Thomas. Débouché hizo un violento movimiento con la mano. —La mujer del bedel me ha llamado... Vivo en la misma casa. ¿Qué ha sucedido, capitán Everett, qué ha sucedido? Thomas se mordió los labios y guardó silencio. De pronto, la mujer cogió la mano de Thomas y la estrechó fuertemente entre las suyas. Y sólo entonces se dio cuenta de que el anciano profesor estaba terriblemente pálido y desesperado. —¿Qué ha sucedido, profesor? -gritó Yvonne, llevada por un súbito pánico. —Hija mía, el hombre cuya mano tiene entre las suyas, es un agente alemán... Lenta, muy lentamente. Yvonne Dechamps se fue apartando de Thomas. Se tambaleó como si estuviera bebida. Se dejó caer en un sillón. El profesor
Débouché contó con voz ronca todo lo que le había dicho Thomas. Yvonne escuchaba sin apartar la mirada de Thomas. Sus ojos verdes se tornaban cada vez más oscuros, llenos de odio y desprecio. Sus labios apenas se movieron cuando dijo finalmente: —Creo que es usted lo más sucio y vulgar que existe, señor Lieven. Creo que es usted el ser más despreciable... —Poco me importa lo que usted pueda pensar de mí -dijo Thomas-. No tengo yo la culpa de que no solamente entre nosotros, sino también entre ustedes existan tipos vanidosos como ese imbécil de Cassier y ese Rouff. Durante meses, todo ha ido muy bien. —¿Y a eso le llama usted bien, cerdo? —Sí -dijo Thomas. Cada vez estaba más sereno y más seguro de sí mismo-. A eso le llamo yo ir bien. Desde hace meses nadie ha sido fusilado en esta región. Ningún alemán. Ningún francés. Todo hubiese podido haber continuado como hasta ahora. Yo les hubiese podido haber protegido a todos ustedes hasta el final de esta maldita guerra... De pronto, Yvonne lanzó un grito, se puso en pie de un salto, alta e histérica, avanzó tambaleándose unos pasos y escupió en la cara de Thomas. El profesor la cogió violento por el brazo. Thomas se limpió la mejilla con un pañuelo. Miró en silencio a Yvonne. «Está en lo cierto -se dijo-. Desde su punto de vista está en lo cierto. Todos están en lo cierto desde su punto de vista personal- También yo. Puesto que yo pretendo ser sincero y decente con todo el mundo...» Yvonne Dechamps se precipitó hacia la puerta. Thomas la cogió por los hombros y la lanzó contra la pared. —Usted no se mueve de aquí. -Thomas se plantó ante la puerta-: Cuando ayer noche transmitieron los nombres, el Abwehr informó al instante a Berlín. Amenazaron con la intervención de una unidad de cazadores alpinos estacionados en las afueras de Clermont-Ferrand. Entonces solicité una nueva entrevista con el jefe del Abwehr alemán en París... —¿Por qué? -preguntó el profesor Débouché. Thomas denegó con un movimiento de cabeza. —Ese es asunto de mi incumbencia. El profesor le miró con expresión enigmática. —Perdone, no era mi intención ofenderle... «Ese hombre -se dijo Thomas-, ese anciano tan digno de respeto y admiración empieza a comprender, empieza a comprenderme... Si tengo
suerte..., si todos nosotros tenemos un poco de suerte...» —Le expuse al coronel Werthe que la acción de los cazadores alpinos sin duda alguna costaría víctimas..., víctimas por ambos lados... Nuestros hombres procederían sin miramientos de ninguna clase y sus hombres se defenderían llevados por la desesperación. Correría la sangre. Morirían muchos hombres. Alemanes y franceses. Y la Gestapo atormentaría a los prisioneros. Traicionarían a sus camaradas. —¡Nunca! -gritó Yvonne. —¡Cállese usted! -le gritó Thomas, a su vez. El anciano profesor dijo: —Hay tormentos diabólicos. -Y de pronto se quedó mirando a Thomas, sabio y triste como un profeta del Antiguo Testamento-. Usted sí lo sabe, señor Lieven... ¿Verdad? Creo que empiezo a comprender muchas cosas. Creo que estaba usted en lo cierto. ¿Lo recuerda usted? Le dije que era usted una persona decente y buena... Thomas guardó silencio. —¿Qué más le dijo usted al coronel, señor Lieven? -le preguntó el profesor. —Le hice una proposición y esta proposición ha sido aceptada por el almirante Canaris. —¿Y qué dice esta proposición? —Usted es el jefe espiritual del Maquis. Los hombres hacen lo que usted les dice. Congregue a todos los hombres en el molino de Gargilesse y explíqueles que no cabe otra solución. Los soldados de la unidad alpina detendrán a sus hombres sin disparar un solo tiro. —¿Luego? —En este caso, el almirante Canaris les da su palabra de honor de que esos hombres no serán entregados al SD, sino como prisioneros de guerra a la Wehrmacht. —Muy malo. —En estas circunstancias es la mejor. La guerra no durará eternamente. El profesor Débouché no contestó. «Dios mío, haz que esta guerra termine de verdad muy pronto -imploró Thomas Lieven-. Es tan difícil ser persona decente en este mundo gobernado por los nazis... Haz que desaparezca para siempre más esta infamia. Y permítenos vivir en paz, ahora y siempre.» Unos deseos que no habían de cumplirse tan pronto.
El profesor preguntó: —¿Y cómo puedo llegar yo hasta Gargilesse? —En mi coche. No tenemos tiempo que perder, profesor. Si no acepta usted esta proposición, a las ocho empezará la acción de los cazadores alpinos... sin que podamos intervenir nosotros. —¿Y Yvonne? Es la única mujer del grupo. Es una mujer, señor Lieven. Thomas sonrió con tristeza. —Mademoiselle Yvonne será mi prisionera personal. Por favor, permítame que me explique. La acompañaré hasta la prefectura municipal hasta que termine la acción. Para que en su afán patriótico no cometa ninguna locura. Luego la iré a recoger para llevarla a París. Y por el camino hacia la capital escapará... —¿Qué? -preguntó Yvonne, atónita. —Huirá usted -dijo Thomas, en voz baja-. Una promesa que me ha dado el coronel Werthe. ¡Una huida autorizada por el Abwehr alemán! Yvonne avanzó un paso hacia Thomas. —Si hay un Dios le castigará a usted. ¡No huiré! ¡Y el profesor Débouché no aceptará su proposición, nunca! ¡Lucharemos y moriremos todos nosotros! —Muy bien -dijo Thomas, muy cansado-. Y ahora siéntese usted y cállese de una vez, heroína...
7 «Secreto. 14.35 horas. 9 agosto. De Abwehr París a jefe Abwehr Berlín. Batallón cazadores alpinos zona Clermont- Ferrand y bajo mando sonderführer Lieven ha detenido hacia las 22 horas 7 agosto cerca del molino de Gargilesse el Maquis Crozant. Los miembros del maquis al mando del profesor Débouché no ofrecieron ninguna resistencia. Fueron detenidos 67 (sesenta y siete) hombres, internados, según instrucciones recibidas, en el campamento de prisioneros de guerra de la Wehrmacht 343. Fin.»
8 El 27 de septiembre de 1945, el profesor Débouché declaró textualmente ante una Comisión de Investigación Aliada en París: —Todos los miembros del Maquis Crozant fueron tratados de un modo muy humano en el campamento número 343 de prisioneros de guerra de la Wehrmacht. Todos ellos han sobrevivido a la guerra y han regresado a sus hogares. Insisto en que todos nosotros hemos de agradecer nuestras vidas al valor y al espíritu de sacrificio de un alemán que primeramente nos engañó pretendiendo ser oficial británico y que luego me visitó el 6 de agosto de 1943 en Clermont-Ferrand. En aquella ocasión dijo que su nombre era sonderführer Thomas Lieven... Los funcionarios de la Comisión de Investigación Aliada se lanzaron entonces a la búsqueda de ese sonderführer Lieven. No dieron con él. En el otoño del año 1945 eran otras organizaciones, y no solamente la Comisión de Investigación Aliada, las que andaban detrás de Thomas Lieven, y precisamente por este motivo... Pero, alto, no nos adelantemos a los acontecimientos. Estamos todavía en el mes de agosto del año 1943...
9 El 17 de agosto de 1943, el Alto Mando de la Wehrmacht anunciaba la evacuación de Sicilia. Una evacuación prevista, claro está, por el Alto Mando. Decía a continuación que en el recodo del Donetz los soviets, después de una intensa preparación artillera, habían pasado al ataque. Un ataque, claro está, previsto también por el Alto Mando. Durante una manifestación cumbre del Partido Nacionalsocialista habló aquel mismo día el gauleiter Sauckel en París. Entre otras cosas, afirmó que el pueblo alemán vivía en aquellos momentos su época más gloriosa y más brillante. La victoria final, declaró Sauckel, no admitía dudas. En el cuarto año de guerra, Alemania se encontraba en una situación muy diferente a como había sido el caso durante la Primera Guerra Mundial. Antes se hundiría el mundo que Alemania pudiera perder esta guerra. Al mismo tiempo que el gauleiter Sauckel agradecía al Führer con un triple Sieg Heil el haber llevado al pueblo alemán a tales alturas y grandezas solitarias, convocaba el coronel Werthe en su despacho del hotel Lutetia al capitán Brenner y al sonderführer Lieven. —Caballeros -dijo el coronel-, acabo de recibir instrucciones de Berlín. El capitán Brenner, por sus méritos al liquidar el Maquis Crozant, ha sido ascendido, con fecha del 1 de agosto, a comandante. En nombre del Führer y Comandante Supremo, le impongo, además, la medalla al Mérito Militar de primera clase con espadas. ¡Aquélla fue la gran hora del capitán Brenner! Sus ojos brillaron tras los cristales de sus gafas como los de un niño feliz en la Nochebuena. ¡Adoptó la posición de firmes, encogió la barriga y sacó el pecho! —¡Bravo! -exclamó el paisano Lieven, que aquel día llevaba un traje de verano color azul hecho a medida, una camisa blanca y una corbata a franjas grises y rosas-. ¡Le felicito, mi comandante! El recién ascendido comandante Brenner dijo, avergonzado: —Todo esto se lo tengo que agradecer única y exclusivamente a usted. —¡Tonterías! —No, no son tonterías. Únicamente a usted. Confieso que más de una vez me he opuesto a esta operación planeada por usted, pues consideraba se
trataba de una locura y no tenía la menor confianza en usted. —Si a partir de ahora tiene confianza en mí, olvidemos entonces el pasado -dijo Thomas, conciliador. En efecto, a partir de aquel momento, Thomas contó en el comandante Brenner con un sincero y sumiso admirador que no había de objetar ya las operaciones más locas y osadas de su extraño sonderführer. El coronel Werthe fue distinguido con el broche de la Cruz de Hierro de Primera Clase. —La Cruz me la gané ya durante la Primera Guerra Mundial-declaró. —Mire usted -le dijo Thomas al recién ascendido comandante-, hemos empezado dos guerras mundiales, una tan rápidamente después de la otra, que un hombre fuerte y sano puede tener la suerte de vivirlas en toda su grandeza heroica. —¡Silencio! -le atajó el coronel-. ¿Y qué vamos a hacer con usted? Usted no es militar. —Y deseo continuar en mi condición de paisano. —Desde Berlín me preguntan qué condecoración le complacería a usted. —No hay ninguna condecoración que pueda hacerme feliz, mi coronel respondió nuestro amigo-. Pero si me permite exponer un deseo... —¡Hable usted! —Entonces preferiría un nuevo campo de actividades. No quiero ser destinado ya a la lucha contra los partisanos, señores. Soy un hombre que gusta de diversiones y de poder reír. Y durante las últimas semanas se me han pasado las ganas de reír. Si he de seguir trabajando para ustedes, desearía un trabajo más divertido y menos aburrido. —Creo que tengo un trabajo ideal para usted, sonderführer Lieven. —¿De qué se trata, mi coronel? —El mercado negro francés -dijo Werthe. En efecto, desde aquel momento -durante algún tiempo, por lo menosdesaparecieron todos los negros nubarrones del horizonte vital de Thomas Lieven, y nuestro amigo se lanzó de cabeza a un carnaval de grotescas aventuras. —Nunca en la historia de la humanidad ha habido un mercado negro tan grande, tan loco y tan peligroso como el que hoy tenemos aquí en París -dijo el coronel Werthe. Con gran asombro por su parte, se enteró Thomas de todo lo que sucedía tras la luminosa fachada de la alegre ciudad a orillas del Sena.
—Aquí compra todo el mundo, la Organization Todt, la Marina, la Luftwaffe, el parque móvil de la Wehrmacht... y ahora incluso interviene el SD. El mariscal del Reich Goering, informó Werthe, había recomendado combatir el Marche noir. Debido al hecho de que los compradores alemanes se superaban cada cual por su lado, los precios habían alcanzado cifras astronómicas. Por la intervención de cinco o seis agentes en la compra de un torno corriente y vulgar, el precio normal de cuarenta mil francos llegaba a ser del orden de un millón. Por todo lo expuesto, el SD organizó una «oficina para combatir el mercado negro», que instaló en la rue des Saussais, en el edificio de la Sûreté. El jefe de esta oficina era un SS-Untersturmbanführer. Los agentes del SD eran llamados de todas las zonas de Francia para recibir allí las instrucciones pertinentes. Sin embargo, el SD no tuvo la menor suerte con esta oficina. ¡Los agentes destinados a combatir el mercado negro descubrían al poco tiempo que con ese Marche noir podían enriquecerse en un plazo de tiempo muy breve! Colaboraban con los franceses y efectuaban las transacciones más osadas. Por ejemplo, cincuenta mil suéteres no fueron vendidos una sola vez, ¡sino cuatro veces el mismo día! Luego fueron muertos tres de los compradores y el cuarto ofreció los suéteres, al día siguiente, a un nuevo comprador. Desaparecían seres humanos. Desaparecían locomotoras. Desaparecían centenares de kilos de papel de cigarrillos de primera calidad. Cada vez era mayor la locura que provocaba el SD con su nueva oficina. Los agentes se detenían mutuamente, se daban muerte entre sí. Los funcionarios de la Gestapo se presentaban como franceses y los franceses como funcionarios de la Gestapo. Todo esto lo contó el coronel Werthe a Thomas Lieven, que no salía de su asombro. Y, al final, le dijo: —¿Es éste un campo de acción para usted, Lieven? —Creo que es precisamente lo que más me conviene, mi coronel. —¿No es demasiado peligroso? —Mire usted, gané mucha experiencia en este terreno durante mi estancia en Marsella -dijo Thomas Lieven-. Además, cuento con las condiciones previas necesarias para el mejor logro de mi misión. Resido en
una villa en el Bois de Boulogne. Ya antes de la guerra contaba con una pequeña participación en un Banco de París. Doy la impresión de un hombre que inspira confianza... Esto es lo que dijo en voz alta. Y añadió luego para sí: «Por fin podré volver a llevar una vida burguesa. Ya es hora de que me aleje un poco de todos vosotros, amigos míos. Tal vez esté de suerte y logre pasar incluso a Suiza.»
10 Thomas Lieven encontró su Banco como el hombre del cuento que, después de un largo sueño encantado, regresa a su pueblo y comprueba que han pasado siete años. En el caso de Thomas Lieven fueron solamente tres años. El director del Banco y los empleados de mayor edad seguían en sus puestos, pero de los jóvenes faltaban muchos. Como explicación por su larga ausencia, declaró Thomas que los alemanes le habían encerrado por motivos políticos y que, por fin, le habían puesto de nuevo en libertad. A continuación, investigó Thomas el paradero de su socio inglés Robert W. Marlock. Pero nadie sabía de ese granuja. Thomas sé dirigió a su villa en el Bois de Boulogne. Se sintió muy triste y apenado al recordar las hermosas horas que había pasado allí en compañía de la dulce Mimí Chambert. Mimí Chambert..., el coronel Siméon... ¿Estarían acaso en París? Tenía intención de averiguar su paradero... Ay, y también de Josefina Baker y del coronel Débras... Desde muy lejos le sonreían todos ellos: Bastián y el Pícaro de Marsella... Pereira, el genial falsificador; Lázaro Alcoba, el amigo jorobado que había muerto; la histérica cónsul Estrella Rodrigues, de Lisboa..., y, desde más lejos aún, le sonreía tristemente aquélla mujer que Thomas nunca olvidaría... Despertó de sus sueños. Se pasó la mano por los ojos, húmedos, y, salió al patio de la villa donde tres años antes había emprendido la huida en un Cadillac con la bandera americana. Le abrió la puerta una joven y bonita doncella. Solicitó hablar con el señor de la casa. La joven le condujo al salón. —El señor oficial pagador bajará al instante. Thomas miró a su alrededor. Aquéllos eran sus muebles, sus alfombras, sus cuadros. Dios santo, todo muy abandonado, pero, en fin, todo aquello era suyo... Entró el oficial pagador: un hombre muy consciente de él mismo, bien cuidado, dándose aires de gran importancia. —Me llamo Hopfner. Heil Hitler! ¿En qué puedo servirle?
—Me llamo Thomas Lieven. Cambiará ahora mismo de residencia. El oficial pagador se sonrojó. —Borracho, ¿eh? —No. —¿Una broma de mal gusto? —No. Ésta es mi casa. —¡Déjese de tonterías! ¡La casa es mía! Resido ya hace más de un año aquí. —Sí, eso se nota. Todo muy sucio y abandonado. —Oiga usted, señor Lieven, o como se llame, ¡lárguese ahora mismo de aquí o llamo a la policía! Thomas se puso en pie. —Ya me voy. Por lo demás, no va vestido de un modo muy correcto. Fue a ver al coronel Werthe. Dos horas más tarde, los superiores de Hopfner le ordenaban que abandonara la villa lo antes posible. Aquella noche la pasó ya en la habitación de un hotel. El hombre no comprendía este mundo. El antiguo oficial pagador Hopfner, conocido hoy día bajo otro nombre, vive aún entre nosotros. Hoy es director general de una gran fábrica en Renania. Tal vez lea estas líneas. Y entonces sabrá también por qué aquel 3 de septiembre de 1943 tuvo que abandonar tan precipitadamente la bonita villa en el Bois de Boulogne.
11 El oficial pagador Hopfner perdió una villa y el coronel Werthe, en aquellos mismos días, a una doncella de primera clase: la morena y bonita Nanette. La joven francesa había conocido a Thomas Lieven cuando, agotado y apaleado, el coronel Werthe le había trasladado, el 12 de diciembre de 1942, desde la cárcel de la Gestapo a su casa. De un día a otro se despidió Nanette del coronel del Abwehr. Dos días más tarde se presentaba en la villa en el Bois de Boulogne. —No se lo tome a mal, señor coronel -dijo la joven-, pero desde siempre me ha hecho ilusión trabajar en el Bois de Boulogne. A principios de septiembre de 1943 se instaló Thomas a su gusto. La bodega estaba llena de botellas compradas en el mercado negro, y la cocina, llena de manjares de la misma procedencia. ¡Podía empezar la lucha contra el mercado negro! El primer personaje que le señaló el coronel Werthe, por así decirlo un personaje clave, un hombre misterioso, fue un tal Jean-Paul Ferroud. Aquel gigante de pelo blanco poseía, lo mismo que Thomas, una Banca privada en París. Y al parecer, las transacciones más osadas se efectuaban por su mediación. Thomas invitó a almorzar al banquero. Había dos cosas que los franceses en el año 1943 hacían solamente en circunstancias muy excepcionales: visitar a los alemanes e invitar a alemanes. Se veían en los restaurantes, en los bares, en el teatro..., pero no en casa. A no ser que se tuvieran motivos muy justificados. El asunto Ferroud comenzó con una gran sorpresa por parte de Thomas: el banquero aceptó al instante... Durante cinco días preparó Thomas Lieven esta cena con la ayuda de Nanette. Ferroud se presentó a las siete y media. Los dos caballeros iban de smoking.
MENÚ
JAMÓN CON VINO TINTO con ensalada de apio y patatas cocidas * Savarin de frutas
París, 10 de septiembre de 1943 Con un jamón, empieza Thomas Lieven la ronda del mercado negro Jamón con vino tinto Se toma un jamón entero, fresco, se elimina la corteza de tocino y parte de la grasa. Se prepara una pasta de cebolla rallada, pimienta, jengibre, bayas de enebro y hojas de laurel, y se frota con fuerza a mano el jamón con la misma, hasta darle un color pardo. Se coloca el jamón durante 5-8 días en una cacerola, se vierte encima una botella de vino tinto, y 1/2 botella de vinagre, dándosele varias veces la vuelta. Antes de cocerlo se frota fuertemente con sal y se pone al fuego con la mitad del caldo. Una vez consumido el primer líquido se coloca el jamón en el horno, se añade después, poco a poco, el resto del caldo. Se cuece el jamón hasta adquirir una bella tonalidad parda, se espesa el fondo del asado hasta una salsa densa y se añade luego ensalada de apio sin mayonesa y patatas cocidas. Para el jamón se calculan, según su tamaño, 3- 5 horas de cocción y asado. Savarin con frutas Sé toma media libra de harina, apenas 1/8 de litro de leche, 15 gramos de levadura, 125 gramos de mantequilla, 30 gramos de azúcar, 3 huevos y algo de sal. Se mezcla un poco de levadura con 1/4 de la harina calentada y se deja subir. Se mezcla luego con la mantequilla fundida y el resto de los ingredientes y se agita hasta que forme burbujas. Se tinta un molde con mantequilla, se llena en sus tres cuartos con la masa y se deja montar hasta que está lleno y se cuece luego 30 minutos. Entretanto, se calientan mitades de melocotón en conserva o recién asados (puede ser también cualquier otra fruta), asimismo, 60 gramos de espesa mermelada de albaricoque. Se prepara un líquido como sigue: 1/8 de litro del zumo de las frutas, 2 cucharadas de vino blanco, 1 cucharada de licor de cerezas, Sherry, Maraschino y zumo de limón, 1/2 cucharadita de ron y un pedazo de vainilla. Se vuelca el borde cocido inmediatamente sobre una fuente precalentada, se rocía con el líquido
caliente, se unta con la mermelada caliente de albaricoque y se echan encima 2 cucharadas de terebintos, levantando las frutas calientes en el centro. La masa puede prepararse también algunos días antes, pero en este caso es preciso calentarla, antes de añadirle el líquido y adornarla. Tomaron los martini secos en el salón. Luego se sentaron a la mesa iluminada por las velas. Nanette sirvió el jamón. Ferroud era un experto culinario. Se pasó muy discreto la lengua por los labios. —Sencillamente maravilloso, monsieur. Preparado con vino tinto, ¿verdad? —Durante cinco días. Pero lo más importante fue la preparación con bayas de enebro, jengibre, hojas de laurel, granos de pimienta y cebollas. Hay que frotar el jamón hasta que quede negro. —¿Y sólo ha usado vino tinto? Ferroud tenía un aspecto impresionante, como el Pere noble del teatro francés. —Y media botella de vinagre. Me complace que haya aceptado usted mi invitación. —No faltaba más -dijo el francés-. A fin de cuentas, no cada día es uno invitado por un agente del Abwehr alemán. Thomas siguió comiendo muy tranquilo. —Me he informado sobre usted, monsieur Lieven. En realidad, debería recelar. Los informes que me han dado sobre su persona son tantos y tan pocos, al mismo tiempo, que no se logra saber quién es usted. Sólo una cosa aparece clara: le han destinado a mí por creer que soy uno de los que tiran de los hilos del mercado negro, ¿verdad? —Exacto -dijo Thomas-. Tiene que tomar una lonja más. Hay algo que no entiendo. —Pregunte usted. —Dado que usted recela de mí y sabe lo que pretendo, no comprendo por qué ha venido a mi casa. Esto tiene que tener algún motivo. —Desde luego, tiene un motivo. Quería conocer al hombre que tal vez se convierta en mi enemigo. Y me gustaría conocer su precio, monsieur. Tal vez logremos llegar a un acuerdo... Thomas enarcó las cejas. Sus palabras sonaron muy arrogantes cuando
dijo: —No está usted tan bien informado sobre mí como pretende. Es una lástima, monsieur Ferroud. Había confiado enfrentarme con un contrincante de igual categoría. El banquero se sonrojó. Depositó el cuchillo y el tenedor sobre la mesa. —¿De modo que no hay acuerdo posible entre nosotros? Soy yo quien ahora dice: lástima. Temo que subestima usted el peligro en que va a vivir a partir de ahora. Comprenderá usted que no permitiré que nadie eche una mirada a mis cartas. Y menos un hombre que no se deja sobornar...
12 Thomas Lieven acababa de tumbarse sobre el diván cuando repiqueteó el teléfono en su villa en el Bois de Boulogne. Eran las 13.46 horas del 13 de septiembre de 1943. ¡Un momento histórico! Esta llamada telefónica, considerada a largo plazo, había de desencadenar un alud de acontecimientos. Thomas Lieven había de volver a ver a una dama, lo que, después de un período de felicidad extremadamente corto, había de poner en peligro su vida... Thomas Lieven había de conocer a un hombre cuya amistad le salvaría la vida. Thomas Lieven había de descubrir un asesinato lógico, pero no por ello menos condenable, y al mismo tiempo, el fraude más grande del mercado negro. Y, finalmente, nuestro amigo se ganaría la amistad eterna de una desesperada ama de casa y de su vieja cocinera. Un programa muy variado, como podemos ver. Puntos positivos y puntos negativos. Sin embargo, si Thomas Lieven hubiese sospechado lo que le esperaba, hubiese dejado que el teléfono sonara hasta el Día del Juicio Final. Pero dado que no tenía la menor sospecha, descolgó el auricular. Dígame... —¿Monsieur Lieven? Thomas reconoció la voz. Era la voz de Jean-Paul Ferroud. Muy amablemente se interesó Thomas por la salud del banquero. Y Ferroud le contestó que se encontraba estupendamente. —¿Y su señora esposa? —Muy bien, gracias. Mire usted, señor Lieven, lamento de veras que el otro día, en su casa, me comportara yo de un modo tan frío y agresivo. —Por favor... —No, no y no... Y teniendo en cuenta que había preparado usted una cena tan delicada..., me gustaría corresponderle... ¿ Quiere usted hacernos el honor, a mi esposa y a mí, de cenar esta noche en mi casa? «¡Diablos!», se dijo Thomas. —Supongo que usted, como agente del Abwehr, está perfectamente
informado de dónde vivo yo -dijo el banquero, con ligera ironía. Las bromas de esta índole hacía ya tiempo dejaban del todo indiferente a Thomas. Y contestó divertido: —Desde luego, monsieur. Vive usted en la Avenue Malakoff, número 24, muy cerca de donde vivo yo. Tiene usted una esposa muy bonita. Se llama Marie-Louise, de soltera Kleber, y posee las joyas más valiosas de París. Tiene usted un criado chino llamado Shen-Tai, una cocinera llamada Thérèse, una doncella que responde al nombre de Suzette y dos bulldogs, Cicero y César. Oyó reír a Ferroud. —¿Digamos a las ocho? —A las ocho, monsieur. -Y Thomas colgó el auricular. Antes de que pudiera hacerse cábalas sobre esta invitación llamaron a la puerta. La hermosa Nanette entró con la respiración entrecortada. Nanette hablaba alemán. Y hablaba siempre en alemán cuando estaba muy excitada: —Monsieur..., monsieur..., la radio acaba de comunicar que han liberado a Mussolini... El Duce está camino de Berlín para hablar con Hitler..., para continuar la lucha a su lado... —Benito se sentirá muy dichoso -comentó Thomas. Nanette rió. Se acercó a Thomas, muy cerca. -Oh, monsieur... Es usted tan amable, soy tan dichosa de poder estar aquí... —¡Nanette, piense en su Pierre! —Ay, Pierre es tan aburrido... -dijo la joven, haciendo una mueca. —Sí. Un buen muchacho -dijo Thomas, y se puso en pie, puesto que la muchacha se había acercado demasiado a él-. ¡A la cocina, Nanette! La muchacha se retiró decepcionada. «¿Qué querrá el banquero de mí?», se preguntó Thomas.
13 La villa en la Avenue Malakoff estaba atestada de obras de arte europeas y orientales. ¡Ferroud debía ser millonario! El pequeño criado chino recibió al visitante con la eterna sonrisa de su raza, pero, por lo demás, arrogante y frío. Y fría y arrogante le recibió también la doncella, a quien Thomas entregó un envoltorio de celofán con orquídeas color rosa para la dueña de la casa. Y frío y arrogante también se reveló el dueño de la casa. Hizo esperar largo rato a Thomas; siete minutos, como éste comprobó en su amado reloj de repetición mientras fruncía el ceño. Por fin se presentó, elegante como siempre, estrechó la mano de Thomas, empezó a preparar unos martini, y dijo: -Mi esposa vendrá al instante. «Curioso -se dijo Thomas-. Muy curioso.» Se puso a admirar los budas, las pesadas arañas y candelabros y las alfombras. «Ese Jean-Paul Ferroud es un hombre poderoso. Podría mandarme al diablo si quisiera. ¿Por qué me habrá invitado? Y puesto que me ha invitado, ¿por qué se comporta de un modo que ha de comprender me sulfura?» El banquero de pelo blanco dejó caer de pronto dos cubitos de hielo. Estaba ante un bar decorado con maravillosos espejos y llenaba la coctelera. Carraspeó y sonrió: —Me tiemblan las manos. Envejecemos. ¡La bebida! Y al instante comprendió Thomas: «Ese hombre no es arrogante, está nervioso, terriblemente nervioso. Y también el chino y la doncella.» Los había juzgado a todos ellos de un modo erróneo. Todos ellos estaban nerviosos, ¿por qué? Apareció la dueña de la casa. Marie-Louise Ferroud era una mujer alta, delgada y de una belleza deslumbrante. Sus ojos eran azules y de largas pestañas y llevaba su pelo rubio peinado de maravilla. Su vestido le dejaba libres los hombros y en los brazos y el cuello lucía sus maravillosas joyas. «Son incomparablemente superiores a las joyas que le robamos al joyero Pissoladière en Marsella», se dijo Thomas, involuntariamente.
—Madame... Hizo una profunda reverencia, besó la mano de la mujer y comprobó: «Esta mano delgada, blanca y perfumada tiembla.» Cuando levantó la cabeza, fijó su mirada en los ojos azules de la mujer y descubrió en ellos el pánico, el esfuerzo sobrehumano por dominarse. ¿Por qué? Madame le dio las gracias por las orquídeas. Madame se alegraba de conocer a Thomas. Madame cogió la copa de Martini que le alargó el esposo. Pero madame dejó de pronto la copa sobre una mesilla de bronce, se llevó el puño a los labios y sollozó. «Muchachos -se dijo Thomas-, no quiero ya hablar de mi club. Pero cuando termine esa m... de guerra, venderé mis memorias a una editorial. ¡Con todas las recetas!» Vio cómo Ferroud corría al lado de su esposa. —Por amor de Dios, Marie-Louise... ¿ Qué...? Domínate. ¿Qué pensará el señor Lieven? —¡Ay! -sollozó madame Ferroud-. Perdóname, Jean, perdóname... —Son los nervios, chérie. —No, no son los nervios... Y tampoco es por lo otro... ¡Ha ocurrido algo más! Los rasgos de Ferroud se endurecieron. —¿Algo más?
MENÚ Jamón cocido con salsa Cumberland Pescado en el molde * Chocolate – café – crema
París, 13 de septiembre de 1943 Thomas Lieven salva a un pez y a una muchacha rubia... Salsa Cumberland
Se agita 1/4 de litro de gelatina de grosella, 1/8 de litro de vino tinto, el zumo de 2 naranjas, una cucharadita de polvo de mostaza inglés y la cáscara de una naranja, liberada de la piel blanca y cortada en finas tiras. Se conserva la salsa en frío. Esta salsa puede añadirse a todas las clases de pescado frío, estando particularmente indicada para la caza. Pescado en el molde Se cuece un pescado entero, se deja escurrir luego bien, se separan la piel y las espinas y se corta en pedazos. Se prepara una salsa clara de mantequilla y harina, se añade nata acida, vino blanco, queso parmesano rallado y algo de caldo del pescado, formando con todo ello una espesa salsa blanca. Se sazona con sal y pimienta, se añaden champiñones hervidos y algunas alcaparras. Se colocan luego los pedazos de pescado en un molde bien untado con mantequilla, se echa encima la salsa, se cubre bien con queso parmesano, panecillos rallados y copos de mantequilla y se cuece en el horno, hasta que adquiere un color amarillo dorado. Antes de servirse se adorna con medias lunas de hojaldre, «Fleurons». Este plato puede prepararse con toda clase de pescados, de carne fuerte y, en particular, con merluza. Chocolate – café – crema Se deja hervir un litro de leche con 150 gramos de chocolate y algo de azúcar. Se baten en una fuente tres yemas con una cucharada escasa de harina de chocolate o maicena, agitando continuamente. Se vuelve la masa de nuevo a la cacerola, y se deja espesar con llama pequeña, agitando constantemente, pero sin que llegue a hervir. Se añade una cucharada sopera de café, toscamente molturado, en modo alguno pulverizado, y nieve de clara de huevo, a la crema separada del fuego, y se sirve muy fría. —La cena... La cena se ha echado a perder. -La señora de la casa cogió el pañuelo de su esposo, se lo pasó por los ojos y gritó-: ¡Thérèse ha dejado caer la lucioperca! El banquero Ferroud, un hombre del que el Abwehr alemán sospechaba era uno de los personajes clave del Marche noir francés, se impacientó. —Marie-Louise, te lo suplico. ¡Sabes lo que está en juego esta noche! ¿Y te pones a llorar por culpa de una estúpida lucioperca? Te comportas como una... —¡Monsieur Ferroud! -le interrumpió Thomas, muy amable y muy
suave, pero muy firme también. —¿Qué quiere usted? Perdón. ¿Decía usted...? —¿Permite que le haga unas preguntas a madame? —Yo... Hum... En fin... Sí, desde luego... —Gracias. Madame, ha dicho usted que Thérèse ha dejado caer la lucioperca. —Sí, eso es lo que ha hecho. Es ya muy vieja. Ve muy mal. Cayó sobre el horno cuando la sacaba del agua. Y se ha partido...; Dios santo..., en pedacitos... —Madame; sólo hay un pecado en este mundo: perder el valor. Valor, ha tenido usted la osadía de invitar a un agente alemán a su mesa. ¿Acaso una lucioperca francesa puede hacerle doblar las rodillas? Ferroud se sujetó de pronto la cabeza con ambas manos, y gritó: —¡Eso vaya demasiado lejos! —Perdone usted la indiscreción -le dijo Thomas a la señora de la casa-. ¿Qué tenía previsto para antes de la lucioperca? —Jamón con salsa de Cumberland. —Hum, hum -musitó muy serio-. ¿Y después? —Chocolate-café-crema. —Sí, sí -dijo Thomas, y cogió una aceituna-. Esto se combina muy bien. —¿Qué es lo que se combina muy bien? -preguntó la señora, que gustaba de lucir piedras de setenta quilates. Thomas hizo una ligera inclinación de cabeza. —Tengo la impresión de que hay dos cosas que la atormentan a usted, madame. De una de ellas la puedo liberar fácilmente, si me permite entrar en la cocina. —¿Cree... cree usted que puede salvar la lucioperca? Una expresión irreal de admiración iluminó el rostro de Marie-Louise. —Desde luego, señora -dijo nuestro amigo-. ¿Nos llevamos las copas? Se cocina mejor tomando un trago que otro. La verdad, excelente el martini. Ginebra Gordon, inglesa auténtica. ¿De dónde la obtiene en el cuarto año de guerra, monsieur Ferroud?
14 ¿Qué ocurría allí? De esto no se enteró Thomas Lieven en la gran cocina. Con un delantal sobre el smoking, quitó toda importancia a la catástrofe lucioperca. Y mientras trabajaba en la cocina, le miraban todos llenos de admiración: la vieja cocinera, miope y causante del incidente; la pálida dueña y señora de la casa, y el pálido dueño y señor de la casa. El curioso matrimonio se olvidó, por lo menos durante unos instantes, de su nerviosismo. «No tengo ninguna prisa -se dijo Thomas-. Por mí, esta comedia puede durar hasta mañana por la mañana. ¡Un momento u otro abrirán sus bocas!» Extrajo las espinas del desgraciado pescado y lo peló. Tomó un trago y dijo: —Son unos años muy difíciles, señores, pero estos años me han hecho comprender que siempre existe un remedio para todo. Una lucioperca partida en pedazos es siempre mejor que ninguna. Y ahora vamos a preparar una bonita salsa. ¿Tiene queso de Parma, Thérèse? —Todo el que usted quiera -dijo la anciana cocinera-. ¡Ay, estoy tan desesperada de que me pasara una cosa así! —No se desespere, buena mujer. Tome un trago, esto tranquiliza siempre. El dueño de la casa le alargó una copa a la cocinera. —Vino blanco, leche agria y mantequilla, por favor. Le dieron lo que pedía. Todos miraban cómo preparaba la salsa. De pronto se oyeron ruidos y voces en la casa. Oyeron una voz de mujer, luego una voz de hombre. La señora de la casa palideció. El señor de la casa se precipitó hacia la puerta. En el umbral de la misma se tropezó con el criado chino. Y éste empezó a hablar en chino. Señaló a sus espaldas. La señora de la casa, que, al parecer, entendía el chino, lanzó un grito. El señor de la casa le chilló en chino. La mujer se dejó caer sobre un taburete. El señor de la casa siguió a Shen-Tai sin disculparse, cerrando de golpe la puerta a sus espaldas. «En fin -se dijo Thomas-. Eso suele ocurrir incluso en las mejores familias francesas.»
¿Qué hacer? Thomas decidió no dejarse impresionar por nada más. —¿Tenemos alcaparras, Thérèse? —Oh, Santísima Virgen, la pobre señora... —¡Thérèse! —Sí, señor... Debe haberlas. —¿Y champiñones? —También. Madame, ¿puedo hacer algo por usted? La señora de la casa se dominó. Levantó la mirada. —Por favor, perdone usted todo esto, señor Lieven. Shen- Tai lleva ya diez años en nuestra casa. No tenemos secretos para él. Empezó a trabajar para nosotros en Shanghai... Hemos vivido muchos años allí. Se oyeron voces altas en la casa. Luego, como si algo cayera al suelo. —Y ahora, al horno, Thérèse. —Estoy preocupada por mi prima, señor Lieven. —Lo siento, señora. Y ahora con poco fuego. —Estaba invitada a cenar con nosotros. Pero ahora ha querido salir corriendo de la casa. Shen-Tai lo ha impedido en el último instante. —Una noche muy emocionante, de veras. ¿Y por qué quería huir su prima de usted? —Por causa de usted. —Hum... ¿Por causa mía? —Sí. No quería encontrarse con usted. -La mujer se puso en pie-. Mi marido está en el salón. Por favor, venga usted. Ahora Thérèse ya no tendrá dificultades. —Recúbralo todo con queso de Parma, alcaparras y champiñones, Thérèse -dijo Thomas. Cogió su copa. —Madame, tengo mucha curiosidad por conocer a su prima, una dama que huye de mí antes de conocerme... ¡Vaya cumplido! Siguió a la señora de la casa. Cuando entró en el salón, le ocurrió algo que nunca antes le había sucedido en la vida: se le escapó la copa de las manos. La bebida se fue derramando por la alfombra. Thomas estaba como paralizado. Tenía la mirada fija en la joven y delgada mujer que se sentaba en el sillón de estilo clásico. Ferroud estaba a su lado como un guardián. Pero nuestro amigo veía solamente a aquella mujer joven y pálida, que apretaba firmemente los labios, de ojos de almendra y color verde, el pelo rubio y los pómulos muy acusados. Su voz
sonó muy ronca cuando habló: —Buenas noches, señor sonderführer. —Buenas noches, mademoiselle Dechamps -dijo Thomas, haciendo un esfuerzo por hablar. Luego saludó con una inclinación de cabeza a la antigua ayudante del profesor Débouché, la antigua guerrillera del Maquis Crozant, aquella mujer tan apasionada que tanto odiaba a los alemanes, que en Clermont-Ferrand le había escupido a la cara y que le había deseado la muerte, una muerte lenta, muy lenta... Jean-Paul Ferroud recogió la copa que Thomas había dejado caer, y dijo: —No le habíamos dicho a Yvonne a quién tenía invitado esta noche. Ella oyó su voz cuando entramos en la cocina... y le reconoció... Quiso huir... Ya puede usted imaginarse por qué. —Me lo imagino. —Está bien, estamos en sus manos, señor Lieven. Yvonne corre peligro de muerte. La Gestapo la persigue. Si no se la ayuda, está perdida. Yvonne Dechamps entornó la mirada. A través de las estrechas rendijas que formaban sus párpados miraba a Thomas. Y su hermoso rostro revelaba al mismo tiempo vergüenza e ira, desesperación y odio, miedo y deseo. Thomas Lieven se dijo: «La he engañado por dos veces, primeramente como alemán y luego como hombre... Lo segundo no me lo perdona. De ahí su odio. Si en aquella ocasión me hubiese quedado con ella en el molino de Gargilesse...» Oyó decir a Ferroud: —Usted es banquero como yo. No hablo de sentimientos. Hablo de negocios. Usted quiere información sobre el mercado negro. Y yo quiero que no le suceda nada malo a la prima de mi esposa. ¿Está claro? —Está claro -dijo Thomas. De repente, sus labios estaban secos como el pergamino. —¿Por qué motivo la persigue la Gestapo? -preguntó a Yvonne. La mujer echó la cabeza hacia atrás y miró hacia otro lado. —¡Yvonne! -gritó la señora Ferroud, furiosa. Thomas se encogió de hombros. —Su prima de usted y yo somos viejos y buenos amigos, señora. No me perdona que en aquella ocasión, en Clermont- Ferrand, la dejara en libertad. Le di incluso la dirección de un amigo llamado Bastián Fabre. Éste la hubiese ocultado. Pero, por desgracia, al parecer no atendió mi recomendación.
—Fue en busca de los jefes del maquis de Limoges para seguir trabajando en la Resistencia -dijo Ferroud. —Nuestra pequeña patriota, nuestra heroína -dijo Thomas, suspirando. De pronto, le miró Yvonne directamente a los ojos. Era una mirada abierta y serena, y, por vez primera, sin odio. Y dijo con suma sencillez y naturalidad: —Es mi país, señor Lieven. Quería seguir luchando por mi patria. ¿Qué hubiese hecho usted? —No lo sé. Tal vez lo mismo. ¿Qué sucedió? Yvonne dejó caer la cabeza. —Había un traidor en el grupo. El telegrafista. La Gestapo detuvo a cincuenta y cinco partisanos. Buscan a otros seis. Y uno de los seis está aquí dijo Ferroud. —Yvonne tiene parientes en Lisboa -intervino la señora Ferroud-. Si puede llegar hasta allí, estará salvada. Los dos hombres se miraron en silencio. Y Thomas se dijo que aquél era el principio de una eficaz colaboración. Pero, ¿cómo explicarle todo eso a su coronel? De nuevo hizo acto de presencia el criado chino y saludó con una ligera inclinación de cabeza. —La cena está servida -anunció la señora Ferroud. Se dirigió al comedor. Los demás la siguieron: Al cruzar la puerta, la mano de Thomas Lieven rozó el brazo de Yvonne. La mujer se estremeció de pies a cabeza como si hubiese sufrido una descarga eléctrica. El hombre volvió su mirada hacia ella. Los ojos de la mujer se oscurecieron repentinamente. La sangre se le subió a la cabeza. —A eso tiene que desacostumbrarse lo más rápidamente posible-dijo el hombre. —¿Qué..., qué? —Estos sobresaltos. Esos sonrojos... Como agente del Abwehr alemán, tendrá que aprender a dominarse. —¿Como qué? -susurró la mujer. —Como agente del Abwehr -repitió Thomas Lieven-. ¿Qué se había, imaginado usted? ¿Que podría llevarla a Lisboa en calidad de miembro de la Resistencia?
15 El tren nocturno con destino a Marsella, que salía de París a las diez menos diez minutos de la noche, llevaba tres coches camas. La noche del 17 de septiembre de 1943, dos compartimentos de uno de estos vagones fueron reservados para los miembros del Abwehr alemán. Diez minutos antes de la salida del tren se presentó un caballero de paisano, muy elegante, en compañía de una elegante y joven dama. La dama llevaba un abrigo de piel de camello con el cuello levantado y un sombrero muy parecido al que llevaban los hombres, de ala ancha, tal como era la moda por aquellos días. Resultaba muy difícil verle la cara a la mujer. El caballero llamó al revisor francés, le mostró su reservado y le alargó un billete de los grandes. —Gracias, señor. Traigo al instante las copas. El revisor abrió las puertas de los dos compartimientos reservados para el Abwehr alemán. En uno de ellos había un cubo de plata lleno de hielo que contenía una botella de la Viuda Cliquot. En la mesilla, junto a la ventana, había un búcaro con veinte claveles rojos. La puerta de los dos compartimientos estaba abierta. Thomas Lieven cerró las puertas que daban al corredor. Yvonne Dechamps se quitó su sombrero de anchas alas. De nuevo se sonrojó muy intensamente. —Le he prohibido a usted que se sonrojara -dijo Thomas. Subió la cortinilla de la ventana y miró hacia el andén. En aquel momento, frente a la ventanilla pasaban dos suboficiales del control de trenes. —Hum -murmuró Thomas, y bajó de nuevo la cortinilla-. ¿Qué pasa? ¿Por qué me mira usted de ese modo? ¿Acaso acabo de traicionar nuevamente a Francia? —El champaña..., las flores... ¿Por qué hace todo esto? —Para que se serene usted un poco. Dios santo, es usted un manojo de nervios. Al menor ruido se estremece usted de pies a cabeza. Vuelve la mirada hacia todo hombre que pasa por su lado. Recuerde que nada le puede suceder a usted. Se llama Madeleine Noel y es agente del Abwehr alemán.
¡Posee unas credenciales extendidas por el Abwehr alemán! Para obtener esos documentos, Thomas Lieven había tenido que hablar durante todo un día en el hotel Lutetia. El coronel Werthe suspiró desesperado: —Lieven, usted es el fin del Abwehr en París. ¡Un hombre como usted es lo que nos faltaba aquí! En ese momento crítico, nuestro amigo recibió ayuda de un lado de donde menos lo esperaba. El comandante Brenner, su antiguo rival, siempre tan receloso, pero que ahora le admiraba infinitamente, intervino en la discusión: —Con su permiso, mi coronel, también en el caso del Maquis Crozant empleó el sonderführer Lieven métodos poco corrientes... y tuvimos pleno éxito. El pequeño y siempre tan bien peinado comandante Brenner, que hasta hacía muy poco había lucido los galones de capitán, añadió: —Y si ese Ferroud está realmente dispuesto a colaborar... —Lo hará, si logramos sacar a la muchacha del país -aseguró Thomas, y le guiñó un ojo al comandante Brenner. —Y quién sabe si todo esto no puede redundar en un nuevo éxito fabuloso para todos nosotros -dijo el comandante. Y durante unos segundos se dijo que si obtenían un nuevo éxito, tal vez, tal vez, le ascendieran entonces a teniente coronel. Por fin cedió Werthe: —Está bien, le daremos los papeles. Pero insisto en que usted acompañe a la dama hasta Marsella. Y no se mueva de su lado hasta que esté sentada en el avión. ¡No podemos permitir que el SD se entere de ese asunto y luego digan que el Abwehr ayuda a los miembros de la Resistencia a salir del país! El comandante Brenner miró lleno de admiración a Thomas. ¡Qué individuo! ¡Un gigante! Si pudiera ser como él... ¿Por qué no? Y el comandante Brenner decidió, en lo más íntimo de su ser, demostrar lo antes posible que también él era un hombre como Thomas Lieven, un gigante. Sí, ésta había sido la historia previa de aquellos instantes en que, cinco minutos antes de la salida del tren nocturno para Marsella, el revisor Emile llamó a la puerta del compartimiento 17 para entrar dos copas de champaña. —¡Adelante! -gritó Thomas Lieven. Emile abrió la puerta. Tuvo que abrirla de par en par para dejar pasar a una mujer extraordinariamente alta que había acompañado a otra mujer al
tren y que ahora abandonaba el vagón. La mujer que pasó por delante de la puerta del compartimiento 17, en donde estaban Thomas Lieven e Yvonne Dechamps, llevaba el uniforme de stabshauptführer del Servicio de Trabajo alemán. El pelo incoloro lo llevaba recogido en un moño, en la chaqueta lucía la insignia de oro del partido. La stabshauptführerin Mielke, delegada personal del jefe del Servicio de Trabajo Hierl, llevaba medias de lana marrón y zapatos bajos del mismo color. Quiso el destino que la mujer pasara por delante mismo del compartimiento en el momento en que el revisor Emile entraba las copas. Hubiese podido pasar antes frente a la puerta, más tarde o nunca. Pero pasó en el momento más desgraciado de todos, vio y reconoció a aquel individuo con el que pocas semanas antes había tenido un altercado tan violento y vio a la hermosa y joven mujer a su lado. Y quiso también el destino que Thomas no viera a la mujer. Estaba vuelto de espaldas a la puerta. Y al instante siguiente, la mujer bajaba del tren... —¡Ah, las copas! -exclamó Thomas-. Deje usted, yo mismo abriré la botella, Emile. Descorchó la botella y tomaban la primera copa cuando dos minutos antes de la salida del tren, los dos suboficiales alemanes entraban en el compartimiento. Yvonne demostró que no era solamente una mujer histérica, ya que supo dominarse a la perfección. Los dos suboficiales alemanes se comportaron de un modo muy correcto, pidieron los documentos de identidad, saludaron, desearon a la pareja un feliz viaje y bajaron del tren. —¿Lo ve usted? -dijo Thomas Lieven-. Todo sale a pedir de boca. Los dos suboficiales bajaron al andén y se dirigieron a la stabshauptführerin, que les esperaba y que les había ordenado controlar la documentación de la misteriosa pareja en el compartimiento 17. —Todo en orden, stabshauptführerin -dijo uno de los soldados-. Los dos pertenecen al Abwehr de París. Un tal Thomas Lieven y una tal Madeleine Noel. —Madeleine Noel, bien, bien -repitió la mujer, mientras el tren se ponía en marcha-. Y los dos pertenecen al Abwehr de París. ¡Gracias! Siguió al tren con la mirada y una maliciosa sonrisa descompuso su rostro. La última vez que había sonreído de aquel modo fue en el mes de agosto del año 1942 en Berlín, durante una recepción en la Cancillería del Reich. En aquella ocasión, Heinrich Himmler había contado un chiste. Sobre
los polacos.
16 Después de la primera botella de la Viuda Cliquot, se olvidó Yvonne por completo de su miedo. La conversación se hizo casi divertida. Los dos reían... Pero, de pronto, Yvonne dejó de reír, se puso en pie y apartó la mirada. Thomas la comprendía muy bien. En cierta ocasión había despreciado su amor. Ninguna mujer olvida esta humillación. Y ninguna mujer quiere pasar dos veces por la misma experiencia. Por este motivo, hacia las once y media, los dos se desearon unas buenas noches. «Sí, será lo mejor -se dijo Thomas-. ¿De verdad es esto lo mejor?» Estaba un poco bebido, e Yvonne se le antojaba muy hermosa. Cuando le besó la mano, la mujer retrocedió ligeramente, sonrió con expresión forzada y de nuevo apartó la mirada. Thomas entró en su compartimiento, se desnudó y se lavó. Cuando se acababa de poner los pantalones del pijama, el tren frenó violentamente, al mismo tiempo que entraba en una curva muy cerrada. Thomas perdió el equilibrio y chocó fuertemente contra la puerta que unía ambos compartimientos, que se abrió. Sin poderlo evitar, entró tambaleándose en el compartimiento de Yvonne. La mujer estaba ya en la cama, y gritó asustada: —¡Por amor de Dios! El hombre recuperó el equilibrio: —Perdone usted. No lo he hecho intencionadamente. De verdad que no... Yo... Buenas noches. Cuando entraba de nuevo en su compartimiento, oyó la voz ahogada de la mujer: —¡Espere usted! Thomas volvió la cabeza. Yvonne tenía los ojos entornados y muy oscuros. Tenía la boca entreabierta. Habló con la respiración entrecortada: —Estas cicatrices... Fijaba la mirada en el pecho desnudo de Thomas. En el lado izquierdo de su pecho se veían tres gruesas cicatrices de índole muy especial, causadas por los golpes de un instrumento también muy especial... Un muelle recubierto de goma.
—Eso... -Thomas apartó la mirada y se llevó involuntariamente el brazo delante del pecho- fue un accidente... —Miente usted. —¿Qué? —Yo tenía un hermano. Fue detenido dos veces por la Gestapo. La segunda vez lo ahorcaron. La primera vez lo atormentaron. Cuando... -su voz se quebró- regresó del hospital... tenía... tenía estas mismas heridas... Y pensar que yo le he insultado a usted..., que he sospechado de usted..., de usted... —Yvonne... Se acercó a la mujer. Los labios de la hermosa mujer se posaron en sus cicatrices. El amor alejó la timidez y los recuerdos.
17 Cada vez más rápido rodaba el avión correo con la cruz gamada por la pista de despegue del aeropuerto de Marsella. Una mañana triste. Caía una fina llovizna. Desde una de las ventanas del edificio del aeropuerto miraba un hombre que tenía muchos nombres falsos. Su nombre verdadero era Thomas Lieven. En el avión correo viajaba Yvonne Dechamps. Emprendía el vuelo hacia Madrid y desde allí a Lisboa. Se habían amado en el curso de una sola noche... Y, sin embargo, mientras el avión desaparecía entre las nubes, Thomas se sentía muy solo, muy abandonado, muy viejo. Se estremeció ligeramente. «Mucha suerte, Yvonne -dijo, sumido en sus pensamientos-. Por vez primera en tus brazos no he pensado ya en Chantal. Pero no nos es permitido continuar juntos. Ésta no es una época para el amor. Esta época separa a los que se aman o los mata. Mucha suerte, Yvonne; lo más probable es que no volvamos a vernos nunca más.» ¡Pero en esto se equivocaba! El 22 de septiembre de 1943, Thomas Lieven estaba de regreso en París. Nanette, su bonita doncella de pelo negro, le comunicó: —Monsieur Ferroud ha llamado ya cuatro veces. ¡Dice que tiene que hablar con mucha urgencia con usted! —Váyame a ver a las cuatro a mi casa -le dijo Ferroud, cuando por fin Thomas logró dar por teléfono con el banquero en su Banco. Cuando llegó nuestro amigo, el elegante banquero de pelo blanco abrazó a Thomas con lágrimas en los ojos. Thomas carraspeó. —Señor Ferroud, Yvonne está en seguridad. Usted no. Usted lo está menos que nunca. Explíquese, por favor. —Antes de pasar a los negocios..., yo he cumplido mi promesa. Ahora le toca a usted. Le voy a relatar rápidamente el resultado de mis investigaciones con respecto a sus transacciones.
Entretanto, Thomas había averiguado que las transacciones de Ferroud eran de una índole muy especial: traficaba, como muchos otros que intervenían en el mercado negro, con impresionantes cantidades de bienes muy valiosos para la guerra, pero no los vendía a los alemanes, sino que, al contrario, los ponía en seguridad frente a los alemanes. Hacía todo lo contrario de aquellos otros traficantes en el mercado negro que vendían Francia a los alemanes. Trataba de salvar los bienes franceses. Para este fin, Ferroud había falsificado balances, había dado falsas cifras de producción de aquellas entregas que eran controladas por su Banco y vendido sobre el papel cantidades ingentes de mercancías a los alemanes. Todo eso se lo dijo Thomas en aquellos momentos. Ferroud palideció. Quiso protestar, pero lo pensó mejor, guardó silencio y, finalmente, le volvió la espalda a Thomas. —Lo que usted ha hecho es, sencillamente, idiota, señor. ¿Cuál será el resultado de todo esto? Confiscarán sus fábricas. ¿Y luego? Lo que usted ha hecho lo comprendo muy bien desde el punto de vista de los franceses. Por este motivo, le voy a dar un consejo personal antes de que descubran sus artimañas: solicite lo más rápidamente posible un fideicomiso alemán. Y entonces nadie se ocupará ni se preocupará de sus fábricas... Y no creo que le resulte difícil llegar a un acuerdo con esos fideicomisarios alemanes, ¿verdad? Ferroud se volvió de nuevo. Asintió con un movimiento de cabeza. Por dos veces tragó saliva y luego dijo: —Gracias. —Bien, y ahora a lo nuestro. Pero le prevengo a usted, Ferroud. Si sus informaciones carecen de valor no tendré compasión de ninguna clase. A fin de cuentas, Yvonne ha sido salvada gracias a la ayuda que le han prestado los alemanes. —Lo sé y lo reconozco -dijo Ferroud, y se acercó un paso-. Y lo que yo voy a revelarle a usted puede servirle para destruir uno de los complejos del mercado negro más importante de todos los tiempos. Una organización que ha causado los mayores daños, no solamente a mi país, sino también al de usted. Durante los últimos meses circulan por Francia, como nunca antes, letras de crédito del Reich. Usted ya debe saber lo que son estas letras de crédito. Thomas lo sabía. Las letras de crédito del Reich eran una especie de moneda de ocupación con ayuda de las cuales querían evitar que circularan
demasiados billetes de Banco alemanes por el extranjero. Estas letras de crédito se negociaban en todos los países ocupados por los alemanes. —Estas letras de crédito -dijo Ferroud- llevan una numeración correlativa, pero hay dos cifras que indican a los expertos en qué país deben ser negociadas. Pues bien, amigo mío, durante este último año han sido compradas mercancías francesas en el Marche noir por un valor aproximado de dos mil millones de francos. ¡Pero circulan letras de cambio por un valor de aproximadamente mil millones de francos que no llevan la clave para Francia, sino para Rumania! —¿Rumania? -exclamó Thomas, atónito-. ¿Y cómo pueden haber llegado estas cantidades tan elevadas de letras de crédito rumanas a Francia? —Eso no lo sé. Ferroud se acercó a su mesa-escritorio y sacó dos fajos de letras de crédito del Reich por valor cada una de ellas de diez mil marcos-. Lo único que sé es que circulan. Mire usted, la clave rumana. Y, señor, no creo que hayan sido los franceses los que, en lugar de transferir estas letras a Rumania, las hayan hecho llegar a Francia...
18 —Ferroud no sabe cómo estas letras de crédito rumanas han podido llegar a Francia -informó dos horas más tarde Thomas Lieven en el despacho del coronel Werthe en el hotel Lutetia. Hablaba rápido, dominado por una extraña sensación. Le pasó por alto que el coronel Werthe y el pequeño ambicioso comandante Brenner intercambiaban de vez en cuando miradas muy significativas. Thomas estaba demasiado excitado al añadir: —Ferroud está convencido de que solamente los alemanes pueden haber transferido estas letras de crédito del Reich a Francia, y que, por lo tanto, son los alemanes los que dirigen esta organización. —¿De modo que monsieur Ferroud está convencido de esto? -dijo el coronel Werthe, arrastrando las palabras, volviendo de nuevo su mirada al comandante Brenner. —¿Qué sucede en realidad aquí? -preguntó Thomas al observar algo raro-. ¿A qué vienen estas miradas? El coronel Werthe suspiró y le dijo al comandante Brenner: —Dígaselo usted. El comandante Brenner se mordió los labios: —Su amigo Ferroud va a tropezarse con grandes dificultades. Desde hace una media hora, el SD está en su casa. Desde hace media hora está arrestado en su casa. Si hubiese usted permanecido un poco más en la mansión hubiese podido usted saludar a sus antiguos amigos, el sturmbannführer Eicher y a su ayudante Winter. Thomas se estremeció. —¿Qué ha sucedido? —Hace dos días fue asesinado en Toulouse un tal untersturmführer Erich Petersen. A tiros. En su hotel. Hotel Victoria. El asesino logró escapar. El SD está convencido de que se trata de una acción política. De una provocación. El Führer ha ordenado un entierro oficial. —Himmler exige que se proceda con la mayor energía en este caso explicó el coronel Werthe. —El SD de Toulouse se ha dirigido a la policía francesa y ésta le ha
proporcionado una lista de cincuenta comunistas y cien judíos -dijo Brenner-. De entre éstos elegirán a los rehenes que serán fusilados como venganza por el asesinato de Petersen. —Un gesto muy amable por parte de la policía francesa, ¿verdad, señor Lieven? -dijo el coronel, con profunda amargura-. ¡Esto es la locura! —Un momento, un momento -dijo Thomas-. Tengo que hacer dos preguntas. Primera: ¿Por qué tanto teatro en torno a ese señor Petersen? —Porque ese señor Petersen era uno de los miembros más antiguos del partido. Por este motivo, están como locos en la oficina central del Servicio de Seguridad. Y por este motivo, Bormann ha ido a ver personalmente a Himmler y ha exigido esta venganza sangrienta. —Está bien, todo eso lo comprendo -dijo Thomas-. Pregunta número dos: ¿Qué tiene que ver mi banquero Ferroud con ese asesinato cometido en Toulouse? —El SD de Toulouse ha interrogado a una serie de testigos. Entre ellos, un confidente de la Gestapo, un pequeño prestamista llamado Victor Robinson. Ese Robinson le ha proporcionado pruebas al SD en el sentido de que su Jean-Paul Ferroud es el instigador moral de ese crimen cometido en la persona del untersturmführer Petersen. El cerebro de nuestro amigo trabajaba a velocidad de vértigo. Había sido asesinado Petersen, uno de los más viejos miembros del partido. Se sospechaba de Ferroud. «Sé muchas cosas con respecto a él. Pero ahora también él sabe muchas cosas con respecto a mí. ¿Se había burlado de mí? ¿Me ha dicho la verdad? ¿Qué será de él? ¿Y de mí? ¿Y de los cincuenta comunistas? ¿Y de los cien judíos?» Thomas carraspeó antes de hablar: —Mi coronel, Ferroud está firmemente convencido de que los alemanes dirigen esta gigantesca estafa con letras de crédito del Reich. ¿No es por demás extraño que el SD se interese por el banquero Ferroud en el preciso instante en que este hombre empieza a ser tan interesante para nosotros? —No entiendo una sola palabra de todo esto -dijo el comandante Brenner. —¡No tengo pruebas, pero tengo el presentimiento de que en estos momentos no debemos abandonar a nuestro amigo Ferroud! ¡El Abwehr no debe estar ausente del juego en este caso! —¿Qué insinúa usted?
—Mi coronel, usted sabe que he pasado algún tiempo en Marsella. Allí conocí a dos caballeros que proceden de Toulouse. Paul de la Rue y Fred Meyer... Fred Meyer y Paul de la Rue... El lector recordará que esos dos miembros de los bajos fondos fueron convertidos, en un cursillo intensivo dirigido por Thomas Lieven en unos perfectos caballeros antes de llevarse de casa del joyero Marius Pissoladière joyas por valor de unos ocho millones de francos. Thomas Lieven no habló de sus verdaderas relaciones con aquellos dos elementos de los bajos fondos. —¡Me voy a Toulouse! —¿A Toulouse? —A Toulouse, sí, señores. En esa ciudad no puede cometerse un delito sin que mis dos amigos estén informados. ¡Y ellos me dirán todo lo que sepan! —¿Y el SD? —Vaya usted a ver a Eicher, mi coronel. Dígale usted que Ferroud es muy importante para nosotros en estos momentos. Tiene que ofrecerle usted la colaboración del Abwehr en el esclarecimiento del asesinato de Petersen. El pequeño comandante Brenner se quitó las gafas y se las limpió muy lentamente. Se mordió los labios y se dijo: «En aquel asunto de los partisanos me quemé los labios. No di en el blanco. Pero, ¿y las consecuencias?» Y el comandante miró de reojo los galones en su hombro. —Después de profunda reflexión, soy del mismo parecer que el señor Lieven. En este caso, no debemos permitir que nos mantengan alejados del juego. Ese asunto de las letras de crédito es demasiado importante... Thomas volvió la cabeza hacia un lado y sonrió. —¿Quieren ustedes que vuelva a presentarme a esos cerdos para pedirles un favor? -gritó indignado el coronel Werthe. —¡Nada de favores! -gritó Brenner-. ¡Asunto secreto y basta! —Están ustedes locos -dijo el coronel Werthe-. Ese Eicher se sulfura sólo de verme. —Mi coronel, insisto, esta vez no hemos de permitir que nos mantengan apartados de ese asunto...
19 —¡Ese tres veces maldito Lieven! -exclamó el sturmbannführer Eicher, un hombre jovial, obeso y de cara encarnada. Estaba sentado en la biblioteca de la casa número 84 de la Avenue Foch, transformada ahora en despacho. Delante de él se sentaban su ayudante Fritz Winter y el obersturmführer Ernest Redecker, un individuo rubio que amaba a los poetas Rilke y Stefan George. Eran las siete de la tarde del 23 de septiembre de 1943. El sturmbannführer Eicher había terminado su servicio. Con suma frecuencia y gran complacencia gustaba de charlar una horita, después del duro trabajo diario, con su ayudante y tomar unas copas. Y le complacía aún más cuando el obersturmführer Redecker se unía a ellos, puesto que ese hombre tan ambicioso poseía una nota especial: era el cuñado del reichsführer de la SS y jefe de la policía alemana, Heinrich Himmler. De cuando en cuando, Redecker recibía cartas personales de Himmler, que le escribía en unos tonos muy cordiales y que el hombre mostraba a todos con evidente orgullo. Y Eicher era del parecer que había que cultivar la amistad con un hombre así..., y la cultivaba. Pero aquel día no reinaba el ambiente necesario para charlar frente al hogar. El sturmbannführer gruñó: —A cada día que pasa, nuevos enojos. Acaba de visitarme el coronel Werthe, del Abwehr. ¡Ese tres veces maldito Lieven! -repitió Eicher. —¿A ese que teníamos ya en nuestro poder? -preguntó el ayudante Winter con ojos relucientes. —Desgraciadamente no lo suficiente. Perdone la expresión, obersturmführer, pero ese maldito cerdo sólo hace que causarnos enojos. —¿Y de qué se trata esta vez? -preguntó Winter. —¡Ay!, el asesinato de Petersen. Al oír estas palabras, el cuñado de Heinrich Himmler dejó su copa de coñac sobre la mesa. Cambió de color. Todo el mundo sabía que el obersturmführer Redecker gozaba de una amistad personal e íntima con Erich Petersen, asesinado en Toulouse. Su excitación, por lo tanto, resultaba más que comprensible.
Eicher explicó que el coronel Werthe se había presentado a él para comunicarle que el Abwehr tenía un interés muy urgente en el banquero Ferroud, sobre el que recaía la sospecha de ser el personaje clave de una gigantesca estafa en divisas en la que participaban, también, ciertos alemanes. Redecker tomó un trago. Estaba tan nervioso, que derramó un poco de coñac. Su voz sonó muy ronca cuando habló: —¿Qué más? ¿Qué tiene que ver Petersen con este contrabando de divisas? —Nada, desde luego. Pero Werthe insistió que el Abwehr colaborará con nosotros en el esclarecimiento de la muerte de nuestro camarada. —Y, claro está, usted rechazó esa pretensión, ¿verdad? -estalló Redecker, muy excitado. —De momento, sí..., pero Werthe insistió que llamáramos a Canaris desde mi despacho, y éste, al parecer, ha hablado con su cuñado. Hace apenas una media hora hemos recibido un telegrama del Reichssicherheitshauptamt. Hemos de realizar las investigaciones en colaboración con el Abwehr. Por motivos inexplicables, en la frente de Redecker se formaron, de pronto, gruesas gotas de sudor. Nadie se dio cuenta de ello. El hombre se puso en pie, volvió la espalda a sus compañeros y se limpió las gotas de sudor. —Werthe se ha ido ya a Toulouse -le oyó decir a Eicher-. ¿Y quién le acompaña? ¡El señor Lieven! ¡Un sucio agente doble! ¡Un cerdo que nos ha llamado ya a engaño más de una vez! ¡Un hombre que, desde hace años, debería estar enterrado en la fosa común! -Eicher apuró excitado su copa de coñac-. Si ese individuo volviera a caer algún día en mis manos... ¿Qué quiere? Había entrado uno de sus subordinados. —Hay una mujer; dice que quiere hablar con usted. —Que vuelva mañana y anuncie antes su visita. —Perdón, sturmbannführer, es una stabshauptführerin... —¿Una qué...? —Sí... Stabshauptführerin Mielke. Del Estado Mayor personal del jefe del Servicio de Trabajo Hierl. Quiere presentar una denuncia... —¿Contra quién? —Contra un tal sonderführer Lieven. Redecker carraspeó. Winter entornó la mirada. Eicher tiró fuertemente de su cigarro y exhaló el humo. Luego se puso en pie.
—Que entre la stabshauptführerin...
II
1 La rue des Bergères, con sus bistros, sus pequeños restaurantes y sus pequeños bares, estaba situada en la parte vieja, tan pintoresca, de Toulouse. Thomas Lieven sonrió tristemente cuando entró en el estrecho callejón. Lo mismo que tres años antes, cuando había emprendido la huida ante los alemanes en compañía de su amiga Mimí Chambert y aquel estúpido héroe llamado coronel Siméon, paseaban también ahora unas jóvenes y bonitas muchachas por la calle, maquilladas de un modo un tanto exagerado y todas ellas vestidas de un modo demasiado ligero y provocativo. Thomas se había enterado ya de que Jeanne Perrier, la propietaria de pelo de león de aquel hotel tan discreto, no residía ya en la ciudad. Con mucho gusto la hubiese vuelto a ver a ella y sus muchachas. Claro está, sólo para refrescar viejos recuerdos... Se detuvo. La casa era vieja. El vestíbulo, sucio. Subió hasta el tercer piso. En la puerta había un letrero que rezaba:
PAUL DE LA RUE – FRED MEYER Valores inmobiliarios
Thomas sonrió cuando oprimió el botón del timbre. «Valores inmobiliarios -pensó Thomas-; cuando les conocí, eran falsificadores, ladrones de hoteles y forzadores de cajas fuertes. Voilà, han hecho carrera.» Oyó unos pasos al otro lado de la puerta; la abrieron. Paul de la Rue, descendiente de hugonotes, estaba en el umbral. Iba vestido con mucho gusto y muy bien peinado. Un hombre alto y delgado, de cráneo estrecho, con una presencia realmente aristocrática.
—Buenos días, caballero, ¿en qué podemos servirle? -Empezó, pero de pronto, lanzó un grito-: Nom de Dieu, es Pierre... Y le dio un fuerte golpe en el hombro a Thomas Lieven, a quien había conocido con el nombre de Pierre Hunebelle. Durante unos segundos se olvidó de su buena educación: —Hombre, ¡ni que me lo hubiesen jurado! ¿Vives? ¡Me habían contado que la Gestapo te había liquidado! —Estáis muy bien instalados aquí -dijo Thomas, liberándose del abrazo de Paul y entrando en la vivienda-. Mis lecciones dieron buenos frutos. Paul le miraba incrédulo. —¿Dónde has estado? ¿Cómo has llegado aquí? Thomas expuso la situación en la que se encontraba. Paul le escuchó en silencio. De vez en cuando asentía con un movimiento de cabeza. Finalmente, dijo Thomas: —... Me he presentado aquí con mi coronel, convencido de que vosotros me podéis ayudar. Os habéis convertido, al parecer, en unos comerciantes dignos y honestos... —¡Déjate de tonterías! Eso del letrero en la puerta carece de todo valor, nos dedicamos al mercado negro..., como todo el mundo. Pero creo que de un modo más inteligente que los demás..., viejo amigo. Nos hiciste un gran favor en aquella ocasión con tu cursillo intensivo. —Sí -dijo Thomas-, y ahora vosotros podéis corresponder a aquel favor. Quiero saber quién mató al untersturmführer Petersen. Quiero saber si se trata de un crimen cometido por la Resistance. —No ha sido ningún asesinato político. —Demuéstramelo. Cuéntame cómo fue asesinado Petersen. Cómo y por qué.
MENÚ Tallos de apio rellenos * Fricco a la española Melocotones llameados
Toulouse, 27 de septiembre de 1943 Ante una picante comida, revienta una estafa de millones Tallos de apio rellenos Se toman tallos firmes de apio blanqueado y se lavan bien. Se mezcla mantequilla fresca y Roquefort o Gorgonzola, en partes iguales, y se bate a fondo. Se corta algo más profundamente el hueco natural de los tallos, según su longitud, se rellena con la masa de queso y se pone muy frío. Los apios se sirven tiesos, con las pequeñas hojas en lo alto, en un recipiente de vidrio parecido a un jarrón, rellenando los intersticios con pedacitos de hielo. Fricco a la española Carne del filete de ternera se prepara y golpea en forma de pequeños bistecs, que sé untan con pimienta, mostaza y sal. Después se cortan patatas crudas, peladas en delgadas rodajas, mientras se calienta una abundante cantidad de cebollas picadas en mantequilla. En un molde de pudín, untado con mantequilla y cubierto con migas de panecillo, se coloca una capa de rodajas de patata, encima copos de mantequilla, algo de sal y pimienta, después una capa de carne, cubierta con cebollas cocidas, luego, de nuevo patatas y así sucesivamente. Como capa superior, de nuevo patatas, cubiertas con copos de mantequilla. Se agita después media taza de vino tinto, nata y caldo de pescado, se vierte luego sobre el molde y se deja hervir a continuación el molde de pudín, bien cerrado, durante hora y media al baño maría, y, para servirse, se echa directamente, sin agitar, encima de una gran fuente. Melocotones llameados Se calientan tres rollitos de mantequilla con azúcar fino y almendras picadas, hasta formar caramelo claro, se enfría con zumo de naranjas y limones recién preparado, en la proporción de 1 a 2. Se añade un chorro de Cointreau, Maraschino y coñac, introduciendo a continuación bonitos pedazos, bien secos, de melocotón en conserva. Los melocotones se rocían constantemente con el líquido, hasta quedar bien calientes, se vierte luego de nuevo coñac encima y se prende fuego. Se colocan los melocotones calientes en un plato, encima de una bola de helado de vainilla, se vierte salsa encima y se adorna con algo de nata batida.
(Para este postre, que se prepara ya en la mesa, se requiere una sartén muy limpia, niquelada interiormente, sobre un recalentador de alcohol.) —Pierre, comprende, no puedo traicionar a un compatriota por haber matado a un nazi. Eso no lo puedes exigir de mí. —Voy a decirte una cosa, Paul. Los nazis han detenido a ciento cincuenta personas, compatriotas tuyos. Fusilarán a los rehenes. ¡A más de uno! Y eso sólo lo podemos evitar si demostramos que no ha sido un asesinato político, que ese Petersen tenía la conciencia muy negra, por muchos otros motivos. ¿Te das cuenta de lo que está en juego, cabeza de imbécil? —Vamos, ¡no me chilles a mí! Voy a ver si averiguo algo...
2 Tres días más tarde, el 27 de septiembre de 1943, tres caballeros se sentaban a la mesa de Paul de la Rue: el anfitrión, Thomas Lieven y Fred Meyer. Paul había llamado a Thomas a su hotel: —Creo tener algo para ti. Ven a mi casa. Fred también vendrá. ¿Por qué no nos preparas algo bueno de comer? Los muchachos de Marsella nos dijeron que, en cierta ocasión, les diste algo muy bueno de comer. —Está bien -contestó Thomas. Durante tres horas trabajó aquella mañana en la cocina de Paul de la Rue. Ahora se sentaban a la mesa. Paul y Fred llevaban trajes oscuros para celebrar el acontecimiento, camisas blancas y corbatas de seda. Estaban tan bien educados, que trataban de comer los entremeses con cuchillo y tenedor, lo que les proporcionaba un sinfín de dificultades. —Por lo contrario de otros muchos platos -explicó Thomas-, está autorizado, sí, incluso es correcto comer el apio con las manos. —Gracias a Dios -dijo Fred-. ¿Y qué queso es éste? —Roquefort -dijo Thomas-. Bien, ¿quién ha matado a Petersen? —Ha sido un tal Louis Monico. Un corso. Le llaman Louis le rêveur, Luis el soñador. —¿Y quién es ese soñador? ¿Miembro de la Resistencia? —No. Es un auténtico gángster. Muy joven. Tiene algo muy grave en los pulmones. Cuatro años de cárcel por homicidio. Muchacho, ¡este apio está como nunca! —Ya verás lo que os voy a servir ahora -anunció Thomas, y entró en la cocina para regresar, al poco rato, con un recipiente en baño maría del que sacó un molde de pudín. —¡Ay, pudín! -exclamó Fred, decepcionado-. Eso es una m..., eso no es lo que me gusta a mí. ¡Creía que nos habías preparado un plato de carne! —Es verdad -dijo Paul-, también yo me siento un poco defraudado, amigo. —¡Esperad! -Y vertió el contenido del molde de pudín en una bandeja de porcelana. Al instante se difundió un agradable olor a carne y cebolla. Los
dos gángsteres intercambiaron miradas muy significativas y sus rostros se iluminaron. —Y ahora, habladme del «soñador». ¿Por qué ha matado a Petersen? —Por lo que hemos logrado averiguar -dijo Fred-, y nuestra información procede de primera mano, ese Petersen era un cerdo de los peores. ¡Un antiguo combatiente! Petersen se presentó aquí vestido de paisano y, ¿sabes a lo que se dedicaba? A comprar oro. —¡Hay que ver! —Todo el oro que le ofrecían. Y pagaba buenos precios. El «soñador» le había vendido ya oro en varias ocasiones. Pero sólo cantidades pequeñas. «El señor Petersen del SD -se dijo Thomas-. Un traficante del mercado negro. Y el Führer ordena un entierro oficial. Y serán fusilados muchos rehenes. Alemania habrá perdido un héroe. Heil!» Pues bien, con el tiempo, ese Petersen se fue ganando la confianza del «soñador». Y aquel día Louis se presentó con una gran cantidad de oro en el hotel en donde se alojaba Petersen...
3 Louis Monico, un hombre muy delgado y muy pálido, depositó dos pesadas maletas llenas de lingotes y monedas de oro sobre la mesilla estilo rococó en el salón del apartamento 203 en el hotel Victoria. El esfuerzo que había hecho hacía que respirara con dificultades. Sus ojos brillaban febriles. Un hombre bajo, en traje de franela, estaba frente al «soñador». Aquel hombre tenía los ojos húmedos y una boca casi sin labios, llevaba la raya del cabello peinada casi a tiralíneas. Louis sabía de él que se llamaba Petersen. Y que compraba oro. Pero no sabía nada más. —¿Cuánto es esta vez? -preguntó Petersen. —Trescientos luises de oro y treinta y cinco lingotes de oro. El «soñador» abrió las dos maletas. El oro relucía a los reflejos de la luz eléctrica. —¿Dónde está el dinero? Petersen se llevó la mano al bolsillo interior de la chaqueta. Cuando sacó de nuevo la mano sostenía en la misma unas credenciales. La voz de Petersen sonó muy helada cuando habló: —Soy el untersturmführer Petersen, del SD. Queda usted detenido. Louis Monico había metido la mano en el bolsillo exterior derecho de su chaqueta. No la volvió a sacar. Disparó. Tres balas dieron en el pecho de Petersen. Murió al instante. Y el «soñador» le dijo entonces al muerto: —A mí, esos trucos no, perro. -Y pasando por encima del muerto, cogió sus dos maletas, se dirigió a la puerta y salió al corredor. Nadie le prestó la menor atención en el vestíbulo del hotel.
4 —... Nadie le prestó la menor atención en el vestíbulo del hotel -informó Fred Meyer. —¿Y quién te ha contado todo esto? -preguntó Thomas. —El hermano del «soñador». —¿Y te lo ha contado por las buenas? —Sí, porque ahora ya no importa. Ya te he dicho que el «soñador» está tuberculoso. Hace tres días sufrió una hemorragia. Está en el hospital. No sobrevivirá ya a este fin de semana. —Puedes ir a visitarle en compañía de tu coronel -dijo Paul-. Está dispuesto a hacer una confesión... 27 de septiembre de 1943, 16.15 horas. El teléfono repiqueteó en la mesa-escritorio del comandante Brenner. Cogió el auricular y oyó la voz de su superior: —Le habla Werthe. Desde Toulouse. Preste atención. ¡Lo que voy a decirle es de la mayor importancia! —Sí, mi coronel. —Hemos dado con el asesino de Petersen. -Werthe le habló de Louis Monico y de la confesión que había prestado éste-. Lieven, dos funcionarios del SD y yo hemos estado junto a su lecho de muerte. —¡Diablos, mi coronel! -gritó Brenner. Su corazón latía fuertemente. ¡Ese Lieven! ¡Ese diabólico Lieven! «¡Gracias a Dios, abogué por que llevara a cabo su plan!» —Pero, y ese prestamista... -se le ocurrió, de pronto, al comandante Brenner-, ese Victor Robinson..., ¡había presentado cargos contra Ferroud! —Mientras, hemos aclarado también este extremo. Robinson traficaba con Petersen. Había sido empleado de Ferroud. Éste le echó de su casa. Robinson quiso vengarse. Pero esto no es todo aún, Brenner. Lo más importante viene ahora. Lieven ha logrado enterarse de que Petersen estaba complicado en una gigantesca estafa de letras de crédito del Reich... Brenner, ¿me oye usted? Brenner se pasó la lengua por sus labios resecos. ¡Las letras de crédito del Reich! ¡El asunto se complicaba cada vez más y más! «¡Santo cielo, y
pensar que voy a intervenir directamente en este asunto!» —Le escucho, mi coronel. —No sabemos todavía exactamente quiénes son los complicados en este caso, Brenner. Pero no hay ni un solo segundo que perder. Si, en verdad, Petersen estaba complicado en el asunto de las letras de crédito, vamos a ser testigos de un escándalo de primera magnitud. El SD tratará de echar tierra sobre el asunto. Pero nosotros les llevamos una ventaja..., aun cuando sea solamente de un par de horas. Comandante Brenner, hágase acompañar por cinco hombres de confianza... —Sí, mi coronel. Petersen tenía un apartamento en la Avenue Wagram. Ésta es su residencia oficial. Y ésta será la primera que registrará usted. —Sí, mi coronel. —Lieven ha averiguado que Petersen tenía otro apartamento privado en la Avenue Mozart, 28. Al parecer, el SD no está informado de su existencia... Vaya usted también allí... —Sí, mi coronel. —¡Registre el apartamento sin dejar un solo rincón! Haga usted todo lo que considere necesario. Lieven está ya camino de regreso a París. Confisque todo el material sospechoso antes de que el SD lo haga desaparecer. ¿Me ha comprendido usted? —¡Sí, mi coronel! -gritó Brenner. Y el pequeño comandante se lanzó a una aventura que habría de cubrir de sonrojo sus sonrosadas mejillas, una aventura escandalosa, auténticamente parisiense. Confiemos hallar aquellas discretas palabras que nos permitan informar de la aventura del comandante Brenner.
5 El Mercedes de la Wehrmacht se detuvo ante la casa de la Avenue Wagram, 3. El pequeño comandante Brenner saltó del coche y miró muy decidido por sus gafas con montura de oro. Detrás del Mercedes se detuvo un camión gris de la Wehrmacht. Cinco hombres de uniforme saltaron a la calzada. Era un bonito y suave día de otoño. Eran las 16.45 horas del 27 de septiembre de 1943. —¡Seguidme! -ordenó el pequeño comandante, apoyando su derecha en la culata de su pistola. Y, al frente de sus cinco hombres, se precipitó dentro de la casa, pero... la residencia oficial del difunto Petersen estaba vacía. Las puertas estaban abiertas. Las alfombras, los muebles, todo había desaparecido. La obesa portera declaró: —Todo eso se lo han llevado esta mañana. —Se lo han llevado..., ¿quién? —Pues, un camión... y un oficial alemán..., un amigo del señor Petersen... Solía venir con frecuencia por aquí... Se llama Redecker... —¿Redecker? -El pequeño comandante Brenner tenía sus relaciones personales con el SD. Conocía al obersturmführer Redecker, cuñado del reichsführer SS y jefe de la policía alemana, Heinrich Himmler. Brenner entornó la mirada. ¿Acaso Petersen y Redecker eran cómplices? Sí, en efecto, era cuestión de segundos. Había llegado demasiado tarde a la casa. Pero, al parecer, el SD no estaba informado de la existencia de aquel otro apartamento en la Avenue Mozart. ¡Rápido! Cinco hombres de confianza bajaron corriendo las escaleras detrás de su comandante y salieron a la calle. Sin pérdida de tiempo, pusieron en marcha los motores de los coches. El corazón del comandante Brenner latía vivamente. En la distinguida Avenue Mozart intentó Brenner explicarle, pocos minutos más tarde, en su deficiente francés, a la portera de la casa número 28 que tenía que registrar la vivienda del señor Petersen, en el segundo piso. —Pero, señor -contestó la portera-, ¡las señoritas están arriba! —¿Las señoritas..., ¿qué señoritas?
—Madame Lilly Page y su doncella. —¿Y quién es madame Page? —Pues, la amiga del señor Petersen. El señor Petersen hace unos días se marchó de viaje. De ello sacó Brenner la conclusión de que allí no estaban al corriente todavía del asesinato del antiguo miembro del partido y estafador, y al frente de sus cinco hombres subió corriendo las escaleras. Les abrió una doncella muy bonita. Brenner le expuso la misión que le llevaba allí, sin hacer mención de la muerte de Petersen. La bonita doncella se asustó y llamó a su señora. Madame Page se presentó con un vestido que, incluso en la penumbra del vestíbulo, resultaba extremadamente transparente. Tenía treinta y tres años de edad, era muy atractiva y tendía ligeramente a la opulencia. Una mujer muy atractiva, de ojos de almendra y piel blanca como la nieve. El comandante observó que sus cinco hombres de confianza miraban a la mujer con los ojos muy abiertos. Había un tipo de mujeres con las que el comandante Brenner nunca había sostenido relaciones en su vida. Y madame Page era una de ellas. Carraspeó y expuso de un modo muy cortés, pero muy firme también, la misión que le había llevado a aquella casa. Muy consciente de su deber, entró en el salón, que estaba decorado con gran elegancia y con muebles de elevado valor. De las paredes colgaban unos cuadros extraordinariamente indecentes. Pero Brenner no los miró. Lilly Page se acercó a la ventana y bajó el visillo, a pesar de que no era ya necesario a aquella hora del día. «No soy ningún imbécil -se dijo Brenner-, esto es una señal convenida con alguien que está abajo en la calle.» Se acercó a la opulenta Lilly, corrió de nuevo los visillos y dijo con fría galantería: —Desearía poder contemplar la belleza de madame a la luz del día. —Muy amable -dijo Lilly, que iba vestida de un modo tan ligero. Y dejóse caer en un sillón, cruzándose de piernas-. Por favor, señor comandante, empiece con el registro... Al parecer, los cinco hombres de confianza de Brenner habían empezado ya a actuar. El comandante los oía reír en la habitación contigua. «¡Esos malditos! ¡No tienen el menor sentido del deber!» Enojado, confuso y desconcertado también por la presencia de Lilly, el comandante abrió una gran cajita de caoba. Lo que vio allí dentro hizo que la
sangre se le subiera a la cabeza. Tragó saliva. La morena Lilly sonrió sardónica. El pequeño comandante cerró la cajita con un fuerte golpe. El comandante Brenner sabía que hay libros, dibujos, fotos y objetos que sólo se contemplan en privado. Pero nunca había podido ni imaginar cómo eran esos libros, esos grabados, esas fotos y esos objetos. Monstruoso. Degenerado. No era de extrañar que una nación como aquélla perdiera la guerra... Unas risas ahogadas hicieron que el comandante diera una rápida media vuelta. La señora de los ojos de almendra dijo: —Sus hombres parecen haber descubierto la biblioteca... Brenner se precipitó hacia el cuarto contiguo. Cuatro de sus hombres consultaban los libros en las estanterías. El comandante se estremeció de pies a cabeza y les ordenó que no tocaran los libros. Fue en busca del quinto hombre de confianza. Éste estaba en la habitación de la doncella. Y a ése le prohibió que tocara a la joven. La situación empezaba a escapársele de las manos. El apartamento era un auténtico museo de objetos indecibles. El rostro del comandante se sonrojaba a cada momento. Tenía la frente bañada en sudor. Desesperado, cogió el auricular y pidió una conferencia relámpago con Toulouse. Gracias a Dios, Werthe estaba todavía allí. Brenner exhaló un suspiro de alivio cuando oyó la voz de su coronel. Con la respiración entrecortada, informó de las porquerías, como dijo, que había encontrado allí. También el coronel Werthe, en Toulouse, emitió un suspiro, pero el comandante no le oyó. —Y material..., letras de crédito... o algo por el estilo, ¿no ha encontrado nada de todo esto? —Nada, mi coronel. —Oiga usted, Brenner. Lieven tiene que llegar de un momento a otro a París. No abandone usted el apartamento. Y tampoco le cuente usted a nadie lo que sabe de Toulouse... —Sí, mi coronel. No saldré de la casa, silencio de muerte. —Llame usted al Lutetia y a la vivienda particular de Lieven. Tan pronto como llegue a París, que le manden allí donde esté usted. Brenner colgó el auricular. ¡Lieven! ¡Thomas Lieven! El sonderführer era su gran esperanza en aquellos momentos. Ojalá llegara pronto... Oyó reír a la doncella como si le estuvieran haciendo cosquillas.
Rápidamente, el comandante se lanzó en busca del delincuente. Dios santo, ¡qué situación tan imposible de describir!
6 Lo que el comandante Brenner y sus hombres habían encontrado hasta aquel momento en el apartamento del difunto señor Petersen era, además de aquella indescriptible colección, valiosas joyas, grandes cantidades en monedas de oro, grabados orientales y tallas; pero ninguna prueba de la complicidad de Petersen en transacciones con letras de crédito del Reich. Madame Page trataba, de vez en cuando, de correr los visillos de la ventana, hasta que el comandante se lo prohibió severamente. Había transcurrido hora y media desde que habían empezado el registro. De pronto, sonó la campanilla de la puerta. Lilly palideció. Brenner sacó la pistola de la funda. —Ni una sola palabra -dijo en voz baja. Silenciosamente, se dirigió a la puerta. La abrió de golpe y apuntó con el arma al hombre que esperaba fuera. Era un hombre joven, guapo, de piel color oliva. Llevaba el cabello negro muy liso, un pequeño bigote, tenía ojos de pestañas muy largas y dos cicatrices en la mejilla derecha como si fueran cortes de navaja. Estaba muy pálido. —¡Imbécil! -le gritó la opulenta Lilly-. ¿Por qué has subido? —¿Y por qué no había de subir? -gritó el hombre a su vez-. Los visillos no estaban corridos. —¡Ajá! -exclamó Brenner con aires de triunfo. Cacheó al hombre en busca de armas. Pero éste no iba armado. Brenner examinó el pasaporte que estaba extendido a nombre de Próspero Longchemps, de veintiocho años de edad. Brenner le interrogó, pero el hombre calló, obstinado. De pronto, Lilly, desesperada, rompió en un sollozo: —Monsieur le comandant, se lo voy a contar todo. Próspero es mi... mi gran amor; engañaba a Petersen con él... desde siempre... ¿Me cree usted? —Ni una sola palabra -dijo Brenner, con extrema frialdad. Y para sí: «Con esta misma frialdad hubiese reaccionado Lieven.» Y a continuación encerró a Próspero en el cuarto de baño. Fuera, era ya oscuro, eran las siete y media. El comandante llamó al
Lutetia y luego a la residencia particular de Lieven. Nada, Thomas Lieven no había hecho acto de presencia aún. Brenner no se atrevía a mandar a uno de sus cinco hombres de confianza a la estación a recoger a Lieven. ¿Y si se presentaba el SD? Había de defender el apartamento como una fortaleza..., ¿él solo? ¿Qué podía hacer él? El comandante Brenner se exprimía el cerebro. Todo aquello había comenzado tan prometedor..., ¿y ahora? Un piso lleno de objetos raros, pero ninguna prueba acusadora. Había hecho un prisionero, eso sí. ¿ Cómo lograría él, Brenner, averiguar la verdad? Y además aquella desconcertante madame Page y su hermosa doncella y cinco hombres a los que a duras penas lograba impedir se hicieran de nuevo con aquellas extrañas colecciones y sacaran los libros de las estanterías. ¡Ojalá no se hubiese movido de su mesa-escritorio en el hotel Lutetia! Su fuerte eran los trabajos teóricos de Estado Mayor y no la lucha en primera línea... Madame propuso que su doncella preparase unos bocadillos para los soldados... El comandante Brenner vacilaba. ¿Podía permitir una cosa así? ¿Acaso madame y su doncella no eran el enemigo? Por otro lado, los hombres estaban hambrientos y él quería ser un superior muy comprensivo. Dio permiso para que la doncella entrara en la cocina, destinó a uno de sus hombres a su vigilancia y le ordenó que se portara de un modo extremadamente correcto. Poco después, los hombres comían los sabrosos bocadillos y bebían el champaña que habían encontrado en la cocina. Brenner se resistió primeramente de un modo muy viril. Pero luego tomó un bocadillo y un trago... Las nueve, las diez. Y Thomas Lieven seguía sin hacer acto de presencia. Las señoras manifestaron sus deseos de acostarse. Brenner dio la correspondiente autorización. Organizó el servicio de vigilancia. Un hombre delante de la puerta del cuarto de la doncella, un hombre delante de la puerta de la habitación de la señora de la casa, un hombre delante del cuarto de baño. Dos hombres en la puerta de entrada al apartamento. Y él en el salón, junto al teléfono. «No pienso dormir», se dijo. Era como una roca en medio del mar. Que no se puede corromper, que no se puede socavar, que no se... ¡Y entonces se quedó profundamente dormido!
Cuando despertó, el salón estaba a oscuras. Notó cómo unas manos muy suaves palpaban su cuerpo... —¡Silencio! -susurró Lilly Page-. Todos duermen..., haré todo lo que usted me pida, pero deje marchar a Próspero... —Madame -dijo Brenner con voz muy firme, y sujetó fuertemente los brazos de la mujer-, ¡quite inmediatamente sus manos de mi pistola! —Ay... -suspiró Lilly en la oscuridad-, pero si no, quiero tu pistola, estúpido... En aquel momento llamaron a la puerta...
7 Thomas Lieven regresó a París a las 22.10 horas. En el hotel Lutetia le comunicaron, excitados, que el comandante Brenner le esperaba, ya desde hacía horas, con la mayor urgencia en el número 28 de la Avenue Mozart. El comandante había partido al frente de un comando. —Hum -murmuró Thomas. Y se dijo: «Por amor de Dios, ¿qué hará Brenner, desde hace horas, en el apartamento secreto de ese Petersen?» En el vestíbulo del hotel, vio a sus dos antiguos amigos, los radiotelegrafistas Raddatz y Schulberger, a los que había conocido en el curso de su aventura con el Maquis Crozant y hacia los que sentía un gran aprecio. El berlinés y el vienés le saludaron alegremente. Acababan de ser relevados de su servicio. —¡Mira, Karli! -exclamó el delgado berlinés, que sentía tanta afición por las revistas francesas-:, pero si es nuestro sonderführer. —Véngase con nosotros, señor sonderführer -invitó el vienés, que tendía ligeramente a la obesidad-. Vamos a darnos unas vueltas por la rue Pigalle a ver si encontramos unas gatitas. —Escuchad, compañeros -les dijo Thomas Lieven-, olvidaos de vuestras loables intenciones y acompañadme. Tal vez tenga necesidad de vosotros. Y a eso fue debido que, a las 23.00 horas estuvieran los tres frente a la puerta del apartamento, en el número 28 de la Avenue Mozart. Thomas tiró de la campanilla. Oyó unas voces y luego unos ruidos. Luego oyó acercarse unos pasos. Y, de repente, se abrió la puerta y vio al comandante Brenner, muy sonrojado, con la respiración entrecortada, despeinado y con manchas de lápiz de labios en el cuello. Y detrás del comandante vieron, Thomas y sus amigos, a una dama que llevaba un ensueño de camisa de dormir... El comandante Brenner tartamudeó: —Señor Lieven..., gracias a Dios que, por fin, ha llegado usted... Muy galante, Thomas Lieven besó la mano de la dama que iba en camisa de dormir. El comandante Brenner le expuso la situación, informó de todo aquello que, desgraciadamente, había hallado en el apartamento y de lo que, desgraciadamente, no había encontrado. Finalmente, habló de su prisionero.
—Próspero es mi amante -intervino Lilly Page, que, mientras tanto, se había echado una bata encima-. No sabe nada de los negocios a que se dedicara Petersen. —Se dedicaba -la corrigió Thomas-. Erich Petersen ha sido asesinado, en Toulouse, por uno de sus socios... Los bonitos labios de Lilly dibujaron una bonita sonrisa, y dijo con expresión de divina felicidad: —Por fin han cazado al granuja. —No se deje abrumar por el dolor, madame. El pequeño comandante no entendía ya nada de nada. —Pero, si yo creía que... —¡Diablos! -interrumpió en aquel momento la sonora voz del radiotelegrafista Raddatz, al comandante-. Vaya, vaya... —¿Cómo se atreve a interrumpirme? -le gritó Brenner. Dio media vuelta y vio entonces al delgado berlinés que había abierto la sospechosa caja de caoba, que también él había abierto aquella tarde, volviendo luego a cerrarla lleno de indignación. Pero Raddatz no cerró la caja. Con ambas manos sacó lo que había en el interior de la misma y echó su contenido por el suelo. El hombre reía divertido, pero, de pronto, dejó de reír y exclamó atónito: —¡Que me cuelguen! ¿Y qué hacen aquí estas letras de crédito del Reich con todo lo demás? Se hizo un profundo silencio en el salón, un silencio de muerte. Thomas Lieven hizo una ligera inclinación de cabeza ante madame Page, y dijo en voz baja: —¿Permite la señora que registremos de nuevo la casa? La hermosa mujer sonrió, cansada: —Y le voy a decir también, muy gustosamente, dónde han de buscar ustedes. Por todas aquellas partes donde el señor comandante ha prohibido buscar a sus hombres... Encontraron cinco millones de letras de crédito del Reich originariamente destinadas a Rumania. Thomas mandó a madame Page a su habitación e interrogó al pálido y asustado Próspero Longchemps. Diez minutos más tarde, entraba en el dormitorio de la señora. La mujer estaba tumbada en la cama. Sus ojos ardían. Thomas se sentó al borde de aquélla. —Digo la verdad..., Próspero es mi amor. Sólo por él he aguantado
aquí... con ese Erich, ese cerdo... Pero usted no me cree... —Sí, le creo -dijo Thomas-, he hablado con Próspero. Me ha dicho que se conocen ustedes ya desde hace dos años. Hace un año fue detenido por el SD... Próspero Longchemps, el hombre que hacía tan feliz a las mujeres, había cometido infinidad de delitos. Cuando un año antes había sido detenido por el SD, fue interrogado por un tal untersturmführer Petersen. Una tal Lilly Page se presentó a él, solicitando clemencia para Próspero. A Petersen le gustó la dama. Prometió ser muy condescendiente con Próspero si..., y Lilly Page, por la fuerza de las circunstancias, se convirtió en la amante de Petersen, y Petersen soltó a Próspero. —Oiga usted, madame, estoy dispuesto a proteger a Próspero. Con una condición. —Entiendo -dijo la mujer. Sonrió y se movió voluptuosa... —No creo que me entienda usted -respondió Thomas, muy amable-. Petersen está complicado en una gran estafa. Quiero saber cómo ciertas letras de crédito del Reich han llegado a Francia. Si usted nos ayuda, nosotros ayudaremos a Próspero. Lentamente, Lilly se incorporó en la cama. «Es muy bonita -se dijo Thomas-, y ama a un individuo de esa calaña... La vida, en verdad, es muy extraña...» —¿Ve usted este cuadro? -preguntó Lilly Page-. Leda con el cisne. Bájelo de la pared. Thomas obedeció. Detrás del cuadro descubrió una pequeña caja fuerte empotrada en la pared. —Marque la combinación 47132 -dijo la mujer, tumbada en la cama. Thomas marcó la combinación 47132. Abrió la caja fuerte, en la que había un libro con cubiertas de piel negra, nada más. —Erich Petersen era un hombre repugnantemente pedante -dijo la mujer-. Lo anotaba todo. Con respecto a los hombres, las mujeres, el dinero. Éste es su Diario. Léalo usted. Y entonces lo sabrá todo... Aquella noche, Thomas Lieven durmió muy poco. Leyó el Diario del untersturmführer Erich Petersen. Cuando amanecía, estaba al corriente de uno de los más grandes fraudes de la guerra. Aquella misma mañana, cansado y agotado, informó al coronel Werthe, que había regresado a París.
—¡Al parecer, todos están complicados en este asunto! Altos funcionarios del Reichssicherheitshauptamt en Berlín. Altos funcionarios del SD en Rumania. Tal vez, incluso, Manfred von Killinger, el embajador alemán en Bucarest. Y aquí, en París..., el obersturmführer Redecker, el cuñado de Heinrich Himmler. —¡Dios todopoderoso! -musitó el coronel Werthe, mientras el comandante Brenner se dejaba caer en su sillón. —Todo empezó con Redecker -informó Thomas-. En 1942, trabajaba para el SD de Bucarest- Por aquel entonces, los rumanos estaban obligados a aceptar las letras de crédito del Reich, pero se sentían dichosos y felices si les pagaban en dólares, libras esterlinas u oro. Al curso que fuera, aun el peor de todos. No importaba. ¡Pero no querían esos papeles mojados! Redecker fue destinado a París. Allí conoció al untersturmführer Petersen. Redecker le habló de sus experiencias en Rumania, y juntos organizaron el gran negocio. Petersen viajaba por Francia. Compraba, robaba y requisaba el oro. El oro era transferido a Berlín en aviones correo. En el Reichssicherheitshauptamt contaban con «colaboradores» de confianza. El oro francés era transferido en aviones correo del SD a Bucarest. También allí contaban con colaboradores de confianza. Los agentes del SD en Bucarest compraban, a un curso muy bajo, las letras de crédito del Reich con la serie rumana. Y éstas, a su vez, eran mandadas a Berlín y desde la capital alemana a París... —... tal como sospechaba el banquero Ferroud -terminó Thomas su informe-. Sólo los alemanes podían haber organizado este fraude. Y con estas letras de crédito, que habían obtenido a precio tan bajo, los dos hombres efectuaban sus compras en Francia. Pero Petersen jamás confió enteramente en Redecker. Esto me lo contó Lilly Page. Por este motivo tenía el apartamento secreto y allí guardaba el Diario en el que anotaba todas las operaciones en las que estaba implicado Redecker. Quería tenerlo en su poder... -Thomas cogió el libro de tapas negras de encima de la mesa-. No solamente el nombre de Redecker figura en estas páginas. Aquí hay muchos nombres. Con este libro, caballeros, podemos destruir esta gigantesca confabulación. —Oiga usted, Lieven -dijo Werthe, irritado-, ¿sabe usted con quién vamos a enfrentarnos? ¡Con el cuñado de Himmler! ¡Con un embajador! ¡Con los más altos funcionarios del SD! ¡Usted mismo acaba de decirlo!
—Por este motivo hemos de meditar muy bien los pasos que vamos a dar a continuación, mi coronel. ¿Y dónde encontrar la mejor solución, si no es durante una buena comida? He dispuesto todo lo necesario en mi casa. Les espero a ustedes dentro de una hora en casa... ¡Ay!, pueden suceder tantas cosas en el curso de una hora.
8 Pálidos y abatidos se presentaron el coronel Werthe y el comandante Brenner, sesenta minutos más tarde, en la encantadora villa de Thomas Lieven, en el Bois de Boulogne. El comandante daba la impresión de ponerse a llorar de un momento a otro. El coronel miraba con expresión huraña ante sí, mientras la bonita Nanette servía los entremeses. Thomas esperó hasta que Nanette hubo desaparecido de nuevo en la cocina, y entonces preguntó: —¿Por qué ponen ustedes estas caras, caballeros? ¿Tanta humana compasión sienten ustedes por el cuñado del reichsführer, ahora que se lo van a cargar? —Si solamente se lo cargaran a él -dijo Werthe, hosco. —¿A quién más? -preguntó Thomas, y se llevó un pedazo de melón a la boca. —Usted -dijo Werthe. Puesto que no se debe hablar cuando se tiene la boca llena, Thomas se tragó primeramente el pedazo de melón, y, luego, preguntó: —¿Una broma? —Desgraciadamente, no, Lieven; el SD está decidido a liquidarlo a usted. Usted ya sabe que Brenner sostiene ciertas relaciones con el SD. Bien, después de despedirnos se fue a la Avenue Foch. A fin de cuentas, fuimos nosotros los que averiguamos todo lo referente al asesinato de Petersen en Toulouse. Habló con Winter. Primeramente descubrió algo muy tranquilizador: el SD de París no tiene, de momento, la menor idea con respecto a estas transacciones con letras de crédito del Reich. Pero, luego, Winter empezó a hablar de usted, Lieven. —¿Y qué dijo? —Dijo..., hum, que por fin le habían colocado la soga al cuello. Se abrió la puerta. —Ah, la encantadora Nanette -dijo Thomas, y se frotó las manos-. Ahora nos servirá las costillas con queso de Parma. Nanette se sonrojó hasta las raíces del cabello. —Ruego al señor no me llame encantadora Nanette cuando sirvo la
comida. ¡Podía caérseme la bandeja de las manos! -Sirvió y, dirigiéndose hacia Werthe, añadió-: Monsieur es el hombre más amable y bueno del mundo. El coronel asintió en silencio y se sirvió ensalada. —¿No hay demasiada pimienta en las costillas? -preguntó Thomas-. ¿No? Bien, ¿de modo que llevo la soga al cuello? —¿Conoce usted a una tal stabshauptführerin Mielke? -preguntó Brenner, en un tono quejumbroso. Thomas se atragantó. —¡Vaya si conozco a ese dragón, ese ser repulsivo! —Pues bien -dijo Brenner-, ella ha sido quien le ha colocado la soga al cuello. —Y no hay ya quien pueda ayudarle, Lieven -dijo Werthe-. Nadie. Yo, no. Canaris, tampoco. Nadie. Cuente usted, Brenner. Y el pequeño comandante contó todo lo que le había relatado Winter. Hacía una semana que la stabshauptführerin Mielke se había presentado en el despacho del sturmbannführer Eicher. Dijo haber sostenido una violenta discusión, pocas semanas antes, con el sonderführer Lieven. Luego, la noche del 21 de septiembre, le había visto en un compartimiento de un coche-cama con destino a Marsella. Iba en compañía de una mujer extraordinariamente hermosa y extraordinariamente sospechosa. Durante el control se había averiguado que esta mujer estaba en posesión de unas credenciales del Abwehr de París extendidas a nombre de Madeleine Noel. —Todo eso me huele muy mal -le dijo la mujer a Eicher, y le recomendó que hiciera ciertas averiguaciones... Y Eicher, que odiaba a Lieven, lo hizo con el mayor placer de este mundo. Rápidamente averiguó que un avión correo alemán había transportado a una tal Madeleine Noel desde Marsella a Madrid y desde la capital española a Lisboa. Eicher dio instrucciones a sus hombres en Portugal, y éstos averiguaron que, el 23 de septiembre, había llegado una tal Madeleine Noel a la capital portuguesa. Ésta había fijado su residencia en Lisboa, pero se hacía llamar Yvonne Dechamps. Yvonne Dechamps... Eicher había oído este nombre en otra ocasión. Repasó las listas de las personas que eran buscadas. Y una expresión de triunfo iluminó su rostro. Yvonne Dechamps, ayudante del profesor Débouché, era buscada ya desde hacía semanas por la Gestapo, acusada de ser uno de los más peligrosos miembros del movimiento de la Resistencia. Y
Thomas Lieven la había ayudado a salir del país..., ¡con unas credenciales extendidas por el Abwehr alemán! —Winter me ha contado que Eicher se ha puesto ya en comunicación con Berlín -dijo Brenner, mientras cortaba una patata con el cuchillo, cosa que no debe hacerse-. ¡Con Himmler! —Con el cuñado del señor Redecker -dijo el coronel-. Himmler ha hablado con Canaris. Y Canaris me ha llamado hace media hora. Está furioso. ¡Usted ya sabe cuán tensas son nuestras relaciones con el SD! ¡Y ahora sólo faltaba esto! Lo siento, Lieven, es usted un tipo simpático. Pero he llegado al final de mis fuerzas e influencias. El SD ha presentado una acusación contra usted. Le llevarán ante un tribunal de guerra, y eso no hay nadie que pueda impedirlo... —Oh, sí, sí -le atajó Thomas. —¿Quién? —Creo que son muchas las cosas que pueden hacerse aún, señor Brenner. Le prevengo a usted, no coma demasiada carne. Hay unos postres de chocolate... —¡No me vuelva loco! -gritó Werthe-. ¡No hable continuamente de la comida! ¿Qué se puede hacer aún?
MENÚ Rodajas de melón * Chuletas a la parmesana Chocolate-jamón de Palat
París, 28 de septiembre de 1943 Durante el postre, Thomas Lieven intenta volver a la razón incluso a un «Reichsführer» Rodajas de melón Se sirven rodajas heladas de un melón bonito y fuerte, que cada comensal sazona a su gusto con pimienta y sal.
Chuletas a la parmesana Se toman chuletas de cerdo de mediano tamaño, a ser posible de la parte algo magra en dirección al cuello, se golpea y se adoba con pimienta y sal. Se introduce en un molde bien untado con mantequilla, poco profundo y resistente al fuego, se cubre bien con queso de Parma rallado, y se cubre luego con nata ácida espesa. Se cuece el conjunto al horno durante 20 a 30 minutos, hasta adquirir una tonalidad parda clara, se sirve en el molde y se añaden a continuación abundantes patatas cocidas y ensalada verde. Chocolate-jamón de Palat Se preparan varias tortillas finas, delgadas, cuya masa ha sido batida por lo menos una hora antes. En una fuente se agitan dos yemas con tres cucharadas de azúcar fino, hasta formar espuma, se dejan fundir en el fogón tres pastillas de chocolate con un vaso de leche y un pellizco de sal, mezclándolo todo bien, añadiendo, a la vez, un poco de vainilla. Se agita esta masa sobre fuego reducido, hasta formar una crema espesa, se untan con ella las tortillas, que se enrollan sobre sí mismas, con azúcar grueso y almendras ralladas, sirviéndose inmediatamente en caliente. —El SD quiere liquidarme. Bien, nosotros liquidaremos al señor Redecker. ¿Qué día es hoy? ¿Martes? Bien. Mañana por la tarde me presentaré al sturmbannführer Eicher y arreglaremos ese penoso asunto de las credenciales falsas... —¿Que... que usted piensa presentarse a Eicher? —Sí, así es. Lamento en verdad haber puesto en una situación tan desagradable al señor Canaris. —¿Y por qué motivo quiere visitar a Eicher? —Mañana es miércoles, caballeros -dijo Thomas, muy amable-. Y, según el Diario de Petersen, los miércoles es el día en que mandan en avión, a Berlín, las letras de crédito del Reich desde Bucarest. Después de la comida estudiaremos detenidamente un horario. Pero, de hecho, no hemos de temer nada...
9 Con la sonrisa más prometedora de este mundo, ayudó la encantadora Nanette a ponerse el abrigo de piel de camello a su señor. Thomas Lieven consultó su reloj de repetición. Eran las 16.30 horas del 9 de septiembre de 1943. Thomas miró por la ventana. —¿Cree usted que hoy tendremos niebla, hermosa chiquilla? —No, monsieur, creo que no... —Si el tiempo sigue tan despejado -dijo Thomas-, dos caballeros dormirán esta noche a la sombra... —¿Perdón, monsieur? —Nada, nada, Nanette. Estoy organizando una pequeña carrera y me gustaría ganarla. En efecto, Thomas Lieven había organizado una pequeña carrera... y ahora le tocaba a él participar. Había echado a rodar un alud y, ahora, maldita sea, tenía que procurar que no le enterrara. Salió a la calle y emprendió el camino hacia la oficina del SD en París, en la Avenue Foch, para visitar al sturmbannführer Eicher... La operación de la que Thomas confiaba salir vencedor había comenzada veinticuatro horas antes. En su sincero deseo por ayudar a su loco sonderführer, el coronel Werthe había mandado un largo informe por teletipo a Canaris. Una hora más tarde se presentaba el jefe del Abwehr militar, aquel caballero de pelo blanco, en el despacho de Heinrich Himmler, con el que sostuvo una conferencia de una hora de duración. Canaris le comunicó al reichsführer SS y jefe de la policía alemana unas noticias muy desagradables... —¡En este caso, no tendré contemplaciones de ninguna clase! -gritó Heinrich Himmler. A las 18.30 horas del 28 de septiembre empezó a trabajar una comisión especial compuesta por altos jefes de las SS. Tres miembros de esta comisión emprendieron aquella misma noche el vuelo a Viena y Bucarest. El 29 de septiembre a las 7.15 horas detuvieron estos tres jefes de las
SS, en el aeropuerto de Bucarest, a un correo del SD, llamado Antón Linser, que estaba a punto de emprender el vuelo a Berlín. En su voluminoso equipaje llevaba letras de crédito del Reich, por un valor de dos millones y medio de marcos, destinadas para efectuar compras en Rumania. A las 8.30 horas se presentaron los tres altos jefes de las SS en las oficinas del SD en Bucarest, instaladas en un anexo de la Embajada alemana en la calle Calea Victorei. Allí confiscaron gran número de luises de oro franceses y sumas ingentes de letras de crédito del Reich. Fueron detenidas dos personas. A las 13.50 horas del 29 de septiembre de 1943 aterrizaba en el aeropuerto de Berlín-Staakn el avión correo procedente de Bucarest. Los miembros de la comisión especial detuvieron allí a un untersturmführer llamado Walter Hausmann, quien con grandes muestras de nerviosismo preguntó a la tripulación por un correo del SD. Después de un breve interrogatorio, Hausmann confesó de pleno y admitió ser cómplice en el fraude de las letras de crédito. Nombró cuatro altos jefes del SD en Berlín que estaban igualmente complicados. A las 14 horas, estos hombres estaban ya entre rejas... —Bien, podemos ir a almorzar ahora -propuso Thomas Lieven al coronel Werthe. Estaban ante un teletipo por el cual a cada hora Canaris informaba a su coronel. —Está usted de suerte, amigo -dijo Werthe, y sonrió. —¿Cuándo han tomado el avión esos caballeros? -preguntó Thomas. —Hace una media hora. Un juez de las SS y dos componentes de un tribunal militar. Llegarán aquí entre las 16.30 y las 19.00 horas. A las 16.30 horas mandó Thomas Lieven que la bonita Nanette le ayudara a ponerse el abrigo y salió a la calle. «Dios quiera que no haya niebla, puesto que si hay niebla esos jueces no podrán aterrizar. Y entonces mi venganza sería incompleta; esos perros sanguinarios que en cierta ocasión quisieron apalearme a muerte...» Los jefes del SD en la Avenue Foch recibieron a Lieven con expresión muy seria y grave. Thomas comprendió al instante que Himmler no les había prevenido. Eicher, el sturmbannführer de cara rojiza, y su pálido ayudante Winter hablaron en un tono muy tajante con nuestro amigo. Se comportaron como aquellos generales alemanes que durante los últimos años de la guerra, y por
el menor motivo, mandaban fusilar a soldados alemanes y que antes de la ejecución se presentaban para explicarles a sus víctimas por qué motivo habían dado la orden de fusilarles. Así se comportaron esos dos hombres con Thomas Lieven, que en un traje fresco de color gris, camisa blanca, corbata negra, zapatos y calcetines negros, se sentaba Con las piernas cruzadas, delante de ellos. EICHER: -Compréndalo usted, Lieven, personalmente no tenemos nada en contra de usted. Pero se trata del Reich, de la colectividad. WINTER: -Ya puede usted sonreír, Lieven. La sonrisa se le pasará cuando esté ante el consejo de guerra... EICHER: -Legal es aquello que ayuda al pueblo alemán; ilegal, todo aquello que puede dañarle. Quiero que lo comprenda usted... —¿Me permiten una pregunta? -Thomas sonrió muy amablemente-. ¿Son solamente las cinco y diez o acaso mi reloj se retrasa? En la mirada que le dirigió Eicher había una sincera admiración. —¿Por qué no fue persona decente y se unió a nosotros? Hoy podría ser usted sturmbannführer. Su reloj va bien. Thomas se puso en pie, se acercó indolente a la ventana y miró hacia el otoñal jardín y luego elevó la mirada hacia el cielo. No había niebla. —Cuéntenme ustedes, caballeros, cómo han logrado averiguar mis andanzas -dijo Thomas Lieven. El sturmbannführer Eicher y su ayudante le contaron a Thomas cómo gracias a la stabshauptführerin Mielke se habían enterado de que Thomas Lieven había ayudado a salir del país a una peligrosa combatiente de la Resistencia, llamada Yvonne Dechamps. Lieven les escuchó muy amablemente y luego consultó de nuevo su reloj. —¿Firmes hasta el último momento, eh? -gruñó Eicher-. Así me gusta, hombre, así me gusta. —Todas las pruebas en contra de usted han sido presentadas ya al reichsführer de las SS -dijo Winter-. El consejo de guerra se reunirá dentro de los próximos días. —Y nadie podrá ayudarle a usted -dijo Eicher-. Ni Werthe. Ni tampoco el almirante Canaris. ¡Nadie! De nuevo consultó Thomas su reloj. Desde el corredor llegaban unos sordos ruidos: voces, órdenes, pasos. Thomas sintió que su corazón empezaba a latir más fuerte.
—Confío que ustedes me harán el honor de estar presentes cuando me cuelguen. —¿Qué ocurre ahí fuera? -preguntó Eicher, y levantó la cabeza. Se abrió la puerta y se presentó un ordenanza muy asustado, saludó y anunció con voz temblorosa: —Tres caballeros de Berlín, sturmbannführer, muy urgente... Comisión especial nombrada por el Reichssicherheitshauptamt. «Por fin -se dijo Thomas. Por tercera vez aquel día levantó la mirada hacia el cielo-. Gracias, buen Dios...» Eicher y Winter estaban como petrificados. —¿Comi... comisión espe...cial? -tartamudeó Eicher. Pero en aquel momento entraban ya. El juez de las SS, que ostentaba el cargo de gruppenführer, llevaba uniforme negro, botas altas y tenía un aspecto duro y enigmático. Los dos miembros del consejo de guerra eran más bajos, llevaban gafas y saludaron con el brazo en alto. También el juez de las SS levantó el brazo. Su voz sonó muy fría: —Heil Hitler! ¿Sturmbannführer Eicher? Encantado. Al instante le daré las explicaciones pertinentes. ¿Cómo se llama usted? —Untersturmbanführer Winter... —¿Y usted? Mientras, Eicher se había recuperado un poco. —Se trata solamente de una visita. Puede usted retirarse, señor Lieven... El juez de las SS volvió la cabeza: —¿Sonderführer Thomas Lieven? —El mismo -dijo nuestro amigo. —Le ruego se quede usted aquí. —Pero... -empezó Eicher. —Sturmbannführer, llame usted al obersturmführer Redecker a esta habitación. Pero ni una sola palabra de advertencia, ¿entendido? Instantes después se presentaba el cuñado de Heinrich Himmler con una sonrisa en sus delgados labios. Pero la sonrisa se esfumó cuando vio a los visitantes. —¡Compruebe usted si ese hombre lleva armas encima! -le ordenó el juez de las SS a Winter. Winter, incrédulo, obedeció. Redecker empezó a tragar saliva, se tambaleó y se dejó caer en un sillón. El juez de las SS se lo quedó mirando con profunda repugnancia
—Obersturmführer, queda usted detenido. El cuñado del jefe de la policía alemana empezó a sollozar y Winter, cada vez más pálido, se atragantaba continuamente. Y, de pronto, Eicher gritó con voz quebrada: —¿Por qué...? Con voz helada contestó el gigante en uniforme negro: —El obersturmführer está complicado en un fraude de millones con letras de crédito del Reich. Conjuntamente con el untersturmführer Petersen, asesinado en Toulouse, ha causado al Reich perjuicios monstruosos. Las investigaciones nos dirán qué otros miembros del SD en París están igualmente complicados en este caso. Eicher miraba atónito, al juez. —No entiendo una sola palabra... ¿Quién ha presentado esta monstruosa denuncia? El juez en uniforme negro se lo dijo. Eicher abrió desmesuradamente la boca, se volvió hacia Thomas Lieven y tartamudeó: —Usted..., usted..., usted... Y entonces sucedió algo que por poco le hace perder el sano juicio a Eicher: el juez de las SS se acercó a Thomas Lieven, le estrechó la mano y le dijo: —Sonderführer, en nombre del reichsführer de las SS, le expreso mi agradecimiento y mi reconocimiento. —Muchas gracias -dijo Thomas, muy modesto-. Ha sido un placer ayudarles. —El reichsführer de las SS manda decirle que se ha puesto ya en contacto con el almirante Canaris. En el asunto sabido no se emprenderá ninguna acción contra usted. —Muy amable de parte del señor Himmler -dijo Thomas Lieven.
10 En el asunto de las letras de crédito del Reich fueron detenidas veintitrés personas. Entre los complicados se encontraban solamente dos franceses y tres rumanos. El proceso se celebró a puerta cerrada. Dos franceses, un rumano y el untersturmführer Hausmann fueron condenados a muerte; los demás, a muchos años de cárcel. El obersturmführer Redecker fue condenado a ocho años. Pero Heinrich Himmler demostró una vez más su apego a la familia; el obersturmführer Redecker permaneció solamente medio año entre rejas. Luego, por orden personal del reichsführer de las SS, fue puesto en libertad y llamado a Berlín. Allí trabajó en un cargo de poca responsabilidad hasta el final de la guerra. Hoy día es miembro prominente de un partido nacional alemán, en el norte de su patria...
11 El 13 de octubre de 1943, Italia declaraba la guerra a Alemania. El 6 de noviembre, los rusos conquistaban Kiev. Durante aquel invierno, el movimiento de la Resistencia francesa se fue haciendo cada vez más peligroso y potente. A cada día que pasaba, los alemanes iban perdiendo el control de la situación. Con agrio humor contemplaban Thomas Lieven y sus amigos en el hotel Lutetia la actitud de los traficantes franceses y de las cortesanas. Hasta aquellos momentos habían pactado con los alemanes, pero ahora empezaban a hacer gala de su patriotismo. Los miembros más antiguos de los bajos fondos descubrían de pronto sus impulsos patrióticos y ponían sus conocimientos especiales al servicio de la Resistencia. Con ello se ganaban un «salvoconducto» para los inciertos tiempos que se avecinaban. Y las cortesanas de mayor éxito en la ciudad, entregaban sus joyas, tan difícilmente adquiridas, a la Resistencia... Ocupantes y ocupados vivían dominados por una extraña fiebre. Cada vez más perdían el dinero, la decencia y la moral, su valor y significado. La vida se parecía a un baile sobre un volcán. Del modo más absurdo que cabe imaginarse despilfarraban los nuevos ricos sus fortunas. Cada vez más oscuras y denigrantes eran las acciones de ciertos círculos..., tanto por el bando alemán como por el francés. El Abwehr trabajaba a marchas forzadas. De los casos en que intervino Thomas Lieven durante los meses de invierno, citaremos solamente cuatro: Primero. Por los días en que Roosevelt, Churchill y Stalin se reunían en conferencia en Teherán, descubrió Thomas Lieven, con pruebas tangibles, que un tal Werner Lamm, amigo personal de Hermann Goering, era un individuo de dudosa fama. Ese Lamm había urdido una bonita trama para encubrir sus transacciones ilegales bajo el manto de una acción político-económica. Con el llamado «pool de las alfombras», dominaba Inglaterra desde hacía años el mercado de las alfombras en el mundo entero. El señor Lamm le dijo a su amigo el mariscal del Reich: —¡Voy a destruir ese «pool» de los ingleses! Esto impresionó a Goering. Autorizó a Lamm para que mandara unas
6.000 alfombras de Holanda a París. Estas alfombras procedían, en su mayor parte, de propiedad privada judía. Lamm las había robado o confiscado. Instaló una bonita tienda en los Campos Elíseos y... se dedicó a vender alfombras. Pero, mientras tanto, seguía comprando y robando alfombras en Francia. Y nadie tenía valor de pedirle cuentas al amigo personal de Goering. ¿Nadie? En colaboración con el coronel Werthe y el pequeño comandante Brenner, le tendió Thomas Lieven una trampa al señor Lamm. Hizo llegar a sus oídos la dirección de una finca rural de las afueras de París que pertenecía a un judío y en donde había maravillosas alfombras de Esmirna y persas. La finca pertenecía, efectivamente, a un judío..., pero sudamericano. Esto no lo sabía Lamm. Mandó confiscar las alfombras y esto fue su perdición. La Embajada sudamericana protestó cerca del decano del Cuerpo diplomático, el cónsul general noruego Nordling. Y éste se presentó al comandante general militar alemán en Francia, el general Karl Heinrich von Stülpnagel. El escándalo fue tan comentado por los diplomáticos neutrales en París, que incluso ni Goering se atrevió ya a proteger a su amigo. El señor Lamm perdió toda su fortuna y fue a parar a la cárcel... Segundo. Del mismo modo procedió nuestro amigo con los profesores Dienstag y Landwend, que por las navidades del año 1943, por aquellos días en que los ingleses hundían ante la costa de Noruega el acorazado Scharnhorst, se dedicaban a comprar en Francia, en nombre del mariscal del Reich, objetos de arte y cuadros... con francos falsificados en las cercanías de Stuttgart. Thomas Lieven descubrió que cuatro lienzos que los dos profesores habían comprado en París procedían de la propiedad del diplomático suizo Eugen Treumer, a quien acababan de ser robados. De nuevo intervino el comandante general alemán en Francia. El escándalo adquirió proporciones tan alarmantes, que Goering fue llamado a presencia de Hitler. A propósito de ese incidente: los dos ladrones profesionales que se llevaron los cuatro cuadros de casa de Eugen Treumer, y que luego los hicieron llegar a manos de los dos profesores, eran viejos amigos de Thomas Lieven. Les pagó muy bien esta intervención en el caso y la policía jamás descubrió sus huellas...
Tercero. El 4 de enero de 1944 cruzaron los rusos la antigua frontera polaca. El 22 de enero desembarcaron en Italia, cerca de Anzio, las tropas aliadas a retaguardia de las posiciones alemanas. Casi por los mismos días organizó Lieven su «negocio de los limones». A principios del año había recibido nuestro amigo una carta desde Burdeos. Esta carta procedía de un antiguo especialista en forzar cajas fuertes y a quien Thomas conocía de haber formado parte de la banda de Chantal Tessier en Marsella. La carta, escrita en un papel muy malo, y con muchas faltas de ortografía, decía: Querido amigo. Aquí en el muelle hay un almacén que es vigilado por la Marina de guerra alemana. Hay allí 420 toneladas de papel de fumar, dispuesto para ser embarcado. Puesto que América ha entrado en la guerra, ese papel no ha podido ser embarcado. Se trata, amigo mío, de excelente papel, precio de venta diez francos suizos el kilo. Una fortuna. El SD quiere apoderarse del papel por considerarlo «propiedad enemiga». Por esto apresúrate, amigo mío. Thomas Lieven se dio prisa. Sabía que aquello de que se apoderaba el SD era en beneficio de unos pocos solamente. Se fue a Burdeos. Allí, el comandante Brenner conocía a un capitán de navío de la Marina de guerra. Y desde un principio Thomas Lieven se entendió muy bien con el capitán de navío. Desde el asunto de los cuadros, Thomas gozaba de la íntima amistad del diplomático Eugen Treumer. Por mediación de Treumer le recomendó Thomas al capitán de navío a un hombre en Basilea que estaba dispuesto a comprar el papel americano. Precio: Setecientos sesenta mil francos suizos. Ante esta cifra capituló, incluso, la Marina de guerra alemana. En una época en que los trenes estaban atestados, en que no había trenes suficientes para el transporte de tropas, cuatrocientas veinte toneladas de papel de fumar atravesaron toda Francia, con destino a Basilea. Thomas Lieven cuidó en todo momento que la mercancía llegara sin contratiempos de ninguna clase a su punto de destino. ¡Setecientos sesenta mil francos! Una cantidad capaz de poner en pie a un moribundo. La Marina de guerra alemana se benefició de la transacción: Con los setecientos sesenta mil francos suizos compraron en España limones ricos en vitaminas para los tripulantes de los barcos, tan expuestos al escorbuto, sobre
todo, las tripulaciones de los submarinos. Y Thomas Lieven recibió como comisión y en señal de agradecimiento treinta mil marcos alemanes. Cuarto. El 19 de marzo de 1944 llegaron las tropas rusas a la frontera rumana. Aquel mismo día se presentaba Thomas Lieven en compañía del coronel Werthe y del comandante Brenner en la ciudad de Poitiers. Habían recibido la señal de alarma de una tal Charlotte Régnier, una nueva agente del Abwehr de París. Charlotte Régnier, de cuarenta años de edad, rubia, de pecho lleno, poco agraciada y muy nerviosa, era considerada, desde hacía algún tiempo, como la mejor colaboradora del Abwehr en aquella zona. El pequeño comandante Brenner había logrado ganarse a la escritora francesa para los servicios alemanes. Casi a diario sus informes, siempre sensacionales, provocaban el mayor desconcierto en el hotel Lutetia. Charlotte Régnier había informado de la creación de un nuevo y potente Maquis en las cercanías de Poitiers. Más de doscientos franceses fueron arrestados e interrogados durante muchos días... Y doscientos franceses fueron, poco después, puestos en libertad. El sonderführer Lieven logró averiguar que el comandante Brenner no había contratado en verdad a una superagente. La rubia Charlotte hacía sólo medio año había sido dada de baja en un sanatorio mental. Los médicos habían declarado que no era peligrosa..., pero la mujer estaba loca...
12 El 23 de marzo de 1944 fue invitado Thomas Lieven a una gran fiesta social que daba un francés amigo suyo de negocios. En esta recepción se aburrió de lo lindo hasta que hizo acto de presencia una mujer en un vestido de noche verde. ¡Y entonces consideró que la fiesta era la más divertida de este mundo! La dama de verde tendría unos veintiocho años de edad. Llevaba el pelo peinado hacia arriba. Los ojos eran de un color marrón castaño. Se parecía muchísimo a la actriz de cine Grace Kelly. —¿Quién es? -le preguntó al instante Thomas Lieven al anfitrión. Y éste le dijo quién era la mujer. Vera, princesa de C..., así es como nosotros llamaremos a la dama. Vive entre nosotros y goza de nuestra mayor simpatía. Por este motivo vamos a silenciar su apellido. —Una de las más antiguas familias de la nobleza alemana -explicó el anfitrión a nuestro amigo-. Está emparentada con las familias nobles de todo el mundo, con el viejo Guillermo, los Windsor, el conde de París... ¡Con todo el mundo! —¿Tendría la amabilidad de presentarnos? -suplicó Thomas. El anfitrión los presentó. La princesa se comportó de un modo muy raro. ¡Jamás en su vida había conocido Thomas a una mujer tan reservada, fría y engreída! El hombre sacó a relucir todos sus encantos. Pero la princesa sonreía de un modo mecánico, y cuando él hacía una de sus observaciones más agudas, se limitaba a decir: —¿Qué quiere decir con esto, señor... Lieven? Esta actitud excitó a nuestro amigo. ¡La mujer le gustaba! Poco le importaba su ascendencia aristocrática. No era un snob. No necesitaba a ninguna princesa en su colección. No, era la mujer en sí...; ¡la mujer le encantaba! Y por este motivo prosiguió sus esfuerzos. Preguntó si podrían volver a verse..., ir a la Ópera... —... cocino y dicen que lo hago bastante bien. ¿Puedo cocinar algo para
usted? ¿Mañana, tal vez? —Del todo imposible. Esta semana estoy invitada todas las noches en casa del señor Lakuleit. ¿Le conoce usted? —¿Lakuleit? -En otra ocasión había oído Thomas ese nombre. ¿Cuándo? ¿Dónde?-. No, no conozco a este feliz para el que usted dispone de tanto tiempo. Finalmente, nuestro amigo desistió. Era en vano. Inútil. Enojado, fue el primero en abandonar la reunión. Dos días más tarde, la princesa le llamaba inesperadamente a su casa. Se disculpó por haber tratado con aquella frialdad a Thomas. Cuando se marchó, el anfitrión le contó que era oriundo de Berlín y que poseía un pequeño Banco en París. El anfitrión sólo conocía a Lieven como banquero. Nadie, excepto los directamente afectados, estaban al corriente de las actividades de Thomas Lieven en París como agente... —... le hablé a usted del señor Lakuleit -le, oyó decir Thomas a la princesa-. Imagínese usted, ¡también él es berlinés! Es decir, nació en Koenigsberg... Me dijo usted que le gustaba cocinar y entonces, él ha tenido una ocurrencia muy divertida. Le gustaría comer Königsberger Klopse, y aquí no hay nadie que sepa hacerlos... Venga usted mañana a nuestra casa, es decir, a casa del señor Lakuleit... Nuestro amigo aceptó la invitación. Y, luego, comenzó a meditar... Lakuleit... Lakuleit... «¿Dónde he oído con anterioridad ese nombre?» Thomas lo preguntó al coronel Werthe, pero la información que éste le dio no le satisfizo. Oskar Lakuleit era propietario único de la Intercommerciale S.A. (IC) en París. Esta firma había recibido el encargo del «plenipotenciario del parque móvil» (BdK) en el Alto Estado Mayor alemán para comprar, en nombre de la Wehrmacht, todos los automóviles usados que había en Francia. Lakuleit trabajaba a plena satisfacción de sus mandatarios. Un hombre muy eficiente. En Berlín había sido propietario de un garaje. Ahora tenía dinero, mucho dinero... Lakuleit... Lakuleit... ¿Dónde había oído Thomas ese nombre? Lakuleit vivía en París, cerca del bulevard Pereire. Un criado de librea abrió la puerta a Thomas y le acompañó a una sala que daba la impresión de ser una tienda de antigüedades. En las paredes colgaba un cuadro al lado del otro. Una alfombra sobre la otra. Thomas creía no poder respirar allí dentro.
El criado condujo a Thomas a la biblioteca. Allí estaba el dueño de la casa, y telefoneaba. Desde el primer momento le resultó antipático a Thomas: era muy alto y muy obeso. Contaría unos cuarenta años. Cráneo redondo. Frente estrecha. Pelo rubio muy corto, ojos húmedos y penetrantes. Y sobre los gruesos labios, un bigote rubio pálido...
MENÚ Fondos de alcachofa rellenos Finas albóndigas de Koenigsberg * Beignets de ananás
París, 26 de marzo de 1944 Ante la especialidad prusiana oriental, se comporta extrañamente una princesa... Fondos de alcachofa rellenos Se toman unos ocho fondos de alcachofa -que pueden conseguirse en todo momento en latas o potes de conserva-, se disponen sobre una fuente y se gotean con zumo de limón. Se cubren con 50 gramos de aceitunas negras sin hueso y rodajas de dos pequeños puntos rojos y huevos duros. Se agita zumo de limón, aceite, cebollas finamente picadas y perejil para formar una salsa, y se vierte sobre los fondos de alcachofa rellenos, adornándose la fuente con perejil. Finas albóndigas de Koenigsberg Se toma medio kilo de carne de ternera y otro medio kilo de cerdo, se pasa por la máquina de picar carne y se mezcla bien con un panecillo sin miga, bien ablandado, 2 huevos y cebollas hervidas finamente picadas. Se sazona con sal, pimienta y pasta de sardinas, formando con todo ello albóndigas redondas, de mediano tamaño, con las manos desnudas. Se prepara una salsa clara de mantequilla con un poco de harina, se añade caldo de carne y un vaso de vino blanco, se deja hervir bien, introduciendo luego en
el líquido las albóndigas, se agita la salsa con dos yemas mezcladas con nata ácida, se añade aún una cucharada de alcaparras, se sazona con pimienta, sal y zumo de limón y se dejan calentar las albóndigas durante algún tiempo en la salsa, pero sin que llegue a hervir. Beignets de ananás Se toman rebanadas de ananás fresco o en conserva y se cortan por la mitad. Se prepara una espesa masa de 1/8 de litro de leche, 125 gramos de harina, dos huevos enteros, algo de sal y un chorro de ron. Se introducen en la masa los pedazos de ananás y se cuece en manteca caliente, hasta adquirir una tonalidad amarilla dorada. Se deja gotear la grasa y se sirven los beignets adornados con azúcar. No dejó de telefonear cuando entró Thomas y se limitó a indicarle, con un movimiento de su mano, que tomara asiento. Con rostro muy encarnado gritó al auricular: —Oiga usted, Neuner, me importa una m... que su esposa de usted esté enferma. Bah, bah, bah, ¡ni injusticias ni cuentos por el estilo! Sí, a eso lo llamo yo robar. ¡Robar! Le advierto a usted, Neuner, no me provoque usted o hago que le manden a primera línea del frente. ¿Inútil para todo servicio? Vamos, no me haga reír. Basta ya. ¡Queda usted despedido! Lakuleit dejó caer el auricular en la horquilla y se levantó sonriente. —Hola, señor Lieven. Encantado. Era uno de mis contables. Le he puesto de patitas en la calle. Un insolente, ese individuo. Cosas como éstas no las podemos consentir, ¿no le parece a usted? -Le dio unos golpecitos en el hombro a Thomas-. Bien, viejo berlinés, vamos a tomar una copa y luego le llevo a la cocina. La princesa llegará de un momento a otro. Mi esposa se está retrasando en el vestir..., como siempre. Thomas observó que Lakuleit lucía tres anillos con brillantes en sus dedos de salchicha. El caballero le resultaba cada vez más antipático... La cocina era inmensa. Una cocinera, un cocinero y dos criadas ayudaron a Thomas. Lakuleit bebía el Hennyse en vasos de agua. Luego entró la princesa Vera de C. en la cocina. Llevaba un vestido de noche rojo, muy escotado. Y si durante el primer encuentro se mostró fría y reservada, durante el segundo exageradamente provocadora. Thomas Lieven se dejó llevar por un terrible presentimiento. Cuando conoció en el salón comedor a la señora Lakuleit se agudizó aún
más este presentimiento. Olga Lakuleit tenía las mejillas hundidas, el pelo teñido de rubio y los ojos apagados. Y no daba la impresión, a pesar de ello, de tener mucho más de treinta años... «Oh, Dios, esa pobre mujer -se dijo Thomas-. ¿Acaso la princesa es la amante de ese gordo? Al parecer. ¿Por qué habré aceptado la invitación? ¡Soy un ser repugnante!» La velada se fue haciendo cada vez más repulsiva. Olga Lakuleit no pronunció una sola palabra. No bebió y apenas probó la comida. De pronto, las lágrimas empezaron a resbalar por sus mejillas. —Será mejor que subas, Olga-dijo Lakuleit, tajante y brutal. Olga Lakuleit se puso en pie y abandonó el salón comedor. —¿Otro Klops, señor Lieven? -preguntó el anfitrión. La princesa le dirigió una encantadora sonrisa. Pero Thomas había perdido el apetito. Después de la cena se dirigieron hacia la biblioteca. Y allí, mientras tomaban el café y sorbían coñac francés, el gordo no se anduvo ya por las ramas: —Mire usted, Lieven. Usted es berlinés, yo soy berlinés. Usted tiene un Banco y yo un gran negocio. Pero los tiempos en que vivimos son una m... No nos engañemos, el carro ha quedado atascado y pronto volcará. Hemos de pensar en el futuro. ¿Estoy en lo cierto? —No sé de qué está hablando usted, señor Lakuleit -replicó Thomas, con extrema frialdad. El gordo rió divertido. —¡Pues, claro que lo sabe usted! ¿Quién sino usted? No cabe la menor duda de que usted ha transferido ya su dinero a Suiza. Lakuleit se expresó de un modo muy claro: Él y sus amigos habían amasado una verdadera fortuna en Francia. Si Thomas encontraba un camino, gracias a sus buenas relaciones, para transferir el dinero a Suiza, le garantizaban que esto no sería en verdad en perjuicio para él. —¡Le reservaremos a usted la parte del león, Lieven! Thomas estaba harto ya. Se puso en pie. —Temo que se ha equivocado usted en mi persona, señor Lakuleit. Yo no hago esas cosas. En aquel momento intervino la princesa. Intercedió en favor de Lakuleit. Esto acabó con las buenas intenciones de Thomas. La amiga de un hombre casado... y de un hombre como aquél. ¡Diablos!
—Señor Lieven, tal vez le interese a usted el negocio si sabe quiénes son los amigos del señor Lakuleit... —¿Ha oído hablar alguna vez de Goering? -preguntó el gordo-. ¿Bormann? ¿Himmler? ¿Rosenberg? Le aseguro a usted que hay millones en este negocio..., ¡también para usted! —No me dejo comprar. —¡Déjese de tonterías, hombre! Todos los hombres se dejan comprar, todo depende del precio. Éste fue el final. Thomas se despidió de un modo muy brusco. Estaba fuera de sí de ira. ¡Ese obeso cerdo! «Voy a ver lo que se esconde detrás de todo esto. El asunto no me parece muy limpio...» Mientras Thomas se ponía su abrigo en el vestíbulo surgió, de pronto, la princesa. —También yo me voy. ¿Puede usted llevarme a casa? Vivo muy cerca de aquí. Thomas asintió en silencio. Era tanta su ira, que no tenía ánimos para hablar. Y tampoco habló cuando salieron a la calle. En silencio, acompañó a la dama hasta la puerta de su casa. La mujer abrió la puerta y, luego, se apoyó contra el marco. —¿Bien, Tommy? -dijo la descendiente de la más antigua nobleza alemana. Su voz sonó muy ronca. Thomas se la quedó mirando, atónito. —¿Cómo...? —Vamos, bésame... ¿Qué esperas? Le cogió por el brazo, le abrazó y le besó salvajemente. —Quiero que me ames -susurró la princesa. Le volvió a besar y dijo, en voz casi demasiado alta, unas frases que nos vemos obligados a no reproducir. ¡Vaya con esos Hohenzollern! ¡Vaya con esos Windsor, Colonnas! ¡Querido conde de París! Por respeto a todos vosotros, vamos a silenciar lo que dijo aquella mujer de pelo rubio..., por respeto a todos vosotros y a la censura. En el mismo momento en que Thomas Lieven escuchaba aquellas cosas tan monstruosas de labios de la princesa Vera de C., un súbito presentimiento asaltó a Thomas Lieven. ¡¡¡Lakuleit!!! Ahora sabía dónde había leído este nombre. En el Diario del difunto
untersturmführer Petersen. En aquel diario figuraban los nombres de muchos complicados en negocios sucios... Lakuleit... Sí, muy claramente veía ahora Thomas Lieven escrito el nombre. Y, detrás, tres signos de exclamación. Debajo, las siglas de otro nombre: «V. v. C.: 2.» Y detrás, un interrogante...
13 Por lo general, Thomas Lieven se dejaba seducir muy gustosamente. A pesar de lo atractiva que encontraba a la aristocrática rubia, tan misteriosa y dudosa se le antojaba por otro lado la princesa. Además, la dama tenía unos amigos muy sospechosos. Muy amable, pero muy firme también, retiró las manos de la rubia de su cuerpo y dijo: —Ha sido una velada encantadora. ¿Permite que me despida ahora, encantadora princesa? Los ojos castaños de la princesa se hicieron muy pequeños. Queridos lectores... Imagínense ustedes a una atractiva y encantadora rubia dominada por la ira. La hermosa mujer habló entre dientes. —¿Te has vuelto loco, Tommy? ¿Acaso puedes abandonarme ahora en este estado...? —Temo, apreciada princesa, que está usted íntimamente ligada al señor Lakuleit. -Habló Thomas, muy sonriente-. Y no quisiera interferirme en estas relaciones. Unas relaciones tan morales y tan armónicas. Abrió la puerta de la casa. La mujer intentó retenerle. Thomas se liberó. La mujer golpeó con sus pequeños pies contra el suelo y gritó con voz aguda: —¡Quédate conmigo, imbécil! -Y golpeó con sus puños contra su pecho. Thomas dio media vuelta y, sin preocuparse ya más por la excitada rubia, se alejó por el bulevar. Por fin, aire puro y fresco... Sí, eso era lo que necesitaba en aquellos momentos. Muchacho, ¡vaya noche! ¡Y vaya con la nobleza alemana! Las damas de la burguesía no podían competir con ellas. «Un poco degenerada, la jovencita -se dijo Thomas-, pero muy cariñosa y muy bonita. Es curioso, juraría que es una buena muchacha. Bien educada. Inteligente. Encantadora... cuando quiere serlo. ¿Qué puede encontrar una mujer como ella en un individuo como ese Lakuleit? ¿Por qué figurará su nombre en el Diario de cubiertas negras del difunto Petersen?» Thomas se detuvo, se plantó ante un árbol y dijo en voz alta: —Escucha, imbécil, ¿no te habrás enamorado de Vera, verdad?
Pero el árbol no respondió, puesto que estas palabras tampoco iban dirigidas a él. Thomas siguió su camino. «Tonterías -se dijo-. ¿Enamorado? ¿De ese tiburón rubio? Ridículo. Pero veamos lo que se esconde tras las artimañas del señor Lakuleit.» Aquella noche, el 26 de marzo de 1944, la hermosa criada Nanette tenía su noche libre. Thomas Lieven abrió la puerta de la calle, encendió la luz eléctrica en el pequeño vestíbulo, se quitó el abrigo y entró en la pequeña biblioteca. Un hombre se hallaba sentado en el sillón delante del hogar. Tenía unos bigotes muy cuidados. Nariz aguileña. Una mirada eternamente irónica. Traje azul, un poco raído. Una pipa estilo Sherlock Holmes en la mano. El caballero exhaló una nube de humo azulado y dijo, con expresión muy significativa y dándose mucha importancia: —Eso sí que no lo esperaba, ¿verdad, señor Lieven? —Buenas noches, coronel Siméon -suspiró Thomas, y se quedó mirando divertido al agente secreto francés y héroe de novela barata, con el cual había convivido ya momentos tan emocionantes-. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos. El coronel Siméon, que se parecía a Adophe Menjou, pero mucho más alto y fuerte, se puso en pie. —He abierto la puerta con una llave falsa. Su juego ha terminado, caballero. —Un momento, querido amigo. Su tabaco..., no lo tome a mal..., huele de un modo bestial. ¿Ve aquel bote allí? En él encontrará auténtico tabaco inglés. Botín de la Wehrmacht alemana. No tenga reparos. El agente del servicio secreto francés, siempre tan falto de dinero, vació su pipa y la llenó de nuevo con el tabaco que le ofrecía Thomas. —Personalmente no tengo nada en contra de usted, señor Lieven. Fui yo quien le ganó a usted para el Deuxième Bureau. Pero su juego ha terminado. —Eso ya lo ha dicho una vez. Espere un momento y le prestaré la debida atención... De pronto dejó Siméon caer su pipa, y una pistola apareció en su mano. —¡No se acerque al armario! ¡Levante las manos! —Vamos, vamos, coronel -dijo Thomas, y movió incrédulo la cabeza-. ¿Tan asustadizo como siempre? —A mí no me engaña usted. Iba a abrir el armario, ¿verdad?
—En efecto, sí. —Y coger un arma... —No, en el armario no hay ningún arma... —¿Sino...? —Mi bar. Iba a preparar algo para beber. El coronel avanzó tres largos pasos, abrió el armario y se sonrojó ligeramente. —Un hombre de mi profesión debe hacer uso siempre de las mayores precauciones -gruñó. Thomas empezó a preparar las bebidas. —Sobre todo, cuando se trata de un traidor como usted -prosiguió Siméon. —¿Con soda o con agua? —Con soda. Con un triple o cuádruple traidor como usted, señor Lieven. —¿Un poco más de whisky, así? Siméon apartó enojado la mirada. Thomas le miró lleno de compasión. En el fondo, simpatizaba con aquel hombre. —Dígame, coronel, ¿qué hace la encantadora Mimí? —¿Y cómo quiere que lo sepa yo? —Oiga, coronel, usted fue quien arrebató a Mimí de mi lado. Quería casarse con usted, tener hijos, muchos pequeños patriotas franceses... ¿Y no sabe usted nada de ella? —Mimí me abandonó. Hace ya un año de ello. ¿ Se imagina usted una cosa así? -preguntó con voz hosca el coronel. —A pesar de todo, brindemos por Mimí. ¿No es un consuelo para usted recordar que también me abandonó a mí? —No. —Muy amable. Y ahora explíqueme usted por qué ha terminado mi juego. —No me ha dejado usted que terminara antes. He dicho que su juego había terminado; quería decir que su juego terminará si no deja en paz a la princesa. —¿Qué princesa? —Sabe muy bien a qué princesa me refiero. Esta noche ha estado usted con ella. —Créame, ni la he tocado... —No sea usted frívolo, se trata de un asunto de vida o muerte. Le
prevengo a usted, Lieven. Tenemos impresionantes dossiers sobre esta mujer... —Dios santo, ¿y qué servicio secreto no los tiene? —Le prevengo por última vez, Lieven. No se refugie en ese cinismo. Usted sabe muy bien la importancia que ha adquirido la Resistencia en Francia. Podemos liquidarle el día menos pensado... si así nos lo proponemos. Pero, en el fondo, le tengo una cierta simpatía... —Vamos, vamos... —Sí..., recuerdos... Nuestra huida de París..., Mimí..., Toulouse..., el coronel Débras..., Josefina Baker... Pero tampoco ella le podrá ayudar a usted si no deja en paz a la princesa... y a ese señor Lakuleit... Thomas Lieven se lo quedó mirando atónito. —¿No me va a decir usted que el servicio secreto francés está interesado en el bienestar de ese gordo estafador nazi? —Se lo voy a decir, sí. —Dígame, ¿por qué? —No, no se lo voy a decir, no. -El coronel daba ahora la impresión de estar muy decidido-. Ha sido mi última advertencia, Lieven. Después de ésta, ninguna más...
III
1 —En mi opinión, ese señor Lakuleit es el cerdo más grande que corre por Francia -dijo Thomas Lieven en una habitación del hotel Lutetia, en París. El coronel Werthe y el pequeño y ambicioso comandante Brenner le escuchaban muy atentamente. Cambiaron unas miradas muy significativas-. ¿A cuenta de qué estas miradas tan significativas, caballeros? —Ay, Lieven -suspiró Werthe-, Brenner y yo nos hemos mirado porque creíamos conocer el motivo de su justa indignación. Digo, sencillamente: Vera. —La princesa Vera -dijo el pequeño Brenner, y sonrió-. No me mire tan enojado, señor Lieven. Desde que el SD corre detrás de usted, pues, le tenemos un poco bajo vigilancia... Thomas se dejó llevar por la ira: —¡La princesa me es del todo indiferente! ¡Del todo! -Brenner volvió a sonreír-. ¡No se ría usted! Yo les digo a ustedes: ese Lakuleit huele mal, muy mal; se huele a muchos metros de distancia... Y la princesa es su cómplice. ¡Y también el servicio secreto francés corre detrás de los dos! —¿Sería pedir demasiado que nos dijera quién del servicio secreto francés? -preguntó Werthe. Thomas asintió en silencio-. Afirma usted que el señor Lakuleit pretende transferir las fortunas de Bormann, Himmler y Rosenberg a Suiza. ¿Quiere usted enfrentarse personalmente con Adolfo Hitler? —Señor Lieven, tenga presente que... -empezó el pequeño comandante Brenner. Pero Thomas le interrumpió furioso: —No debería contradecirme usted, Brenner. Cuando el asunto del Maquis se atrevió a contradecirme... y fue ascendido a comandante. Cuando las letras de crédito del Reich, se portó usted de un modo ya más inteligente y colaboró conmigo. ¿Y ahora, poco antes de que le asciendan a teniente coronel, quiere ponerme trabas, estúpido? —Ni hablar de ello, señor Lieven... Yo... estoy plenamente de acuerdo con sus planes, sí, hum... El coronel Werthe suspiró:
—Sólo faltaba eso, que corrompiera usted a mis hombres. El Abwehr de París sometió a estrecha vigilancia al señor Oskar Lakuleit, antiguo propietario de un garaje en el norte de Berlín y ahora millonario, propietario único de la empresa Intercommerciale S.A., que compraba camiones para la Wehrmacht. ¿El resultado? Oskar Lakuleit trataba muy mal a su esposa. Era evidente que la engañaba con la princesa Vera de C. Era muy brutal en sus métodos comerciales, muy brusco en sus modales sociales y un típico nuevo rico. —Todo esto no es motivo para encarcelar a un hombre -dijo el coronel Werthe-. En este caso habríamos de encarcelar a las tres cuartas partes de los hombres que viven en este mundo. —Sin embargo, hay algo que no me gusta en ese individuo -insistió Thomas Lieven-. ¡Algo que huele muy mal! Pero, ¿qué? Hacía ya años que Oscar Lakuleit se dedicaba a la compra de coches usados en Francia. Giraba millones al año. La Wehrmacht le concedía un diez por ciento en todas las transacciones en las que intervenía. El negocio marchaba a plena satisfacción de todos. El «plenipotenciario del parque móvil», le dijo a Thomas cuando éste le visitó: —Deje en paz a Lakuleit, sonderführer. Es nuestro mejor hombre... —Y, sin embargo... -gruñó Thomas, cuando la noche del 7 de abril de 1944 tomaba unas copas de coñac en compañía del comandante Brenner en su pequeña villa-, ese Lakuleit es un criminal... Nunca hasta la fecha me he engañado al enjuiciar a un individuo... En aquel momento sonó el teléfono. Thomas cogió el auricular. —Dígame... —Hola, Tommy -dijo una voz conocida-, ¿qué hace ese feo chico? «Diablos, ¿por qué me habré sonrojado?», se dijo Thomas. Y con voz ronca contestó: —Pues, está muy bien, querida princesa. ¿Y usted? —Siento... nostalgia por usted. ¿Me visitará mañana por la noche? —No. —Mi criada tiene su día libre. Digamos después de la cena. —Temo, sinceramente, que no. —Tengo unos discos maravillosos. Me los han traído de Portugal.
Gershwin y Glenn Miller. Benny Goodman y Stan Kenton. Los tocaremos... ¿A las nueve? La oyó reír y, luego, colgar el auricular sin esperar su respuesta. —Desvergonzada -dijo Thomas Lieven.
2 Llegó a las nueve menos diez. Con tres orquídeas, envueltas en celofán, que le había sido difícil encontrar. En el año 1944 escaseaban las orquídeas incluso en París. La princesa llevaba unas joyas muy valiosas y unos escotes desconcertantes por delante y por detrás y bajo los hombros. Puso los nuevos discos en la gramola. Bailaron un poco. Luego bebieron champaña rosado. Thomas veía en la princesa a una belleza arrebatadora. Se lo dijo así. Y ella le contestó que él era para ella el hambre más excitante del mundo. Y así aterrizaron, sin rodeos de ninguna clase, a las 23 horas sobre el diván. Thomas recibió unos besos como nunca en su vida. —Nunca un hombre me ha gustado tanto como tú... -murmuró la princesa. —También tú me gustas, Vera...; mucho. —Si pudieras hacer algo por mí, ¿lo harías? —Depende... —¿Podrías abrirme la cremallera? —Con mucho gusto. —¿Podrías hacer algo más por mí? —¡De todo corazón! —Entonces deja en paz a Lakuleit. El hombre volvió al instante a la realidad. —¿Qué acabas de decir? La mujer estaba tumbada sobre el diván y le miraba con los ojos entornados. —Mi pequeño Tommy, hace ya semanas que le mandas vigilar, ¿verdad? Thomas no contestó. —Tal vez no te guste que te llame Tommy -dijo la princesa-. Tal vez prefieras que te llame Jean. Jean Leblanc. O Pierre. Pierre Hunebelle. El hombre se puso en pie. Se sentía aturdido. —¿No te gusta tampoco el nombre de Hunebelle? ¿Y Armand Deeken?
¿Recuerdas el contrabando de francos, Armand? ¿O cómo llamaste a engaño a los partisanos franceses..., capitán Robert Almond Everett? ¿O cómo frente a un general alemán te hiciste pasar por el diplomático americano Robert S. Murphy? ¿Quieres que siga hablando, mi querido y dulce y encantador agente del Abwehr? ¿O te has pasado, mientras tanto, al otro bando? —No -dijo Thomas, que había recuperado el dominio sobre sí mismo-. Sigo trabajando para el Abwehr alemán. ¿Y tú? —Pues, adivínalo. —A juzgar por tu gordo amante, yo diría la Gestapo -dijo muy brusco. La princesa lanzó un grito. Se puso en pie de un salto. Antes de que él pudiera evitarlo, le abofeteó en la mejilla derecha y, luego, en la izquierda. Y gritó: —Maldito sucio, asqueroso, ¿qué te crees? Trato de salvarte la vida, ¿y tú? -Thomas se encaminó hacia la puerta-. Tommy, no te marches. -Thomas cruzó el vestíbulo-. Me vengaré, maldita bestia..., pero quédate, por favor, quédate... Thomas cerró la puerta de golpe. Bajó corriendo las escaleras. Oyó cómo abrían la puerta del piso y los gritos y los insultos de la mujer. Salió corriendo a la calle. Allí se tropezó con un hombre que gritó con voz ahogada: —Ay, maldita sea... —Vamos, apártese. Perdón, estoy tan furioso que no se ya lo que me hago. —Y ya no es necesario -contestó el coronel Jules Siméon, muy frío-. Hace dos horas que estoy aquí. Le he visto llegar. Le veo marchar. —Diablos, es usted un agente de mucho talento. —No ha hecho caso de mis advertencias. ¡Muy pronto pagará las consecuencias!
3 —... y delante de la casa había un sujeto del servicio secreto francés informó Thomas Lieven al día siguiente en el hotel Lutetia al coronel Werthe y al pequeño comandante Brenner. El hombre estaba aún muy furioso. —¿Y qué papel desempeña su princesa? —No lo sé, pero pronto lo averiguaré... Coronel, le juro a usted que voy a destruir a ese hombre, yo... —No se meta con Lakuleit, Lieven -le interrumpió Werthe- Esta mañana he recibido un rapapolvo. Del Estado Mayor de Speer. Quieren que dejemos en paz a Lakuleit. ¡Ese hombre es el alma de las defensas del Atlántico! Lakuleit suministra todo aquello que hace falta. El Servicio de Trabajo y el Alto Mando de la Wehrmacht estarían perdidos sin él, Cable telefónico, por ejemplo... La Organization Todt no tenía ya cable telefónico, y Lakuleit les suministró ciento veinte mil metros. —Está bien, mi coronel, le han llamado la atención a usted. Pero, ¿por qué pone usted esa cara de gato pasado por agua, comandante? El comandante hizo un gesto evasivo con la mano: —Todo son disgustos. He recibido una carta de casa. Mi esposa está enferma. Y en junio, con toda seguridad, suspenderán al chico en latín y física. Y, luego, esos malditos impuestos... Poco interesado, preguntó Thomas: —¿Y qué complicaciones tiene usted con la Hacienda? —¡Hace años fui lo bastante idiota para escribir unos artículos para una editorial político-militar! ¡Y fui lo bastante idiota para poner esto en mi declaración de Hacienda! Y en la editorial han efectuado una revisión de libros. Y un maldito contable ha citado mi nombre. Thomas Lieven compuso de pronto una cara como si hubiese perdido el juicio. —¿Un contable...? -tartamudeó. —Sí, señor. Súbitamente Thomas se puso en pie de un salto. Lanzó un agudo grito, abrazó a Brenner y le besó en la frente. Luego salió corriendo de la habitación.
Brenner estaba sonrojado a más no poder. Nunca en su vida le había besado un hombre. —Loco -dijo, consternado-, ¡el sonderführer Lieven ha perdido el juicio! —Nunca -dijo el delgado y amarillento contable Anton Neuner-, nunca, señor Lieven, le olvidaré esto. —Y, ahora, coma usted, señor Neuner, la copa se está enfriando -dijo Thomas.
MENÚ Bouillon de ternera con toast Paloma rehogada con coliflor a la crème Compota de manzanas con cerezas
París, 14 de abril de 1944 La dieta de Thomas Lieven rompe la nuca a cualquiera... Bouillon de ternera Se toma un pedazo de carne de ternera muy magro y se prepara con él un caldo, que se hace hervir con fuerza y se sala sólo débilmente. Se sirve en tazas, con perejil picado muy finamente, acompañado de toast sin corteza. Paloma rehogada Se toman jóvenes palomas, bien limpias y lavadas, y se dejan ablandar en agua, débilmente salada y un buen pedazo de mantequilla, aproximadamente durante 30 minutos, en una cacerola cerrada sobre fuego reducido. Hay que prestar atención a que haya siempre bastante líquido en la cacerola para que las palomas no lleguen a asarse. Coliflor a la crème
Se toma una coliflor meticulosamente lavada, se eliminan los tallos duros y se rompe la coliflor en varios pedazos, que se introducen en agua salada hirviendo hasta que queda bien blanda. Se extrae luego, se deja escurrir y se hace pasar por un tamiz. Se agita bien el puré con una yema, algo de nata dulce y un pedazo de mantequilla y se calienta, una vez más, sobre la llama más pequeña, sin que llegue a hervir. Compota de manzanas con cerezas Se toman manzanas dulces, maduras, peladas y sin hueso, y se prepara con ellas, con el menor azúcar posible, una fina compota. Se adorna con cerezas en conserva escurridas, y se rodea la fuente con la compota con biscuits. Había invitado a almorzar al modesto y humilde Neuner en su villa. Los dos se conocían desde hacía una semana. Hasta hacía muy poco el señor Neuner había sido contable en la Intercommerciale de Oskar Lakuleit. La noche en que Thomas había sido invitado por Lakuleit éste había puesto de patitas en la calle a su contable por teléfono. Aquella fue la primera vez que Thomas oyó el nombre de Neuner. Y las palabras del comandante Brenner lo volvieron a su memoria. Obediente, ingirió el delgado contable una cucharada de sopa, luego dejó caer de nuevo la cuchara en el plato y se quedó mirando a Thomas. —De verdad, no lo comprendo aún. El señor Lakuleit me echa a la calle. Hace gestiones para que me manden al frente. Mi mujer llora de día y de noche y yo me veo ya en Rusia. Y, de pronto, aparece usted, un desconocido, y me proporciona un empleo para que no me manden al frente. ¿Por qué ha hecho una cosa así? —Señor Neuner, soy banquero. Conozco la Intercommerciale. Sé que es usted un hombre muy capaz. ¡Las voces corren! Tanto menos entiendo que el señor Lakuleit le despidiera a usted... Neuner se inclinó sobre el plato. —Por dieciocho marcos y veinticinco pfennings. Sí, ha oído usted bien. Y esto después de haber estado trabajando tres años para él. Neuner informó que una noche en que había trabajado hasta muy tarde en la oficina había cenado luego en un restaurante y había cargado la cuenta a la casa sin antes haber consultado al señor Lakuleit. El gordo lo había
descubierto y por este motivo le había puesto de patitas en la calle. —Y no puede usted imaginarse lo que yo le podría contar a usted sobre sus negocios... Vaya negocios, señor Lieven... —Muy interesantes... —Pero no lo haré. A pesar de lo mal que el señor Lakuleit pueda haberse portado conmigo, no soy ningún traidor... La bonita Nanette sirvió el plato fuerte. —La sopa ha sido excelente. Confío no me servirá ahora un asado. Estoy enfermo. Ulcera de estómago. —Una palomita preparada con mantequilla. He tomado en consideración su estado de salud. —Mi querido señor Lieven, ¡es usted un hombre maravilloso! —No me cabe la menor duda de que ese gordo de Lakuleit vivirá menos que usted. Ese hombre morirá de tanto comer y tantos negocios... —Sí, los coches le llevarán a la sepultura. Y se interrumpió asustado. —Un poco de coliflor. ¿Le gusta la palomita? —Muy buena, incluso en la Riviera no la comí mejor. Un timbre sonó en el cerebro de Thomas Lieven. ¿Neuner, el modesto y humilde contable, en la Riviera? —La receta me la dio uno de los cocineros del hotel Negresco -dijo Lieven-. Suelo alojarme allí, un hotel muy bueno... —Ja, ja, ja, demasiado caro para el señor Lakuleit. Quiero decir, para mí. Yo había de conformarme con una pensión barata. Me necesitaba porque él no habla francés. —Ese señor Lakuleit es un hombre asocial. —Íbamos con mucha frecuencia a la Riviera, hasta la frontera francoespañola -dijo el ingenuo contable-. Nuestros negocios... -de nuevo se interrumpió y miró muy receloso a Lieven. Pero Thomas sonrió: —Un poco más de compota, señor Neuner. Y hábleme de Niza. Hace tanto tiempo ya que no he estado allí...
4 Informe secreto que el Abwehr de París mandó el 12 de mayo de 1944 al Tribunal Superior de Cuentas del OKW en Berlín: ...los interrogatorios, hábilmente dirigidos, del contable Anton Neuner llamaron nuestra atención en lo que respecta a Niza: el comandante Brenner y el sonderführer Lieven fueron destinados a la Riviera. En el curso de tres semanas de esforzados trabajos descubrieron: Oskar Lakuleit compró, en parte robó, en los garajes de los propietarios que habían huido, por lo menos 350 coches de fabricación extranjera (Rolls Royce, Lincoln, Cadillac, Hispano-Suiza, etc.). Las transacciones se efectuaban en el hotel Negresco sirviéndose del contable Neuner como intérprete. Lakuleit mandaba desmontar los coches. Por medio de soborno consiguió permiso de exportación del Gobierno de Vichy para «accesorios de automóvil» y los exportaba a Madrid, en donde las «piezas de accesorios» eran montadas de nuevo y los coches de lujo vendidos a altos precios. Sin duda alguna, estas transacciones de Niza no figuran en los libros de contabilidad de la Intercommerciale. Sospechamos que Oskar Lakuleit, con estos y otros negocios parecidos, ha estafado al Reich alemán muchos millones de marcos.
5 La noche del 29 de mayo de 1944 le llevó Thomas Lieven a la princesa Vera de C. rosas rojas. El día anterior la desconcertante aristócrata le había vuelto a llamar e invitado. Thomas se dijo que estaba más excitante que nunca. —Prometo ser muy buena chica esta noche -dijo Vera-. ¡Ni una sola palabra sobre Lakuleit! Vera mantuvo durante muchas horas su promesa aquella noche, y el hecho de que la rompiera al final no fue culpa suya. Bailaron. Flirtearon. Tocaron música. Se hizo muy tarde. Luego se besaron. Y de pronto cesaron todos los problemas para ellos. Todo era natural y sencillo, y Thomas tenía la sensación de que hacía mucho, muchísimo tiempo ya que conocía a Vera. Y entonces sonó el teléfono. —No descuelgo -dijo Vera, indolente. Miró enamorada a Thomas y le acarició. El teléfono continuó repiqueteando. Finalmente Vera descolgó el auricular. Escuchó durante unos instantes y palideció. El odio brillaba ahora en sus ojos. Se volvió hacia Thomas y le gritó entre dientes: -¡Perro..., maldito perro! —No, chérie, no volvamos a empezar -suplicó el hombre. Vera gritó de pronto al auricular: —Ya no puedo más... ¡No quiere oír nada más! -Arrojó el auricular sobre el diván y tembló de pies a cabeza. Y empezó a insultar a Thomas con expresiones que no podemos transcribir. Escuchó durante unos instantes los insultos de la mujer y luego cogió el auricular, por el que se oía una voz muy excitada —... Vera... Vera... Dios mío, ¡escuche usted, Vera! Le digo a usted que todo es culpa de Lieven. Nosotros nada podemos hacer ya... Se llevan a Lakuleit a Berlín... En las oficinas..., en su residencia particular..., lo están investigando todo..., lo sellan todo... —Buenas noches, coronel Siméon -dijo Thomas Lieven, sonriente. Colgó el auricular en la horquilla y se dejó caer sobre el diván. Y entonces recibió un golpe. Y luego otro. Vera se le echó encima. Se pegaron. Y la
princesa gritaba: —¡Maldito..., perro asqueroso! Finalmente Thomas logró sujetarla y exigió una información precisa. La princesa habló con la respiración entrecortada: —Me largo... esta misma noche... ¡Nunca más volverás a verme! —¡Eso si te dejo marchar! —Sé cómo piensas. Sé quién hay detrás de ti. Por eso estoy tan furiosa, por eso no entiendo ya... —¿Qué? —¡Que hayas liquidado a Lakuleit! —Es un repugnante criminal que en secreto financiaba a la Gestapo. —¿Y qué? ¿Qué te importa a ti esto? Todo el oro, todas las divisas de los jefes nazis hubiesen caído en nuestras manos... —¿En nuestras manos...? —¡Del servicio secreto británico! Thomas se dejó caer de nuevo sobre el diván. —¿De modo que trabajas para el servicio secreto británico? —¡Lo acabo de decir! —Pero..., ¿qué tiene que ver Siméon contigo? —Cree que trabajo para él... Ésta era mi misión: distraer a los franceses para poder dar el golpe. ¡ Y lo hubiésemos podido dar si tú hubieses colaborado con nosotros, imbécil! Thomas empezó a reír. —¡No rías, maldito! Pero Thomas no podía contenerse ya; se revolcaba de risa, sobre el vientre, de espaldas; reía... —¡He dicho que no rías, idiota; te voy a matar, bandido! Thomas gritaba de risa, sollozaba, gemía; nunca en su vida había reído de aquel modo. Se asfixiaba casi de tanto reír. Vera se echó de nuevo sobre él y volvieron a pegarse. El teléfono repiqueteó por segunda vez. Thomas empujó a Vera a un lado, cogió el auricular y, riendo todavía, gritó: —Sí, monsieur le colonel, ¿qué hay de nuevo? —¿Qué monsieur le colonel ni qué...? -Oyó la voz del coronel Werthe. Thomas se serenó al instante y tartamudeó: —¿Qué... qué sucede, mi coronel? —Confiaba encontrarle en casa de la princesa. Le andamos buscando
por todas partes. —¿Buscándome... a mí... por todas partes? -repitió Thomas, mientras Vera le miraba con la boca abierta. —Ha llegado un correo. Asunto secreto. Se trata de Lakuleit; tiene usted que trasladarse mañana por la mañana a Berlín, Lieven. Ha de presentarse usted..., sujétese fuerte..., en el Reichssicherheitshauptamt. —¿Reichssicherheitshauptamt? —Sí. A las quince horas. Heinrich Himmler.
6 «Uno de los arquitectos de peor gusto de todas las épocas debe haber proyectado esto», dijo Thomas Lieven cuando se detuvo ante el gigantesco complejo arquitectónico en el número 102 de la Wilhelmstrasse. A través de unos grandes portales dobles entró nuestro amigo en el sombrío edificio. Un gigantesco soldado de las SS miró pétreo al delgado paisano. En silencio señaló con la mano una conserjería de cristal en donde estaban tres de sus compañeros: Thomas Lieven entró, se quitó el sombrero y dijo: —Sonderführer Lieven, del Abwehr de París. Me han llamado al Reichssicherheitshauptamt. —Aquí se saluda con un Heil Hitler! -dijo el hauptscharführer de las SS que actuaba de oficial de guardia-. ¿Quién le ha mandado llamar? —El señor reichsführer de las SS y jefe de la policía alemana -contestó Thomas muy modestamente. El oficial de guardia cambió de color, cogió el teléfono, dijo algo y escuchó luego. Y, a continuación, mostró hacia Thomas el mayor respeto y consideración. A toda prisa, extendió el pase para el visitante con sello, fecha y hora: Berlín, 30 de mayo de 1944, 17.48 horas. Una ancha escalinata de piedra conducía hasta la primera planta. Luego, escaleras de madera. Los estrechos corredores estaban muy oscuros. Se oían muchos pasos y Thomas tuvo la sensación de que miles de personas caminaban de un lado a otro por aquel centro del terror. Mientras seguía al ordenanza, se dijo Thomas: «Ayer me encontraba aún en París. Hoy estoy aquí, en el Reichssicherheitshauptamt. Yo, un pacífico ciudadano, un hombre que odia los servicios secretos, los nazis, las violencias y las mentiras. Yo, Thomas Lieven, a quien desde hace años no dejan vivir en paz. ¿Me liberaré algún día de esta pesadilla? ¿Lograré salir de esta gigantesca red que me ha tendido el destino para informar de aquello que nadie querrá creerme?» —Siéntese usted, sonderführer -dijo Heinrich Himmler. Antes había tenido lugar una breve salutación, durante la cual el SS obergruppenführer Kaltenbrunner, el gigante con cicatrices en su cara brutal
y angulosa, había mirado con el mayor recelo a Thomas. Kaltenbrunner era el jefe del Reichssicherheitshauptamt. Y ahora Thomas y Himmler se sentaban solos en su despacho. Todo en aquella oficina era pomposo: los candelabros de plata, los muebles. De la pared colgaba un óleo que representaba las ruinas de un castillo que eran batidas por la rompiente. El reichsführer SS y jefe de la policía alemana, en uniforme negro, dijo: —Preste usted atención, Lieven; su protector, el almirante Canaris, hace unas semanas ha solicitado el retiro. Sabrá usted que todo el Abwehr militar está ahora a mis órdenes. -Himmler esbozó una débil sonrisa-. He estudiado su expediente. ¿Sabe usted lo que, en realidad, debería hacer con usted? —Mandarme fusilar -dijo Thomas Lieven, en voz baja. —¿Yo? Hum... ¿Qué? Sí, exacto. Esto es lo que quería decir. -De cuando en cuando giraba Himmler un pesado anillo con la insignia de las SS. Con expresión muy fría miró a Thomas-. Voy a ofrecerle una ocasión. La última. Gracias a esta misión que le voy a confiar podrá usted congraciarse con el Führer y el pueblo alemán. Repiqueteó el teléfono. Himmler cogió el auricular y escuchó durante unos segundos. Colgó el auricular y dijo: —Formaciones enemigas en vuelo directo hacia la capital del Reich. Bajemos al refugio. Ésta fue la primera fase de la conversación. La segunda se celebró en un profundo y seguro bunker. Mientras los bombarderos enemigos arrojaban su carga mortal sobre Berlín y centenares de ciudadanos, que no contaban con unos refugios tan seguros, morían abrasados, el reichsführer dijo en un tono muy diferente ahora: —Lieven, es usted un pacifista. No me contradiga, lo sé todo. Y por este motivo será usted de mi misma opinión si le digo a usted que hemos de poner fin a ese horrendo baño de sangre. Nosotros, los occidentales, no deberíamos matarnos los unos a los otros para que luego vengan los bolcheviques y se lleven la parte del león. Una pesada bomba hizo temblar ligeramente el refugio. Se apagaron las luces. Luego las volvieron a encender. Thomas vio que el reichsführer tenía la frente ligeramente bañada en sudor. Himmler hablaba ahora en voz baja: —Es una lucha muy difícil para mí. Cargo con una gran responsabilidad.
Nadie me libera de la misma. Yo he de decidir. «Yo, yo, yo -se dijo Thomas-. ¿Y Hitler? ¿Y Goebbels? ¿Y los otros? ¡Ése pretende terminar la guerra por su cuenta!» —Por todos los daños que ha causado usted a la patria deberíamos ahorcarle a usted. Pero yo quiero y voy a utilizarle. Es usted el mejor hombre que podía encontrar. -De nuevo cayó una pesada bomba. El rostro de Himmler estaba muy gris-. Conoce usted todos los pasos de frontera hacia España. Conoce todas las rutas que siguen los contrabandistas desde España a Portugal, ¿verdad? —Sí -dijo Thomas. —Bien. Le daré plenos poderes. Le doy la libertad con la condición de que haga llegar a una determinada persona, salva y sana, a Lisboa. Usted es banquero, ¿verdad? Con usted se puede hablar de negocios, ¿verdad? —Depende -dijo Thomas. «Bien, ésta es la situación: me necesita. Los portugueses han roto sus relaciones diplomáticas con nosotros. Los españoles no permiten la entrada en el país a ningún alemán. Sólo se puede entrar de un modo ilegal. Éste es el motivo.» Los labios de Thomas Lieven estaban secos. Sudaba. «No soy un héroe, nunca lo he sido. Tengo miedo. Pero si ese asesino pretende ahora que le saque de aquí..., o a alguno de sus parientes o amigos...» —Bien, sus condiciones -dijo Himmler, arrastrando las palabras-. Hable usted. —¿Quién es esa persona? -preguntó Thomas Lieven, en voz muy baja. —Una persona que, sin duda alguna, le resultará simpática -contestó Himmler-. Se llama Wolfgang Lenbach y tiene documentación oficial extendida a este nombre. En realidad se llama Henry Booth y es un teniente coronel inglés. Amigo personal de Churchill y Montgomery. Mandaba un comando en Noruega. Allí le hicimos prisionero...
7 Horas después de haber cesado la señal de alarma, Berlín seguía ardiendo por los cuatro lados. Una muchedumbre histérica inundaba la estación. Las mujeres y los niños gritaban, los hombres luchaban por un asiento en los trenes que, ininterrumpidamente, abandonaban la ciudad llevándose a los fugitivos. No cabía nadie más en los vagones. Incluso en los lavabos se apretujaban los viajeros. Sólo se podía subir y bajar por las ventanillas. Pero en los coches-cama había espacio, mucho espacio libre... Cuatro soldados de las SS escoltaban en su centro a dos paisanos hasta el coche-cama del tren rápido para París. Apartaban a un lado a las mujeres y niños. El revisor abrió la puerta del vagón cuando los soldados de las SS se detuvieron frente al mismo. —El señor Lieven y el señor Lenbach, ¿verdad? -dijo el revisor, nervioso. Thomas asintió en silencio-. Camas trece y catorce -dijo el revisor. Thomas volvió la mirada hacia su delgado y alto acompañante y le hizo un gesto con la mano. El hombre que se hacía llamar Wolfgang Lenbach, pero que, en realidad, se llamaba Henry Booth, subió al compartimiento. El teniente coronel británico llevaba un traje fresco color azul. Llevaba el cabello castaño muy corto y tenía ojos azules y cejas pobladas. —Me imagino muy bien sus sentimientos, míster Booth -dijo Thomas, en inglés-. Yo pensaría lo mismo en su lugar. A pesar de ello... hemos de convivir durante los próximos días... El teniente coronel británico guardó silencio. Thomas suspiró y sacó una botella de whisky de su cartera de mano. Llenó los dos vasos que había en el cuarto de aseo y alargó uno al inglés. —Thanks -dijo el inglés. Era la primera vez que Thomas le oía decir algo. Luego guardaron silencio durante largo rato. El tren se puso en marcha. Thomas se sentó en su cama. —Sé qué misión le lleva a usted a Lisboa, míster Booth. Lo adiviné al primer momento.
No recibió ninguna respuesta. El tren corría... —Lleva usted una proposición de paz, de Himmler -dijo Thomas-. Una proposición de paz dirigida a los ingleses y americanos. Ya en otra ocasión lo intentaron por mediación del cónsul general inglés, Cable, en Zurich. Pero en el último instante, Himmler dio marcha atrás. Y ahora os propone de nuevo firmar un armisticio y luchar juntos contra los soviets... Silencio. —Es evidente que esta proposición no puede ser aceptada -dijo Thomas-. Es amoral desde todos los puntos de vista. Vosotros habéis luchado con los soviets contra nosotros. No podéis abandonar ahora a vuestros compañeros de armas. —¿Por qué me cuenta todo esto? -le oyó preguntar Thomas al inglés. —Porque en nuestro país no solamente hay cerdos. —No le entiendo. Thomas miró directamente a los ojos del inglés. —Usted no sabe nada de mí. Tiene motivos para recelar. Conoce usted al señor Himmler. Sabe usted lo que él piensa. Sin embargo, yo le digo a usted que no solamente viven cerdos en Alemania. No todos invadieron Rusia con gritos de júbilo. —Con gritos de júbilo, no; pero, sí lo hicieron. —Invadimos Rusia. Es verdad. Pero repito: en la Wehrmacht alemana no solamente hay salvajes mercenarios. Tenéis la intención de desembarcar en el continente. Nos derrotaréis con la ayuda de los rusos. Pero será una gran diferencia, para centenares de miles, si caen prisioneros de los rusos o de los occidentales. Y entre esos centenares de miles habrá muchos que no tienen la menor culpa por lo que haya ocurrido en esta guerra... —Inocentes, ¿eh? -dijo Booth-. ¿Acaso no todos vosotros habéis gritado Heil Hitler!, y dejado que el señor Hitler hiciera de las suyas? —¿Y el extranjero? ¿No dejó hacer también de las suyas al señor Hitler? ¿Y no le admiraba y asistió a su Olimpíada cuando avasallaba a los pequeños pueblos? -preguntó Thomas-. ¿Acaso vuestro señor Chamberlain no estuvo en Munich? Bruscamente, el inglés devolvió su vaso, apagó la luz encima de su cama y se volvió de cara a la pared...
8 Nos adelantamos a los acontecimientos: Cuando la capitulación sin condiciones, les fue ordenado por las fuerzas aliadas a todas las unidades de la Wehrmacht alemana, que entre el 8 y 9 de mayo de 1945 cesaran a medianoche todo acto hostil y movimiento y dejarse hacer prisioneros en el lugar en donde se encontrasen en aquel momento. Hoy día sabemos con certeza histórica que muchos jefes y oficiales angloamericanos, sobre todo el mariscal de campo británico Bernad L. Viscount Montgomery, permitió que muchas unidades alemanas, durante la noche del 8 de mayo de 1945, continuaran su marcha hacia el Oeste. Millares de soldados alemanes en el Elba, en Mecklemburgo y en Turingia escaparon de esta forma al cautiverio ruso. En el Estado Mayor del mariscal de campo Montgomery prestaba sus servicios, por aquellos días, el teniente coronel Henry Booth...
9 El cuartel general del SD en Marsella estaba situado en la rue de Paradis, 426. Esta calle tan larga unía la Canebière con el Prado. A derecha e izquierda del edificio principal, la Gestapo había confiscado varias casas. Pero todas estas casas tenían una sola entrada en común: por el número 426 de la rue de Paradis. Por esta puerta cruzó, la mañana del 8 de junio de 1944, un hombre que llevaba un traje de verano color gris, hecho a medida, y que ordenó al oficial de guardia le anunciara al hauptsturmführer Henrich Rahl. Rahl, un hombre alto y fuerte, recibió al instante a su visitante. —He recibido un radiograma de Berlín, sonderführer. Estoy al corriente. Misión secreta. ¿Qué puedo hacer por usted? —Como usted sabe, me han confiado la misión de pasar a una importante personalidad al otro lado de la frontera -dijo Thomas Lieven. —Estoy al corriente -dijo Rahl. Al parecer le gustaba usar esta expresión. —Y eso hay que prepararlo. Necesito un coche-comando. —Está a su disposición, sonderführer. Esos coches-comando eran algo ideal. Dos toneladas y media. Neumáticos dobles. Instalación de radio. No en vano Thomas Lieven había tomado parte en un cursillo para agentes secretos franceses, en donde había sido instruido en cifraje y descifraje, en la emisión y recepción de mensajes. Y ahora, ya qué dos días antes los aliados habían desembarcado en la costa atlántica, tenía la intención de hacer debido uso de sus conocimientos. Dirigió una mirada muy significativa al hauptsturmführer. —Me alojo con mi..., hum, acompañante en el hotel de Noailles. «Allí se alojaba también Josefina Baker -recordó Thomas Lieven-. Allí estuve con Débras y Siméon. Cuando estuvieron a punto de fusilarme. Y ahora vuelvo allí. Y preparo (¿por cuántas veces ya?) mi huida. Con ayuda del señor Heinrich Himmler y de su Gestapo.» —Precisaré de ayuda en el cumplimiento de mi misión. También por el lado francés. Por este motivo, le ruego, hauptsturmführer, averigüe la dirección de un tal Bastián Fabre. Últimamente había fijado su residencia en
Montpellier. En Casa de una tal mademoiselle Duval. En el bulevar Napoleón. Tres días más tarde... —Hombre, Pierre, tienes un humor de diablos -dijo Bastián Fabre. El gigante de impresionantes músculos llevaba el cabello rojizo como un cepillo. Estaba arrodillado delante de un horno. Y allí asaba un lechón que iba recubriendo con mantequilla. Y cuando bajo la delicada piel del animalito se iba formando una ampolla, al instante la reventaba Bastián con un alfiler. Así es como se lo había enseñado Thomas Lieven, a quien Bastián había conocido con el nombre de Pierre Hunebelle. Hacía de ello ya algún tiempo... Había otros dos caballeros en la pequeña cocina: Thomas y el teniente coronel Bootil. La cocina formaba parte de la nueva vivienda de Bastián en la rue Clary, cerca del bulevar de Dunkerque. Bastián no figuraba inscrito en el padrón municipal, pero el activo SD había logrado dar rápidamente con su paradero. —Creí volverme loco cuando, de pronto, veo aparecer a esos individuos en mi casa -confesó Bastián. Los agentes del SD se habían presentado en su casa el 10 de junio. Luego había seguido una violenta escena. Bastián había abrazado fuertemente, repetidas veces, a su amigo, al que creía ya muerto. Y como un chiquillo se había puesto a llorar a continuación. —La alegría, muchacho..., no sabes cuánto me alegro... Y ahora estaban los tres en la cocina: Bastián, Thomas y el silencioso teniente coronel Booth. Bastián no perdía de vista el lechón. Thomas preparaba un cóctel de cangrejos. El inglés cortaba tacos de queso para los postres.
MENÚ Cóctel de gambas * Lechón asado Welsh Rarebits
Marsella, 11 de junio de 1944 Ante un lechón asado, decide Lieven dar jaque mate a un «cerdo»... Cóctel de gambas Se toma una lata de gambas, conservando la carne de la gamba y el líquido en recipientes separados. Se rocían las gambas con algo de coñac y un par de gotas de limón. Se agita nata dulce, fuertemente, con rábanos picantes rallados, mostaza inglesa en polvo y el agua de las gambas, se colorea con un poco de salsa de tomate y se mezclan luego las gambas. Se cubren amplios recipientes de vidrio, de poca altura, con hojas de ensalada, se coloca encima el cóctel de gambas y se pone en frío hasta el momento de servir. Lechón asado Se toma un lechoncillo, sin ojos ni patas, se unta por dentro con pimienta y sal, se atraviesa en toda su longitud con una vara de madera, se pone sobre la parrilla o en una sartén con algo de agua caliente y se introduce en el horno. Se pincha con una aguja de mechar, se limpia inmediatamente el jugo que brota, para que no se produzcan manchas. No se debe rociar el lechón como a los otros asados, sino que debe untarse mediante un pincel con mantequilla y aceite. Se cubre por fuera con un poco de sal, sólo cuando se ha formado una costra. Se extrae del horno tan pronto la carne está en su punto según su tamaño, aproximadamente en una hora- y se sirve a la mesa muy caliente, con un limón en el hocico. Welsh Rarebits Se toma Chester u otro queso parecido y se corta en pequeños pedacitos. Se agita en la mesa sobre un recalentador de alcohol en una cazuelita resistente al fuego con mantequilla, un vaso de cerveza y algo de pimienta de Cayena. Cuando la masa empieza a formar hilos, se unta en gruesas capas sobre rebanadas de pan tostado, ya preparadas, y se sirve en platos precalentados. —Necesito tus valiosos servicios, Bastián. -dijo Thomas-. ¿Conoces la frontera franco-española? —Pierre, la conozco como la palma de mi mano. —Muy bien, en este caso, tú nos guiarás. Hemos de llevar a ese caballero a Lisboa. Un poco más de catsup, Bastián.
El gigante abrió un armario de cocina y sacó una botella. Y cayó entonces del armario una pequeña locomotora de juguete. Bastián la recogió del suelo. —Mira, Pierre..., ¿recuerdas? ¡De mi tren eléctrico! Todo lo que me ha quedado de él. Con mi tren nos serviste en aquella ocasión aquella cena tan divertida. Desde entonces la llevo siempre conmigo... como talismán. Y como recuerdo de... —Ya sé -dijo Thomas Lieven, en voz baja. Y mientras preparaba la salsa de cangrejos recordó a Chantal Tessier, y cuando la recordaba le dolía el corazón. «Ay, Chantal, si vivieras aún..., si pudieras acompañarme ahora...» —A propósito, el Calvo sigue en la ciudad -le oyó decir a Bastián. Thomas echó la cabeza hacia atrás. —¿El Calvo en Marsella? Bastián asintió, amargado. —Ese cerdo ha disuelto su banda y se ha convertido en un confidente del SD. Toda Marsella tiembla ante él. Ahora ya ha cogido un poco de miedo..., pero, a pesar de ello... Thomas se sentó en un taburete. Le dominaba una salvaje ira. ¡El Calvo vivía! El hombre que había matado a Chantal vivía en Marsella... —Míster Booth -dijo Thomas-, cruzará usted la frontera con mi amigo. Yo tengo aún algo que liquidar aquí. El inglés quiso protestar, pero Thomas denegó con un movimiento de cabeza: —Ahórrese las palabras. Me quedo aquí. Tengo que saldar cuentas con un desalmado. Y aun cuando esto sea lo último que haga en esta vida, aunque muera en la empresa...
10 El 14 de junio de 1944, acompañó Thomas Lieven al oficial inglés y a Bastián Fabre en el coche-comando del SD hasta cerca de la frontera española. —Mucha suerte, teniente coronel. Y recuerde nuestra conversación en el coche-cama. El inglés saludó en silencio. De nuevo las lágrimas se agolparon a los ojos de Bastián cuando abrazó a Thomas. —Tú regresa lo antes posible -le dijo Thomas-. Nos volveremos a ver en Marsella. La guerra va a terminar muy pronto. Este convencimiento lo debía Thomas Lieven al aparato de radio en el coche-comando. Durante horas escuchaba a diario las emisoras alemanas y aliadas. Por lo que oía por la radio, dispuso Thomas su plan de batalla. Regresó a Marsella. Vigiló día y noche los pasos de Villeforte. Pero Thomas no atacó. Esperaba. Sabía por qué... El 26 de junio conquistaron los aliados Cherburgo, el 9 de julio, Caen. El 20 de julio tuvo lugar el atentado contra Hitler... El 3 de agosto cayó Rennes en manos de los aliados; el 9, Le Mans; el 10, Nantes y el frente del Loire. Todo esto lo oía Thomas en su coche-comando. Pero todavía no atacaba. Llegó el 15 de agosto. Desde Nápoles desembarcaron los americanos e ingleses en la Riviera. El 23 caía Grenoble. «Ha llegado el momento», se dijo entonces Thomas Lieven. Aquel día se presentó en el cuartel general del SD en la rue de Paradis. En el patio ardía una gran hoguera, los agentes de la Gestapo quemaban sus archivos. —No se deje llevar por el pánico, amigo -le dijo Thomas a Rahl-. Volveremos a arrojar a los americanos al mar, de esto no puede caber la menor duda. Por orden del reichsführer SS todas sus dependencias están a mi servicio, ahora como antes..., ¿o tenía la intención de emprender la huida? —No..., no, sonderführer. —Lo suponía. Destíneme a dos de sus hombres de mayor confianza.
Armados. Lo más probable es que tengan que hacer uso de sus armas. El individuo es el traidor más peligroso en Marsella... Dantes Villeforte. —Villeforte..., pero si ése es... —Un traidor, como le acabo de decir. ¿Duda usted de la urgencia de mi misión, hauptsturmführer? ¿Quiere que presente una queja en Berlín? —Por amor de Dios..., usted manda, sonderführer.
11 El 21 de septiembre de 1944, hizo un tal Paul Martinie la siguiente declaración ante funcionarios del 145th CIC Detachment, United States Army, Europe: —Desde enero de 1944, era yo prisionero de la Gestapo en la rue de Paradis. A partir del 23 de agosto empezó a reinar allí la mayor confusión y desconcierto. De pronto, dejaron de servirnos de comer..., tampoco les daban de comer a los centinelas alemanes. Hasta nuestras diminutas celdas llegaba un humo muy denso. Lo más probable es que los agentes de la Gestapo quemaran sus archivos. »Aquella noche oímos muchos gritos. Un soldado de mayor edad, muy amable, Friedrich Felge, de Hannover, me dijo: »Tenemos aquí ahora a un sonderführer, uno de los jefazos de Berlín. Ha mandado arrestar a un traidor. Aquí, en Marsella, le llaman el Calvo. »Sabía que en su vida pública, el Calvo se llamaba Dantes Villeforte y que, en efecto, era un traidor..., ¡pero un hombre que había traicionado a Francia, un confidente del SD! El 27 de agosto huyeron los de la Gestapo. Gritamos y pegamos contra las puertas de nuestras celdas, pero en vano. La mañana del 28 de agosto abrieron mi celda. Un hombre vestido de paisano, muy elegante, me dijo en un perfecto francés: »"Está usted libre como todos sus compañeros. Dentro de pocas horas llegarán los aliados. Asuman la vigilancia del edificio y del prisionero encerrado en los sótanos. Es un asesino y un confidente del SD, que ha entregado a infinidad de sus compatriotas a los alemanes." »El hombre desapareció. Entregamos a Villeforte a una comisión aliada, que inmediatamente lo mandó arrestar. Nunca más he vuelto a ver al hombre que nos liberó.
12 La mañana del 28 de agosto, salió Thomas de su hotel y depositó una maleta en la estación término. En las afueras de Marsella se luchaba, pero no intensamente. La tarde del 29 de agosto fue liberada la ciudad de Marsella. Thomas Lieven rompió todas sus credenciales del SD y sacó a relucir unos documentos que le habían proporcionado valiosos servicios cuando combatió al Maquis Crozant... La noche del 29 de agosto de 1944, se presentó el capitán Robert Almond Everett, agente paracaidista británico, a los americanos. Alegó haber sido arrojado sobre Francia y rogó que le llevaran lo más rápidamente posible a Londres. Los americanos obsequiaron con whisky al capitán inglés, que sé parecía como un gemelo a Thomas Lieven, y le dieron de comer. En la liberación de Marsella habían tomado parte, igualmente, tropas francesas y grupos de partisanos que habían afluido desde todos los rincones del sur del país. En el hotel Noailles, ocupado por los americanos, se celebró dos días más tarde una gran fiesta. En pie, cantaron todos los presentes el himno nacional francés, y también el capitán Robert Almond Everett. —... le jour de gloire est arrivé.... -cantaba, cuando una mano muy pesada se posó en su hombro. Se volvió. Detrás de él vio a dos gigantescos soldados de la policía militar americana. Y con los americanos vio a un hombre que se parecía a Adolphe Menjou, pero era más alto y fuerte. —¡Detengan a este hombre! -ordenó el coronel Jules Siméon, que ahora lucía un elegante uniforme-. Uno de los agentes alemanes más peligrosos en toda la guerra. Levante las manos, señor Lieven. Ha llevado, decididamente, el juego demasiado lejos. ¡Ha perdido la partida!
13 El 25 de agosto entraban el general De Gaulle y los americanos en París. El 13 de septiembre aterrizaba Thomas Lieven, por segunda vez en su vida, en la cercana prisión de Frèsnes. La primera vez, la Gestapo le había encerrado allí. Ahora le encerraban los franceses. Durante toda una semana permaneció Thomas en su celda, dos semanas..., nada. Soportó el cautiverio con indiferencia filosófica. Muchas veces durante aquellos días se dijo: «Tenía que suceder así. Durante estos años tan terribles he pactado con el diablo. ¡Y hay que tener una cuchara muy larga si se quiere comer en la mesa del diablo! »Por otro lado... »Por otro lado, tengo tantos amigos aquí... He ayudado a tantos franceses: Yvonne Dechamps, al banquero Ferroud, madame Page. A muchos les he salvado la vida. También ellos me ayudarán ahora... »¿A qué pueden condenarme? ¿Medio año? En fin, lo sobreviviremos. Y luego, Dios santo, ¡volveré a ser un hombre libre! Y podré regresar a Inglaterra, ¡ay!, después de tantos años, volveré a vivir en paz. ¡Y nunca más quiero saber de un servicio secreto! ¡Basta de aventuras! Vivir como antaño. Con el dinero que hay en la cuenta de Eugen Walterli, en Zurich.» Oyó acercarse unos pasos. Oyó girar una llave en la cerradura y se abrió la puerta de la celda. Vio a dos soldados franceses. —¡Prepárate! -dijo uno de los soldados. —Por fin -exclamó Thomas Lieven, y se puso la chaqueta-. ¡Vaya tiempo que os ha llevado interrogarme! —¡Nada de interrogatorios! -dijo el segundo soldado-. ¡Prepárate para ser fusilado!
Libro cuarto
1 No se veía una sola nube en el cielo azul oscuro de verano. Hacía mucho calor en Baden-Baden, mucho calor aquel 7 de julio de 1945. Los habitantes de la ciudad vagaban por las calles pálidos y delgados, mal vestidos y desesperados. Hacia el mediodía pasó un coche del Estado Mayor de color verde oliva, en el que se sentaba, en el asiento posterior, un general de dos estrellas, por el cruce del Leopoldplatz. Allí un policía militar francés regulaba el tránsito..., el tránsito rodado francés, dado que no circulaban coches alemanes. ¡Pero sí había coches franceses en gran número! Baden-Baden era ahora la sede del Gobierno militar francés. Habitantes alemanes: treinta mil. Residentes militares franceses con sus familias: treinta y dos mil. —Párese -ordenó el general, y el chófer se detuvo junto al policía militar francés, que le saludó con tal abulia que al instante hubiese merecido un severo reproche por parte de un general alemán. Pero por aquellos días los generales alemanes no les chillaban a los soldados, es decir, todavía no les volvían a chillar. El general de dos estrellas bajó el cristal de la ventanilla y dijo:? —Soy forastero aquí. ¿En dónde hay la mejor mesa de oficiales? —Mon général, por amor de Dios, ¡no vaya usted a ninguna mesa de oficiales! Vaya a ver al capitán Clairmont de la organización Recherche de Criminels de Guerre. -Y el policía militar le señaló el camino. —Adelante -ordenó el hambriento general. El coche pasó por delante del hotel Atlantic y el casino con sus salas de juego. ¡Qué espectáculo tan triste, allí donde antaño se habían citado los hombres más ricos del mundo, las mujeres más elegantes, las cortesanas más caras! Los jardines y parque sin cuidar y los valiosos muebles del casino al aire libre. El coche del Estado Mayor se detuvo ante una gran villa. Allí, hasta el fin del Reich milenario, había estado instalado el cuartel general de la Gestapo. Ahora se alojaba allí la organización francesa que perseguía a los criminales de guerra. El general entró en la villa y preguntó por el capitán Clairmont.
Y el hombre que se hacía llamar René Clairmont se presentó al general: un hombre delgado, de mediana estatura, cráneo estrecho, cabello negro y mirada inteligente. Aquel hombre, de unos treinta y cinco años de edad, llevaba un uniforme que le sentaba a la medida. Pero, a pesar del uniforme, daba la impresión de no ser un aguerrido soldado. El capitán, que en verdad se llamaba Thomas Lieven y que años atrás había sido banquero en Londres, estrechó la mano del general de dos estrellas y le dijo: —Será un honor para nosotros tenerle como invitado, mon général. ¡Alto! Cuando por última vez vimos al agente secreto, en contra de su voluntad, a ese artista de la vida y genio culinario llamado Thomas Lieven, este hombre, que había usado ya tantos nombres falsos en su vida, se encontraba en la prisión de Frèsnes, cerca de París, encarcelado allí por los franceses. Ha llegado el momento de contestar a la pregunta que se harán los lectores: ¿Cómo es posible que Thomas Lieven se encontrara el 7 de julio de 1945, en Baden-Baden dedicado a la persecución de los criminales de guerra, cuando el 3 de octubre de 1944, dos soldados abrieron la puerta de su celda invitándole a que se preparara para ser fusilado...?
2 «¿Fusilarme? -se preguntó Thomas Lieven, horrorizado, mientras los soldados le bajaban, atado de manos, al sombrío patio, de la prisión-. ¡Dios santo! Y yo convencido de que me condenarían sólo a unos meses.» Los soldados le obligaron a subir a aquel autobús sin ventanas y maloliente, en que ya en otra ocasión le habían obligado a subir los soldados alemanes. Allí dentro olía a sudor y miedo. Demacrado, pálido y sin afeitar, en un traje arrugado, sin tirantes, corbata ni cordones en los zapatos, se sentaba Thomas Lieven en el coche. No sabía dónde estaba cuando el autobús se detuvo en París, de nuevo en un sombrío patio. Dejó que los soldados le empujaran hasta una habitación en un gran edificio. Se abrió la puerta de la habitación y entonces todo empezó a dar vueltas en torno a Thomas. Tenía la sensación de que se asfixiaba. Oyó voces y palabras, sin entenderlas. Vio a un hombre, que llevaba el uniforme de coronel francés, sentado detrás de una mesa-escritorio, vio al hombre con la cara quemada por el sol, las sienes grises y los ojos bondadosos. Y mientras la sangre se le agolpaba en la cabeza, Thomas Lieven supo que estaba a salvo. Y lo supo en el instante en que reconoció al amigo de Josefina Baker, al hombre al que le había salvado la vida en Lisboa, al coronel Débras, del Deuxième Bureau. Ni con un solo gesto o una sola palabra reveló el coronel Débras que conocía a Thomas Lieven. —¡Allí! -le gritó-. ¡Siéntese y cállese! Thomas se sentó y guardó silencio. Los soldados le quitaron las esposas y el coronel firmó un documento en que certificaba se hacía cargo del prisionero. Pasó una eternidad hasta que cerraron la puerta a su espalda. Y entonces Thomas y Débras quedaron a solas. Débras sonrió. —Josefina le manda sus saludos, ¡miserable perro! —Gracias, muy amable. ¿Dónde... está madame?
—En Casablanca, he sido gobernador de esa ciudad. —Interesante. —Tenía algo que hacer en París, y me enteré, por casualidad, que le habían arrestado a usted. Thomas se fue recuperando lentamente. —Su colega, el coronel Siméon, dio la orden. Estaba cantando yo la Marsellesa. Durante una fiesta celebrando la liberación. Hubiese debido haberme quedado en el hotel y callarme. En este caso, ahora estaría en Londres. ¡Los himnos nacionales sólo traen desgracias! —Sé mucho de usted -dijo Débras-. Sé todo lo que ha hecho contra nosotros. Y también todo lo que usted ha hecho por nosotros. Cuando llegué a París me enteré de su suerte. Ya no estoy en el Deuxième Bureau. Me han destinado a la persecución de los criminales de guerra. Por este motivo sólo he podido conseguir ponerme en contacto con usted poniéndole en mi lista y afirmando que le íbamos a fusilar. Sólo así he logrado sacarle de Frènes. Bonito truco, ¿verdad? Thomas se limpió el sudor de la frente. —Sí -dijo-, bonito truco. Tal vez un poco demasiado agotador para los nervios. Débras se encogió de hombros. —Son tos tiempos en que vivimos, Lieven. Confío no se hará usted ilusiones. Confío se percatará plenamente de lo que significaba que le haya sacado de Frèsnes. —Temo que sí -dijo Thomas, entregado a su destino-. Temo que esto significa que he de volver a trabajar para usted, coronel Débras. —Exacto. —Una pregunta, ¿quién le ha contado en París que me habían arrestado? —El banquero Ferroud. «Ah, el bueno y viejo Ferroud -se dijo Thomas-. Gracias, gracias.» —¿Y cuáles son sus planes, coronel Débras? El amigo de Josefina Baker dirigió una amable mirada a nuestro amigo. —Usted habla italiano, ¿verdad? -Sí. —En el año 1940, cuando los alemanes atacaron nuestro país y cuando ya no había peligro de ninguna clase, los italianos nos declararon la guerra. Uno de los más peligrosos perros sanguinarios que por aquellos días aterrorizaron el sur de Francia, fue el general Luigi Contanelli. Oportunamente, cambió el uniforme por el traje de paisano...
—Como la mayoría de los generales. —... y ha desaparecido. Tenemos motivos para creer que se oculta en las cercanías de Nápoles. Cuarenta y ocho horas más tarde llegaba Thomas Lieven a Nápoles. Once días más tarde detenía, en el pueblo de Caivano, al nordeste de Nápoles, al general Contanelli, que se había disfrazado allí de pastor de ovejas. De regreso a París con su ilustre preso, le explicó Thomas al coronel Débras, mientras a última hora de una tarde tomaban unas copas en un elegante bar: —En realidad, todo fue muy sencillo. El CIC americano me ha ayudado mucho. Unos muchachos encantadores. Y tampoco puedo quejarme de los italianos. No les tienen la menor simpatía a los generales. Pero, al parecer, tampoco les tienen simpatía a los americanos. En fin, no quiero levantar reproches contra nadie. -Y Thomas contó su aventura italiana. Iba en busca todavía de su general disfrazado de pastor de ovejas, cuando en el cuartel general del CIC (Counter Intelligence Corps) fue testigo de una escena altamente curiosa. Los agentes secretos americanos iban enfurecidos e histéricos de un lado al otro, se gritaban mutuamente, daban órdenes que contradecían al instante siguiente, telefoneaban y extendían mandamientos de detención. Thomas se enteró muy pronto de lo sucedido. Tres días antes había atracado un gran buque de carga en el muelle, el Victory, con víveres para las Fuerzas armadas americanas en Italia. Desde el domingo, el Victory había desaparecido y nadie sabía dónde estaba. ¡Y no podía haberse esfumado por los aires! Las autoridades italianas se achacaban mutuamente la culpa y lo mismo hacían las autoridades americanas. ¿Qué había sido del Victory? Thomas Lieven sintió despertar su curiosidad. Fue al puerto, dio unas vueltas por las tabernas y aterrizó finalmente en Luigi. Luigi se parecía al actor de cine Orson Welles, regentaba un mísero restaurante y era al mismo tiempo falsificador y jefe de una banda. Desde el primer instante, Luigi sintió una simpatía casi fraternal por el elegante paisano de sonrisa sabia e irónica. Y esta simpatía se hizo más profunda, aun cuando se enteró que Thomas era alemán. Lo que el CIC no había logrado descubrir, lo supo Thomas al cabo de
muy pocas horas. Y en casa de Luigi conoció, incluso, a los caballeros que habían intervenido en el caso del Victory. El domingo anterior habían concedido permiso a la tripulación del buque de carga para bajar a tierra. Sólo dejaron a bordo una reducida guardia. Los amigos de Luigi organizaron en el muelle, muy cerca de la escalera de desembarco, una pelea entre tres bonitas muchachas, una de las cuales se puso a pedir auxilio a gritos. Muy caballeros, los marinos que montaban la guardia bajaron en ayuda de la hermosa joven. Intervinieron entonces unos morenos napolitanos y se organizó una auténtica batalla campal. Mientras, los amigos de Luigi subían a bordo disfrazados de marinos y se apoderaban del barco. Rápidamente soltaron las amarras, levantaron anclas y salieron del puerto poniendo rumbo a Pozzuoli. Allí echaron anclas. Todo el cargamento fue trasladado a unos camiones que estaban allí. A bordo se encontraban conservas, aves congeladas, frutas, azúcar, arroz, harina, bebidas alcohólicas, toneladas de cigarrillos y varios miles de latas de foie-gras. No en vano los piratas habían elegido la población de Pozzuoli para sus maniobras. Allí había grandes talleres de reparaciones navales. Los especialistas trabajaron horas extraordinarias para desmantelar el barco. ¡Pocas horas después se presentaban los compradores! Por aquellos días en Nápoles se tenía necesidad de todo y por este motivo no quedó ni una tuerca del Victory...
3 Ésta es la historia que le contó Thomas Lieven al coronel Débras, en un elegante bar, a última hora de una bonita tarde, en París. De pronto, Débras compuso una expresión muy seria. —Usted es alemán, Lieven -dijo el coronel-. Le necesitamos a usted en Alemania. Nadie mejor que usted sabrá diferenciar entre los grandes cerdos y los simples oportunistas. Y nos ayudará usted a que no se castigue a los inocentes. ¿Quiere colaborar con nosotros? —Sí -contestó Thomas Lieven. —Pero en Alemania no le quedará otro remedio que llevar uniforme. ¡No! —Lo siento de verdad, lo dice el reglamento. Y también tenemos que darle un nombre francés y un rango militar. Yo propondría el de capitán. —Dios santo, ¿y qué uniforme? —Éste es asunto de su incumbencia, Lieven. ¡Elíjalo usted mismo! Thomas Lieven fue a visitar al primer sastre de efectos militares en París, y eligió unos pantalones de color gris paloma, como los llevaban los oficiales de aviación, una guerrera de color beige, con grandes bolsillos, un largo pliegue en la espalda y un cinturón estrecho. El uniforme diseñado por Thomas gustó tanto, que un mes más tarde era usado oficialmente por todos aquellos que trabajaban en su misma organización. Y con las tropas aliadas en su avance, regresó Thomas, como capitán René Clairmont, a su patria. Cuando terminó la guerra se encontraba en Baden-Baden y allí instaló su oficina, en el antiguo cuartel general de la Gestapo en la Kaiser-Wilhelm-Strasse. Bien, y ahora sabe el lector por qué nuestro amigo, el 7 de julio de 1945, en Baden-Baden, cocinaba para un general de dos estrellas. En la casa número 1 de la Kaiser-Wilhelm-Strasse trabajaban diecisiete hombres. Vivían en una villa frente por frente adonde tenían instaladas las oficinas. Su trabajo era pesado, su trabajo era poco agradable. A esto cabe añadir que por motivos políticos y otros, no se entendían muy bien entre ellos. Thomas Lieven, por ejemplo, se enemistó ya desde un principio con el
teniente Pierre Valentine, un hombre joven y guapo, de mirada helada y labios estrechos, a quien hubiesen podido haber tomado por un soldado de las SS. Valentine requisaba y arrestaba de un modo arbitrario. En tanto los oficiales decentes de la organización francesa, lo mismo que los oficiales americanos e ingleses honrados se atenían a las listas de las Wanted Persons distribuidas por el Gobierno militar, Valentine usaba de su poder sin escrúpulos de ninguna clase. Cuando Thomas le llamó la atención, se limitó a encogerse de hombros y dijo: —Odio a todos los alemanes. Thomas Lieven protestó contra esa estúpida generalización. —Me limito a las cifras -dijo Valentine-. Sólo en nuestro sector y en el curso de un solo mes hemos recibido seis mil denuncias de alemanes contra alemanes. Cuando avasallan a pueblos pequeños son entonces unos superhombres. Cuando les pegas en la nariz se ponen a tocar Beethoven y se denuncian los unos a los otros. ¿Y quiere que se le tenga respeto a un pueblo así? Y en este sentido el teniente Valentine estaba en lo cierto: una repugnante ola de denuncias inundaba el país desde que había terminado la guerra. Llegó el 2 de agosto de 1945. Aquel día, Thomas Lieven fue testigo de una experiencia que le conmovió profundamente. Un hombre delgado y demacrado, de cabello blanco y traje arrugado, se presentó en su oficina. Este hombre se quitó el sombrero y dijo: —Buenos días, caballero. Me llamo Werner Helbricht. Usted me busca. Fui jefe de los campesinos de este distrito. Thomas se quedó mirando a aquel hombre demacrado de cabello blanco. —¿Por qué se presenta usted? -le preguntó Thomas. —Porque he visto que mi patria ha cometido crímenes terribles. Estoy dispuesto a llevar mi castigo, construir carreteras, picar piedras, lo que ustedes manden. Lamento sinceramente haber estado al servicio de un Gobierno criminal. Había creído en ellos; pero me han engañado. Thomas se puso en pie. —Señor Helbricht, es la una. Antes de seguir hablando, permítame una pregunta: ¿Quiere almorzar conmigo? —¿Almorzar? ¿Con usted? ¡Pero si le acabo de decir que fui un nazi!
—A pesar de ello, me gusta su sinceridad. —En este caso, he de dirigirle yo un ruego a usted... Vayamos a mi granja. Quiero enseñarle algo allí. En el bosque, detrás de la granja -dijo el antiguo jefe de campesinos.
4 La señora Helbricht había preparado una sopa con hierbas del bosque. Estaba tan pálida y demacrada como su esposo. La granja estaba en un estado de ruina, las ventanas habían sido destrozadas, las cerraduras de las puertas abiertas a tiros, los establos vacíos y las habitaciones saqueadas por los obreros extranjeros. —No se les puede hacer ningún reproche -dijo el señor Helbricht, y esbozó una débil sonrisa-. Nosotros fuimos los primeros en saquear sus países... La mujer del antiguo jefe de campesinos del distrito, dijo: —Después de la sopa, puré de patatas y fruta. Todo del racionamiento oficial. Lo siento de verdad, pero no tenemos nada más. Thomas salió al patio, abrió el maletero de su coche y regresó a la cocina con media libra de mantequilla, un bote de leche, una lata de extracto de carne y una lata de corned-beef. —Déjeme cocinar a mí, señora Helbricht -dijo, y rápidamente puso manos a la obra. Reforzó la sopa con extracto de carne, abrió la lata de corned-beef y desmenuzó su contenido. —Ay, Dios -sollozó la señora Helbricht-. Corned-beef. Soñaba con esto..., a pesar de que no lo conocía aún. —Y pensar que hay seres humanos que asisten impasibles cómo otros pasan hambre, hombres que son culpables de nuestra desgracia. Señor capitán, yo no denuncio a nadie, pero sí le he de informar de algo: en el bosque y debajo del musgo hay enterrado un gigantesco depósito de víveres. —¿Quién enterró estos víveres... y cuándo? —En el año 1944, en el otoño. En aquella ocasión me visitó el ayudante del jefe de los campesinos del Reich, Darre. Y el jefe de la Gestapo en Karlsruhe, el doctor Zimmermann. Me dijeron que habían de enterrar víveres..., reservas para los altos jefes... La señora Helbricht, una mujer marchita, demacrada y pálida, dijo: —Por este motivo le hemos invitado a nuestra casa. Hay que desenterrar esos víveres. Son tantas las personas que pasan hambre... Nosotros aún tenemos un techo sobre la cabeza. Nosotros ya saldremos adelante. Pero los
fugitivos, los niños... A partir de aquel día, 2 de agosto de 1945, se sucedieron dos cosas: en secreto fue desenterrado un gigantesco depósito de víveres..., muchos miles de latas de conserva de grasa, carne, mermelada, miel, café, té, chocolate, azúcar, harina, legumbres y frutas confitadas. Estos víveres fueron distribuidos a los enfermos, ancianos y niños. Rápidamente cubrieron de nuevo con musgo el lugar donde había estado enterrado este tesoro. Y el bosquecillo detrás de la granja de Helbricht fue sometido a vigilancia de día y de noche.
MENÚ Sopa de hierbas * Corned beef encantado Requesón con nata
Baden-Baden, 2 de agosto de 1945 Esto puede comerse aún actualmente. En aquel entonces lo ofrecía Thomas Lieven a los «peces» gordos Sopa de hierbas Se toman hierbas, como acedera, puntas de ortiga, puerro, perejil, perifollo, eneldo, hojas de apio, ajo, se limpian y se pican bien. Se cuece una pequeña parte de ellas en mantequilla clara y harina, se añade agua o caldo de carne, se deja hervir, se adoba con pimienta, sal y un pellizco de nuez moscada y se añaden las demás hierbas directamente antes de servirlo. La sopa puede mezclarse también con yema y nata, echando luego cuadraditos de pan blanco tostado. Corned beef encantado Se toma un buen número de anillos de cebolla, se cuecen con mantequilla, se añade luego el contenido de una lata de corned beef, calentado durante algunos minutos, pero sin que llegue a adquirir un tono
pardusco. Se añade luego un puré de patatas, no demasiado espeso, se mezcla todo bien y se deja calentar el conjunto sobre un fuego reducido. Requesón con nata Se toma requesón, se pasa por un tamiz, se agita con azúcar, según se desee, después con nata dulce, hasta que se forma una crema lisa, no demasiado líquida. Se añaden todavía pasas y un par de gotas de zumo de limón, se dispone en una fuente, adornada con algo de nata, y se pone en frío. El día 1 de agosto, hacia el amanecer, Thomas estaba precisamente de servicio, vio acercarse a un hombre al bosque. Miraba hacia todos lados y se estremecía al menor ruido. Llevaba una mochila vacía y una pequeña pala en la mano. Thomas conocía a aquel hombre, de rostro pálido y duro, porque su rostro figuraba en los archivos que guardaba en su oficina. El hombre empezó a remover la tierra, cada vez más rápido, más afanoso. Descubrió demasiado tarde que detrás de él surgían, de pronto, tres hombres. Penosamente se puso en pie, dio media vuelta y se tambaleó hacia atrás dominado por el pánico. —Jefe de la Gestapo, Zimmermann -dijo Thomas Lieven, que esgrimía una pistola en su diestra-. Queda usted detenido. ¡Ay, todos los jefes nazis que sabían de la existencia del depósito fueron cayendo uno tras otro en la trampa! Thomas Lieven les había dicho a los centinelas: —Todo aquel que remueve la tierra aquí, es un jefe nazi. ¡Arrestadlo al instante! De ese modo tan sencillo fueron detenidos diecisiete jefes nazis entre el mes de agosto y octubre de 1945. Thomas consiguió que el antiguo jefe de campesinos del distrito fuera condenado solamente a una multa, y se le permitió conservar su granja.
5 Llegó el primer otoño de la posguerra. Los hombres pasaban frío, los hombres pasaban hambre. En la zona francesa aumentaban las tensiones entre los ocupados y los ocupantes, en parte, debido a los resentimientos alemanes, en parte, por no sujetarse los franceses a lo que dictaba la ley. Al mando de un ingeniero parisiense desmontaron las tropas francesas en la Selva Negra las máquinas de la industria relojera local y trataron de llevarse a los obreros especializados a Belfort y la Alta Saboya para montar allí una industria relojera francesa. Fue confiscada la producción de agujas de maquinaria textil en la zona francesa y vendida por unos pocos interesados a Suiza. Los obreros alemanes eran pagados con unos pocos marcos alemanes y con una alimentación peor aún. Detrás de las fachadas, más o menos intactas, de Baden- Baden, la moral y la decencia sucumbían a cada día que pasaba. Cada vez eran más frecuentes las peleas, los actos de venganza y las puñaladas. Los soldados saqueaban, robaban y mataban. Con sus metralletas mataban los hermosos cisnes del lago. Thomas sabía muy bien que el rubio y delgado teniente Valentine formaba parte de un grupo que trataba de enriquecerse de un modo rápido y repulsivo. Durante meses no pudo presentar ninguna prueba contra él, pero sí pudo hacerlo el 3 de noviembre de 1945... Un día antes, se enteró Thomas de que el joven teniente planeaba realizar uno de sus registros domiciliarios secretos. Cuando Valentine, la tarde del 3 de noviembre, abandonó Baden-Baden en compañía de dos soldados y un jeep, le siguió Thomas en otro jeep. Pero fue muy prudente y guardó la distancia suficiente. Fueron hasta Karlsruhe. Allí tomaron la carretera que conduce a Ettlingen. Cruzaron Ettlingen en dirección a Spielberg. Allí, en las afueras del pueblo, se levantaba una gigantesca mansión rodeada por un gran parque y altos muros. Y allí se dirigió el teniente Valentine en su jeep. Thomas le siguió hasta prudencial distancia, aparcó su jeep entre los árboles y siguió luego a pie por un estrecho sendero.
En algunas de las ventanas de aquella mansión, parecida a un palacio, ardían las luces. Thomas vio sombras y oyó unas voces excitadas. Miró por una de las ventanas y entonces vio algo curioso: el teniente Valentine se acercaba a los tiestos de flores que había junto a las ventanas y arrancaba, una tras otra, las flores de los tiestos. Siete tiestos en total. ¿Por qué? Thomas no encontraba ninguna explicación plausible. Esperó pacientemente. Un cuarto de hora más tarde abandonaba Valentine de nuevo la casa en compañía de sus hombres. Thomas llamó a la pesada puerta de entrada. Le abrió un criado con rostro aterrado. —¿Quién vive aquí? -preguntó Thomas. —El conde de Waldau. —Soy el capitán Clairmont. ¡Anúncieme! Conde de Waldau..., conde de Waldau... Thomas recordaba el nombre. Había ocupado un alto cargo en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Miembro del partido nazi. Le había interrogado ya en dos ocasiones en Baden-Baden. El conde se presentó delgado, engreído y muy furioso: —¡Sólo faltaba usted, capitaine Clairmont! ¿Qué quiere robar usted? ¿La vajilla de plata? ¿Un cuadro? ¡Sus compañeros se han llevado ya lo más importante! —Conde -dijo Thomas, muy tranquilo-, he venido para saber lo que acaba de ocurrir aquí. —¡Lo sabe usted muy bien! -gritó Waldau-. ¡Todos vosotros sois unos cerdos y unos ladrones! —¡Cierre el pico! -dijo Thomas en voz baja. El conde se lo quedó mirando, empezó a temblar y se dejó caer en un sillón. Luego contó... Si hemos de dar crédito a las palabras de Waldau, éste había escondido sus joyas más valiosas en siete tiestos debajo de las raíces de las plantas. —¡Todas las joyas de mi familia! Una parienta me dio este consejo..., esa bestia... Ahora comprendo que todo estaba convenido de antemano... -El conde se quedó mirando a Thomas con ojos muy relucientes-. Perdone usted mi comportamiento, creo que usted es inocente de este robo... —Siga explicándose... —Ya sabe usted que han levantado pesados cargos contra mi persona. Tengo miedo al saqueo. Vivimos aquí muy apartados. Hace un mes llegó...
esa parienta mía. Es inglesa. Sospecho que trabaja para el servicio secreto, en el cuartel general, en Hannover. Me dijo que los tiestos eran el mejor escondrijo. Cuando hace poco se han presentado esos hombres, sin decir palabra han empezado a arrancar las plantas de los tiestos... Al oír la palabra «servicio secreto» recorrió el cuerpo de Thomas, primeramente, un estremecimiento muy caliente y, luego, otro muy frío. —Dígame usted cómo se llama esa dama, conde. El conde le dijo el nombre...
6 Dos días más tarde se presentaba un tal capitán Clairmont en el cuartel general del servicio secreto británico, en Hannover. Allí preguntó por una mujer rubia, delgada y hermosa, que con el atractivo uniforme de teniente prestaba sus servicios en una oficina del segundo piso de aquel impresionante edificio requisado. La dama sostenía en sus manos una lupa y examinaba con ojos febriles una valiosa pulsera. Llamaron a la puerta. Rápidamente, escondió la pulsera y la lupa. —¡Adelante! -invitó la dama. Entró el hombre que se hacía llamar capitán Clairmont. La dama, detrás de la mesa-escritorio, lanzó un grito y se puso en pie de un salto. Estaba ahora muy pálida. Se llevó ambas manos a las mejillas. —No es posible..., Tommy... ¿Tú? Con los labios muy apretados, Thomas Lieven fijó su mirada en la hermosa Vera de C, la princesa tan falta de escrúpulos, que había conocido hacía mucho tiempo como amante del nazi Lakuleit, en París; su princesa Vera, su dulce amante, aquella perversa mujer, aquella mujer tan amoral que ya una vez, en París, estaba decidida a hacer lo que fuera por dinero... —Tommy, ¡qué alegría! Has sobrevivido a la guerra..., estás con los franceses -tartamudeó, y le abrazó fuertemente. Con un gesto violento se liberó Thomas del abrazo. —¡Maldita seas, asquerosa! -la insultó Thomas Lieven-, ¿desde cuándo trabajas con ese cerdo de Valentine? —No tengo la menor idea de lo que estás diciendo, tesoro -replicó la princesa, sonriente. —Repítelo y te doy una... -le previno Thomas. Vera repitió sus anteriores palabras. Y Thomas la abofeteó. Y en aquel tiempo se organizó en una dependencia del servicio secreto inglés, en Hannover, una auténtica, pero silenciosa batalla campal. Cinco minutos más tarde se habían apaciguado los ánimos y Vera se sentaba en un mullido sillón. Thomas paseaba de un lado a otro de la
habitación: —Eres un monstruo asocial, avariciosa y vulgar. —No digas tonterías, Tommy -dijo la mujer, estirándose como una gata-. Ven al lado de tu pequeña Vera. Trátame como acabas de hacerlo. —Lo que has hecho es lo más indigno y vulgar..., es el conde Waldau pariente tuyo, ¿sí o no? —Ah, ese viejo nazi -y empezó a reír. —¡Cierra el pico! Hace dos días tu amigo Valentine registró la casa. Mejor dicho, se limitó a arrancar las plantas de unos tiestos. Lo único que le interesaba en aquella mansión tan inmensa eran los tiestos. ¡ Y deja ya de reír! ¿De quién ha sido la idea? ¿Tuya o de él? —Mía, Pierre es demasiado estúpido para hacer una cosa tan ingeniosa. Y basta ya de recriminaciones, sobre todo tratándose de un cerdo nazi como ese Waldau. ¡Las joyas las adquirió con engaño durante el Tercer Reich! —Cabe en lo posible -dijo Thomas-. En el caso de que Waldau las adquiriera de un modo ilegal, pertenecen entonces a sus antiguos propietarios, siempre que podamos dar con los mismos..., o al Estado, pero en ninguno de los casos a vosotros dos. —Dios, que eres dulce..., encantador..., tan idealista siempre... Oye, Tommy, vamos a mi casa. Tengo un pisito muy bonito aquí. ¡Vivía allí un antiguo nazi! —No creas que nunca más vuelva a entrar en un pisito tuyo -dijo Thomas.
7 Era, en verdad, un pisito muy bonito y muy confortable. En tres de las habitaciones había unas manchas más claras en el papel de la pared. Hasta hacía poco habían colgado unos cuadros allí. Thomas sonrió al ver esas manchas más claras. Fue una noche muy curiosa aquélla, puesto que, tanto Thomas como la princesa perseguían el mismo objetivo, es decir, tumbar de espaldas al otro... en el sentido simbólico, claro está. A este fin Vera sacó a relucir una botella de whisky. Los dos tomaron un sorbito. Y otro. Vera se dijo: «Acabará por emborracharse». Y Thomas se decía: «Si seguimos así, pronto estará sin sentidos». ¡Y luego los dos la cogieron! Vamos a dar un salto adelante, por amor a los niños. Bien..., tres horas más tarde... Tres horas más tarde la princesa rubia estaba muy cariñosa. Y Thomas estaba un poco sentimental. Thomas, que había bebido más de la cuenta, cometió un error fatal. Habló de sus planes futuros, y en relación con éstos mencionó su cuenta corriente en un Banco de Zurich, a nombre de Eugen Walterli. —¿Y también usas el nombre de Eugen Walterli? -rióse Vera-. Ay, corazón mío... ¿Y... hay mucho dinero en esa cuenta corriente? Esta pregunta hubiese debido hacerle volver a la realidad del momento. Pero no fue así. —Oye tú, eso es ya patológico en ti. ¿Acaso siempre sólo piensas en el dinero? La mujer se mordió el labio inferior. —Neurosis grave. Trauma infantil. ¿Sabes que incluso he llegado a falsificar cheques? ¡No existe firma que yo no sea capaz de imitar! —Te felicito -dijo el ingenuo estúpido. —Además..., soy una verdadera cleptómana. En mi infancia fue algo muy grave. Los lápices de colores de mis compañeras eran mis lápices. Los portamonedas de mis amigas, mis portamonedas. Y, más tarde, los maridos de mis amigas eran mis..., ¿he de seguir hablando?
Bebieron algo más. Luego se quedaron dormidos. A la mañana siguiente, Thomas estaba ya en la cocina cuando Vera despertó con intensos dolores de cabeza. Thomas le sirvió el desayuno en la cama. —Bien -dijo-, ahora toma tranquilamente tu café. Luego el baño. Luego te vestirás y nos iremos... —¿Adonde? —A Baden-Baden. La mujer palideció. —¿Y qué vamos a hacer allí? —Allí hablarás con tu amigo Valentine y harás que él devuelva las joyas. ¡Y si os hacéis responsables de algo más, los dos iréis a parar a la cárcel! —Escucha tú, miserable, esta noche te habías olvidado de todo esto, ¿eh? Thomas enarcó las cejas. —La noche es la noche, y el deber, el deber. Se volcó la bandeja con el servicio de café. La mujer se abalanzó sobre él, gritándole, enseñándole sus dientes y sus garras. —¡Perro...,, te voy a matar! Aquella noche, una noche triste y fría, llegó un sucio jeep a la ciudad de Baden-Baden. Thomas Lieven se sentaba al volante. Vera, princesa de C., se sentaba a su lado... ¡Y entonces cometió otro error! Se dirigió con Vera a su oficina en la Wilhelmstrasse, 1. Llamó al teniente Valentine. Valentine se estremeció de pies a cabeza cuando vio a Vera. Thomas fue el primero en hablar. —No entiendo una sola palabra de todo eso -dijo el teniente, muy frío-. Presentaré quejas contra usted, mon capitaine, yo... —Cierra el pico, Pierre -dijo la princesa-. Lo sabe todo. —¿Y qué es lo que sabe? Vera volvió su mirada hacia Thomas. —¿Puedo hablar durante cinco minutos a solas con él? —Conforme -asintió Thomas. ¡Otro error! Abandonó su oficina y se sentó en el vestíbulo. Ni un solo instante perdió de vista la puerta de su oficina. «No soy ningún estúpido», se dijo. Cuando terminó de fumar el cigarrillo comprendió, de pronto, que sí era un estúpido. Su oficina estaba en el entresuelo. Y la ventana no tenía rejas. Se
precipitó dentro de la oficina. Estaba vacía. La ventana estaba abierta... Diez minutos más tarde eran despachados teletipos y telegramas por todo el país: 20 horas, 14 minutos – 6 de noviembre de 1945 de: oficina investigación criminales de guerra b-b – a todas las unidades de policía militar – a todas las unidades cic y cid – busquen y detengan sin pérdida de tiempo... A las 4.15 horas del 7 de noviembre, una patrulla de la policía militar francesa detenía a Pierre Valentine en la sala de espera de la estación de Nancy, cuando sacaba un billete para Basilea. No dieron, empero, con la princesa Vera de C. El teniente fue llevado a la cárcel militar de París. El general Pierre König en persona, comandante en jefe de las Fuerzas armadas francesas en Alemania, solicitó de Thomas Lieven reuniera todo el material posible contra Valentine. Este sucio trabajo ocupó a nuestro amigo hasta principios de diciembre. Otros cuatro franceses fueron detenidos. Nos adelantamos a los acontecimientos: el teniente Valentine y sus amigos fueron juzgados en París. El 15 de marzo de 1946 fueron degradados y condenados a elevadas penas de prisión.
8 El 3 de diciembre, Thomas Lieven fue llamado al cuartel general del general König. El general le dijo: —Le agradezco sinceramente habernos ayudado a poner fin a las nefastas actividades de esos sujetos. No somos un Ejército de bandidos y forajidos. Queremos que reine el orden y la justicia en nuestra Zona. Thomas Lieven fue recibido el 3 de diciembre por el general König, quien le dio las gracias y le alabó, pero el 7 de diciembre recibía la siguiente carta: MINISTERIO DE GUERRA DE LA REPÚBLICA FRANCESA París, 5 de diciembre de 1945 Capitaine René Clairmont Ejército-Serie-Número: S 324.213 Investigación criminales de guerra Baden-Baden Asunto: CS hr. St. 324/1945 Con motivo de las investigaciones realizadas en el curso del sumario militar seguido contra el teniente Pierre Valentine y otros encartados, hemos solicitado su expediente personal al Deuxième Bureau. De.este expediente, que ha sido completado por uno de los jefes del Deuxième Bureau, se desprende que actuó usted como agente del Abwehr alemán, en París, durante la guerra. Comprenderá usted que un hombre con su pasado no puede ya continuar sus trabajos en nuestra organización de búsqueda de criminales de guerra. El coronel Maurice Débras, que en su momento le acogió a usted en esta Organización, hace ya cuatro meses no pertenece a este servicio. Le invitamos, por la presente, a desalojar, hacia el mediodía del 15 de diciembre de 1945, sus oficinas en Baden- Baden, actas, sellos y expedientes, así como su documentación militar y credenciales. Queda, por la presente, relevado de su servicio. Seguirán instrucciones detalladas. Firma ilegible. Y,
debajo, a máquina: «general de brigada». Thomas Lieven se sentaba a su mesa-escritorio y silbaba, meditabundo. Leyó de nuevo la carta y siguió silbando. «En fin, lo de siempre -se dijo-. Todo se repite con horripilante monotonía en mi vida. Hago algo incorrecto... y todo el mundo me ama. Me abruman con condecoraciones, dinero y besos. Soy el preferido de la patria. Pero realizo una acción justa y correcta... y, ya está, me hunden en el barro.» «Un jefe del Deuxième Bureau ha completado el expediente». ¡Un jefe! De modo que el coronel Jules Siméon vive aún. Y me odia... Thomas se puso en pie. Con expresión ausente comenzó a poner orden en su oficina. Cuando abrió el cajón de su mesa-escritorio la llave se atascó un poco. Muy poco. Pero esto no le llamó la atención. Como aturdido empezó a recoger sus papeles personales. Sacó los pasaportes del cajón y la llave se atascó de nuevo. Contó los pasaportes. Todos estaban allí. Todos no. Volvió a contarlos. ¡Maldita sea, faltaba uno! El sudor comenzó a perlar la frente de Thomas Lieven cuando descubrió cuál era el pasaporte que faltaba: El bonito pasaporte suizo extendido a nombre de Eugen Walterli. Y entonces descubrió Thomas que faltaba algo más en el cajón: El talonario de su cuenta corriente en el Schweizerichen Nationalbank y los plenos poderes del Banco. Thomas Lieven lanzó un gemido y se dejó caer en su sillón. Fragmentos de una conversación que había sostenido hacía poco rondaban por su cerebro: «¿También te haces llamar Eugen Walterli? ¿Hay mucho dinero en esa cuenta? ¡No hay firma que yo no sepa imitar!» Thomas cogió el auricular y solicitó una conferencia urgente con Zurich: Schweizerischen Nationalbank. Esperó lo que se le antojó una eternidad. Por fin le pusieron la comunicación. Habló con el empleado que atendía su cuenta. Lo adivinó todo cuando oyó la tranquila voz del suizo: —Sí, señor Walterli, estamos al corriente. Su señora esposa lo ha arreglado todo... Se había procurado un pasaporte suizo. «Esa miserable». —¿ Cuándo..., cuándo ha estado mi esposa en el Banco? —Pues, hará unos quince días... La señora dijo que usted vendría a Zurich y confirmaría sus instrucciones...
—Instrucciones... ¿Cuánto hay en la cuenta? —Unos veinte francos... «Oh, Dios, Dios.» —¿Y el resto... lo ha retirado...? —En efecto. La señora tenía su pasaporte de usted..., su talonario..., plenos poderes del Banco... y también para la caja fuerte. Señor Walterli, señor Walterli... Por amor de Dios, ¿se ha cometido alguna incorrección? Culpa nuestra no es... La señora presentó los plenos poderes y todos los documentos necesarios... todos firmados por usted... Thomas colgó el auricular en la horquilla. Durante largo rato permaneció inmóvil. Excepto veinte francos, todo lo que había poseído se había esfumado. Una hora más tarde entregaba el hombre que se hacía llamar aún capitán Clairmont su oficina y toda la documentación al oficial de guardia. El capitán Clairmont desapareció a partir del mediodía de aquel 7 de diciembre. Sin dejar rastro...
9 El 22 de febrero de 1946 se presentaban al conserje del hotel de lujo de París Crillon en la plaza de la Concordia, dos caballeros que preguntaron por un tal monsieur Hauser. A juzgar por la sonrisa luminosa del conserje el tal monsieur Hauser era uno de los huéspedes más queridos del hotel. El conserje cogió el teléfono y dijo: —Dos caballeros desean hablar con usted, monsieur Hauser. Monsieur Fabre y monsieur el barón Kutusov. —Ruego a los señores suban a mi habitación. Un botones acompañó a los caballeros hasta la segunda planta. Bastián Fabre llevaba el pelo rojizo más tieso que nunca. Su acompañante, que llevaba el nombre de un célebre general ruso, tendría unos cuarenta y cinco años de edad, era de anchos hombros y vestía de un modo muy burgués.
MENÚ Borschtsch a la rusa * Boeuf a la Stroganoff Soufflé de limón
París, 22 de febrero de 1944 Thomas Lieven hace su primer negocio de millones de la posguerra, a la «rusa» Borschtsch a la rusa Se toma medio kilo de carne de ternera y otro medio kilo de cerdo, 250 gramos de tocino ahumado y se prepara con todo ello un fuerte caldo. Se extrae luego la carne ya cocida y se corta en pedazos adecuados. Se calientan
en la manteca de Cerdo un kilo de col blanca cortada en tiras, con pimienta y sal, granos de especias y una hoja de laurel, y en otra cazuela, zanahorias cortadas en rodajas con verduras para sopa, pimienta, sal, laurel y un pimiento. A las zanahorias se les añade un chorro de vinagre para que conserven su color. Se añaden al caldo las verduras ya hervidas, sin hojas de laurel, juntamente con los pedacitos de carne, se deja hervir bien y se ralla, antes de servirlo, una remolacha. Ya en la mesa, se sirve, por comensal, una gran cucharada de espesa nata ácida en la sopa. Boeuf a la Stroganoff Se toma un filete de ternera bien cortado, se corta primero en rebanadas y éstas, a su vez, en delgadas tiras. Se cuecen varias cebollas, picadas finamente, en mantequilla, hasta que estén blandas, pero en modo alguno tostadas, se añade luego la carne y se deja cocer durante un minuto por cada lado. Se sazona, con pimienta y sal, se añade a continuación espesa nata ácida, agitando bien, y se deja hervir una vez más. Soufflé de limón Se toman tres yemas y se baten con tres cucharadas de azúcar hasta formar espuma. Después se añade el zumo y la cáscara rallada de medio limón, media cucharadita de harina de patatas o maicena, y, finalmente, la nieve, bien batida, de los tres huevos. Se introduce la masa en un molde untado con mantequilla, y se calienta al horno, con fuego moderado, hasta que ha subido, y la superficie aparece ligeramente dorada. Se sirve el soufflé inmediatamente en el molde a la mesa, acompañado de biscuits. En el salón del apartamento 213 recibió monsieur Hauser a sus visitantes. Iba vestido de un modo muy elegante. Bastián esperó a que se hubiese marchado el botones y entonces abrazó a su viejo amigo. —Muchacho, no sabes cuánto me alegro de volver a verte. -¡Y yo, Bastián, y yo! -dijo Thomas Lieven. Se soltó del abrazo y estrechó la mano del ruso: -Encantado de conocerle, barón Kutusov. Sin embargo, desde este momento dejaré de llamarle barón y le llamaré camarada comisario. Comisario Kutusov. -¿Por qué? -preguntó el ruso, nervioso. -Un momentín de paciencia. Tengo muchas cosas que contarle, hermanito. He encargado nos sirvan el almuerzo en la habitación. Lo servirán dentro de diez minutos.
Borschtsch, camarada comisario. Por favor, sentaos... Thomas Lieven actuaba con una serenidad y seguridad que cortaba la respiración si tenemos en cuenta que era buscado por las autoridades militares francesas y que allí, por así decirlo, se encontraba en la boca del lobo. Pero se consolaba diciéndose: «¿Y dónde menos buscará el lobo su víctima que en su propia guarida?» Cuando el 11 de diciembre abandonó Baden-Baden en plan de fuga, un especialista que tiempos atrás había falsificado pasaportes para el Abwehr de París, le había extendido un pasaporte francés a nombre de Maurice Hauser. Luego mandó una carta a Bastián Fabre en Marsella diciéndole que él, Thomas Lieven, estaba completamente arruinado. La respuesta de Bastián llegó a vuelta de correo. Qué suerte que, en aquella ocasión, nos quedáramos algo de la mercancía de Lesseps. Es tuya. He conocido aquí a un compañero, hijo de un barón ruso. Se llama Kutusov. Era taxista en París. Ahora tiene un Pontiac. Y, a continuación, recibió Bastián el siguiente telegrama de Thomas: Te espero a ti y al barón con coche. Veintidós febrero. Hotel Crillon. —¿Dónde está el coche? —Delante del hotel. —Bien. Quiero que lo vean. Sólo que ahora tú, querido Bastián, harás de chófer durante algún tiempo. Y el camarada comisario Kutusov se sentará detrás. ¿Has traído las monedas de oro? —Están en la maleta. Se presentaron tres camareros y sirvieron la comida. Thomas, Bastián y Kutusov se sentaron a la mesa. El aristocrático taxista ruso exclamó, entusiasmado: —¡Como en casa! —Mi querido camarada comisario, le ruego tenga la bondad de comer de un modo menos popular. Por ejemplo, no apoyar los codos en la mesa. Y si cabe en lo posible, procure no llevar las uñas tan sucias en el futuro. —Pero, ¿por qué? ¿A qué viene todo esto? —Caballeros, les voy a proponer un gran negocio. Un negocio en el curso del cual, barón, representará usted a un comisario, tú, Bastián, harás de chófer y yo seré un mayorista en bebidas alcohólicas...
—¿Mayorista de qué...? -preguntó Bastián. —Traga lo que tienes en la boca antes de hablar. Estoy muy ofendido con el Ejército francés que me ha defraudado de mala manera. Tengo la intención de jugarles una mala partida a los militares franceses. —¿Con aguardiente? —Con aguardiente. —Pero si no hay aguardiente en estos tiempos, ¡todo está racionado! exclamó Kutusov. —No tiene la menor idea del aguardiente que habrá si Bastián sabe representar a un buen chófer y usted a un buen comisario -dijo Thomas-. Vamos, servios un poco más. Después de la comida iremos de compras. —¿Qué...? —Todo lo que nos haga falta. Abrigos de piel negros. Gorras de piel. Zapatos pesados. -Thomas bajó la voz-. Desde que terminó la guerra se aloja una delegación rusa en el hotel. Tienen la misión de vigilar a los súbditos soviéticos en Francia. ¿Sabéis cuántos son? —Ni la menor idea. —Más de cinco mil. Y a todos ellos les ocurre lo mismo... Y mientras sus dos invitados comían la mejor sopa del mundo, borschtsch, les contó Thomas Lieven a sus atentos oyentes, lo que les sucedía a los ciudadanos soviéticos con residencia en Francia...
10 Dos días más tarde se detenía un Pontiac negro ante el Ministére de Ravitaillement, en donde se encontraba la Administración de Alcoholes para Francia. Un chófer que llevaba un abrigo de piel negro, una gorra de piel sobre su pelo de erizo rojizo, abrió la portezuela. Un caballero en abrigo de piel negro y gorra de piel, bajó del coche y entró en el gran edificio gris, subió en el ascensor hasta el tercer piso y entró en el despacho de un hombre llamado Hippolyte Lassandre, que le recibió con los brazos abiertos. —Mi querido, mi muy apreciado señor Kutusov, soy yo quien telefoneó ayer con usted. Quítese el abrigo, siéntese usted. El señor Kutusov, que bajo el abrigo de piel negro llevaba un traje azul de confección barata y en los pies un calzado muy pesado, parecía estar muy furioso. —En la actitud de su Ministerio, veo una acción hostil que no tengo otro remedio que comunicar a Moscú... —Por favor, se lo suplico, señor Kutusov... Mi querido comisario Kutusov, no lo haga usted. ¡El Comité central me llenaría de reproches! —¿Qué Comité? —Del partido comunista francés, camarada comisario. Soy miembro del partido. Le aseguro a usted que se trata única y exclusivamente de un malentendido, de un lamentable error... —¿Que cinco mil ciudadanos soviéticos no hayan recibido el racionamiento que les pertenece? -El falso comisario rió sardónico- Un error, ¿eh? Es curioso, los súbditos ingleses y americanos en este país han recibido su racionamiento y mis súbditos que son los que han derrotado a los fascistas, no... —No siga usted, camarada comisario, se lo ruego. Tiene usted razón en todo lo que dice... ¡Es imperdonable! ¡Pero lo más rápidamente posible vamos a solucionar este asunto! —En nombre de la Unión Soviética exijo que nos sea entregado también el racionamiento de los meses pasados -declaró el comisario Kutusov. —Desde luego, camarada comisario, desde luego... Que los ciudadanos soviéticos en Francia no recibían su racionamiento
en alcohol lo sabía Thomas Lieven por Zizi. Zizi era una encantadora pelirroja que trabajaba en París en una casa de mucho éxito. Thomas la conocía desde la guerra. Zizi amaba a Thomas. Durante la guerra, Thomas la había ayudado a que su amigo no fuera deportado a Alemania. Zizi le contó que su negocio prosperaba desde que los rusos habían llegado a la capital francesa. Eran, por así decirlo, parroquianos de su casa. —¿Qué rusos? -preguntó Thomas. —Pues la comisión que se aloja en el Crillon. Cinco individuos. Fuertes como osos. ¡Esos sí que son hombres! Zizi informó que los cinco ciudadanos soviéticos estaban encantados de los síntomas de decadencia en el Occidente capitalista. Pero éste no era motivo de que descuidaran mucho su servicio. Habían de controlar a unos cinco mil ciudadanos soviéticos que vivían en Francia y animarles a volver a la patria. Pero esto lo hacían con rara frecuencia. Pasaban la mayor parte de su tiempo en casa de Zizi y en otras casas... —Imagínate, ni siquiera se preocupan por el racionamiento de aguardiente -le dijo Zizi. —¿Qué aguardiente? Zizi se lo contó todo. Thomas Lieven forjó un plan y ahora que Bastián y Kutusov habían llegado a París pensaba llevarlo a la práctica. Alrededor de tres mil hectolitros fueron transportados en camiones a una misteriosa refinería, en parte en ruinas, cerca del aeropuerto de Orly. Thomas la había descubierto mientras esperaba la llegada de Bastián. Era propiedad de un colaboracionista que había emprendido la huida. En febrero del año 1946-hemos de tenerlo en cuenta al relatar esta historia-, la mayoría de los países europeos vivían todavía en plena confusión y desconcierto. ¡También Francia! Ocho hombres emprendieron el trabajo en la fábrica. La producción corría de día y de noche. Y esos hombres bajo la dirección de monsieur Hauser fabricaban el conocido y amado pastis según la receta familiar que Thomas había obtenido de una dama negra en casa de Zizi: Tómese para un litro de alcohol químicamente puro de noventa grados: 8 gramos de simiente de hinojo. 12» de hojas de melisa.
5» de anís de estrellas. 2» de cilantro. 5» de salvia. 8» de semillas de anís verde. »Déjese reposar durante ocho días en un lugar oscuro. Antes de filtrarse añádanse diez gotas de esencia de anís. Finalmente rebájese con alcohol de cuarenta y cuatro grados... El alcohol lo pagó Kutusov con el producto de la venta de las monedas de oro que había traído Bastián. Los amigos de Thomas pegaban a las botellas las etiquetas que éste había mandado imprimir en una pequeña imprenta... Mientras la producción iba en aumento, visitó monsieur Hauser a un funcionario militar francés, un alto oficial de la Intendencia en el barrio parisiense de Latour-Mauborg. Este barrio estaba completamente ocupado por los militares, una ciudad en una ciudad. El señor Hauser le propuso al señor Villard un bonito negocio: —Tengo la materia prima, puedo producir Pastis. Sé que en sus comedores de oficiales apenas se encuentra esta mercancía. Mis precios son buenos. —¿Precios buenos? En fin, para aquella época en que escaseaba el alcohol, muy buenos. Hoy día los precios de Thomas Lieven, alias monsieur Hauser, serían considerados un tanto exagerados. Pedía, calculado el valor actual de la moneda, sesenta marcos, por una botella de pastis. El oficial francés aceptó como si aquél fuera el negocio de su vida. Y esto es por demás comprensible si tenemos en cuenta que una botella de pastis costaba en el mercado negro cien marcos. El negocio florecía. ¡Pero sobre todo, se desarrollaba a velocidad de vértigo! El señor Villard no sólo suministró las mesas de oficiales que él controlaba, sino que informó de la buena nueva a sus amigos y pronto los camiones empezaron el suministro del pastis Hauser a todas las cantinas militares en el país. Y, en rigor, podemos decir: Thomas Lieven suministraba al Ejército francés. Y el Ejército francés pagaba al contado. Todo fue bien hasta el 7 de mayo de 1946. Entonces ocurrió una pequeña panne...
El 7 de mayo de 1946, hacia las 19 horas, se presentó el robusto jefe de la delegación soviética, el señor Andreiev S. Schenkov, en el apartamento del falso comisario Kutusov en el hotel Crillon y le exigió una explicación. El señor Schenkov había decidido pocos días antes tomarse un poco más en serio sus obligaciones. Y tenía la intención de suministrar bebidas alcohólicas a sus cinco mil súbditos rusos. Pero en el Ministerio de Abastecimientos le informaron que el comisario Kutusov, que se alojaba en el hotel Crillon, había retirado ya la mercancía. —¡Exijo una explicación! -gritó Schenkov en un francés con acento ruso-. ¿Quién es usted, caballero? ¡No le conozco! ¡Nunca en mi vida le he visto a usted! Mandaré que le detengan. Yo... —¡Cierra el pico! -le gritó a su vez Kutusov en un ruso sin acento francés, y durante media hora habló en perfecto ruso con el camarada Schenkov y dijo todo aquello que le había instruido Thomas Lieven por si se presentaba la ocasión. Thomas había contado desde un principio con esta panne. Media hora más tarde regresaba el camarada Andreiev S. Schenkov, pálido, aturdido y bañado en sudor a su habitación. Allí le esperaban sus amigos Tuschin, Bolkonski, Baleschev y Alpalitsch. —Camaradas -gimió Schenkov, y se dejó caer en un sillón-, estamos perdidos. —¿Perdidos? —Prácticamente estamos ya en Siberia. Es horrible. Es horrendo. ¿Sabéis quién es Kutusov? Es el comisario que nos han mandado para que nos vigile. Tiene plenos poderes. Y lo sabe todo con respecto a nosotros. —¿Todo? -gritó Bolkonski, horrorizado. —Todo -asintió Schenkov, con voz sorda-. Cómo trabajamos aquí, lo que hemos hecho. El horror se reflejó en los rostros de sus cuatro amigos. —No queda otra solución, camaradas; hemos de ganarnos su amistad. Y trabajar como animales, de día y de noche. ¡Olvidemos a Zizi! ¡De las medias de nylon, de las conservas americanas y de los cigarrillos! Tal vez en este caso, Kutusov se apiade de nosotros... Gracias a la certera visión de Thomas, pudo repararse esta panne y continuar floreciendo el negocio del pastis. El 29 de mayo acompañaba un antiguo taxista llamado Kutusov, ahora un hombre muy feliz, puesto que disponía de mucho dinero, en su viejo
Pontiac a nuestros dos amigos hasta Estrasburgo. Allí conocía Thomas, de sus tiempos de oficial francés, a unos amables aduaneros y a otros no menos amables aduaneros alemanes. Con ayuda de éstos no había de resultar difícil pasar de un país al otro las maletas que llevaban los señores Lieven y Fabre. Las maletas contenían los beneficios del negocio pastis. —Y ahora a Inglaterra -dijo Thomas, sentado en el asiento posterior del coche-. A Inglaterra, Bastián, al país de la libertad... Mi club, mi bonito apartamento..., mi pequeño Banco... Ya verás cómo Inglaterra te va a gustar, amigo mío... —¿No te expulsaron los ingleses en el año mil novecientos treinta y nueve? —Sí -dijo Thomas-, por ese motivo hemos de pasar antes por Munich. Allí tengo a un amigo de la infancia que me ayudará a entrar de nuevo en Inglaterra. —¿Qué amigo de infancia es? —Un berlinés. Ahora es comandante americano. Redactor de un periódico. Se llama Kurt Westenhoff -dijo Thomas, sonriendo muy feliz-. Ay, Bastián, soy tan feliz... Han terminado todas las complicaciones. Empieza una nueva vida..., una nueva era...
11 Entre otros muchos visitantes esperaba también Thomas Lieven en la antesala del comandante americano Kurt Westenhoff. En Munich. En la Schellingstrasse. En el gigantesco edificio de la antigua editorial Eher. En el así llamado Reich milenario había sido impreso allí por los nazis el Völswischer Beobachter. Ahora los americanos imprimían allí otro periódico. Hacía mucho calor en Munich aquel 30 de mayo de 1946. Muchos de los delgados caballeros, muy pálidos, que esperaban en la antesala del comandante Westenhoff estaban bañados en sudor. Meditabundo miraba Thomas Lieven en torno a él. «Ahí os sentáis ahora todos vosotros. En unos trajes que se os han hecho demasiado grandes. Con unos cuellos de camisa demasiado anchos. Delgados, demacrados, depauperados. Cuando os miro a todos vosotros, solicitando; aquí un empleo, un cargo... No dais la impresión dé haber, luchado en primera línea en el frente y tampoco contra los nazis. Os habéis mantenido muy quietos durante el Reich milenario. Cerrasteis los ojos, los oídos, la boca. ¡Pero ahora pretendéis de nuevo el poder! Y pronto trataréis de conquistar la parte del león. Pronto estaréis en el Gobierno, en la industria, en todo el país. Dado que los americanos os ayudarán... »Pero, ¿sois los más indicados para los tiempos que se avecinan? ¿Sabréis aprovechar esta ocasión única que se os ofrece para que Alemania recupere su prestigio ante el mundo..., aun cuando sólo sea por algún tiempo? »Habéis comenzado y perdido dos guerras mundiales en el curso de solamente veintitrés años. ¡Todo un récord! ¿Qué os parece si ahora nos mantuviéramos neutrales..., nos dejáramos querer por los rusos y los americanos..., trabajar con el Este y el Oeste? Hemos disparado tantos tiros y si ahora..., por favor, no lo toméis a mal, se trata simplemente de una proposición, ¿y si durante algún tiempo dejáramos de disparar? Dios santo, qué hermoso sería...» Hizo acto de presencia una hermosa secretaria. —Señor Lieven, le espera el comandante Westenhoff -dijo la hermosa dama, que más tarde habría de llamarse señora Westenhoff. Thomas entró en el despacho del redactor, que le recibió con la mano extendida.
—Hola, Thomas -saludó Kurt Westenhoff. Era un hombre bajo y redondo. Pelo rubio, una voz agradable y ojos azules e inteligentes, que brillaban siempre amables y melancólicos. El padre de este hombre, el doctor Hans Westenhoff, había trabajado de redactor jefe en la editorial Ullstein en Berlín, para el diario BZ am Mittag y para el Tempo.Luego, toda la familia había tenido que emigrar. Y ahora Kurt Westenhoff regresaba al país que le había expulsado. —Hola, Kurt -respondió Thomas al saludo. En el año 1933 había visto por última vez a su amigo, en Berlín. A pesar de ello, Westenhoff le había reconocido. —Yo... te doy las gracias -dijo Thomas con voz ronca. —Déjate de tonterías, muchacho, nos conocemos desde la escuela. Conocí a tu padre. Bien, no tengo que hacerte preguntas. ¿En qué puedo ayudarte? —Sabes que antes de la guerra era banquero en Londres. Marlock and Lieven Dominion Agency, en la Lombard Street. —Dominion Agency, exacto. Lo recuerdo. —He pasado unos años terribles. Vuestro CIC debe tener un expediente muy grueso sobre mi persona. Pero la verdad, la culpa de que me viera complicado en tantos asuntos feos la tiene mi socio Marlock. Él hizo que me expulsaran de Inglaterra. Se quedó con el Banco. Desde 1930 sólo tengo un deseo, me domina un solo pensamiento: ¡enfrentarme con ese cerdo! —Entiendo -dijo Westenhoff-, tienes la intención de volver a Inglaterra. Y pedirle cuentas a Marlock, sí. ¿Puedes ayudarme? —Sure, boy, sure! -dijo el berlinés americano. ¡Pero se equivocaba! Dos semanas más tarde, el 14 de junio, invitaba Westenhoff a Thomas a visitarle en su villa. —Lo siento, Thomas -le dijo a su amigo, después de haber tomado asiento en la terraza detrás de la casa-. Lo lamento de corazón. Será mejor que tomes un whisky antes de que siga hablando. Thomas atendió el consejo. —Tu Robert E. Marlock ha desaparecido. Ha alarmado a mis amigos del CIC. Ésos se han puesto en contacto con los ingleses. La situación es muy triste, Thomas, muy triste. Tu pequeño Banco tampoco existe ya. ¿Te sirvo otro trago?
—Será mejor que dejes la botella sobre la mesa -rogó Thomas-. ¿Cuándo dejó de existir mí Banco? —En 1942. -Westenhoff sacó una hoja de papel del bolsillo-. Para ser exactos, el 14 de agosto de 1942. Marlock hizo suspensión de pagos. Los clientes quisieron retirar el importe de sus cuentas corrientes. Aquel día desapareció Marlock. Esto es lo que me cuentan mis amigos del CIC. A propósito, tienen mucho interés en conocerte. —Pero yo a ellos, no. Thomas suspiró. Volvió la mirada hacia el jardín. Cogió de nuevo el vaso en su mano. —Bien, me quedo aquí. He ganado dinero suficiente en Francia. Trabajaré. Pero nunca más, nunca, ¿me oyes bien, Kurt?, para un servicio secreto. ¡Nunca más en mi vida! Pero en esto estaba en un error..., lo mismo que Kurt Westenhoff, que creía que Thomas Lieven nunca más volvería a ver a su antiguo socio Robert E. Marlock...
12 Un bonito ¿día de julio de 1946 paseaba un caballero, en camisa y pantalones sport, por el césped de su confortable casita en Grünwald, en las afueras de Munich. El caballero estaba pálido y parecía resignado. A su lado paseaba, en el mismo atuendo deportivo, un gigante muy musculado que parecía estar muy contento de la vida, y que llevaba el cabello rojizo como si fuera un cepillo. —Bonita casita la que nos hemos comprado, ¿verdad, Bastián? -dijo Thomas Lieven. —Y todo con dinero del Ejército francés -gruñó el antiguo miembro de una banda de los bajos fondos de Marsella, que desde unas semanas atrás hacía las veces de ayuda de cámara de Lieven. Se dirigieron hacia la entrada de la casita. —Esta noche he calculado cuánto debemos a la Hacienda francesa por nuestras transacciones -dijo Thomas. —¿Cuánto? —Unos treinta millones -dijo Thomas, muy modesto». —Vive la grande armée! -gritó Bastián, fuera de sí de contento. El teléfono repiqueteaba en el interior de la casa. Westenhoff estaba al aparato. —¿Quieres venir esta noche a casa de Eva Braun? —¿Qué? —Quería decir a su antigua casa. Esquina María TheresiaPrinzregentenstrasse. —Pero si allí está instalado el CIC. —Exacto, muchacho, exacto. —Te dije que nunca más volvería a trabajar para un servicio secreto. ¡Y tampoco para vosotros! —No queremos que trabajes como agente secreto, sino como cocinero. —¡Tus amigos deben tener a un cocinero! —Lo tienen. De primera categoría, incluso. Fue, años atrás, propietario de un gran restaurante. Y, además, uno de los miembros más antiguos del partido nazi...
—Te felicito. No cabe la menor duda de que tus amigos tienen buen gusto. —El cocinero lo tiene aún mucho mejor. Cuando fue arrestado denunció, sin vacilaciones de ninguna clase, a todos sus amigos en el partido. Por este motivo el CIC no le ha mandado a un campamento. Está con arresto domiciliario y cocina. Pero hoy no puede cocinar, tiene diarrea. Ven y ayúdanos esta noche, Thomas. Por amor a mí. Tienen asado de corzo. Un special agent lo ha cobrado. Con el arco... —Kurt, no deberías beber tanto durante el día. —Digo la pura verdad. Le conozco personalmente. Sólo va de caza con el arco y flechas. Dice que esto es mucho más humano. Hartos como hoy andamos por el mundo, no recordamos ya cuál era la situación allá por el año 1946. En el mes de junio del año 1946 eran distribuidas, diariamente, solamente ochocientas calorías a los «consumidores normales» en la región del Ruhr. En el sur del país eran novecientas sesenta calorías. Los obreros que se dedicaban a los trabajos más pesados recibían dos mil cien y los mineros tres mil cuatrocientas. Solamente siete (!) gramos de grasa correspondían en septiembre del año 1947 al «racionamiento base». Antes de la guerra consumía cada ciudadano ciento diez gramos. Solamente catorce gramos de carne correspondían en septiembre del año 1947 al «racionamiento base». Antes de la guerra consumía cada ciudadano ciento veintitrés gramos. Los médicos alemanes afirmaban, el verano del año 1947, que la cantidad mínima de grasa para poder subsistir era, por cabeza y día, de cuarenta a sesenta gramos. Un consuelo: el antiguo combatiente del partido nazi, que durante aquellos tiempos tan míseros se defendía trabajando como cocinero al servicio del CIC americano, contra el peligro de morirse de hambre, superó muy bien la diarrea que le aquejaba. Lo sobrevivió todo. Hoy día es propietario de un conocido restaurante en una gran ciudad en el sur de Alemania...
13 Bastián Fabre se dijo que Hitler le había regalado una bonita villa a su amante, cuando, en compañía de Thomas, entró en la cocina de la casa. —Nunca hubiese sospechado una cosa así de un vegetariano, ¿verdad que no, compañero? —¿Y de qué le ha servido ya? ¡Ha muerto! -dijo Thomas-. Bien, para antes del corzo vamos a preparar un pudín de queso de Parma, y para después, algo dulce, eso siempre suele gustarles a los americanos. Queridos y apreciados lectores, nos es muy difícil relatar lo que sucedió a continuación. Nunca, y todos ustedes son testigos de ello, nuestro amigo se había emborrachado en el pasado. Aquel 16 de junio de 1946, sin embargo, se emborrachó en la casa de la antigua amante de Hitler como nunca antes lo había hecho en su vida. Y sólo teniendo en cuenta este estado se explica lo que le sucedió a Thomas Lieven en esta catastrófica situación. Tal vez Bastián hubiese debido prestar una mayor atención a su señor. Mas aquella noche se interesó demasiado por la criada pelirroja. Pero con aquella belleza, ya algo gastada, que catorce meses antes, en su calidad de ayudante de transmisiones femenina, había alegrado las noches de los soldados alemanes, hizo Bastián de las suyas en la cocina y en otras partes..., y así fue como el destino siguió su curso... Hans Wallenberg se presentó con su hermosa secretaria. Tres agentes del CIC invitaron a sus amigas alemanas. Se sentaban, además, a la mesa dos atractivas damas del Art Collecting Point, una de ellas en uniforme francés, la otra en un vestido blanco, ya algo usado, con grandes flores pintadas a mano. A la dama de uniforme francés la llamaban mademoiselle Daniella. Thomas la conocía... de voz. Durante la «Hora de París», en Radio Munich, Daniella solía cantar las últimas canciones francesas... con vibrante voz de dormitorio. No cabía la menor duda de que la encantadora francesa era el punto neurálgico de la reunión. Su acompañante alemana estaba completamente bajo su sombra. La muchacha de cabello negro y largo, ojos oscuros, largas pestañas y gruesos labios se llamaba Christine Troll. Era secretaria en el Art Collecting Point.
La francesa relataba los episodios más divertidos de esta institución. Los funcionarios de la Central de Recuperación de Obras de Arte tenían instaladas sus oficinas en el Königsplatz, en uno de los llamados Führerbauten más pequeños. La misión de este organismo estribaba en descubrir y poner en seguridad todas aquellas obras de arte que durante el régimen nazi habían cambiado de propietario, no solamente en los países ocupados, sino también en Alemania, que habían sido confiscados, requisados, puestos a mejor recaudo o robados. A mejor recaudo, informó mademoiselle Daniella, habían puesto los alemanes en París las célebres colecciones de los Rothschild, Goldschmidt y Schloss. Pero, ¿dónde estaban ahora todas estas obras de arte? Los nazis habían «puesto a mejor recaudo» unos catorce mil lienzos..., pero, ¿dónde? Los americanos descubrieron obras de arte en el monasterio de Dietrmaszells, en el monasterio de Ettal, en las salinas del Alto-Aussee..., pero muy pocas en comparación con las que habían desaparecido. A su entrada, las tropas americanas habían cedido el Führerbau I a los alemanes. —Podéis quedaros con todo esto, era propiedad de Hitler -así es como unos pocos astutos muniqueses habían interpretado las palabras de los vencedores. Y se hicieron cargo de todo lo que encontraron... Algunos de estos lienzos, contó mademoiselle Daniella, fueron encontrados posteriormente, cuando el Collecting Point, en las cercanías del Könisgplatz y con ayuda de la Military Police, emprendió una redada en más de mil casas particulares. Encontraron entonces un gran número de valiosas obras maestras. Claro está, también los americanos habían saqueado. Mademoiselle Daniella habló del incidente que le había ocurrido a un anticuario en la Maximilianstrasse. Cuando la conquista de Munich, un carro de combate Shermann había rodado por delante de su tienda. Los soldados sacaron al anticuario de su tienda y le enseñaron el cuadro que llevaban sujeto delante del carro. Al anticuario se le heló la sangre en las venas. Aquel cuadro era, ni más ni menos, un óleo de Rembrandt que figuraba en todos los libros de arte, el retrato del rabino de Amsterdam, el «original»... El anticuario y los soldados no llegaron a ponerse de acuerdo y los americanos se llevaron el tesoro. ¿A dónde? Eso nadie lo sabía. Lo cierto es que el Rembrandt no volvió a aparecer...
Estas anécdotas divertían lo indecible al anfitrión y sus invitados. Bebían gin, y zumos de frutas. Thomas se fue a la cocina para ver cómo seguía el asado de corzo, Bastián y la criada. Los encontró muy bien a los tres. La criada estaba sentada sobre las rodillas de Bastián. Por fuera estaba muy roja, pero por dentro, al parecer, muy «parda». Thomas clavó el tenedor en el corzo y descubrió que a éste le ocurría lo contrario. Dio las necesarias instrucciones a Bastián y regresó al salón. Mademoiselle Daniella proseguía sus relatos. Thomas se sentó al lado de la modesta y hermosa Christine Troll y escuchó. Notaba cómo se le subía el alcohol a la cabeza. Y también los ojos de la hermosa y morena Christine brillaban sospechosos. —¡Pronto servirán la cena! -dijo Thomas. —Gracias a Dios, ya estoy tipsy -confesó con voz ronca y profunda. «Con lo que a mí me gustan las voces profundas -se dijo Thomas-. ¿Qué edad tendrá la chiquilla? A lo sumo, veinticinco; hum..., encantadora...» También durante la cena siguió mademoiselle Daniella entreteniendo a sus compañeros de mesa con sus relatos. Thomas estaba de mal humor. Precisamente con el pudín de queso de Parnia se había tomado tantas molestias... Y nadie le prestaba la menor atención, nadie lo alababa. En esto estaba pensando cuando Christine, que se sentaba a su lado, le dijo en voz baja: —Nunca he comido un pudín mejor. Los ojos de Thomas se iluminaron: «¡Vaya muchacha!» Cuando sirvieron el asado de corzo relataba mademoiselle Danielle una anécdota sobre el célebre libro histórico Schedels Weltchronick, impreso en el año 1943: —... uno de nuestros hombres pasó hace dos semanas por Troibach, cerca de Krainburg, junto al Inn. Entró en la granja de un campesino porque tenía necesidad de ir..., ¿cómo lo diremos?, a la «casita» -risas-. Y en el momento de..., soy horrible, lo sé..., perdonadme; pues bien, en el momento en que coge el papel en sus manos se le antojan muy raros tanto el papel como lo impreso... -Risas-. Amigos míos, ¿qué quieren que les diga...? Eran las páginas de la mundialmente célebre crónica de la Edad Media, el primer libro galante impreso en el mundo, y las hojas estaban allí clavadas de un clavo oxidado... -Más risas.
Muy triste, se decía Thomas: «Y nadie alaba mi asado de corzo.» Pero en aquel momento dijo Christine en voz muy baja: —Es maravilloso este asado de corzo. Es usted un genio. ¿Se trata de una receta especial? —Mía. Lo he bautizado con el nombre de «asada de corzo a la BadenBaden», en recuerdo a..., hum..., he pasado allí horas de maravilla. —Eso tendrá usted que contármelo en detalle, por favor. Thomas se acercó un poco más. —¡Será un verdadero placer! ¡La velada estaba salvada! Después de la cena, mademoiselle Daniella cantó unas canciones. Siguieron bebiendo. Varias parejas se esfumaron. Llegaron nuevos invitados. Una gramola tocaba ininterrumpidamente. Thomas bebía con los caballeros. «Ahora tengo algo en el estómago -se tranquilizó-, no puede sucederme nada.» Le presentaron al agente del CIC míster Smith, aquel caballero tan amable de los animales que iba de caza con el arco y la flecha. Y entonces se descubrió que Thomas había sido invitado, no solamente porque cocinaba tan bien... —Oiga usted, míster Lieven. Sé que usted no fue un nazi..., pero conoció usted a los nazis... Podría usted ayudarnos... —No, gracias. —Lieven, éste es su país. Yo no pienso permanecer toda mi vida aquí. Usted tal vez sí. Si ahora no actuamos con justicia, puede que encerremos a los inocentes y dejemos en libertad a los culpables..., ¡y la historia se repetirá! —A pesar de ello -dijo Thomas-, no quiero saber nada de servicios secretos. ¡Nunca más! Míster Smith le miró de reojo y sonrió... La luz se fue haciendo cada vez más débil; la música, cada vez más sentimental. Thomas bailó con Christine. Thomas flirteó con Christine. —He estudiado química -contaba Christine-. Mis padres tenían, aquí en Munich, una fábrica de productos cosméticos... —¿Qué quiere decir con esto de que «tenían»? -Han muerto. Y la fábrica ha sido saqueada. Yo no estaba aquí por aquellos días. Si al menos encontrara alguien que me prestara un poco de dinero...
MENÚ Pudding parmesano Espalda de ciervo a la Baden-Baden * Crema rusa
Munich, 16 de junio de 1946 Al cocinar para los americanos, se inflama el corazón de Thomas Lieven... Pudding parmesano Se toman 120 gramos de mantequilla, se baten hasta formar espuma, se añaden 6 yemas, 80 gramos de queso parmesano rallado, 1/4 de litro de nata ácida, algo de sal, 140 gramos de harina, y, finalmente, la clara finamente batida de los 6 huevos. Se introduce la masa en un molde de pudding, untado con mantequilla y harina, y se calienta durante 45 minutos al baño maría. Se deja caer el pudding sobre una gran fuente redonda, se rodea con 150 gramos de jamón finamente picado y con judías verdes rebozadas con mantequilla, cubiertas de perejil picado. Espalda de ciervo a la Baden-Baden Se toma una espalda de ciervo, sin piel y ahumado, se adoba con pimienta y sal, se cubre con mantequilla bien caliente y se introduce en el horno previamente calentado. Se asa, rociándolo constantemente durante 45 a 60 minutos, pero la carne debe permanecer todavía tierna y ligeramente rosada en los huesos. Se toma algo del jugo del asado, se introducen en él pedazos de ananás, cerezas en conserva y uvas frescas, se rodea con todo ello la espalda de ciervo. Se cuece el jugo restante y el fondo del asado con nata ácida, formando una salsa, que se sirve por separado. Crema rusa Se toma, por persona, una yema y una cucharada de azúcar, se bate hasta formar espuma, se añade arrak o ron -por cada 3 huevos, una cucharada llena, incorporando luego la nata bien batida. Se adorna la crema con pequeños
almendrados, empapados con arrak o ron. ¡La muchacha hablaba con tal seriedad! Thomas la encontraba inmensamente simpática. —Ay..., sólo un pequeño capital. Con la fábrica se puede ganar lo que se quiera. Millones de mujeres piden preparados cosméticos. Todas ellas quieren ponerse guapas... Un argumento que no admitía réplica. Con la lengua ya un tanto pegajosa, dijo Thomas: —Sinceramente, señorita Christine..., tenemos que volver a hablar de este asunto... Mañana la iré a visitar..., puede que me interese su fábrica... —¡Oh! -Y los ojos de la joven brillaron intensamente. Mademoiselle Daniella volvió a cantar. Thomas bebió y bailó con Christine, bailó y bebió. Luego también él cantó. Y llegó el momento en que estaba completamente bebido. Amable. Encantador. Simpático. Pero bebido. Sólo que esto no llamó la atención de nadie. Todos estaban bebidos en casa de la difunta Eva.
14 Cuando Thomas despertó, se encontró en su cama. Oyó la voz de Bastián —El desayuno, Pierre. Despierta. ¡Son las once y media! Thomas abrió los ojos y gimió. Sentía como unos martillazos en su cerebro. Fijó su mirada en Bastián, que estaba junto a la cama con una bandeja. Se incorporó en el lecho. Y entonces quedó como petrificado. A su lado estaba una joven y dormía tranquila y profundamente. La dulce y encantadora Christine Troll... Thomas cerró los ojos. Thomas volvió a abrir los ojos. No, no era un espejismo. Christine dormía a su lado. Musitaba algo y sonreía. Se desperezó. ¡Dios santo! Rápidamente Thomas la volvió a cubrir con la sábana. Horrorizado miró a Bastián, que asistía impasible a la escena. —¿Qué ha ocurrido..., cómo ha llegado esta dama hasta aquí? —Vamos, no me lo preguntes a mí. ¿Cómo quieres que yo lo sepa? —¿Estaba... estábamos ya esa dama y yo en casa... cuando llegaste tú? —Sí. Y tú, roncando como un carretero. —¡Por amor de Dios! —Completamente bebido, sí. —Ni siquiera puedes imaginártelo. Muchacho, muchacho, no recuerdo nada de lo que ha ocurrido durante las últimas horas... —Lo siento por ti, es una verdadera lástima... —¡Cállate! Llévate la bandeja. Quiero salir de aquí antes de que ella despierte. Tal vez también ella estuviera bebida. Y de este modo le ahorraré esa situación tan penosa... Pero no fue así. En aquel momento, Christine Troll abrió sus hermosos ojos y miró durante largo rato en torno a ella. Luego se miró a ella misma. Y se sonrojó. Y dijo: —Ay, qué situación tan penosa..., de veras... Esto es terrible. Caballero, ¿quién es usted? Thomas, sentado en la cama, saludó con una inclinación de cabeza. —Me llamo Lieven. Thomas Lieven. —Ay, Dios, ay, Dios... ¿Y quién... es este caballero? —Mi criado Bastián.
—Buenos días, mademoiselle -dijo Bastián, y saludó igualmente con una inclinación de cabeza. Y entonces la joven dama rompió a llorar... Después del desayuno se fueron Thomas y Christine a pasear por el valle del Isar. Lentamente fueron cediendo los! dolores de cabeza. —¿Y no recuerda usted nada, nada absolutamente? -preguntó el hombre. —Nada, nada absolutamente. —Yo tampoco, —¡Señor Lieven! —¡Dadas las circunstancias, puedes llamarme Thomas! —No, prefiero no tutearte. Dadas las circunstancias, señor Lieven, sólo cabe una solución: que nos separemos ahora y no volvamos a vernos nunca más. —Perdone usted, ¿por qué? —Señor Lieven. Soy una chica decente. Esto no me había ocurrido nunca antes. —A mí tampoco. Bien, no se hable más del asunto. Y ahora vamos a poner en marcha la fábrica. —¿Esto sí lo recuerda usted? —Exactamente. Y voy a hacer honor a mi palabra. Pongo a su disposición todo el capital que necesite usted. —Señor Lieven, eso sí que no puedo aceptarlo en ninguno de los casos...
15 El 15 de agosto de 1946 reanudaron la producción en la fábrica de cosméticos Troll. De momento, con unos pocos obreros. Y en condiciones muy difíciles. En el mes de septiembre todo iba ya mejor. Gracias a sus relaciones con los americanos, el socio de Christine Troll consiguió grandes cantidades de productos químicos que eran imprescindibles para la producción. En el mes de octubre de 1946, la fábrica producía jabones, crema para la piel y una Beanty Milk que se vendía en cantidades ingentes. Fueron contratados nuevos empleados. Pero Christine Troll llamaba a su socio: —Señor Lieven. Thomas Lieven, a su socia: —Señorita Troll. Y a Bastián: —Desde ahora llevaremos una vida honrada y decente, ¿entendido? Ganaremos dinero mediante nuestro esfuerzo trabajando. Seremos gente honesta, ¿entendido, muchacho? ¡Decentes! Bastián sonrió... Por aquellos días, una triste noche de octubre, se presentó una pequeña y asustada mujer en la villa de Thomas Lieven. Se disculpó repetidas veces por no haber anunciado su visita, por no haber dicho quién era y lo que quería... —... pero estaba tan excitada, señor Lieven, me dominó una excitación tan intensa cuando leí su nombre... —¿Y en dónde ha leído usted mi nombre? —En el registro del empadronamiento..., allí es donde trabaja mi hermana. Yo y mis hijos vivimos en Freilassing. Allí nos destinaron en el año 45. No disponemos de espacio suficiente..., es terrible..., y los campesinos son tan malos con nosotros, y ahora sólo faltaba este tiempo tan malo... —Mi querida señora -dijo Thomas, muy paciente-, ¿puede decirme ya de una vez cómo se llama usted? —Emma Brenner. Thomas se estremeció de pies a cabeza. —¿Brenner? ¿Es usted la esposa del comandante Brenner?
La pequeña mujer empezó a llorar. —Sí, señor Lieven. La esposa del comandante Brenner... Mi esposo me contó tantas cosas de usted desde París... Le admiraba tanto... Señor Lieven, usted conoció a mi marido... ¿Fue un hombre malo? ¿Ha cometido alguna injusticia? —Si me hace estas preguntas, esto sólo puede significar una cosa: que está detenido, ¿estoy en lo cierto? Sollozando, asintió la mujer: —Con el coronel Werthe. A él también le conoce usted... —¡Oh, Dios! -exclamó Thomas-. ¿Werthe también...? —Desde que terminó la guerra están en el campamento de Moosburg... y allí se quedarán hasta que se mueran de hambre o de frío... —Señora Brenner, tranquilícese usted, cuéntemelo todo. La mujer empezó su relato, interrumpido por los sollozos. La situación de Werthe y Brenner parecía realmente desesperada. Thomas conocía muy bien a los dos. Sabía que eran unos hombres decentes que durante años se habían enfrentado con la Gestapo. Pero en el año 1944 fue destituido el almirante Canaris y el Abwehr militar pasó a las órdenes directas de Heinrich Himmler. ¡Y Werthe y Brenner se convirtieron automáticamente en funcionarios de Himmler! Y en esta calidad fueron hechos prisioneros por los americanos. Los americanos no establecían diferencias de ninguna clase. Para ellos, los funcionarios de Himmler eran agentes del SD. Y los agentes del SD eran Security Threats, hombres que «amenazaban la seguridad», y, por tanto, caían bajo el Automatic Arrest. En el campamento de Moosburg llevaban expedientes sobre todos los internados. Estos expedientes, clasificados por categorías, eran enviados de cuando en cuando a la oficina de investigación. Muchos de los internados que pertenecían a las categorías menos peligrosas eran puestos en libertad. Pero había una categoría que podía esperar eternamente: la Security Threats. —¿No puede ayudarme usted? -sollozó la señora Brenner-. Mi pobre marido..., el pobre coronel... —Veré lo que se puede hacer -dijo Thomas, meditabundo. —Míster Smith -le dijo al día siguiente a aquel agente del CIC tan amante de los animales y que tanto interés tenía en ganarle como colaborador-, lo he meditado. Usted, lo mismo que yo, sabe perfectamente lo que ocurre en mi país. Esta peste parda no ha sido extirpada. Está más viva
que nunca. Todos nosotros hemos de hacer lo imposible para que nunca jamás pueda rebrotar... Míster Smith suspiró aliviado. —¿Quiere decir que está dispuesto a trabajar para nosotros? —Sí, en efecto; pero sólo por lo que se refiere a combatir a los fascistas. Nada más. Si le parece bien a usted, voy a efectuar una visita de inspección por los campamentos... —Okay, Lieven -dijo míster Smith-, that's a deal. Thomas Lieven se pasó de viaje las seis semanas siguientes. Visitó los campamentos de internados en Regensburg, Nuremberg-Langwasser, Ludwigsburg y, finalmente, el de Moosburg. En los tres primeros campamentos estudió durante días centenares de expedientes, páginas escritas a máquina a un solo espacio, las fotografías de los detenidos, así como las firmas y sellos de los agentes que habían dirigido el interrogatorio. Thomas estudió muy detenidamente todos estos documentos. Los sellos eran bastos, fáciles de imitar. Y de un modo tan rudimentario también estaban sujetas las fotografías. Habían usado máquinas de escribir de todas las marcas y modelos. En los tres primeros campamentos descubrió Thomas Lieven a treinta y cuatro miembros de la Gestapo que había conocido y odiado en Francia, entre ellos el jefe del SD en Marsella, hauptsturmführer Heinrich Rahl, y a un par de sus ayudantes. El hauptsturmführer Rahl había sido nombrado «delegado de cultura» en el campamento y gozaba de toda clase de ventajas. Pronto averiguó Thomas que los granujas más redomados de años atrás, incluso en los campamentos, volvían a gozar de privilegios: en la cocina, en el dispensario, en las oficinas. Muchos de ellos se habían convertido en «hombres de confianza» y aterrorizaban a los demás. Volvían a flotar en la superficie. —¡Vaya instinto el vuestro! -les dijo Thomas a los americanos-. Os dejáis llamar a engaño por el cabello rubio, los ojos azules y las actitudes arrogantes. Voy a estudiar más detenidamente a todos esos individuos... Cuando Thomas, el 3 de enero de 1947, llegó a Moosburg gozaba ya de la plena confianza de los agentes del CIC que le acompañaban. Le condujeron al archivo del campamento, que estaba bajo doble vigilancia, y le dejaron a solas con los once mil expedientes. ¡Había once mil internados políticos en el campamento de Moosburg!
Thomas descubrió allí a tres agentes del SD, de los que tenía malos recuerdos, muy malos recuerdos. Y, claro está, encontró también los expedientes del comandante Brenner y del coronel Werthe. La noche del 6 de enero abandonó Thomas Lieven el campamento con los expedientes de Werthe y Brenner bajo su camisa. Se alojaba en una pequeña posada. Allí trabajó hasta altas horas de la noche. Tal cómo lo había aprendido en casa del genial Reynaldo Pereira, en Lisboa, falsificó los expedientes de Brenner y Werthe. Primero fabricó el sello de goma, luego cambió las fotos, que pegó a un nuevo expediente que escribió en una máquina que se había traído consigo. De los nuevos expedientes se desprendía que no había motivo alguno para retener en el campamento a aquellos dos oficiales de la administración militar alemana en Francia, que no se habían hecho culpables de ningún delito. La mañana del 7 de enero, los dos agentes del CIC acompañaron de nuevo a Thomas al campamento. Esta vez llevaba los nuevos expedientes bajo la camisa. Los antiguos los había quemado en la estufa de su cuarto en la posada. Sin dificultades logró, en el curso del día, meter los expedientes en el cajón donde habían estado los viejos. Con ello terminaba su labor. Brenner y Werthe fueron puestos en libertad antes de fines de enero de 1947. Pero quiso el destino que en el momento en que Brenner y Werthe «salían», Thomas Lieven volviera a «entrar» una vez más en su vida... Sucedió lo siguiente: Después de haber terminado su labor en el campamento de Moosburg, se trasladaron los dos agentes del CIC y Thomas a los campamentos en Dachau, Darmstadt y Hohenasperg. Allí estaban internados los diplomáticos nazis. Thomas descubrió allí a unos cuantos peligrosos criminales del SD. Los agentes del CIC le expresaron su agradecimiento. El 23 de enero regresaban todos ellos a Munich. Llegaron muy tarde. Thomas estaba terriblemente cansado. Le acompañaron hasta Grunewald, hasta su villa. Después de haber abierto la puerta del jardín se despidieron de él. La casa estaba a oscuras, no había luz en una sola ventana. «Bastián estará haciendo de las suyas», se dijo Thomas. No había nadie en la casa. Pero en esto estaba en un error, que descubrió cuando entró en el vestíbulo. Algo se deslizó por la oscuridad delante de él. Y se hizo la luz. Un policía militar se plantó delante de él y otro detrás. Los dos
esgrimían pesadas pistolas en sus manos. Un hombre vestido de paisano salió de la biblioteca. También él llevaba una pistola en su mano. —¡Manos arriba, Lieven! -dijo el hombre. —¿Quién es usted? —CID -dijo el hombre vestido de paisano. El CID, el Criminal Investigation Department, era la brigada criminal del Ejército; el CIC, el Counter Intelligence Corps, se interesaba solamente por los crímenes políticos y el espionaje. —Queda detenido -dijo el hombre vestido de paisano-. Hace cinco días que le estábamos esperando a usted. —¿Sabía usted que hace un par de semanas estoy trabajando para su organización rival? —Cállese. Vamos. —Un momento -le atajó Thomas-. Le prevengo a usted. Tengo muchos amigos en el CIC. Acabo de prestarles un gran servicio a esa gente. Exijo una explicación. ¿Por qué me detiene usted? —¿Conoce a un tal Bastián Fabre? —Sí. —¿Y a una tal Christine Troll? -Sí. «Oh, Dios, ese presentimiento, ese negro presentimiento...» —Pues bien, ésos están ya encerrados. —¿Por qué, maldita sea, por qué? —Señor Lieven, se le acusa a usted de haber montado, en nombre de una organización neofascista, un atentado contra la vida del general Lynton..., en complicidad con sus dos amigos... —¿Lynton? ¿El general americano Lynton? -Thomas se puso a reír divertido-. ¿Un atentado contra su vida? —¡Ha querido usted hacerle volar por los aires! —Ay..., ja, ja, ja... —Ya se le pasará la risa, Lieven. A todos ustedes. Usted fabrica artículos de tocador, ¿verdad? -Sí. —Y fabrica usted también la llamada Beauty Milk, ¿verdad? —Sí, ¿y qué? —Un frasco de ese preparado mortal ha estallado hace cinco días con violencia increíble en el dormitorio del general Lynton. Por suerte nadie se encontraba en aquel momento en el cuarto. Es por demás evidente que añadió usted un explosivo al preparado. Se le han pasado ahora las ganas de reír,
¿eh? Ponedle las esposas, boys...
II
1 —Nunca fue mi intención volar por los aires al honorable general Lynton -dijo Thomas Lieven. Lo repetía ya por undécima vez en el curso de los tres últimos días. Sonriendo divertido en un principio, pero, luego, irritado y amargado, rebatía Thomas todas las inculpaciones. —¡Miente usted! -gritó el investigador del CID, James Purnam. Y lo decía por undécima vez en el curso de aquellos últimos tres días. Cada vez más, aquel estúpido y obstinado prisionero le cargaba los nervios. La calefacción central en el cuarto donde celebraban el interrogatorio, irradiaba un calor que hacía que Purnam tuviera la frente sudorosa y sintiera dolores en la nuca. —No miento -replicó Thomas Lieven. —Vamos ya, confiese de una vez, Lieven... —¡Señor Lieven, por favor! —Oiga usted, señor Lieven, ¡estoy ya harto de usted! Voy a poner fin a este interrogatorio y encerrarle a usted hasta que cambie de parecer. Thomas suspiró. —Es molesto para mí ver lo mucho que suda usted, míster Purnam. Pero si quiere conservar usted su empleo ha de escucharme todavía un ratito. Si no me presta la debida atención y continúan calentando de este modo sus habitaciones, veo ya in mente una serie más de terribles explosiones... —¿Explosiones...? —Escúcheme usted -le dijo Thomas, como un maestro paciente a un alumno estúpido-. Me ha mandado arrestar a mí, ha detenido a mi amigo Bastián Fabre y ha detenido también a mi socia Christine Troll. ¿Por qué? En la fábrica de los padres de la señorita Troll, que nosotros estamos en plan de reconstruir, hemos fabricado unos preparados cosméticos. Y también una Beauty Milk. Un frasco de esta leche embellecedora ha estallado en el dormitorio del general Lynton... —Maldita sea, sí, ¡y eso es obra de usted y de sus gángsteres neofascistas!
—No, señor, sino la obra de los hongos y del ácido carbónico. —Me vuelve loco -gimió el agente. —Antes de darme esta alegría, responda a mi urgente pregunta: ¿comparte el honorable general el dormitorio de su distinguida esposa? Purnam tragó saliva, se quedó mirando con ojos desorbitados a Thomas, y gritó: —¡Es usted ahora el que ha perdido el juicio! —No, yo no -contestó Thomas Lieven, muy tranquilo-. Me limito a hacer suposiciones. La esposa del general tiene, sin duda alguna, un tocador en su dormitorio. Con espejo y todo lo demás. Y el tocador está al lado de la ventana... —¿Y cómo lo sabe usted? —Porque, por lo general, los radiadores de la calefacción central suelen estar bajo las ventanas... Purnam escuchó muy nervioso las explicaciones de Thomas. Su Beauty Milk, informó éste, había sido fabricada según una antigua receta familiar de la casa Troll: limón, leche agria y un poco de grasa. Sin embargo, no había podido esterilizar todos estos componentes. Y también los frascos en donde metían el producto dejaban mucho que desear. Un cristal viejo y malo... —Mire usted, señor Purnam, no en vano pegamos a cada frasco la indicación de: «¡Consérvese en sitio fresco!» La distinguida esposa del general Lynton no lo hizo así y colocó el frasco sobre su mesa tocador. Junto a la calefacción central... —¡Ya empezamos de nuevo...! —No me interrumpa usted, por favor. Puesto que no hemos podido esterilizar nuestros productos, la leche ha producido hongos y, con el calor, ácido carbónico. Esto es, un gas. El gas provoca una presión y la presión..., ¡bummm! ¿He de seguir hablando? —¡Miente usted! -gritó Purnam, muy pálido-. ¡No le creo ni una sola palabra! —Pues bien, amigo mío, pronto estallarán otros frascos en los dormitorios de otros generales... —-¡Cállese ya! -le gritó Purnam. —Nada les pasará a las mujeres alemanas que han adquirido nuestro producto -dijo Thomas-. Las mujeres alemanas, en este tercer año de posguerra, no tienen nada con que calentar sus habitaciones...
Repiqueteó el teléfono. Purnam descolgó el auricular y escuchó durante unos instantes. Se enrojeció aún más y se limpió el sudor de la frente y, por fin, dijo: —Está bien, jefe, iré ahora mismo... Pero no vuelva a hablar de esa organización neofascista..., temo que haríamos el ridículo... Colgó el auricular y miró de reojo a Thomas. —¿Permite que le pregunte en casa de quién ha estallado un frasco ahora? -preguntó Thomas. —En la base aérea de Neubiberg, sí. Hace un cuarto de hora. En casa del comandante Roger Rapp...
2 Tres días más tarde, Thomas Lieven ha llevado a presencia del provost marshal de Munich, un inteligente coronel, ya de cierta edad. En el despacho (demasiado caliente) del coronel volvió Thomas a ver a sus dos amigos: el antiguo miembros de los bajos fondos de Marsella, Bastián Fabre, y a Christine Troll, la mujer de cabello negro y ojos oscuros. El coronel dijo: —Míster Lieven, un examen químico de diversos frascos de su Beauty Milk, producidos en la fábrica Troll, ha demostrado la exactitud de su teoría. Por este motivo usted y Bastián Fabre serán puestos inmediatamente en libertad. —Un momento -dijo Thomas, muy nervioso-, ¿y la señorita Troll? El coronel dijo: —Por sus huellas dactilares hemos descubierto que Christine Troll, con el nombre de Vera Frooss, fue durante un año miembro de la tristemente célebre banda del emperador en Nuremberg. Esos delincuentes juveniles robaban automóviles, atacaban a los soldados y robaban las residencias de los oficiales americanos. Los miembros femeninos de la banda seducían a los oficiales y éstos eran luego aturdidos con alcohol y somníferos y luego robados... Thomas se quedó mirando incrédulo a Christine Troll, esta muchacha descendiente de una respetable familia de burgueses, su socia comercial a la que había respetado como dama y tratado siempre como joven inocente. Christine Troll dio media vuelta. Su rostro pálido y de rasgos regulares estaba descompuesto. Su voz sonó alta y vulgar: —¡No me mires con esos ojos, imbécil! ¿Por qué crees que me lié contigo? —¿Liarse...? -repitió Thomas en voz muy baja, mientras se decía: «¿Acaso me estoy volviendo viejo? ¿Acaso no sé hacer frente ya a esas jovencitas gamberras?» —Sí, idiota, liado... Cuando descubrieron lo de Nuremberg no me quedó otro remedio que ocultarme aquí. ¡Volví a adoptar mi antiguo nombre y esperé que se presentara un loco como tú para que me diera el dinero para mi
fábrica...! —Christine -dijo Thomas-, ¿qué he hecho yo? ¿Por qué hablas de ese modo conmigo? La joven muchacha daba la impresión de ser, de pronto, muy vieja, muy degenerada, muy cínica. —¡Estoy harta de todos vosotros! ¡De todos los hombres! ¡Alemanes y americanos! Sois unos cerdos, unos cerdos miserables... todos vosotros... —Shut up -atajó el coronel a la muchacha con cierta brusquedad. Christine Troll se calló. El coronel le dijo a Thomas: —La fábrica, todos los ingresos y toda la producción han quedado confiscados. —Oiga usted, la fábrica no solamente le pertenece a ella. Fue con mi dinero que pusimos de nuevo en marcha la fabricación... —I am sorry, míster Lieven; en el registro comercial la fábrica está inscrita única y exclusivamente a nombre de Christine Troll. Temo que ha cometido usted un error. «De nuevo te ha castigado el destino por haber querido proceder de un modo honrado y decente -se dijo Thomas Lieven-. Tu dinero se ha esfumado. Si hubieses cometido una estafa todo el mundo te alabaría, te recompensarían, pero no..., imbécil, has querido llevar una vida honrada y decente. Es terrible que no hayas aprendido nada de tu vida pasada.» La noche de aquel día se sentaba Thomas en compañía de su amigo Bastián en el saloncito de su villa frente al fuego de la chimenea. Los dos bebían pastis..., la bebida con la que en Francia habían ganado aquel dinero que ahora se había esfumado en su mayor parte. —Te previne -dijo Bastián-. Ahora estamos más o menos en la ruina. ¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Vender la casita? —No digas tonterías -dijo Thomas-. Nos vamos a poner a la busca de uranio. —¿Uranio? —Sí, has oído muy bien, viejo. Los americanos me han encerrado en la celda con un hombre muy interesante. Se llama Walter Lippert. Y ése me ha contado una historia... una historia fantástica.
3 Walter Lippert era un hombre amargado, pálido y demacrado cuando Thomas Lieven le conoció en su celda. Lippert era un hombre de una gran inteligencia. Un hombre de carácter intachable. Escritor de profesión. Antifascista por convicción. Había pasado varios años en el campo de concentración de Dachau. Había pasado hambre. Había pasado frío. Lo habían atormentado. Había sido liberado por los americanos en el año 1945. Y los americanos le habían vuelto a encerrar de nuevo. —Y todo por culpa de Lucie la Morena -le dijo Walter Lippert a Thomas Lieven. —¿Y quién es Lucie la Morena? —La mayor contrabandista y reina del mercado negro de Alemania del Sur -contestó Walter Lippert. Antes de ser detenido por el CID había residido en una ciudad del sur de Alemania. En aquella misma ciudad vivía Lucie la Morena, una mujer hermosa, apasionada, detrás de la que corrían los oficiales americanos. —¿Y cómo se llama en realidad esa mujer? -le preguntó Thomas a su compañero de celda. —Lucie María Wallner. Está divorciada. De soltera se llamaba Gelt. Esta dama poseía un local que se llamaba el Gallo de Oro. Este local lo había adquirido para ella un gauleiter alemán durante la guerra. Lucie fue su apasionada e infiel amante. El gauleiter había fallecido antes de que terminaran las hostilidades. Después de la guerra, Lucie se había convertido en la apasionada e infiel amante de un tal capitán William Wallace. —¿Quién es el capitán Wallace? -preguntó Thomas. El capitán Wallace, informó Lippert, era el comandante de un campamento de prisioneros de guerra en las afueras de la pequeña ciudad. Allí estaban internados muchos jefes nazis a los que habían sacado en la frontera austriaca de los últimos trenes llamados de «evacuación». Esos trenes de «evacuación» que a fines de abril del año 1945 rodaban hacia el Sur estaban atestados de altos funcionarios de las SS y de las SA, diplomáticos y dirigentes ministeriales. Esos caballeros llevaban consigo mucho oro y muchas joyas, planos de armas secretas que no eran fabricadas
aún e ingentes cantidades de morfina, de cocaína y otros narcóticos procedentes de la Intendencia de la Wehrmacht, así como también reservas de uranio del Kaiser Wilhelm Institut de Berlín. Poco antes de llegar a la frontera, los altos jefes se dejaron llevar por el miedo, sobre todo, por lo que hace referencia al uranio. Arrojaron la valiosa mercancía por las ventanillas del convoy. —... Al llegar a la frontera fueron detenidos por los americanos -informó Walter Lippert a Thomas Lieven-, e internados en el campamento del capitán Wallace. En parte siguen allí hoy día. El oro, los narcóticos y las joyas han desaparecido. Yo afirmo y declaro que el capitán Wallace se ha quedado con todo ello. —¿Y el uranio? -preguntó Thomas. —No lo han encontrado, como tampoco los planos de las armas secretas. Tal vez se encuentren todavía junto a la vía del tren bajo la nieve. Tal vez los ha encontrado un campesino, qué sé yo... —¿Y qué le pasó a usted con Lucie la Morena? -le preguntó Thomas al demacrado y desesperado escritor. Muy amargado, dijo Lippert: —Cuando me sacaron del campo de concentración me destinaron los americanos a su Special Branch. ¡Por haber sido antinazi! -Rióse el escritor-. ¡Porque nadie tenía nada que reprocharme! Mi misión estribaba en «pasar por la pantalla» a los habitantes de la ciudad. Hace medio año se presentó en mi despacho Lucie la Morena, en compañía del capitán Wallace... Alta y provocativa, hermosa y arrogante, se presentó: Lucie en el despacho de Walter Lippert. Rubio y delgado, de ojos azules y delgados labios, la acompañaba el capitán Wallace. Lucie se sentó sobre la mesa escritorio de Walter Lippert, arrojó tres cartones de Chesterfield sobre la mesa, se cruza de piernas y dijo: —Señor Lippert, o como se llame usted, ¿cuánto tiempo he de esperar aún que me extienda mi documentación conforme estoy en regla? —Por el momento no pienso extenderle esta documentación -dijo Lippert-. Tenga la bondad de recoger esos cigarrillos. Y, por favor, no se siente en la mesa. Tome asiento en un sillón. El capitán Wallace se sonrojó. Hablaba un alemán muy fluido. —Oiga usted, Lippert, la dama es mi prometida. ¡Queremos casarnos! Confío que usted extenderá lo más rápidamente la documentación que ella le
pide, ¿entendido? —¡No extenderé esta documentación, capitán Wallace! -dijo Lippert, muy pálido. —¿Por qué no? —Existen graves cargos contra la señora. Durante años fue la amante de un gauleiter. Denunció a personas que fueron internadas en los campos de concentración y se enriqueció a costa de ellos. Es sabido que reclama esta documentación, dado que quiere Bristol... El Bristol era un hotel cuyo propietario, un antiguo nazi, había huido. —¿Y qué? -le gritó, de pronto, el capitán Wallace-. ¿Y a usted qué le importa todo esto? Bien, ¿va a extender esta documentación... sí o no? —No -contestó Walter Lippert, muy firme. —¡Lo lamentará usted! -gritó el capitán. Salió del despacho. Contorneándose con las caderas y masticando chicle le siguió Lucie. Dominado por la ira informó Lippert inmediatamente al delegado provincial que con él había de firmar esta documentación. El doctor Werner, el delegado provincial, dijo: —¡Sólo faltaría eso! ¡Esta vieja nazi! No tema usted, Lippert, yo le respaldo a usted. ¡No vamos a ceder! No, no cedió ninguno, ni el delegado provincial doctor Werner, ni tampoco Walter Lippert... y tampoco el capitán Wallace... —... Mandó que me arrestaran -informó Walter Lippert en enero de 1947 a su compañero de celda Thomas Lieven-. Hace ya ochenta y dos días que estoy aquí. No me han interrogado una sola vez. Mi esposa está medio loca ya de miedo y preocupaciones. Le he mandado una carta al presidente Traman. Pero no hacen nada. Oh, sí, hacen mucho, le han dado su documentación a Lucie... —¿Quién? Lippert se encogió, cansado, de hombros. —Alguien. Tiene muchos amigos. Ahora regenta el Bristol. Y allí es donde realizan ahora las más feas transacciones. En fin, señor Lieven, ésta es la situación. Después de haberme dejado matar casi en el campo de concentración. ¡Viva la democracia! ¡Viva la justicia! Esto es lo que oyó contar Thomas Lieven en la celda un 26 de enero de 1947. Y aquel día, 29 de enero, le decía a su amigo Bastián, mientras se sentaban frente al fuego del hogar en su casita en los alrededores de Munich:
—Bien, ahora ya lo sabes todo. Estoy harto de las buenas obras y de proceder de un modo honrado y decente. —Gracias a Dios, ¡por fin! —Nos vamos al sur. A visitar a Lucie la Morena. Vamos en busca del uranio. Buscaré esos planos que han desaparecido. Y, de paso, nos ocuparemos también un poco de ese desgraciado Walter Lippert...
4 —Ése es-dijo la amargada y llorosa señora Else Lippert. Estaba al lado de Thomas Lieven junto a la ventana de su saloncito y señalaba hacia la calle principal de la pequeña; ciudad-. Ése es el desalmado... y a su lado camina Lucie... Thomas Lieven contempló muy interesado a la pareja: al rubio y delgado oficial y a la mujer en el costoso abrigo de visón. Thomas se estremeció. El capitán Wallace lucía una cicatriz en la mejilla izquierda. Aquélla no era una cicatriz causada por una operación, aquella herida procedía de un duelo a sable. ¿Y desde cuándo los americanos se batían en duelo? Thomas fijó su mirada en la mujer que acompañaba al capitán. Daba la impresión de un ave de rapiña, de un animal de presa dispuesta a lanzarse en el momento menos pensado sobre su víctima. —De modo que la dama se ha quedado ahora con el Bristol, ¿eh? —Sí, señor Scheuner -dijo la señora Lippert. Thomas se había presentado con el nombre de Peter Scheuner. A nombre de Peter Scheuner poseía excelente documentación que él mismo había falsificado. Y también Bastián usaba un nuevo nombre: Jean Lequoc... —Señora Lippert, quiero intentar ayudar a su esposo -dijo Thomas-, pero, para ello, he de saberlo todo. ¿Ha dicho usted que el Bristol pertenecía a un nazi que ha huido? —Sí. —En este caso el hotel tiene que estar forzosamente bajo el control de la Property Control Office. ¿ Cómo se llama el jefe de la Property Control Office? —Es un tal capitán Hornblow. —¿Amigo del capitán Wallace? —Sí, mucho. —Ajá -murmuró Thomas Lieven. La pequeña ciudad estaba atestada de soldados, fugitivos y personas desplazadas. Los hoteles y posadas tenían ocupadas hasta la última cama. Thomas y Bastián encontraron dos tranquilas habitaciones en casa de un
campesino en las afueras de la ciudad. Allí se instalaron con sus nombres falsos el 20 de febrero de 1947 y allí permanecieron tres meses. Pero durante este tiempo se mostraron muy activos. Primeramente se dedicaron durante unos días y unas noches a frecuentar el Bristol. Allí reinaba un gran ajetreo. Allí se bailaba y se bebía, se flirteaba y se hacían transacciones comerciales ilegales, allí se hablaba en voz baja y se telefoneaba. En el Bristol había un gran número de muchachas de vida ligera, soldados que se gastaban toda su paga, polacos que llevaban una doble vida, misteriosos checos, un par de aristócratas húngaros, un par de rusos de Vlassov y, claro está, también alemanes. Y siempre, de día y de noche, Lucie la Morena iba de un lado al otro, muy maquillada, muy escotada pero, no obstante, prestando atención a los menores detalles. Y casi cada noche también hacía acto de presencia allí el capitán Wallace..., aquel hombre delgado, alto y rubio. Con una cicatriz en la mejilla izquierda... Después de haber estudiado Thomas y Bastián la situación en la pequeña ciudad durante una semana, celebraron consejo de guerra en una posada rodeada por la nieve. —Aquí hay fräuleins, aquí hay soldados, aquí hay personas desplazadas, mi querido amigo -dijo Thomas-. Pero hay algo más: ¡Hay nazis! Nazis fugitivos y nazis del país, yo sí lo sé. Los americanos parecen no saberlo. Pero tú y yo, nosotros dos, no debemos olvidarlo nunca. Nuestro objetivo es: el uranio y los planos de construcción. —¡Si es que todo está aquí aún! —Lo más probable es que sí. Y creo tener un método excelente para averiguarlo. —Vamos ya, habla. Thomas expuso su plan. Un plan tan sencillo como genial. El 28 de febrero Thomas lo desarrolló por vez primera. El 19 de abril se encontraban en su poder: 28 cubiletes de uranio 238, de 2,2 kilos de peso y todos llevaban el sello del Kaiser Wilhelm Institut, de Berlín; un prototipo en miniatura del proyectil secreto MKO, y planos exactos de construcción de este proyectil secreto del Tercer, Reich que sólo había sido fabricado en prototipo y nunca" empleado en la guerra... ¿Cómo había conseguido Thomas Lieven todo esto? ¿Cómo había conseguido el supuesto Peter Scheuner una hazaña así?, se
preguntaban los agentes franceses, americanos, ingleses y otros que vagaban en manadas por el sur de Alemania y quienes, lo mismo que Thomas Lieven, alias Peter Scheuner, andaban buscando los planos de construcción del proyectil secreto. Nos hemos saltado muchas semanas. En realidad es el 28 de febrero. Y por este motivo, durante un rato, vamos a reservarnos para nosotros el truco empleado por Thomas y en pocas palabras relatar lo sucedido durante esos tres meses en torno a la misteriosa Lucie la Morena. Y también lo ocurrido a Thomas Lieven...
5 Durante tres meses alcanzaron las operaciones con narcóticos que realizaba Lucie la Morena y su amante americano proporciones desmesuradas. Los precios subían a cada día que pasaba. ¿Sabía la misteriosa Lucie que estaba jugando con su vida? El escritor Lippert seguía en la cárcel de Munich. A pesar de todos los esfuerzos de Thomas por ayudarle, de momento no veía ninguna posibilidad. Un profundo silencio, una conjura rodeaba al desgraciado Lippert, que había osado enfrentarse con la misteriosa mujer. —Paciencia -consoló Thomas a la pobre y desesperada señora Lippert-. Tenga usted paciencia. Están cometiendo una injusticia. Y las injusticias no duran eternamente. Pueden durar..., pero no siempre. Llegará el día en que podremos ayudar a su esposo. Aun cuando fracasaron todos los intentos para rehabilitar a Walter Lippert, por otro lado tanto más satisfactorias se desarrollaban las actividades personales de Thomas Lieven. El 19 de abril estaba en posesión, como hemos dicho ya anteriormente, del uranio, de un modelo del proyectil MKO y de los planos de construcción. Pronto corrió la voz entre los agentes de diversas naciones que Thomas estaba en posesión de estos tesoros. Y presentaron sus primeras ofertas de compra..., primeramente por lo que respecta al uranio. La elección de Thomas Lieven recayó en un comerciante argentino y hombre de confianza de Juan Domingo Perón, que el año anterior se había erigido en jefe de Estado de su país. —Ése es nuestro hombre, viejo -le dijo Thomas a Bastián-. ¡Vamos a sacar la mercancía de Europa! ¡Muy lejos de aquí! ¡A un país en donde no fabriquen bombas con esto! El argentino pagó en dólares americanos... Tres mil doscientos dólares por cada cubo. El uranio, declarado como valija diplomática, fue transportado en avión a la Argentina. Tal vez el lector recuerde aún el escándalo que se originó en torno a la primera planta atómica argentina y que en el año 1954 cubría los titulares, de la prensa internacional. Se dijo, por aquel entonces, que un supuesto
investigador atómico de origen alemán, un tal «profesor» Ronald Richter, ya desde el año 1948 había realizado experimentos atómicos para Perón en la isla de Huemul con el fin de convertir a la Argentina en una potencia nuclear. Perón puso a disposición del supuesto profesor tres mil millones de marcos. Pero, debido a la incapacidad técnica, el proyecto resultó un fracaso. La materia prima que había sido usada eran cubos de uranio que llevaban todos ellos el sello del Kaiser Wilhelm Institut, de Berlín...
MENÚ Anguila en salvia * Croquetas de ternera Pudding de nueces
Munich, 6 de mayo de 1947 Después de esta comida, estuvo a punto de estallar el Gobierno militar de Baviera.... Anguila en salvia Se corta en pedazos una anguila bien limpia, se sazona ésta por lo menos durante una hora con zumo de limón, pimienta, sal y hierbas bien picadas, entre ellas algo de salvia. Se enrolla luego cada pedazo en hojas frescas de salvia, se cuecen, por lo menos, 20-25 minutos en mantequilla parda, se sirven adornados con rodajas de limón y rociados con la mantequilla. Se sirve con patatas nuevas, adobadas con perejil, picado y ensalada de pepinillos. Croquetas de ternera Se toma carne de ternera, desprovista de tendones, y se pasa por la máquina de picar carne, bien fina, juntamente con pan blanco sin corteza, bien ablandado, cebollas, escalonias cocidas con mantequilla y perejil. Se añade a la masa huevos batidos, se sazona con pimienta, sal, un poco de pasta de sardinas y salsa de Worcester y se bate cuidadosamente. Se forma con la masa medallones planos, se reboza en migas de panecillo y se cuecen en
mantequilla. Se disponen sobre rebanadas de pan blanco, ligeramente tostadas, y se sirven con salsa de tomate. Pudding de nueces Se toman 4 yemas, se baten con 75 gramos de azúcar, el zumo y la cáscara de medio limón, hasta formar espuma se añaden luego 145 gramos de nueces molidas y, finalmente, la nieve consistente de las 4 claras de huevo. Se llena la mesa, como de costumbre, en un molde de pudding previamente preparado, y se calienta durante una hora al baño maría. Se sirve, con el pudding, zumo de frutas o salsa caliente de espuma de vino. Los agentes empezaron a interesarse por el proyectil MKO de Thomas Lieven. Puesto que era un buen pacifista..., había cambiado algo los planos..., hasta el extremo de que incluso los mejores ingenieros habían de exprimirse los sesos para entender los extraños planos. Y dado que era un buen comerciante, había hecho copias de los planos, ya que era su intención no venderlos solamente a un país, sino a varios. Habían comenzado ya las negociaciones cuando hizo acto de presencia el señor Gregor Marek. El señor Marek era oriundo de Bohemia. Thomas le había visto con frecuencia en el Bristol. Al parecer, el señor Marek pasaba por un período floreciente en su vida. Iba vestido siempre con suma elegancia, era bajo, gordo y tenía los pómulos anchos y los ojos oblicuos de la raza eslava. Y hablaba con acusado acento. —Mire usted, caballero, ¿y si charláramos un poco? Tengo entendido que tiene usted algo para vender... Thomas y Bastián se hicieron, de momento, los desentendidos. El señor Marek se expresó con mayor claridad: —Conozco a unas personas en Checoslovaquia, buenos amigos, buenos pagadores. Bien, enséñeme ya eso y los planos. Finalmente, Thomas y Bastián le enseñaron al señor Marek eso y los planos. El checo estaba aturdido, confuso y desconcertado. —¡Increíble! Hace ya más de un año que corro detrás de eso. No he encontrado nada. Dígame, por favor, ¿cómo lo ha conseguido usted? —Pues, muy sencillo, mi querido señor Marek. He estudiado la predisposición política de la población. Hay muchos nazis aquí. Mi amigo y yo hemos dado muchas vueltas por la región. De un nazi al otro. Pretendimos
ser agentes de una organización neofascista... —María y José, ¿ha perdido usted el juicio? —Todo al contrario, mi querido amigo. Ya ha visto usted que esto ha funcionado de primera. Hemos hablado con muchos fugitivos y también con muchos indígenas, de nazi a nazi, de hombre a hombre. ¿Dónde estaba el uranio? ¿Dónde estaban los planos de las armas secretas? Nuestra organización necesitaba dinero. Habíamos de vender el uranio y los planos. Y eso lo comprendían al instante. Y uno nos dirigía al otro... Voilà, monsieur. —Ay, Dios santo, ¿y no han tenido ustedes que pagar nada? —Ni un céntimo. Todos ellos eran idealistas. Bien, ¿qué ofrecen nuestros amigos del Este? —Voy a emprender un corto viaje, voy a hacer averiguaciones. El agente desapareció durante tres días, y luego se presentó de nuevo. Marek estaba de muy buen humor. —Me han rogado que le transmita los mejores saludos. Venga hoy a comer a mi casa. Tengo entendido que le gusta cocinar. Tengo de todo en casa. Y allí hablaremos tranquilamente sobre el negocio. Bastián y Thomas se presentaron hacia las once de la mañana del 6 de mayo de 1947 en casa del demócrata popular, que estaba instalado con gran lujo. —¿Tan generosos son sus amigos checos? -se extrañó Thomas Lieven. —Por favor, caballeros, ésas no son mis principales actividades -sonrió Marek-. Vengan ustedes. Marek condujo a sus visitantes a un gran cuarto contiguo a la cocina. Y allí, uno sobre el otro, había centenares de libros ilustrados del Tercer Reich. El Führer y los niños, El día del partido en Nuremberg, Las autopistas del Führer, La victoria en el Oeste, La victoria en el Este; éstos y muchos otros títulos. Thomas cogió un tomo y lo hojeó. Fotografías a toda página de desfiles, jefes, generales y, siempre de nuevo, él, el Führer. —Eso es solamente una pequeña parte de la colección; tengo los sótanos llenos. Y también muchos puñales de las SS, condecoraciones, anillos con la calavera..., ¡lo que usted quiera! Me lo arrebatan prácticamente de las manos. Los americanos están locos por estas imbecilidades. Se lo llevan todo a casa; como souvenirs. Entraron en la cocina, en donde los beneficios de la venta de los souvenirs se presentaban en forma de conserva, carne y botellas de whisky.
—He comprado una bonita anguila, señor Scheuner. ¿Sabe preparar una anguila en hojas de salvia? Es mi plato preferido. —Manos a la obra -dijo Thomas. Empezó a limpiar la anguila y cortarla en pedazos. Mientras, informaba el señor Marek: —Mis mandatarios gustarían de hablar personalmente con uno de ustedes. Todo está convenido. Si quieren pasar al otro lado, les guiará un soldado fronterizo. Claro está, no han de llevarse los planos consigo. Y permaneceré aquí con aquel de ustedes dos que se quede. Thomas y Bastián salieron al jardín y sostuvieron una breve consulta. —Iré yo -dijo Bastián-. Tú no pierdas de vista a Marek. Si ocurriera algo lo entregas a los americanos. ¡Confío que esos caballeros al otro lado de la frontera hablarán el francés! Consultado a este respecto, dijo Marek: —Caballeros, lo hablan casi sin acento. Thomas examinó la anguila. —Todavía tenemos para una hora -dijo-. Si me permite usted, me gustaría, mientras tanto, echar una mirada por su biblioteca. —Está a su disposición. Por favor, como si estuviera usted en su casa dijo Marek. Thomas fue hojeando los volúmenes. Hojeó quince tomos, veinte. El veintiuno llevaba por título: El Führer y sus fieles. Thomas hojeó en el libro y, de pronto, se le cortó la respiración. Llamó a gritos a Bastián. Éste acudió asustado. —Fíjate en esto... -Y Thomas señaló una gran foto en donde aparecían dos hombres en uniforme de las SA. Uno de ellos era obeso e hinchado. El otro, alto, delgado, rubio y arrogante. Presentaba una cicatriz en la mejilla izquierda. Y debajo de la foto se leía:
EL JEFE DE ESTADO MAYOR DE LAS SA, ERNST ROEHM, Y SU STURMFÜHRER, FRITZ EDER
Thomas abrió la primera página del libro: —Impreso en 1933 -dijo-. Por aquellos días, el señor Roehm estaba aún
con vida. Fue liquidado en el año 1934. Tal vez el señor Eder logró huir a Estados Unidos. ¡No creo que resulte demasiado difícil averiguar si el sturmführer de las SA y el capitán Wallace son una y la misma persona!
6 ¡En efecto, no fue demasiado difícil averiguarlo! El CIC destinó una semana a las investigaciones: el capitán Wallace era idéntico al antiguo SA sturmführer Eder. Después del putsch de Roehm había huido a Estados Unidos y allí había cambiado de nombre. Eder, alias Wallace, fue arrestado, así como también el capitán Hornblow, del Property Control Office. Más tardé fueron sentenciados a elevadas condenas de cárcel. Abandonemos durante unos momentos a nuestro amigo Lieven e informemos en pocas palabras sobre el fin de una de las centrales más importantes del mercado negro en Europa: El 20 de mayo de 1947 fue puesto en libertad el escritor Walter Lippert. El 29 de mayo emprendía el vuelo el juez Eral Rives desde el Estado de Carolina del Norte a Alemania para, en nombre del secretario del Ejército Kennete Royall dirigir las investigaciones sobre aquellas gigantescas transacciones ilegales. El 5 de junio eran detenidos catorce soldados americanos y veinticinco ciudadanos alemanes, entre éstos también Lucie la Morena. Lucie fue nuevamente puesta en libertad el 2 de julio, pero con la prohibición de abandonar su pueblo natal. Allí continuó dirigiendo sus negocios, pero, al parecer, tiró demasiado de la cuerda, puesto que el 23 de diciembre fue hallada en su dormitorio con la yugular seccionada. No se trataba de un robo. El asesino jamás fue descubierto. El 12 de enero de 1948, escribía el periódico americano para los soldados, Stars and Stripes, bajo el titular:
RUGE DOPE RING PROBED IN BAVARIA by Tom Agoston
Francfort, Jan, 12 (INS). – Postwar Germany's biggest black market
scandal, involving a gang of International narcotic peddlers... threhenedto blow up in the lap of U. S. Military Government today... En español:
DESCUBRIMIENTO DE UNA GIGANTESCA BANDA DE TRAFICANTES EN NARCÓTICOS EN BAVIERA por Tom Agoston
Francfort, 12 enero (INS). – El escándalo mayor del mercado negro en la Alemania de la posguerra, en el cual está implicado una banda internacional de traficantes de narcóticos..., amenazaba con estallar hoy directamente en el seno del Gobierno militar americano. El caso ha salido a la luz del día por el crimen cometido en la persona de una alemana llamada Lucie W., que hace tres semanas fue asesinada de forma brutal. Se sabe que han sido presentadas graves denuncias contra dos oficiales del Gobierno militar americano en Baviera. El escándalo amenaza con hacer peligrar las relaciones germano-americanas. Se trata de valores por un importe de tres a cuatro millones de dólares... En fin, volvamos al año 1947. El 9 de mayo abandonó Bastián Fabre a su amigo Thomas Lieven para emprender un viaje en dirección a Checoslovaquia. Tenía previsto regresar antes del 15 de mayo. Pero no regresó ni el 15 de mayo ni los días siguientes. Más impaciente que Thomas lo estaba aún el señor Marek. —Debe haber ocurrido algo..., pero nunca antes había sucedido una cosa así...; son gente correcta... —Marek, si algo malo le ha sucedido a mi amigo, ¡que Dios se apiade, de usted! El 22 de mayo recibió Marek la visita de un compatriota que le alargó una carta y se alejó rápidamente. Durante la lectura de la carta el señor Marek fue palideciendo cada vez más y más. Thomas no le perdía de vista.
—¿Qué ocurre? -preguntó, impaciente. El señor Marek apenas podía hablar de tan excitado que estaba. —¡Oh, Dios, oh Dios...! —Vamos, hable ya. —Los rusos han detenido a su amigo. —¿Los rusos? —Han averiguado que los checos querían comprar el proyectil secreto. Los rusos lo han prohibido. Han encerrado a su amigo. Dicen que ellos quieren adquirir el proyectil. Oh, Dios, oh, Dios... —¿Y en dónde los rusos han encerrado a mi amigo? —En Zwickau. Su amigo debe haber cruzado la zona soviética. —Señor Marek -dijo Thomas-, prepárese para emprender un viaje. —¿ Quiere..., piensa ir a Zwickau? —Sí-dijo Thomas Lieven.
7 Al noroeste de la ciudad bávara de Hof, muy cerca del pueblecito de Blankenstein, se hallaba tumbado, al mediodía del 27 de mayo de 1947, un simpático caballero en el lindero de un bosque. Este caballero era el antiguo banquero Thomas Lieven, quien en aquellos momentos se hacía llamar Peter Scheuner. Sobre el musgo había extendido un mapa y Thomas se orientaba por el mismo. Allí donde terminaba el bosque empezaba un floreciente prado. El prado era cruzado por un pequeño y alegre río. Tal vez no hubiese corrido tan alegre si hubiese sabido que formaba la línea de demarcación entre las zonas americana y soviética de Alemania. En este río terminaba una Alemania y empezaba la otra. El mapa presentaba la línea de demarcación pintada en color pardo... «Para que recordemos quién tiene la culpa de que hoy haya dos Alemanias», se dijo Thomas. Las doce de la mañana del 27 de mayo: la hora convenida. Los tres árboles al otro lado del río: aquél era el lugar convenido. Allí un soldado del Ejército rojo esperaría la llegada de Thomas. Pero el soldado no había hecho acto de presencia aún... «Muchachos, vaya lío -se decía Thomas Lieven-. Mando a mi amigo Bastián a Zwickau para que negocie con los checos la compra de un proyectil secreto, es decir, los planos debidamente falsificados por mí. Los soviets apresan a Bastián. ¡He de sacar a Bastián de aquí, no queda otro remedio! Estoy dispuesto a todo. En mi cartera de mano llevo los planos falsificados. Y ahora a esperar la llegada de ese soldado del Ejército rojo que me ha de conducir de una Alemania a la otra. Y el individuo sin llegar. ¿Acaso no hay nada en esta vida que se desarrolle de un modo feliz y seguro, sin contratiempos?» Thomas Lieven permaneció tumbado en el lindero del bosque hasta las 12.28 horas. Cuando su estómago empezaba ya a gruñir vio aparecer al otro lado del río a un soldado soviético. Llevaba una metralleta. Se detuvo al llegar junto a los tres árboles y miró en torno a él. «Por fin», se dijo Thomas. Se puso en pie y salió al prado. El soldado ruso, un muchacho joven, se lo
quedó mirando, atónito. —¡Hola! -saludó Thomas amablemente al soldado. Se detuvo al llegar al riachuelo y se quitó los zapatos y los calcetines. Luego se subió los pantalones y cruzó el agua helada hasta la otra orilla. Al llegar al centro del riachuelo oyó un grito y levantó la mirada. —Stoj! -le gritó el soldado ruso. Thomas no le entendió, asintió muy amable con la cabeza y llegó a la otra orilla. El joven soldado corrió donde estaba Thomas y, de pronto, comprendió éste que no era aquél el soldado que había de recogerle sino otro que no tenía la menor noticia de su presencia allí. El soldado soviético continuaba chillándole. —Mi querido y joven amigo, escúcheme usted -empezó Thomas Lieven. Pero el soldado le clavó el cañón de la metralleta entre las costillas. Thomas dejó caer los zapatos y los calcetines y la cartera de mano. «¡Terrible! Ahora sólo faltaba el Ejército rojo...» En recuerdo de sus lecciones de jiu-jitsu que había tomado muchos años atrás, empleó la doble llave de mariposa. Una fracción de segundos más tarde, volaba el soldado soviético con su metralleta por los aires y caía en el río. Rápidamente recogió Thomas sus zapatos, calcetines y la cartera de mano para correr... en dirección a la zona soviética. En aquel preciso instante oyó Thomas como si se acercara una manada de elefantes. Del lindero del bosque en la zona soviética salían corriendo, por lo menos, cincuenta personas, hombres, mujeres y niños. Como enloquecidos corrían hacia el río, lo cruzaban y seguían corriendo en dirección a la zona americana de Alemania. Thomas les siguió con la mirada. ¡Había ayudado a todos aquellos seres a huir al Oeste! Todos aquellos hombres, mujeres y niños, lo mismo que él en el Oeste, habían estado esperando allí en el Este el momento propicio. Thomas rió divertido. Vio entonces cómo el ruso salía del riachuelo, respiraba a fondo y emprendía una loca carrera. Luego oyó unos disparos y silbar las balas. Por la carretera se acercaba un jeep ruso. Un capitán estaba sentado al lado del conductor. El capitán se alzó en su asiento y le gritó unas palabras al soldado que seguía disparando en todas direcciones. Al instante el soldado dejó de disparar. El jeep se detuvo junto a Thomas Lieven. —Gospodin, Scheuner, ¿verdad? -preguntó el capitán en un alemán deficiente-. Perdone retraso. Neumáticos no buenos, se rompen. Bien venido,
Gospodin, cordialmente bienvenido...
8 El Palast Café de Zwickau era tan triste como todo lo que había en aquella ciudad de 120.000 habitantes. Seis horas después de haber sido el causante involuntario de aquella huida en masa, se sentaba Thomas en un rincón del mencionado local y tomaba un vaso de limonada artificial. No tenía ya nada que hacer aquel 27 de mayo. El capitán que le había ido a recoger a la frontera le había acompañado hasta la comandancia de Zwickau. El comandante soviético en la ciudad, un tal coronel Melanin, se había hecho disculpar por medio de un intérprete y había citado a Thomas para el día siguiente a las nueve. Por este motivo, Thomas se había ido primeramente a un hotel muy triste y luego a aquel local. Veía a aquellos hombres tan tristes, a aquellos hombres que llevaban unos viejos trajes cruzados y las camisas remendadas, a las mujeres sin maquillar y con gruesas medias de lana, los viejos zapatos con tacones de corcho y el pelo sin arreglar. «Dios mío -se dijo Thomas-, allí de donde vengo todo vuelve a funcionar más o menos bien. Trabajan y ganan dinero y se dedican al mercado negro. Pero vosotros, pobrecillos, dais la impresión como si solamente vosotros hubieseis perdido la guerra.» En la mesilla frente a Thomas se sentaba una pareja elegante, es decir, la única pareja elegante que Thomas había visto hasta aquel momento en Zwickau. La mujer era una opulenta belleza de pelo rubio trigo, rostro sensual de rasgos eslavos y brillantes ojos azules. Llevaba un vestido de verano, verde, muy ceñido, y sobre el respaldo de la silla colgaba un abrigo de leopardo. Su acompañante era un gigante musculado de pelo gris muy corto. Llevaba el traje típico de los rusos, azul, pantalones muy anchos y chaqueta cruzada, le daba las espaldas a Thomas y hablaba con la dama. Sin duda alguna eran rusos. De pronto se estremeció Thomas de pies a cabeza. ¡La dama flirteaba con él! Sonreía, le enseñaba sus dientes, entornaba la mirada. —¡Hum...! «Todavía no me he vuelto loco», se dijo, nuestro amigo, se volvió hacia un lado y encargó otra botella de limonada artificial. Pero después de tomar
tres sorbos levantó de nueva la mirada. La dama sonreía. También él sonrió. Entonces todo se sucedió de un modo muy rápido. El acompañante de la dama se volvió. Se parecía a un Tarzán, pero soviético. Se puso en pie de un salto. Con dos pasos se acercó donde estaba Thomas. Le cogió por la chaqueta. Gritos de los parroquianos. Esto enojó a Thomas. Pero más le enojó aún ver detrás del celoso gigante a la rubia que se había puesto igualmente en pie y daba la impresión de disfrutar lo indecible de la escena... «Maldita seas -se dijo Thomas-, eso lo has provocado tú, te divierte que...» Pero no se dijo nada más, puesto que en aquel momento el puño del gigante le dio en la boca del estómago. Thomas estaba fuera de sí de ira. Se agachó muy rápidamente, pasó por entre las piernas del gigante y por segunda vez aquel día hizo uso de una llave de jiu-jitsu, esta vez la «llave del velero». El Otelo ruso voló por los aires y, en aquel momento, vio Thomas por el rabillo del ojo cómo un suboficial ruso sacaba su pistola de la funda. El valor es una cuestión de inteligencia. Hay que saber a tiempo poner fin a una situación delicada. Thomas salió corriendo hacia la calle. Por suerte no vio a ningún soldado del Ejército rojo. Y los alemanes no se preocuparon por Thomas. Cuando un alemán corría gozaba de antemano de sus simpatías. Thomas corrió hasta el lago de los cisnes. En el viejo y hermoso parque se dejó caer en un banco. Al cabo de poco rato se había recuperado. Y entonces, muy prudentemente, regresó a su hotel. Al día siguiente, a las nueve en punto, el intérprete mandaba entrar a un elegante, recién afeitado y confiado Thomas Lieven en el despacho del comandante de la ciudad de Zwickau. Pero, de pronto quedó como petrificado. El comandante de la ciudad de Zwickau, que se ponía en pie detrás de su mesa escritorio, era el celoso Tarzán ruso, a quien Thomas la tarde del día anterior y haciendo uso de la llave del velero había hecho volar por los aires en el Palast Cafe... Aquel día el gigante llevaba uniforme y sobre su pecho se veían muchas condecoraciones. En silencio, fijó su mirada en Thomas.
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Blini con caviar Costillas a la Marèchal con guisantes y pommes frites Pudding de caramelo
Zwickau, 28 de mayo de 1947 Con una pata de pollo aparece Dunia, la mujer rusa, en la vida de Lieven Blini con caviar Se toman, por persona, 2 tortillas delgadas, preparadas con mantequilla, del tamaño de la mano, y se sirven en platos precalentados. Se cubre la primera tortilla con una capa de, caviar, se coloca encima la segunda tortilla, se rocía con mantequilla caliente y, después, con espesa nata ácida. (La verdadera blini se prepara con harina de alforfón, pero ésta resulta bastante difícil de conseguir.) Costillas a la Marèchal Se quita el hueso de la pata de un tierno pollo cebado, sin lastimar la piel. Se prepara un relleno con pechuga de pollo picada, 1 cucharada de mantequilla, 1/4 de cucharadita de cebolla ascalonia picada, perejil y estragón, 1/4 de taza de migas de pan blanco reblandecidas en vino blanco, 1 cucharada de champiñones picados, pimienta y sal. Se pasa esta masa dos veces por una fina máquina de picar carne y se deja cocer, agitando constantemente sobre fuego reducido, añadiendo una cucharada de mantequilla y otra de nata ácida, pero sin dejar que la salsa se haga demasiado espesa. Se rellenan los muslos de pollo con el relleno enfriado, se reboza con pequeñas migas de panecillo, y se cuece en mantequilla, hasta que muestra una sabrosa tonalidad dorada. Las dos pechugas pueden rellenarse de la misma manera, cosiéndolas después, para lo cual se utiliza, como relleno, un asado de ternera fino, libre de tendones y grasa. Pudding de caramelo
Se toma 1 litro de leche y se deja hervir con 100 gramos de azúcar y un pequeño pedazo de vainilla. Se baten 5 huevos y se incorporan, con un pellizco de sal, a la leche ligeramente enfriada. Se calientan 20 gramos dé azúcar para formar un caramelo no oscuro, se enfría con un poco de agua, se echa en un molde de pudding, previamente calentado, y se reparte bien por todos los lados, antes de que se solidifique. Se añade luego la masa de leche y se calienta el molde cerrado durante 3/4 de hora al baño maría. Se deja enfriar el molde durante algunas horas, con mucho frío, se echa luego el pudding sobré una fuente redonda, rodeándolo con el caramelo a modo de salsa. «La oficina está en el tercer piso. ¿Saltar por la ventana? -se preguntaba, mientras tanto, nuestro amigo-. Demasiado peligroso. Adiós, Europa. En fin, hay personas que dicen que Siberia es una región maravillosa...» En aquel momento habló el coronel Wassili L. Melanin en un alemán gutural muy acentuado. —Gospodin Scheuner, ruego disculpe comportamiento mío ayer. Thomas no logró decir ni media palabra. —Lo siento. Dunia tener la culpa. -Y Melanin empezó a gritar como si hubiese perdido el juicio-. ¡Esa maldita bruja! —¿El señor coronel habla de su distinguida esposa? Melanin gritó entre dientes: —¡Esa perra! Podría ser general de brigada. Dos veces me han degradado... por su culpa..., por haberme peleado... —Coronel, domínese usted -le dijo Thomas, conciliador. Melanin golpeó con el puño sobre la mesa. —Yo amo a palomita Dunia. Basta ahora, al negocio. Antes hemos de beber algo, cher Scheuner... Juntos se tomaron una botella de vodka y al cabo de una hora Thomas Lieven estaba completamente bebido y el coronel Melanin completamente sobrio. Los dos hablaban con mucho ingenio sobre el negocio, pero no lograban avanzar un solo paso. El coronel Melanin representaba el siguiente punto de vista: —Usted querer venderle a los rusos el proyectil secreto MKO. Ha mandado a su amigo aquí. Puede regresar con él al Oeste si nos entrega los planos. —Vender -le corrigió Thomas. —Entregar. Nosotros no pagamos -dijo el coronel, y añadió con
significativa sonrisa-: Usted no es tonto... ¡Thomas Lieven! —¿Qué acaba de decir usted, coronel? -preguntó nuestro amigo en voz muy baja mientras tenía la sensación de que se lo tragaba la tierra. —Dicho Lieven, Thomas Lieven..., ¡así se llama usted! Hermanito, ¿usted creer que nosotros ser idiotas? ¿Cree usted que nuestro servicio secreto no tiene acceso a los archivos aliados? Nuestros hombres en Moscú se han muerto de risa sobre sus actividades. Thomas se había recuperado. —Si usted..., si ustedes saben quién soy, ¿por qué están dispuestos a dejarme marchar? —¿Y qué podríamos hacer con usted, hermanito? Usted..., no tomárselo a mal..., es un agente ridículamente malo. —Muchas gracias. —Necesitamos agentes de primera categoría y no personajes cómicos como usted. —Muy atentos. —Sé que le gusta cocinar. ¡Me gusta comer! Venga a mi casa, Duniascha se alegrará. Tengo caviar suficiente. Y seguiremos hablando. ¿Le parece bien? —Me parece una idea excelente -dijo Thomas Lieven. Y se dijo profundamente abatido y deprimido: «Un agente ridículamente malo..., un personaje cómico. Y permitir que me digan una cosa así.» En la cocina de una casa confiscada, preparó un Kotelett Marèchal. No se sentía muy a gusto. El coronel Melanin parecía haberse esfumado. Cuando estaba preparando la carne entró la esposa del coronel. Pero no solamente en la cocina, por así decirlo, también entró en la vida de Thomas Lieven..., ¡sólo que él no lo sabía aún! Una mujer muy hermosa. El pelo..., los ojos..., los labios..., las formas... ¡Maldita sea! Y una piel como mazapán. A primera vista se veía que Dunia podía prescindir de faja y sostenes y otros utensilios auxiliares que suelen usar las mujeres. Entró en la cocina, cerró la puerta y se quedó mirando en silencio a Thomas. Entreabrió los labios y cerró a medias los ojos... «Una maravillosa demente -se dijo Thomas-. Dios todopoderoso, ayúdame. Temo que si no la beso me estrangulará. O llamará a un oficial del
NKVD y me denunciará como saboteador.» Delante de la casita oyeron unos pasos. Se separaron. —Sálvame -susurró Dunia-. Huye conmigo. Mi marido ya no me ama. Me matará. O yo le mataré. O tú huyes conmigo. —Ma... ma... ma... hum, madame, ¿cómo se le ocurre decir a usted que su marido ya no la quiere? Dunia sonrió diabólica. —Tú le venciste ayer en el café. Antes él medio mataba a los hombres. A mí también. Ahora ya no me pega. Eso no es amor... Hablo bien el alemán, ¿verdad? —Muy bien. —Madre alemana. Desde el primer momento me fuiste simpático. Te haré feliz. Llévame al otro lado... Los pasos se acercaban. El coronel sonrió enigmático cuando entró en la cocina: —Ah, estás aquí, mi palomita... ¿Aprendes a cocinar como en el Oeste capitalista en donde subyugan a los obreros? ¿Qué le pasa a usted, señor Lieven, no se encuentra bien? —Me... me pasará al instante, coronel... ¿Podría..., podría servirme un vodka?
9 Thomas Lieven había tomado una decisión: regresar lo antes posible al Oeste. No se sentía con fuerzas para luchar contra aquella pareja. Los soviets recibirían los planos falsificados sin pagar un solo centavo. Por suerte unos planos que carecían de todo valor... Durante la comida luchó encarnizadamente, pero sólo aparentemente, puesto que sabía que a los rusos les gustaba este tira y afloja. Y el coronel le replicaba con ardor y alegría. Dunia se sentaba entre los dos caballeros y los miraba con ojos entornados. Comieron lo indecible y bebieron aún más, pero después de aquellos blinis tan grasos, Thomas conservó una mente lúcida. —Bien, coronel, voy a hacerle otra proposición: Usted recibe los planos, gratis, y permite usted que mi amigo y otro caballero me acompañen al Oeste. —¿Otro caballero? —El señor Reuben Achazian. No sé si le conoce usted. ¿Un poco más, señora? —Mucho, mucho más, señor Lieven. —¡Que si conozco yo a ese señor Achazian! -dijo el coronel, despectivo-. Ese bandido. Ese comerciante. ¿ Qué quiere de él? —Hacer negocios-dijo Thomas, muy modestamente-. Perdone usted, coronel, pero dado que el Ejército rojo acaba de echarme a perder un negocio he de buscar el modo de resarcirme. —¿Dónde ha conocido usted a ese cerdo de armenio? —A ese cerdo de armenio lo he conocido aquí, en Zwickau, mi coronel. El señor Reuben Achazian era bajo, gordo, tenía ojos de pez y unos pequeños bigotes y se había presentado en el Hotel del Ciervo en el momento en que Thomas tomaba su desayuno. Sin rodeos de ninguna clase el señor Achazian había ido directamente al grano: —Présteme atención, deje que hable yo, no me interrumpa, tengo prisa, usted también, sé quién es usted... —¿De veras? —Reuben Achazian lo sabe todo. No me interrumpa. Me enfrento con dificultades aquí. Con los rusos. Soy sincero. Me he hecho cómplice de una importante transacción ilegal de suministros al Ejército. No me permiten
trabajar. —Oiga usted, señor Achazian... —Psstt... Ayúdeme a pasar el Oeste y hago de usted un hombre rico. ¿Ha oído hablar alguna vez de la ZVG? -Sí. La ZVG, la Zentrale Verwertungs-Gesellschaft tenía su sede en Wiesbaden y había sido creada por los americanos. En gigantescos depósitos concentraba la ZVG los desperdicios de la guerra por millones de dólares: armas y munición, locomotoras y camiones, chatarra, madera, acero, puentes enteros, medicamentos, aviones. La administración de la ZVG había sido puesta en manos de los alemanes. Pero sólo estaban autorizados a vender a los extranjeros... ¡Ésta era la única condición que habían impuesto los americanos! —... La ZVG sólo puede vender a los extranjeros -dijo rápido, sin perder un solo momento, el señor Achazian a Thomas Lieven-. Y no a los alemanes. ¡Yo soy extranjero! ¡A mí sí puede vender la ZVG! Tengo un primo en Londres que nos adelantará el dinero. Fundaremos una sociedad comercial, usted y yo. En un año le convierto a usted en millonario... si me ayuda a pasar al Oeste. —Señor Achazian, he de meditar sobre esta proposición -contestó Thomas Lieven. Thomas había meditado a fondo el asunto y durante el almuerzo en la villa, confiscada a un nazi, en Zwickau, le dijo al comandante de la ciudad, coronel Wassili Melanin: —Permita que el señor Achazian emprenda el viaje conmigo y usted se queda con los planos. —El señor Achazian se queda aquí. Y yo me quedo con los planos. —Mire usted, el señor Marek, con toda seguridad conoce usted a ese agente checo, está en manos del CIC americano en Hof. El hombre continuará en manos de los americanos mientras yo permanezca aquí y no le releve. —¿Y a mí qué? ¡Usted entregarme los planos o también se queda aquí! —Está bien, me quedo aquí -dijo Thomas.
10 El 1 de junio de 1947 llegaban los señores Thomas Lieven, Bastián Fabre y Reuben Achazian muy cansados, pero sanos y salvos a Munich. Inmediatamente se dirigieron a la villa en Grunewald, propiedad de Thomas. Había almorzado un par de veces más con el coronel Melanin y bebido aún con mayor frecuencia con él hasta hacerle cambiar de opinión. Finalmente, se habían despedido como buenos amigos. Los planos se quedaron en Zwickau... Los tres caballeros permanecieron pocos días en la capital bávara. —Hemos vendido los planos a los ingleses, franceses y rusos -le dijo Thomas a su amigo Bastián-. Muy pronto descubrirán que los hemos llamado a engaño. Ahora adoptaremos otros nombres y durante algún tiempo nos iremos a vivir a Wiesbaden. —Me parece muy bien. Si al menos ese Achazian no me resultara tan repulsivo. ¡Un auténtico contrabandista que ahora quiere vender armas y municiones! —No lo hará -dijo Thomas-. Vayamos primeramente a Wiesbaden. El señor Achazian va a tener una sorpresa allí. Y puesto que hablamos de sorpresas... La noche antes de abandonar los tres caballeros Munich, se sentaron en el saloncito para tomarse unas copas de vinos Llamaron a la puerta... Eran aproximadamente las siete y media de la tarde. Bastián fue a abrir la puerta y regresó pálido como la muerte. —¡Ven..., ven..., ven..., por favor! -tartamudeó. Thomas salió al vestíbulo. Cuando vio quién estaba en el umbral de la puerta, cerró los ojos y tuvo que apoyarse contra la pared. —No -musitó-, ¡no! —Sí -dijo la maravillosa y hermosa esposa del coronel Melanin, de Zwickau-, soy yo... Era ella, en efecto. Allí estaba. Con un maletín de viaje. Joven y sana. —¿Cómo has llegado... ha llegado usted... hasta aquí? —He huido. Con todo un grupo. Soy una fugitiva política. Me ha sido concedido el derecho de asilo. Y pienso quedarme contigo. E ir allí donde tú
vayas. —No. —Sí. Y si no permites que me quede contigo..., les diré a la policía, con gran dolor por mi parte, que tú entregaste unos planos a mi marido y todo lo que sé sobre ti... —Pero, ¿por qué..., por qué quieres traicionarme? —Porque te amo -dijo con la mayor sinceridad. El hombre es un animal de costumbres. Dos meses más tarde, en agosto de 1947, les decía Thomas Lieven en la gigantesca mansión que había alquilado en la Parkstrasse de Wiesbaden, a los señores Bastián Fabre y Reuben Achazian: —No sé qué tenéis en contra de Dunia. Es encantadora. Cocina para vosotros. Es muy trabajadora. Yo estoy entusiasmado con ella. —Exige demasiado de ti -dijo Bastián-. Fíjate en tus dedos. Mira cómo tiemblan. —Tonterías -replicó Thomas, sin gran convencimiento, dado que también él encontraba un poco demasiado exigente a su nueva amiga. Dunia vivía en una habitación amueblada cerca de ellos, no iba a visitarles cada noche, pero cuando iba... En sus pocos minutos libres pensaba Thomas en el coronel Melanin. ¡Y comprendía entonces que no hubiese llegado a general! En Wiesbaden, Thomas Lieven se hacía llamar Ernst Heller, y poseía los documentos correspondientes. A nombre de su colaborador extranjero había registrado la Achazian Sociedad Limitada. Esta empresa compraba cantidades gigantescas de las mercancías más heterogéneas que había en los grandes depósitos de la ZVG en las afueras de la ciudad. En los gigantescos depósitos de la ZVG, no sólo podían adquirirse bienes de la antigua Wehrmacht alemana, sino también jeeps, camiones y suministros del Ejército americano..., material viejo o cuyo transporte a Estados Unidos hubiese costado demasiado dinero. —Con América no podemos hacer negocios -les dijo Thomas a sus amigos-, para ello tenemos todos nosotros unos pasados demasiado oscuros. Hemos de fijar nuestra atención en otros países, aquellos que hacen guerras, puesto que éstos son los que no pueden adquirir las mercancías del ZVG. Esto está prohibido. —Conozco a un tal señor Aristóteles Pangalos, representante de los
guerrilleros griegos, y a un tal señor Ho Irawadi, de la Indochina-dijo Reuben Achazian. —¡Pero no les podéis vender armas a esos tipos! -exclamó Bastián. —Si nosotros no les vendemos armas, lo harán otros-expuso Thomas Lieven en plan doctrinal-. Por ese motivo, nosotros les venderemos las armas..., pero te aseguro que éstas no les van a proporcionar grandes alegrías. —No entiendo ni una sola palabra. —Deja que hable. He alquilado una fábrica vacía en las afueras de Maguncia. Sacaremos la pólvora de la munición y la sustituiremos por serrín. Las pistolas ametralladoras van embaladas en unas cajas de madera con indicaciones especiales y plomos. He descubierto una casa que fabrica las mismas cajas y pueden hacer las mismas inscripciones a fuego. Y también los plomos se pueden imitar. Y con jabón haremos que las cajas tengan el peso requerido... —¿Y que será de la pólvora y de las pistolas ametralladoras? —La mercancía será embarcada en Hamburgo -dijo Thomas-. Las aguas son allí muy profundas. ¿Es necesario que siga hablando? Aquel agosto del año 1947 (era la semana 103 en las tarjetas de racionamiento) llegó Wiesbaden al punto más bajo en el suministro de víveres. El número de calorías bajó a 800. No había patatas. Sólo los hospitales y campamentos recibían el suministro indispensable. El racionamiento en grasas bajó de 200 a 150 gramos. Media libra de azúcar blanco y media libra de azúcar moreno. Cuatro huevos. Muy poca verdura y frutas, debido a la pertinaz sequía. Dos terceras partes de la población adulta de Wiesbaden no recibió suministro de leche. Nota: Una guerra terrible no termina con la derrota...
11 Como primera mercancía vendió la Sociedad Achazian a los señores Pangalos y Ho Irawadi, 2.000 kilogramos de Atebrin, un medicamento contra la malaria, que procedía de los depósitos de la antigua Wehrmacht alemana. Los envoltorios del producto farmacéutico llevaban impresa la cruz gamada del Reich alemán. ¡Era necesario eliminarla! En camiones transportaron Thomas y sus socios el Atebrin a una fábrica de productos farmacéuticos en donde les cambiaron el envoltorio. Lo que con el Atebrin se había revelado como un auténtico juego de niños fue, en otro caso, un problema al parecer insoluble. El señor Pangalos y el señor Ho Irawadi querían comprar cascos tropicales. Cada uno de ellos 30.000. ¡Los cascos tropicales estaban en los almacenes, pero llevaban la cruz gamada! Fue del todo imposible borrar la cruz gamada y los dos comerciantes se vieron obligados a renunciar a la compra. «¿Y qué haremos con esos malditos cascos?», se preguntaba Thomas. Meditó durante muchos días, ¡hasta que se de ocurrió la idea salvadora! Los cascos tenían maravillosas badanas. Nuevas, de primera calidad. Y la industria alemana carecía por completo de este material. Thomas se puso en contacto con los dirigentes de esta rama de la industria. ¡Y desde aquel momento empezaron a vender los cascos tropicales como si fueran bollos calientes! La Sociedad Achazian ganó mucho más en las badanas de lo que hubiese ganado en los cascos tropicales. Y además Thomas logró con ello dar un nuevo impulso a la industria sombrerera alemana de la posguerra. A pesar de todo, Thomas tenía preocupaciones..., pero no de índole financiera. Dunia le hacía escenas. De amor. De celos. Era una mujer excitante y agotadora. Thomas se peleaba y se congraciaba con ella. Fue aquélla la época más loca de su vida. También Bastián estaba preocupado. —Eso no puede continuar así, muchacho. Te arruinarás al lado de esta dama. —¿Y qué puedo hacer yo? No puedo ponerla de patitas en la calle. No se iría.
—Sí se irá. —Sí, a la policía. —¡Maldita sea! -exclamó Bastián-. Tienes que pensar en el futuro, muchacho. —No dejo de pensar en el futuro ni un solo momento. Lo que estamos haciendo ahora no va a durar por mucho tiempo. Y cuando termine este asunto habremos de largarnos. Y todo se sucederá de un modo muy rápido, muy repentino...; demasiado rápido y repentino para Dunia. —En fin, no sé qué pensar -dijo Bastián. Vendieron a griegos e indochinos cojinetes a bolas. Y camiones. Y jeeps. Y tractores. Y otras máquinas agrícolas. —Con eso no pueden matar a nadie -se dijo Thomas Lieven, mientras desde la ventana de su despacho contemplaba las ruinas de Wiesbaden. La ciudad daba la impresión de que nunca más se volvería a levantar de entre sus ruinas. Antes de la guerra habían residido allí solamente personas ricas. Ahora se había convertido Wiesbaden en una ciudad de pensionistas pobres que vivían en la ruina. Las «ruinas» fueron calculadas posteriormente, de un modo oficial, en 600.000 metros cúbicos. Hasta la reforma monetaria gastó Wiesbaden tres millones trescientos sesenta mil reichsmark para el transporte de los escombros. Todos los ciudadanos intervinieron en estos trabajos y también Thomas Lieven, Bastián Fabre y Reuben Achazin colaboraron en los trabajos de desescombro. Pero ellos lo consideraban como una compensación deportiva a sus otras actividades. En el otoño del año 1947 llegaron a la conclusión de que de un saco de dormir americano se podían hacer un par de pantalones. Tenían en sus almacenes 40.000 sacos de dormir americanos. Las fábricas de confección en el sur de Alemania recuerdan incluso hoy, el alud de material y pedidos que les llegaron en el mes de noviembre de 1947... En la primavera del año 1948 decidieron poner fin a sus transacciones con armas. Los barcos con los cargamentos con destino a Grecia y la Indochina se habían hecho a la mar. «Y navegarán durante muchos días», se dijo Thomas. Por lo tanto, con toda calma, podía ahora liquidar su empresa comercial en Wiesbaden... casi al mismo tiempo en que diversas productoras de cine abrían sus oficinas en la ciudad. —Ha llegado el momento de largarnos, muchacho -le dijo Thomas a Bastián el 14 de mayo de 1948.
—¿Qué crees tú que dirán los griegos y los indochinos cuando se enteren de la verdad? —Si dan con nosotros nos matarán -dijo Thomas Lieven. Pero los compradores de armas griegos e indochinos no dieron con Thomas, ni con Bastián. Como todo el mundo sabe, durante los años 1948 a 1956 los agentes extranjeros en la República Federal alemana descubrieron a unos «auténticos» traficantes en armas a los que «liquidaron» colocando bombas de explosión retardada en sus coches o matándoles en plena calle. Muy filosófico, Thomas dijo cuando se enteró de la noticia: —Los que venden la violencia, terminan con una muerte violenta. Nosotros hemos vendido jabón. Nosotros vivimos... Esto, como hemos dicho, sucedía en una época posterior. El 14 de mayo de 1948 tuvo Thomas Lieven la sensación de que estaba a punto de morir de muerte violenta. Y esto fue cuando hacia el mediodía llamaron a la puerta de su casa. Bastián fue a abrir la puerta. Y regresó más pálido que la muerte: —Dos caballeros de la comisión militar soviética. —¡Dios todopoderoso! -exclamó Thomas. Los caballeros entraron. Muy graves y muy pesados. A pesar del calor que hacía iban embutidos en abrigos de piel. Thomas sintió de pronto un calor muy intenso. Y, de repente, un frío más intenso aún. «Fin. Todo ha terminado. Han dado conmigo.» —Buenos días -saludó uno de los rusos-. ¿Señor Scheuner? —Yo mismo. —Buscamos a la señora Dunia Melanin. Nos han dicho que está en su casa de usted. —Pues, hum, sí... -empezó Thomas-. Casualmente la dama está aquí. —¿Permite que hablemos con ella? ¿A solas? —No faltaba más -dijo Thomas, y acompañó a los dos caballeros a una habitación en donde Dunia se estaba haciendo las manos. Diez minutos más tarde los caballeros soviéticos se despedían de nuevo..., muy graves y muy pesados. Bastián y Thomas entraron corriendo en la habitación de Dunia. —¿Qué ha sucedido? Con un grito de alegría se arrojó la belleza rubia en brazos de Thomas. —¡Éste es el día más feliz de mi vida! -Beso-. ¡Tú eres mi corazón! Beso-. ¡Tú eres mi único hombre! -Beso-. ¡Podemos casarnos!
Bastián dejó caer la mandíbula inferior: —Podemos, ¿qué? -tartamudeó Thomas. —¡¡¡Casarnos!!! —¡Pero si ya estás casada, Dunia! —¡Ya no! ¡Desde hace dos minutos no lo estoy! Estos caballeros me han invitado a regresar sin pérdida de tiempo a la patria. En nombre de un tribunal de divorcio ruso ante el cual mi marido presentó una reclamación contra mí. Me he negado. Y entonces esos caballeros me han dicho: «Desde este momento debe usted considerarse divorciada.» Mira, ¡aquí tengo el documento! —No sé leer ruso -musitó Thomas, en torno al cual todo empezaba a dar vueltas. Fijó su mirada en Dunia, que estaba luminosa. Y luego volvió la mirada hacia Bastián, que estaba más pálido que la muerte. «Dios nos ayude.»
12 «Lo mejor será que coja una cuerda y me ahorque -se dijo Thomas Lieven, muy melancólico-. ¿Cómo zafarme ahora de la situación en la que me veo metido?» Abatido y deprimido vagaba por aquellos días Thomas Lieven de un lado al otro. Cuando la noche del 18 de mayo regresó de una visita a la habitación amueblada de Dunia, entró arrastrándose y lamentándose en el cuarto de baño y en su nerviosismo arrancó de la pared el pequeño botiquín casero que cayó al suelo promoviéndose gran ruido. Medio dormido salió Bastián de su cuarto. —Vamos, ¿qué ocurre aquí? —Bromuro... -gimió nuestro amigo-, necesito bromuro para tranquilizarme. —¿Acabas de ver a Dunia? —Sí. E, imagínate, lo ha dispuesto ya todo para la boda. Tú eres uno de los testigos. Dentro de cuatro semanas. Y quiere tener hijos. ¡Cinco! Lo antes posible... Bastián, estoy perdido si al instante no sucede algo...; ahora mismo, ¿me oyes? —Lo he oído. De momento toma esto. Se me ha ocurrido una idea. Tal vez dé rendimiento. Pero dame dos o tres días de tiempo. —Todo el tiempo que necesites, viejo amigo -dijo Thomas Lieven. Bastián se esfumó. Cuando regresó al cabo de seis días, estaba terriblemente silencioso y reservado. —Vamos, habla ya -le ordenó Thomas-. ¿Has conseguido algo? —Ya veremos -contestó Bastián. Esto ocurría el 25 de mayo. Aquel día, Thomas no supo nada de Dunia y tampoco al siguiente. Cuando la visitó por la noche, la mujer no estaba en casa. El 27 de mayo a las 18.15 horas repiqueteó el teléfono en su casa. Descolgó el auricular y al momento oyó solamente muchas voces y el retumbar de motores. Pero luego oyó la voz de Dunia ahogada por las lágrimas, la voz de una mujer desesperada:
—Mi corazón..., mi amado... —¡Dunia! -gritó Thomas-. ¿Dónde estás? —En Francfort..., en el aeropuerto..., en el puesto de la policía militar... —¿En el puesto de la policía militar? Sollozos en Francfort. Luego: —Me voy a América, amado mío... Thomas se dejó caer en un sillón. —Tú... ¿Qué? Mi avión parte dentro de diez minutos..., ¡ay, soy tan desgraciada!..., pero mi vida está en peligro. Me matan si me quedo aquí. —¿Quién te matará? -preguntó Thomas con expresión! estúpida. En aquel momento entró Bastián en la habitación. Se acercó al pequeño bar y se preparó medio whisky. Mientras, Thomas oía la voz de Dunia: —Me han mandado cartas amenazándome..., me han atacado, me han matado casi... y me han dicho que me matarían de verdad si no regresaba a casa..., ¡y eso mismo han dicho también los americanos! —¿Los americanos también? —¡Sí, los americanos! -gritó histérica la voz desde Francfort-. Me voy a América por orden del Departamento de Estado... Allí estaré a salvo... No olvides que mi esposo era un general soviético... —Dunia, ¿por qué no me has dicho nada de todo esto? —No quería ponerte en peligro a ti. No debía hablar con nadie de todo esto... -La mujer hablaba con velocidad de vértigo. Thomas tenía la sensación de que todo daba vueltas en torno a él. Dunia hablaba de amor y de volverse a ver, de fidelidad eterna, y, finalmente-: Tengo que terminar, querido. Me espera el avión... Te quiero. —Yo también -dijo Thomas. Cortaron la comunicación. Thomas colgó el auricular en la horquilla. Se quedó mirando fijamente a Bastián y se pasó la lengua por los labios. —Dame un vaso. Rápido. De modo que todo esto es obra tuya..., ¿eh? Bastián asintió con un movimiento de cabeza. —No fue tan difícil como puedas imaginarte, pequeño -dijo. No, no había sido tan difícil después de haber averiguado Bastián que en las cercanías de Nuremberg había un gigantesco campamento de refugiados extranjeros. Y allí había ido nuestro amigo... En los desolados alrededores del triste campamento, había muchas tabernas. La tercera noche descubrió Bastián a dos caballeros que a precios
muy decentes estaban dispuestos a escribir unas cartas amenazadoras en ruso. Y también se habían declarado dispuestos a acompañarle a Wiesbaden, irrumpir en una casa y asustar a una dama... —... Y al instante se produjo la reacción -le contó Bastián a su amigo mientras se frotaba las manos. —¡Bastián! -le gritó Thomas. —Les inculqué previamente a los rusos que no debían tratar con violencias de ninguna clase a la dama -dijo Bastián. —¡Lléname de nuevo el vaso! -gimió Thomas. —Con mucho gusto. Sé que no fue un método muy elegante... —¡Bárbaro! —... Pero no sabes lo mucho que te aprecio, viejo. además cuando te veía en compañía de cinco hijos... ¿Me perdonas? A última hora de aquella tarde hablaron de su futuro. Thomas mencionó entonces un nuevo negocio: —Hemos ganado mucho dinero aquí. Y ese dinero hemos de invertirlo... lo más rápidamente posible. —¿Por qué tan rápidamente? —He oído circular ciertos rumores. Créeme, hemos de invertirlo. Vamos a comprar coches, Pontiac, Cadillac y otros coches americanos. Thomas se fue calentando. Por un dólar, dijo, había que pagar por aquellos días doscientos marcos. En fin, disponían de dinero suficiente. Claro está, a los alemanes no les concedían permiso para importar automóviles americanos. Pero Thomas había conocido a un pequeño funcionario del Gobierno militar americano que acababa de solicitar su retiro. El caballero en cuestión se llamaba Jackson Taylor y él solicitaría el permiso de importación. —El señor Taylor fundará una compañía comercial en Hamburgo, importará los coches que luego nos venderá... a nosotros. —¡Pero si nadie tiene dinero aquí! -Esta situación va a cambiar muy pronto. -¿Y cuántos coches tienes la intención de comprar? —Pues, digamos, un centenar. —¡Jesús! ¿Y piensas mandarlos traer de un día al otro? —No. Dependerá de cuándo tenga lugar la reforma. —¿Qué reforma? Y Thomas le contó de lo que se trataba...
13 El 10 de junio de 1948 zarpó el Olivia del puerto de Nueva York. El 17 de jumo se encontraba el barco con un cargamento de cien automóviles americanos en la posición diez grados quince minutos longitud occidental y cuarenta y ocho grados treinta minutos latitud norte ante la costa occidental de Francia. Aquel día recibió el capitán el siguiente mensaje en clave: Norddeichradio. 17 junio, 48.15.43 horas. Compañía Navegación Schweertman, Hamburgo, a capitán Hannes Droege. En nombre propietario cargamento ordenamos permanezcan en posición actual hasta recibir nuevas instrucciones. No penetrar en aguas territoriales alemanas. No interrumpir comunicaciones con nosotros. Recibirán nuevas instrucciones. Fin. El Olivia permaneció durante tres días y tres noches en la posición anteriormente indicada. La tripulación organizó el trabajo por turnos, jugaban al póquer, bebían y brindaban por el propietario del cargamento. El 20 de junio recibió el primer telegrafista, que había tomado ya unas copas de más, el siguiente mensaje: Norddeichradio. 20 junio, 48. 11.23 horas. Compañía de Navegación Schweertmann, Hamburgo, al capitán Hannes Droege. En nombre del propietario del cargamento le ordenamos dirigirse sin pérdida de tiempo al puerto de Hamburgo. Fin. Mientras el primer telegrafista, que había tomado unas copas de más, descifraba el mensaje para e